El día del fin del mundo

A Marino González Pimentel le aseguraron y lo convencieron de que el día del fin del mundo era el 21 de diciembre de 2012. Antes de la muela perniciosa a la que había sido sometido, aseguraba que no creía en cuentos chinos, ni magia, ni mal de ojo, ni nada que no tuviera que ver con la lógica y el ver para creer. Pero, un día se puede ser un descreído y al día siguiente un fervoroso convencido de tan claros argumentos; luego, era mejor prevenir que tener que curar.

Así pues, a veinte días de la fecha, Marino comenzó a poner en práctica la recomendación esa de vive este día como si fuera el último de tu vida. Para vivir como él entendía que debían ser los últimos, renunció a su trabajo para tener más tiempo para disfrutar –no necesitaría mucho más dinero del que tenía si todo se iba al carajo tan pronto. Compró un pasaje a Nueva York, donde tenía buenos amigos, y a los pocos días salió volando.

Cuando llegó a su destino alquiló un coche que no podía ser cualquiera que hubiera podido tener o montar en su vida pasada; así que salió del parqueo con su flamante Porshe Panamera, que le sonaba a fiesta y calor tropical. Sus ahorros iban a quedar, ciertamente, mermados; pero el gustazo de salir a pasear con esa nave no era poco. Le habría gustado tener el pelo bueno para que, una vez bajada la capota del coche sus cabellos flotaran en el aire. Pero no se puede tener todo en la vida, pensó Marino y archivó el pensamiento.

Se equivocó varias veces en las salidas para llegar al hotel que había reservado, lo que tuvo como consecuencia que perdiera la mayor parte del primer día del resto de su vida y llegara a su destino cansado y con un hambre atroz. El restaurante del hotel no estaba funcionando a esa hora y decidió salir a la calle a comprar algo para comer. Vio un pequeño restaurante italiano –a juzgar por el nombre: Piccolo Caprone– y entró con grandes expectativas. En la barra había un empleado somnoliento y maloliente lo cual desanimó un poco a Marino; pero el hambre pudo con la reticencia y pidió la carta para ver que podría comer.

–What? We don´t have carta here –lo que le demostró a Marino que el tipo hablaba o entendía el español pero que, simplemente, no le daba la gana contestarle en su idioma.

Haciendo grandes esfuerzos le preguntó – ¿What kind of meal do you serve?

–From now on we just serve salad.

–It´s ok. Give me a big plate.

Le sirvió la ensalada en un plato plástico que para nada se compadecía con el lujo con el que Marino quería despedirse del mundo, y desmigajando un paquetito de galletas de soda servidas como colateral, se lanzó sobre la comida. Lo que más le había gustado al ver el sano manjar eran las aceitunas negras y los croutons, que le encantaban. Llenó el tenedor lo más que pudo y se dispuso a engullir parte del platillo.

–Cooooño! Exclamó llevándose la mano a la boca –nadie le había dicho que esas aceitunas tenían hueso.

No pudo seguir comiendo del dolor en el incisivo dental superior derecho –familiarmente llamado “8” por los dentistas. Pagó los siete dólares que le cobraron por la ensalada y se fue directamente a mirarse en el espejo para ver qué había pasado con su pieza. Malas noticias; ocho estaba ahí, pero estaba rajado, fuera de combate.

Pensó que era mejor acostarse inmediatamente después de haber tomado un calmante con un café con leche –que era lo único que en ese momento se atrevía a ingerir– y cansado como estaba, se quedó dormido al momento.

Al día siguiente el dolor había desaparecido. Pensó que quizás ocho aguantaría hasta el día final tal como estaba y se fue a desayunar con mucha hambre. Pidió un bocadillo de jamón y queso con pan de baguette. Cuando hincó el ocho, este se reveló furiosamente y le devolvió un golpe de dolor acompañado de sangre. Marino se asustó porque este incidente podría llevar al traste sus planes de conquistas amorosas y llamó a la recepción para ver con cuál dentista podía consultar para arreglarle el diente. Esa reparación, dado que no se hizo a través de ningún seguro, le costó a Marino un ojo de la cara y cuatro días de retraso en el superbo plan de aprovechamiento del poco tiempo restante. Pero todavía quedaban diez –el último lo iba a pasar en íntimo recogimiento para recibir a la Parca como debe ser.

