La Coja

Margarita vive en un barrio prototipo del abandono estatal y ciudadano, donde sus habitantes funcionan como si fueran una gran familia ensalada, en la que todo tipo de componentes dan como resultado un plato muy particular que sacia el apetito de la mayoría, aunque alimente poco.

Los primeros vecinos del lugar habían aprovechado unos terrenos de particulares, sin verjas ni protección de ningún tipo, para, tímidamente al principio y de forma atrevida más adelante, asentarse. Como apenas tenían pertenencias, construyeron un pequeño refugio con maderas y zinc, porque, si alguien venía a reclamar la tierra y a echarlos de allí, el traslado a otro solar baldío no tendría mayores inconvenientes.

Nadie los expulsó y, poco a poco, otros desposeídos fueron imitándolos construyendo muy cerca, como si las casuchas quisieran hacerse fuertes abrazándose unas a otras. Cuando, al haber residido un tiempo considerable en el terreno sin ningún tipo de reclamo,  hubo cierta seguridad de no ser desalojados, las casuchas fueron cogiendo forma de casas.

En la actualidad, La Hermandad es un arrabal sin condiciones sanitarias adecuadas. Calles llenas de barro cuando llueve y casas llenas de polvo cuando hay sequía. Niños con mocos, semidesnudos corriendo y jugando en las calles. Bachatas y telenovelas transmitidas a 100 decibelios.

El lugar está cubierto por una enramada de cables eléctricos conectados subrepticiamente a postes del alumbrado público, lo que permite que cada casa tenga los electrodomésticos necesarios para que sus moradores sientan que han sido incorporados al siglo veintiuno.

Como no hay que pagar la luz,  hornillas eléctricas, radios, televisores, ventiladores y hasta algún que otro acondicionador de aire, permanecen encendidos durante todo el día.

No faltan colmaditos ni bancas de apuestas y, hasta una discoteca que en la “parte atrás” tiene varios nidos de amor para las correrías extramaritales.

De La Hermandad, en principio, solo se podía salir o llegar en motor. Al ir creciendo se convirtió en una ruta apetecible para los carritos públicos.

De la primera etapa del transporte le viene a Margarita haber perdido su pierna izquierda y su nombre.

Tenía que desplazarse a su trabajo como empleada doméstica diariamente. No cogía trabajo con dormida, porque acostumbraba a ir cada noche a la discoteca para añadir un extra a sus escasas entradas. Quería hacer mejoras en la casita que compartía con sus dos hijos, cuyos padres, habiendo hecho el muchachito, habían desaparecido de su vida.

El Ñeco era uno de los motoristas que vivían en el barrio y el preferido de Margarita. Solían intercambiar servicios.

El Ñeco nunca sacó el carnet de conducir motores, por lo que no cabía dentro de su cabeza que hubiera que respetar señales de tránsito o cosas parecidas. Calculaba, con mucho éxito, los tiempos para pasar semáforos en rojo sin que otros vehículos que tenían vía libre lo arrollaran. Hasta un día.

Ese día estaba trasladando a Margarita mientras conversaba animadamente con ella. De pronto, una voladora de las que salen disparadas antes de que cambie la luz roja a verde para ganarle el cliente a la voladora de al lado, impactó con fuerza la motocicleta del Ñeco y él y Margarita salieron volando. El Ñeco murió inmediatamente y Margarita fue trasladada a un hospital donde hubo que cortarle la pierna.

A partir de ese momento le cambió la vida y el seudónimo a Margarita. Ahora era “La Coja”, quien no pudo seguir trabajando como sirvienta, ni podía recurrir a su plan B en la discoteca.

Para seguir manteniendo a sus hijos, trató en diferentes trabajos, pero el sueldo mínimo era tan pequeño que tomó la decisión de pedir limosna.

Salía de su casa arreglada y pintada. Como buena investigadora había confirmado la hipótesis de que, contrario a lo que la mayoría de los mendigos pensaba, un mendigo bien presentado y con buenas maneras conseguía mejores resultados monetarios que otro sucio y de comportamiento grosero. Eso sí, ella no quería andar en silla de ruedas porque entendía que ablandaba más al cliente su caminar descentrado y la visión de una falda no demasiado larga de la cual solo salía una pierna.

Fue ensayando en diferentes semáforos y horarios de tránsito, hasta encontrar los que le daban mejores resultados. En ocasiones, tuvo que cambiar su itinerario porque a algunos saltimbanquis modernos les había dado por ponerse en su «punto» a hacer piruetas con música mientras cambiaban las luces. Los conductores se distraían con los bailes y no le ponían atención a ella.

En otras, un buen día, aparecía un cojo que no era cojo, sino que llevaba la pierna doblada y enfundada en un pantalón ancho. Según ella, esa era una competencia desleal que, además, podía darle mala imagen y poner chivos a los habituales.

Aprovechaba la luz del semáforo, en rojo para los conductores, para acercarse al vehículo. Si el chófer conducía con el vidrio de la ventanilla bajado, Margarita aprovechaba para saludar muy sonriente.

–¡Buenos días comandante! ¡Buenos días doctora! ¡Dios lo bendiga! ¡Dios la acompañe!

Si le daban limosna, la festejaba con énfasis. Si no le daban, igualmente sonreia y deseaba un buen viaje.

Hacía un esfuerzo para agradecer las latas de refresco, los chocolates o bizcochitos que algunas personas le pasaban a través de las ventanillas, porque su objetivo no era engordar, sino llegar a la cuota diaria de dinero en efectivo que, normalmente, conseguía. La cosa era peor cuando pretendían obsequiarle restos de comida o botellas de agua por la mitad, en cuyo caso, su mirada cortaba mientras por dentro recitaba un rosario de palabrotas y maldiciones.

El regreso a su casa lo hacía siempre a la misma hora y en el mismo lugar, por lo que había hecho amistad con muchos choferes que daban servicio en la ruta.

Algunos de ellos, conmovidos por su desgracia, aunque el oficio les dejaba muy pocos beneficios a ellos mismos, le rebajaban el pasaje o se lo dejaban gratis.

–¡Pobre mujer! –pensaba la mayoría que conocía su vida y milagros–. Tan joven, con dos criaturas y sin pierna; seguro que con lo poco que gana ni puede mantener a los hijos. Ella no es como los demás mendigos que son una pandilla de vagos. Margarita había sabido desarrollar un halo muy positivo.

Pero, todo el mundo tiene un mal día. Sobre todo, si llueve.

Ese mal día, a Margarita todo le había salido mal. Llegó a su “punto” y enseguida empezó a llover. Traía su paraguas, pero, entre la muleta y el paraguas, se le hacía difícil recibir las propinas sin que algunas monedas cayeran al piso. Las recogía, con su segunda personalidad, insultando por lo bajo al contribuyente.

La lluvia persistió, a intervalos y durante todo el día. A las cuatro de la tarde, Margarita estaba mojada, extenuada, malhumorada y decidió tomar un transporte para ir a su casa.

–¿Cómo tamo, Rolo? –Le dijo a uno de sus chóferes conocidos cuando subió a su maltratado vehículo.

–Tamo bien, princesa ¿y uté?

–¡Má mal qu´el diablo! ¿Me pué perdonar el pasaje? Que la cosa no ha ido bien.

–Ta bien, Coja. La veo con mala sangre, ¿qué pasó?

–¡Toy fea pa la foto!

–¿Cómo va a ser?

–¡Ññññooo, hoy na más he recogío setecientos pesitos!

–¡La coja de los cojones! –Pensó Rolo en voz alta, mientras hacia uso de su escaso nivel de aritmética para multiplicar setecientos por treinta – Pues mire, hágame el favol, el pasaje son diez pesos.

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