Lady in red (Precuela y variación de la Caperucita Roja)

Cuando nació Lourditas doña Goyita se sintió la mujer más feliz del mundo. Era su primera nieta y había estado rezando para que fuera hembra, cosa de que, si a su hija Pepi que era medio enfermiza le pasaba algo antes de morir ella, quedara Lourditas para encargarse de su vejez. Con los hijos varones no podía contar, porque eran de la calle. Así que, la vio crecer sana y fuerte y hasta proveyó para que a la niña no le faltara nada.

El abuelo Enrique también quería mucho a su nieta, pero no la veía tan a menudo porque no vivía con Goyita desde hacía un buen tiempo. Se había vuelto a casar con una tal Máxima, que resultó ser mínima  en edad y en cerebro. Él seguía queriendo a Goyita, pero después de que lo operaron de cataratas y empezó a ver todas las arrugas y defectos que tenía su mujer –las comparaciones son terribles–, fue perdiendo el apetito, que no el amor,  por ella. Goyita, mujer de blancos y negros, no iba a permitir medias tintas y un día le dijo que, o demostraba, o se marchaba. Al abuelo se le había hecho imposible demostrar y salió por el foro. Luego Máxima se le puso a tiro y procedió, pero siempre pasaba por delante de la casa de Goyita para asegurarse de que todo estuviera bien.

Doña Goyita vivía en una casita en el bosque. Las rentas le daban para vivir dignamente y para tomar clases de karate en el pueblo de al lado –porque cuando se vive sola, una tiene que poder defenderse–, a donde se trasladaba en bicicleta martes y jueves. También dedicaba el resto de la semana a sembrar y cuidar las hortalizas  y a recoger los huevos de sus diez gallinas que, a menudo, y como no podía comer tanto huevo por culpa del colesterol, le cambiaba por pescado a la señora Luisa, la madre de Juan el pescador.

Lourditas, a quien doña Goyita llamaba Lulú, tenía un carácter parecido al de su abuela. Cuándo se le ponía algo entre ceja y ceja tenía que hacerlo o moría en el intento. Se le metió en la cabeza que ella también tenía que ir al pueblo de al lado para aprender baile moderno. Y no habría sido ningún problema si los días de clase hubieran coincidido con los de su abuela, porque así habrían podido ir juntas en bicicleta. Pero el baile moderno se daba los miércoles y viernes. Pepi, que era un cero a la izquierda de su madre y de su hija,  ya que ambas la habían acostumbrado a hacer de espectadora en su película intergeneracional, se opuso sin mucho convencimiento a que la niña tomara las clases. Doña Goyita habló con la profesora para que cambiara los días de la clase a martes y jueves, pero no resultó, así que se limitó a pagarle la clase y aconsejar a Lulú lo que debía y no debía hacer por el camino. También le puso como condición, y para ello le daba un monto, que le trajera del pueblo de al lado queso fresco y miel que brindaría a las amigas que solían visitarla los sábados por la noche.

Goyita había puesto el ojo en Faustino Wolf, pensionado alemán que se había retirado a vivir en su mismo pueblo y que hablaba el español con cierto acento que a ella le resultaba de lo más qué se yo.

De herr Faustino no se conocía gran cosa. Era parco cuando le preguntaban por su lugar de origen y por su vida pasada. Su físico ni siquiera era agradable. Tenía una cara basta. Nariz grande, ojos grandes, labios grandes entre los que aparecían unos dientes equinos, y frente estrecha. Todo esto adornado con vellos  blanquecinos que no se molestaba en afeitar muy a menudo y que le daban un aspecto de perro de quince años. Pero tenía mucho éxito haciendo amigas, posiblemente en base a frases cultas y melosas y regalarles apfelstrudel y topfenstrudel que aseguraba cocinaba él mismo. También se sabía –los empleados del banco del pueblo eran algo chismosos– que cada mes recibía su pensión de retirado. No se dio a conocer el importe, pero sí que era suficiente y le sobraba para vivir en el pueblito y dar, al menos, un viaje al año a su ciudad natal o hacer tours por otros países.

Doña Goyita había pensado más de una vez en que Faustino Wolf pudiera ser un buen compañero, si no se le tenía muy en cuenta el físico. Pero a esas alturas del juego, la compañía y la sinergia de su pensión y la de él se impusieron a los melindres. Juntos podrían aprovechar todas las excursiones para retirados y hasta hacer algún crucero por los países nórdicos.

Teniendo como objetivo la conquista del hombre y conociendo el sabio y popular dicho de que el que pestañea pierde , doña Goyita empezó con algunos escarceos entre los que estaba pasar por su casa a llevarle unos huevos todavía calientitos para sus próximos pininos culinarios, e invitarle a una fiesta el sábado en la tarde. Él no era bueno interactuando con multitudes y se disculpó. Pero Goyita insistió y al final tuvo que confesarle que a la fiesta solo estaban invitados él y ella. Faustino lo pensó un momento y accedió. Le aseguró que le llevaría un Blauer Spätburgunder que le iría muy bien a los quesos que Goyita había mencionado que le brindaría. Ella se marchó muy contenta de haber ganado el primer encuentro y pensó en hacer dieta los cuatro días que faltaban para la cita, de forma que pudiera meterse en el vestido rojo que le quedaba tan bien cuando tenía cuarenta años y que todavía conservaba por ser un clásico.

Encargó a Lulú que el vienes le trajera tres variedades de queso, pan y croissants y pensó completar la merienda con unos productos ibéricos que de seguro iban a hacer un buen maridaje con el vino y el ánimo de los añosos participantes. Lulú le llevó el encargo el mismo viernes y muy curiosa le preguntó a la abuela a quién iba a recibir al día siguiente. Doña Goyita estaba renuente a compartir con su nieta la información sobre la acción de conquista y se inventó cinco personajes femeninos como invitadas a la fiesta. Normalmente no le decía mentiras a nadie, pero en esta ocasión sintió que debía camuflar el asalto para que este no se frustrara y para no dar mal ejemplo a su joven nieta. Lulú se despidió de la abuela hasta el lunes y se marchó con su bicicleta hacia su casa.

Ya era sábado y doña Goyita había ensayado durante toda la semana los chistes, las anécdotas, el baile y hasta las poses angelicales. El vestido rojo le quedaba perfecto –así de bien funciona la dieta y el karate dos veces por semana– y esto, más los efectos de una mascarilla tensora a base de pepino y clara de huevo, hicieron milagros en su ánimo, aunque no en su cara.

A las siete menos dos minutos –o sea, dos minutos antes de la hora de la convocatoria– tocaron el timbre de la puerta y con una sonrisa de oreja a oreja Goyita abrió la puerta de la casa.

– ¡Pero niña! ¿Qué haces aquí? –exclamó entre frustrada y asustada doña Goyita.

– ¡Hola abuela! Pensé que si ibas a recibir a tanta gente no tendrías suficiente queso y panes para todos. Esta mañana llegué al pueblo para traerte más quesos. También te traje mermelada para acompañar y un mil hojas con crema pastelera, por si vas a servir té a tus amigas.

Doña Goyita tuvo que disimular lo suyo para que Lulú no se diera cuenta de su embuste. Cuando estaban colocando en unas bandejas las nuevas vituallas, sonó el timbre de nuevo. Goyita quería desaparecer en ese momento, ya que la llamada no podía ser sino de herr Wolf. Y efectivamente, Faustino apareció en la puerta cargado con dos botellas de vino y unas dalias amarillas.

– ¡Liebe Freundin!– la miraba con los ojos brillantes antes de abrazarla torpemente.

–Hola don Faustino, pase usted– le dijo mientras pensaba qué le diría a Lulú sobre la visita y trataba de inventar una historia convincente.