Al sexto día salió a la calle de buen talante y se fue a visitar a un amigo que vivía a cierta distancia de la ciudad. Esta vez tomó la carretera y la salida correctas y llegó temprano a tocar la puerta de la casa. El amigo no estaba en la onda de Marino y había ido a trabajar como cualquier hijo de vecino que tiene la suerte de tener trabajo. Lo llamó al celular y le dijo que estaría llegando a la casa a las siete de la tarde, pero que no podía salir por la noche porque al día siguiente tenía una presentación a su jefe, la cual debía perfeccionar en su casa. Sin nada que hacer y de vuelta al hotel, se paró en un Mall y comenzó a ver tiendas. Tenía ganas de comprar todo lo que veía, pero por otro lado, pensó que si iba a morir en tan corto tiempo, no valía la pena. Empezó a pensar qué podía comprar que pudiera mejorar sus últimos días y acabó comprando Bleu de Chanel, Tom Ford Azure Lime, Republic of Men Essence, L´Eau d´Issey y Le Male. No le importó pagar un paquetón de dinero por los mejores perfumes que iban a ser parte de la materia prima del éxito con las mujeres.

Del Mall se fue a un bar que lucía estar de moda, si se tenía en cuenta la cantidad de jevos y jevas con buena pinta que había dentro del local. Se sentó en la barra y se dio cuenta de que los métodos de conquista de esta ciudad no eran igual que los de la suya, cuando se acercó a tres jovencitas que estaban conversando y riendo animadamente y con su mal inglés quiso comenzar a socializar con ellas. Le miraron despectivamente; nunca supo si era por su físico que nunca le había dado problemas en su país, o porque no se daba a entender adecuadamente. Salió del bar con un sabor a fracaso y decidió probar en otro que se viera más latino. Pero eso ya sería otro día.

Cuando llegó al hotel encontró que tenía un mensaje de su tía Flora, con un número de teléfono local y la solicitud de que la llamara tan pronto pudiera. Dejó el asunto para el día siguiente. A las seis de la madrugada sonó el teléfono y la voz de la tía Flora se escucho alta y clara.

–Marino, miijo ¿no te dieron el mensaje que te dejé?

–Sí, tía Flora, pero ya era muy tarde cuando lo recibí y decidí esperar a llamarla hoy.

–No te vayas de la ciudad sin pasar por aquí, que tengo algo para que le lleves a Toñito Lizardo. Son unas vitaminas que me pidió hace tiempo y yo estaba esperando que llegara alguien de confianza para mandárselas.

Marino pensó que a Toñito no le servirían de mucho dada la cercanía del fin, pero decidió seguirle la corriente a la tía y no hacerla partícipe  de su secreto agorero.

Pensó en pasar por donde su tía al día siguiente, más para despedirse que para recoger las vitaminas. Por el momento, comenzaría a llamar a Maira, a Clarissa y a Chavela para quedar con cada una de ellas un día diferente. La llamada a Maira no fue eficiente porque la susodicha ya no vivía ahí y el viejo que le cogió la llamada le dijo con cajas destempladas que la tal fulana era una playa –el inglés de Marino no era tan bueno. Cuando habló con Clarissa la música de fondo eran gritos de niños peleando y lloros de bebé probablemente enloquecido por el hambre. La saludó cordialmente y no se atrevió a proponerle una salida por miedo a que le dijera que sí. Con Chavela la cosa fue diferente. En principio lo confundió con otro y luego, tras darle todo tipo de detalles descriptivos sobre su relación anterior, se puso muy contenta y aceptó salir con él. Eso sucedería en dos días, ya que ella tenía meetings para hoy y para mañana. Marino le dijo que podía ser en la noche, pensando que ella no lo había entendido bien, pero ella le aclaró, en medio de risas, que los meetings eran, precisamente, por la noche. Más claro no canta un gallo, pero Marino estaba funcionando con diesel últimamente.

