Mi abuelita tenía un reloj de pared

Para Reyes siempre íbamos a ver a la abuela Elisa, quien era viuda desde hacía mil años, para recoger los juguetes y comernos el roscón que ella misma preparaba.

Nos recibía en la puerta de su casa con una gran sonrisa ubicada en la parte sur de su cara, acompañada por dos mofletes rojos. Yo siempre los tocaba con admiración porque no entendía cómo era posible que tuvieran ese color sin haber sido pintados.

Tenía el pelo mitad blanco y mitad marrón, recogido en un moño que aprisionaba en una peineta. Los pelillos rebeldes se salían del recogido formando una aureola que le daba el aspecto de flor. A mi me gustaba soplárselos para ver cómo se movían, pero, no bufaba fuerte no fuera ser que salieran volando, como pasaba con las flores del campo.

Los Reyes Magos siempre me dejaban lo mismo, pero diferente: una muñeca de trapo que ella misma confeccionaba –lo supe de grande.

Dependían de las telas que le hubieran sobrado cuando le cosía algo a las vecinas o confeccionaba sus propias colchas. Podría ser una de piel clara, a la que le ponía un pelo de lana bien amarillo, o una negrita vestida de colorines a la que ponía lana de corderito teñido de negro. Mi mamá decía que tenía el pelo de astracán. Pero yo no sabía qué era eso.

Las muñecas de trapo me encantaban y podía presumir de algo que ninguna de mis amiguitas de la ciudad tenía, porque eran exclusivas.

La comida era otro de los acontecimientos de la visita.

Como mi yaya Elisa sabía que mi comida favorita eran las patatas fritas y las costillas de cordero, siempre me las preparaba. Pero, como el cordero era caro, solo compraba dos costillas para mi y para los grandes, macarrones y pollo guisado. El cava nunca faltaba y, a pesar de los regaños de mi madre, siempre me servía un poquito en una copa. Me lo tomaba cuando lo hacía ella, quien tampoco llenaba su copa, al tiempo que chillábamos, entre risas y chocando nuestras copas, nuestro grito de guerra que yo no entendía, pero me encantaba –¡A las penas, puñaladas!

Inmediatamente venía el corte del roscón que lo hacíamos juntas. Ella manejaba el cuchillo y mi mano encima de la suya dirigía el lugar donde cortar. Era una operación delicada, porque el roscón tenía visibles en la superficie tres huevos duros con cáscara pintada de colores y varias plumas que, a mi modo de ver, no servían para otra cosa que entorpecer la visión de la ubicación de la sorpresa de juguete que salía en un trozo premiado del roscón.

La yaya Elisa sabía identificar en qué parte del bollo estaba el premio y recuerdo como si fuera hace un momento, cómo cortaba un poquito más adelante o detrás de donde yo indicaba, cuando el pedazo era para mí. Yo siempre me sacaba el Rey, que no era un rey, sino que, a veces era un anillito de plástico, otras veces un dedal, otras una goma de borrar y otras un angelito de la guarda.

La visita de dos días, tenía momentos agridulces.

En la pared del comedor había un reloj que incansable movía el péndulo de izquierda a derecha, de derecha a izquierda y cada cuarto de hora dejaba ir unos retintines que se iban acumulando en la medida que avanzaban los cuartos para llegar a la hora. No me gustaba en lo absoluto, no por los campanillazos, sino porque siempre temía que se parara. Alguien me había enseñado una infortunada canción que decía:

Mi abuelita tenía un reloj de pared

que tocaba las dos y las tres.

Pero, un día, el ding dong del reloj se paró

Y mi pobre abuelita murió.

Después de la larga sobremesa, mi abuela y yo hacíamos un aparte para fregar los platos y conversar como si fuéramos dos cotorras. Al terminar, yo le pedía que saliéramos al pequeño patio para que me contara cuentos.

Nos sentábamos debajo de un árbol de membrillo que en enero no daba ni flores ni frutos, pero después siempre recibíamos una caja con membrillos para hacer dulce y para perfumar la ropa de cama.

La yaya Elisa tenía en su cabeza un arsenal de cuentos conocidos, pero cada vez inventaba alguno nuevo. Pienso que preparaba el momento con antelación, para sorprenderme. Me encantaba.

Pero, yo no daba por terminada la sesión, hasta que no me contaba el cuento de “Los Higadicos”. Ella, sabiendo que después de eso tendría que dormir conmigo, con las consiguientes patadas nocturnas y posturas atravesadas en la cama, se negaba por mucho rato, pero mi insistencia era fastidiosa y, al final, acababa cediendo y contándome el cuento.

Érase una vez, un niño que su abuela lo mandó a buscar hígado en la carnicería. Por el camino se entretuvo a jugar con sus amigos y cuando llegó a la tienda, se dio cuenta que había perdido el dinero. Sabía que su abuela le iba a castigar fuertemente y pensó en arreglarlo yendo al cementerio a coger los hígados de un muerto –aquí empezaba yo a acercarme más a la abuela–. Llegó a la casa con el hígado y su abuela lo cocinó, pero él no comió.

Por la noche, el niño oyó que tocaban a la puerta. Era el muerto que venía a buscar sus higadicos.

–¡Ay , abuelita! ¿Quién será?

–Calla hijo mío que ya se irá –decía la abuela.

–No me voy que en el primer escalón estoy –decía la voz tenebrosa.

Ahí me sentaba en el regazo de la yaya Elisa, mientras en mi imaginación el muerto seguía subiendo escalones.

–¡Ay , abuelita! ¿Quién será?

–No tengas miedo que ya se irá –seguía diciendo la abuela, escalón por escalón. Hasta que al final: la tragedia.

–No me voy,  tocando a la puerta de tu cuarto estoy –decía el difunto gritando.

Empezaban mis saltos y chillidos de terror abrazada a mi abuela, quien se moría de una risa histérica que, al final, me contagiaba.

Nos íbamos a la cama juntas y yo me dormía tranquila en un abrazo de cucharita que me ofrecía mi abuela.

Y así, cada año, hasta que un día mi abuelita murió.

Fuimos al entierro y lo primero que miré al llegar a su casa fue el reloj de pared: seguía funcionando.

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