Las caras de la moneda

Algunos vivos reciben el día con alegría, otros con desidia, otros con motivación, otros con rabia y, los más, con miedo. Cada quien lo abraza de forma diferente y a partir de ahí, se hace. Hay empeño en vivir.

Cara

Esther apagó la alarma del reloj. Se levantó y fue a la ducha. Desde el incidente, había desarrollado una necesidad de enjabonarse hasta cinco veces y aún así no se sentía limpia. Era allí donde dejaba que sus lágrimas se disolvieran entre el agua y jabón. El resto del día, las aguantaba.

No desayunaría en casa, no podía perder tiempo. Tenía que salir bien temprano, a una hora en la que la maldad pudiese estar descansando. En sus quince minutos de pausa del trabajo, engulliría un croissant con chocolate o lo que apareciera, lo importante era seguir adelante y empujar el día.

Antes de abrir la puerta de su apartamento, sacó de su bolso las llaves del garaje y del coche y las mantuvo en la mano para no perder tiempo al llegar al sitio. Se aseguró de llevar el espray de pimienta y repasó mentalmente su forma de uso.

Quizás debería ir pensando en mudarse a otro apartamento en un barrio más seguro, o a otra ciudad.  Pero sabía que no eran el barrio ni la ciudad los responsables de todas las violaciones y asesinatos a mujeres que salían diariamente en los periódicos y noticieros de televisión.

En el portal del condominio miró hacia todos los lados para asegurarse que ningún depredador estuviera cerca. Salió y comenzó a caminar con rapidez, eran cuatro calles que tenía que recorrer para llegar al garaje.

Cuando había superado a primera calle, notó que del portal de un edificio del otro lado de la calle salieron dos hombres. Su corazón se aceleró. Se irguió, no daría a entender que les tenía miedo. Metió la mano en el bolso y asió con fuerza el espray.

Los hombres atravesaron la calle con prisa para tomar la misma acera por la que ella estaba pasando.

Esther sintió que comenzaba a faltarle el aire. Aceleró el paso al tiempo que giraba su cabeza para ver qué tan cerca estaban de ella. No, no podía volver a pasar.

El recuerdo de los otros dos hombres que aquella nefasta mañana salieron de un portal y acercándose a ella, uno por cada lado, la cogieron del brazo y la obligaron a entrar en un edificio en construcción, la trastornaba. No podía pensar en otra cosa, ni siquiera podía gritar.

–¿Qué pasa princesa? ¿Nos tienes miedo?

–Ven, prenda preciosa, danos un besito.

–Por favor, dejadme en paz, por favor, por favor.

No sirvió de nada golpearlos, ni gritar, ni arañar.

Nadie apareció para ayudarla. Nadie evitó que la violaran.

Y ahora podía volver a pasar. Correría, correría para dejar a estos dos atrás y refugiarse en su coche y, si hacía falta, les echaría el vehículo encima.

Con las piernas temblorosas y casi sin aliento, Esther siguió corriendo y mirando hacia atrás. Notó que los dos hombres estaban disminuyendo el paso e iban quedando a mayor distancia.

Quizás no tenían malas intenciones. Quizás debería empezar a tratar su paranoia. Quizás, con el tiempo, podría recuperar su confianza en los hombres.

Cruz

–¿Cómo te sientes, cariño?

–Estoy bien.

–Llevas un buen rato dando vueltas en la cama.

–Tengo miedo de tener otra vez la pesadilla.

–Tienes que pasar página. No podemos vivir toda la vida pensando en lo que nos pasó.

–Deberíamos irnos a vivir en otra ciudad.

–En todas pasa lo mismo.

–Vámonos a otro país.

–Todos son lo mismo.

Antonio dio media vuelta para ocultar sus lágrimas. El recuerdo volvió, todo era muy reciente. De nuevo fue como si lo estuviera viviendo.

Aquel día, se habían levantado de buen humor y después de desayunar se dirigieron al garaje donde tenían alquilado un espacio para guardar el coche. Era un sitio muy conveniente porque quedaba a tres calles de su apartamento.

Solían ir muy temprano porque su lugar de trabajo estaba fuera de la ciudad y les tomaba un buen rato llegar a la empresa. Ese día estaba nublado y oscuro.

Tomados de la mano llegaron ante la puerta del garaje y Antonio apretó el botón del control automático para abrir la puerta.

Tenían que coger el ascensor para descender tres niveles y encontrar su coche. El garaje estaba en un edificio antiguo y la distribución de los parqueos no era regular. Debían caminar unos cincuenta pasos hasta llegar al vehículo.

Antonio miró hacia todos los lados y vio salir detrás de una columna a dos hombres que se dirigían hacia donde ellos estaban. De pronto, comenzó a sentir ansiedad y miedo.

Tenían pinta de maleantes. Rapados, vestidos con ropas oscuras y tatuajes de esvásticas en los brazos. Uno de ellos llevaba una porra en la mano.

Antonio entró en el coche rápidamente, hoy le tocaba conducir. Luís se había retrasado sujetándose los zapatos.

Uno de los individuos le cerró la puerta del coche y la sujetó con fuerza, mientras el otro se dirigió a Luís y comenzó a golpearlo con saña. Él se arrastraba tratando de proteger su cabeza.

–¡Muérete, maricón de mierda! ¡Basura, asquerosa! –gritaba el hombre que empuñaba la porra mientras golpeaba la cara y el estómago de Luís.

–¡Por Dios! –Gritaba Antonio forcejeando con la puerta, sin poder hacer nada, viendo a Luís inmóvil tendido boca abajo.

–¡Hijos de mala madre! ¡No merecen infectar nuestro aire! –gritaba el otro atacante mirando fijamente a Antonio.

Antonio accionó la alarma del coche y el ruido hizo reaccionar a la pareja de agresivos. Se miraron y el que sujetaba la puerta del coche le hizo una seña al otro. Salieron corriendo mientras gritaban.

–¡Maricones, esto no se queda así!

–Otro día terminaremos el trabajo!

Antonio salió sin aliento a auxiliar a Luís. Tenía la cara destrozada y llena de sangre, pero respiraba. Lo arrastró hasta el vehículo y lo subió como pudo para llevarlo al hospital más cercano.

Tres meses pasaron desde el incidente y ninguno de los dos lo había digerido. No había calma en sus días. Antonio seguía sintiéndose culpable como el primer día por no haber podido defender a Luís. Aunque los dos agresores fueron apresados, ellos sabían que había muchos más buscando una oportunidad de descargar su rabia, frustración e intolerancia, en personas como ellos.

Una vez más, hicieron el recorrido hasta el garaje. Atravesaron la calle para caminar por la acera que los llevaría directamente a su objetivo.

Por la acera a la que se dirigían, vieron a una mujer joven que otras veces habían visto pasar. Podría ser una vecina. Parecía muy nerviosa. Caminaba deprisa y a cada momento giraba la cabeza para mirarlos. De pronto, ella empezó a correr alterada, asustada.

–Caminemos más despacio. –Dijo Luís recordando una vez más el miedo y el dolor que ellos mismos habían pasado no hacía tanto– Vamos a dejar que entre tranquila. También las mujeres son una especie amenazada.

–¿En qué se está convirtiendo el mundo? –dijo Antonio.

–Y lo peor es que no hay refugio donde pasar la tormenta –añadió Luis.

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