Pero Lulú que había oído la voz desde la cocina, salió sonriente y le guiñó el ojo maliciosamente a su abuela. Goyita los presentó.

–Él es herr Wolf y ella mi nieta Lulú.

–Encantada señor Lobo– rió estrepitosamente Lulú mientras recogía su cartera y se dirigía hacia la puerta de salida. –Que lo pasen bien y, para efectos de piruetas y posturas, tengan en cuenta la edad y que el abuelo Enrique pasa todas las noches en su ronda de seguridad. Abuela, te llamo mañana.

Goyita pensó que, al fin y al cabo, su nieta estaba cortada por su mismo patrón y por tanto, entendía la situación y hasta pareció aprobarla.

Dirigió entonces los cañones hacia Faustino Wolf y sacando dos copas de la cristalería que guardaba para casos excepcionales, se sentó a su lado en el sofá y sirvió el vino alemán.

Copa va y copa viene. Queso va y queso viene. Ibérico va, Ibérico viene hasta que el estómago, el corazón y lo que quedaba de las gónadas se pusieron contentos.  El próximo paso era tocar los volkstanz que Faustino había traído para enseñar a bailar a Goyita y que a ella, metida en una alegría espirituosa, le parecían muy divertidos. Dieron vueltas y vueltas hasta que tropezaron y cayeron riendo encima del sillón, Goyita abajo y Faustino arriba. Tenía al lobo dominado.

–Faustino, ¡qué ojos tan grandes tienes! –le dijo con admiración.

–Y que te ven divina, Goyita preciosa.

–Faustino, ¡que nariz tan grande tienes!

–Es para oler tu perfume embriagador.

–Faustino, ¡qué orejas tan grandes y peludas tienes!

–Oh! Estaba seguro de que me había sacado todos los pelitos; bueno, es que con la edad crecen.

–Faustino, ¡la boca me parece excesiva!

–Si tú quieres, meine liebe, pasaré por el ortodontista.

Enrique pasaba en ese momento por el frente de la casa en su acostumbrada vigilia nocturna; creyó ver movimiento, oyó voces extrañas y se asomó a la ventana. Vio lo que le parecía  ser un ataque sexual a su ex mujer, madre de sus hijos y abuela de su nieta y entró disparado a la sala. Acostumbraba a llevar un palo en sus vueltas de vigilancia y empezó a golpear a herr Wolf que apenas se podía tener de pie. Al verlo abatido en el suelo, a Goyita, obi verde, se le montó el espíritu de Shimabuku Tatsuo y redujo al intruso. Una vez anulado, lo rellenó de los peores insultos que recordaba de su juventud, entre los que uno de los más suaves fue – ¡Hijo e puta, que eres como el perro del hortelano, que ni comes ni dejas comer!

Aclarada la situación y acabado el sainete, al final, de forma muy civilizada, se sacó el hielo de la nevera para aplicarlo sobre los chichones de los golpeados; antiácidos para la pareja que, una vez pasado el momentum, había quedado con un fuerte dolor de estómago, y se sirvió un té para calmar los ánimos. Enrique se despidió pidiendo disculpas a ambos una y otra vez y Faustino también se marchó maltratado de cuerpo, pero con el alma contenta, no sin antes susurrarle al oído a Goyita lo hermosa que era y lo bien que lo había pasado en la primera parte del evento. Goyita insistió para que se llevara un trozo del mil hojas con crema pastelera, al tiempo que le estampaba un casto beso en la mejilla –tanto había bajado la temperatura.

A los seis meses Goyita firmó los papeles como la señora Wolf y vivieron felices hasta el resto de sus días, bailando polkas, volsktanz y algún que otro bolero en momentos débiles de la carne. Herr Wolf se puso breakers para gustarle todavía más a su mujer y ahorraban lo que podían para coger sus vacaciones anuales y sus cruceros por los países nórdicos. Lulú seguía llevándoles todos los viernes queso, pastel y una jarrita de miel.

 

 

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