Mujer de palabra

Todos los periódicos del día traían en primera página la foto de un hombre de mediana edad que había aparecido muerto en el portal de un edificio de apartamentos de un barrio de clase media. Lo peculiar del asunto era que el hombre, por única vestimenta, llevaba amarrada en el bajo vientre una cinta ancha que terminaba en una gran moña que cubría sus genitales.

Mariela se levantó sin sueño y, como cada día, se puso la ropa para salir a correr. Cuando abrió la puerta de su casa recogió los periódicos sin siquiera echar un vistazo a los encabezados;  total, tendría tiempo suficiente durante la mañana para leer las noticias que hoy podrían ser un poco más interesantes, si no venían a buscarla antes de lo previsto.

Correr era una forma de desfogarse y de hacer que los problemas parecieran más pequeños. Mientras lo hacía, Mariela empezó a repasar los acontecimientos de la semana que había pasado, que se le había antojado fatídica, pero que ahora podía recordar con mucha calma.

Hasta ayer Mariela había estado pensando en la llamada de Ema. Por fin encontraba explicaciones al comportamiento inusual de su marido en los últimos tiempos: llamadas telefónicas tarde en la noche o temprano en la mañana, argumentos poco creíbles sobre el almuerzo,  desenmascarados por facturas de restaurante muy altas para el consumo de una sola persona, nuevas formas de hacer el amor que ella siempre pensó estaban sacadas de una revista pornográfica o de secretos compartidos entre amigos. Decidió encarar el problema y preguntarle a Alberto.

–Alberto ¿Estás teniendo un amorío en la oficina?

– ¡Yo! ¿Estás loca?

–Me llamó Ema–Alberto palideció y bajó los ojos– me contó de su relación de hace casi dos años y me dio todo tipo de detalle acerca de la misma. Creo que la complació mucho explicarme lo poco atractiva que soy para ti y lo mucho que me temes porque soy rabiosa.

–Mi vida, perdóname, eso ha sido un error fatal. Ella me sedujo y luego le seguí la corriente para que no peligrara nuestro matrimonio y no armara un escándalo en la oficina. Pero ayer mismo le dije que eso tenía que terminar; me imagino que por eso te llamó.

La llamada de Ema había estado resonando por cinco días, minuto tras minuto en los oídos de Mariela. Recordaba hasta el tiempo de las pausas, la entonación, los suspiros.

–Aló! ¿Me habla la señora Mariela Paz?

–Sí, dígame.

–Le habla Ema García. No sé si su esposo le ha hablado de mí.

–Pues, la verdad, no.

–Pues permítame presentarme: soy la novia de su esposo. Llevamos juntos un año y medio y, a pesar de que él me ha jurado cincuenta veces que hablaría con usted para decirle de lo nuestro y pedirle el divorcio, por lo que veo, ni siquiera le ha hablado de mí porque no se atreve a hacerlo.

–Mire joven, no tengo tiempo para perder con este tipo de bromas.

–Doña, le puedo asegurar que esto no es una broma.

–No creo nada de lo que me dice. Si fuera verdad me habría dado cuenta hace tiempo.

–Lo hemos mantenido discretamente para que nadie se enterara.  Alberto siempre decía que debíamos pasar un tiempo juntos para probar nuestro amor antes de decírselo a usted, o que la gente lo supiera. Pero en cada ocasión me ha repetido una y otra vez que ya no la quiere y que ya no le atrae, mientras que yo lleno todas sus necesidades porque soy joven y complaciente y que tan pronto se divorcie de usted se casará conmigo y formaremos una familia. Por eso la estoy llamando, porque estamos sufriendo los tres;  yo, porque no lo tengo para mí sola, él, porque quiere estar conmigo pero no se atreve a decírselo porque teme su reacción y usted, quien  podría estar viviendo con alguien que la quisiera.

– ¿Y cuándo se ven? ¿A dónde van? Porque mi esposo no ha faltado en casa un solo día por la noche.

–Nos vemos cada día en la oficina. Muchos días almorzamos juntos y a menudo nos quedamos hasta tarde dizque para terminar unos trabajos. No tengo que decirle más.

–Mire Ema, vamos a dejar esta conversación aquí. Lo que sí le puedo decir es que si lo que usted me está diciendo es verdad, le voy a mandar a Alberto con todo y moña. Es un  regalo que no podría ir a mejores manos.

 

 

 

 

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *