La magia del jardinero

A veces, la vida nos pone en el camino ciertos especímenes que, si los buscáramos, no los encontraríamos.

–Buenos días doña. Vengo a arreglarle el jardín porque Andrés no puede venir. Está haciendo un trabajo en el interior y no volverá hasta la semana que viene –me abordó en la puerta de mi casa un hombre armado con una tijera de podar y una cortadora de grama.

Qué raro pensé. Pero no tanto. Mi experiencia, basada en la informalidad de los chiriperos, me señalaba que podía ser verdad que el uno no pudiera venir y que el otro hubiera sido recomendado por el uno.

Le eché, disimuladamente, una ojeada para hacerme una composición de lugar. Normal. Sin edad. Camiseta Vernache, tenis justit, gorra de los Yankees de Nueva York y los pantalones en la cintura; cero calzoncillos a la vista. Esto último y los yerbajos desbordando mi jardín determinaron su entrada.

Comenzamos bien. Al menos, era mejor que Andrés recortando setos. El nuevo, hizo varios señalamientos sobre el mal estado del patio y la necesidad de hacer arreglos que suponían cierta inversión. ¿Dónde habría aprendido que el “gasto” es malo y la “inversión” es buena?

–Usted va a ver, doña, le voy a hacer valer su jardín.

–¿Me está diciendo que Andrés no va a volver?

–Bueno, usted es la que sabe. Yo na más le digo que le puedo poner todo nítido, no como esto –dijo señalando un área con reconvención .

–Lo pensaré.

 Me convencí de que este jardinero era más profesional que el anterior.

–Deme su número de teléfono para llamarle si vuelvo a requerir su ayuda.

Le pagué el servicio después de anotar sus datos y me sentí obligada a darle mi número telefónico cuando me lo solicitó.

No pasaron cinco días cuando recibí un wasap de audio.

–Buenos días doña Eladia –equivocó mi nombre–. Que Dios la bendiga a usted y familia y le de mucha salud. ¿Paso por allá a lo del patio?

–Le dije que le avisaría –le contesté.

–Está bien, doña Eladia, esta bien.

A los dos días, volvió a mandarme un mensaje.

– Buenos días doña Eladia –volvió a equivocar mi nombre–. Que Dios la bendiga a usted y familia y le de mucha salud. Doña Eladia, mire, si cortamos el árbol del patio que está muerto, quitamos toda la maleza y echamos sacos de tierra negra, usted va a tener un rincón para poner un conuco. Ahí puede sembrar plátanos y yuca. O, si quiere, lechugas, tomates y zanahorias.

–Me parece bien, pero ya le diré cuando esté lista para hacerlo –le contesté por no parecer descortés.

–Doña y también hay que fumigar el aguacate y el coquillo –dijo de forma que más que una sugerencia parecía una orden.

Lo de la fumigación me convenció, porque mi preciosa mata de aguacate estaba cada vez más decaída y producía menos.

–Venga a fumigar y después veremos si hago el resto –no le dije cuándo, ni él me preguntó al respecto.

Al día siguiente, temprano en la mañana, estaba llamando a la puerta con una bomba para fumigar colgada en la espalda. Lo dejé pasar. Me sentí un poco molesta por ser yo tan blanda y él tan insistente.

Terminado el trabajo me pasó la factura. La encontré un poco elevada para lo que se suponía que había hecho. Se lo dije.

–Doña, es que tuve que salir a zancajear las chatas y perdí la mañana.

No entendí bien. Pensé que era un barbarismo. Yo tenía prisa, así que pagué y olvidé el asunto. 

Al cabo de unos días, mientras mi marido paseaba por el patio se acercó al árbol de aguacate.

–¡Alma, ven! –me llamó en voz alta–. Parece que nos están haciendo brujería.

Pensé que estaba bromeando. Cuando llegué donde él estaba, me señaló las ramas del aguacate cuajadas de botellitas “chatas” de ron, casi vacías, colgadas en ellas. Parecía uno de los árboles que yo dibujaba cuando era párvula, solo que de los míos pendían manzanas.

A pesar de haber escuchado a personas cercanas diciendo que existe la magia negra y que hay que cuidarse de ella, yo nunca he creído en la brujería. Me costaba admitir que podía tratarse de algo parecido. Pero, era raro lo de las botellas.

Decidimos consultar con la persona que nos ayuda en los quehaceres de la casa, mujer de campo y creencias prodigiosas: Ludivina.

Ella, al ver el árbol adornado no se mostró asombrada. Nos aclaró que en los campos le ponen esa especie de regalo a algunos árboles para que se animen a tirar frutos. No quise hacerla sentir mal expresando mi incredulidad. De todas formas, el enigma de las chatas se había resuelto.

Como suponía invertir un tiempo en liberar al árbol de tan singulares frutos, dejamos para otro momento la tarea. Sin pensar, habíamos instalado un sonajero.

El aguacate se llenó de flores y mostró su verde nuevo. Ese año comimos más aguacates que nunca.

–Las chatas funcionaron –comentó Ludivina con mucha seriedad.

–Las chatas funcionaron –comentamos mi marido y yo, muertos de la risa. – La fumigación funcionó –dijimos por lo bajo.

No cabe duda de que Toño Vardés hace magia para lograr lo que quiere. Durante el tiempo que ha trabajado para mí, ha conseguido que yo acepte la mayoría de las propuestas de mejora que ha sugerido e, incluso, que le haya prestado dinero para una operación de su hermana, de quien no he podido averiguar su existencia.

Solemos recoger simientes de frutas que nos gustan para hacerlas germinar. Una vez, sembramos las semillas de una granada grande y roja. Después de un buen tiempo dedicándoles todo tipo de atenciones, apareció en la superficie del semillero una plantita. Fue un regocijo verla crecer. El jardinero la sembró en el patio.

–Ta bonita la guayaba– decía Toño cada vez que venía a arreglar el patio.

–La granada –decía yo incómoda y él me miraba, pero no añadía nada.

La granada fue creciendo y echando flores. Un buen día, el árbol nos sorprendió con una bolita y nos hizo feliz. La bolita fue creciendo hasta convertirse en una olorosa guayaba. Sin duda se coló una semilla de guayaba en los predios de la granada.

–¡Carajo! Qué poderosa es la magia de Toño, consiguió convertir un granada en guayaba –comentamos muy serios delante de Ludivina y ella se santiguó.

El último logro de Toño, fue convencerme de sembrar más árboles frutales.

Su propuesta fue para comprar diez matas de coco enano que, probablemente, tenía ubicadas e iba a sacar una buena tajada por hacer de intermediario. No la acepté tal cual, porque no iba a saber qué hacer con tanto coco que, según él, iban a parir las matas y a cambio le solicité aguacate, mandarina, limón, cerezo, guayaba, guanábana y mango. Le compliqué la vida. Se pasó un día entero tratando de conseguir los frutales que, además, yo exigí que fueran injertos.

Llegó con los árboles, a cuyo costo tuve que añadir un plus porque, según me dijo,  estaban más caros de lo que él había previsto porque yo había tardado mucho en tomar la decisión y, entretanto, habían subido de precio.

Procedió a la siembra de una forma tan poco convencional que en media hora había terminado el trabajo.

El árbol de mango y el de limón, comenzaron a languidecer al día siguiente de haber sido sembrados.

Hice venir a Toño para que viera el estado de los frutales pagados a sobreprecio.

–Mire, Vardés, el mango y el limonero se están muriendo.

Miro los árboles con gran detención. Les dio varias vueltas. Arrancó, olió algunas hojas y se las colocó en la frente para terminar dando su diagnóstico.

–No, señora, no se están muriendo. Es que tienen fiebre. No se apure que ellas se reponen.

Han pasado dos semanas y los árboles siguen con fiebre.

No se si darles oportunidad a que ellas mismas resuelvan su problema, colocar chaticas de ron al pie de cada una, o despedir al mago, no vaya a ser que, al final, mi patio se convierta en un bosque encantado.

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