La visita a la Tía Flora fue extenuante porque tuvo que contarle con pelos y señales los últimos cinco años de historia del vecindario y la familia y, además, tuvo que comerse un sancocho americano que en nada se parecía al de su país porque adolecía de falta de longaniza y salchichón criollo. Para rebosar la copa, por la tarde vino Etelvina a hacer la visita y de nuevo tuvo que volver a contestar miles de preguntas y comerse unas donas que estaban duras, frías y latigosas.

Dado que no había conseguido citas amorosas para ese día, Marino decidió pasar la mañana en el hotel y en la tarde ir a un cine que quedaba cerca a ver una de vampiros modernos. En el cine tuvo que sufrir todo tipo de provocaciones. Desde el peligroso acercamiento de un varón dudoso, hasta representaciones pornográficas llevadas a cabo en la fila de delante. Y total, como la película no tenía sub títulos, se enteró solamente de la mitad del argumento. A la salida del cine, decidió ir caminando hacia el hotel y observó un hombre que tenía pinta de vendedor de felicidad. Marino pensó que le apetecía fumarse un porro, y como el tipo no se cortaba al hacer su negocio, decidió acercarse cuando se fue el último cliente y abordarlo llanamente.

–Good afternoon! ¿Do you sell herb?

–Oye modafoca, ¿tú me ve a mí cara de gringo vendedor de vainas pa´delgazar?

–No mano, perdona. Estoy buscando algo para entretenerme en mis últimos días.

–Coño mano ¿Te tá muriendo?

–Nos moriremos todos, que no es lo mismo.

Al ver la cara de extrañeza que tenía el vendedor de felicidad, Marino decidió que no aportaba nada entrar en explicaciones esotéricas; siguió con el trato y compró marihuana y cinco papelinas con las que pensaba poner el broche final al desmadre del penúltimo día.

El día de la cita con Chavela se pasó parte del día en el spa del hotel, comiéndose unos mariscos y bañándose en perfumes caros. A las nueve de la noche, tras haber enrollado dos porros para antes del juego amoroso –que estaba seguro iba a darse–, salió a encontrarse con Chavela en un club llamado Happyend, y que luego comprobó que era un puticlub.

Chavela, después de escuchar sin mucho interés los cuentos de Marino, quien después de darse cuenta de la evolución de la chica tampoco tenía mucho interés en socializar, sino en ir al grano,  fue explícita al explicarle que sus servicios costaban  quinientos dólares. Marino pensó que la mercancía ya estaba algo deteriorada y no valía más de doscientos, pero decidió ser magnánimo y darle lo que ella le pedía. Total, el dinero no iba a valer nada en poco tiempo. Antes de comenzar los juegos amorosos fumaron la marihuana que había comprado el día anterior y se tomaron una botella del mejor whisky. Esa mezcla dejó k.o. al semental que cuando despertó solo recordaba una amazona que durante el sexo estaba chateando con sabe Dios quién y, para colmo, no encontró las tres papelinas que había llevado por si la fiesta se perfilaba maratónica y sí encontró la cartera más limpia que un quirófano.

Ante tal decepción se marchó a su habitación y al día siguiente decidió que era arriesgado buscar compañía en esa ciudad y, por tanto, iba a resolver él mismo poniendo unas películas pornográficas y haciendo uso del resto de las papelinas que había guardado en la gaveta. Pasaría un día probando algo que no había probado nunca y al día siguiente se pondría en paz consigo mismo y esperaría el fin.

El viaje resultó más largo de lo esperado y a Marino no le dio tiempo a hacer conciencia del fin del mundo. Pero sí sintió el abrazo de su madre, su padre y sus abuelos y siguió mansamente a la forma brillante y blanca que le invitaba a pasar por el túnel.

El día 22 de diciembre de 2012, la tía Flora recibió una llamada telefónica del hospital Monte Sinaí solicitándole que pasara por sus dependencias para identificar un cadáver que en un bolsillo de su abrigo tenía su número telefónico.

El Fin del Mundo llegó, tal como Marino sabía que iba a llegar, solo que por esta vez fue magnánimo y solo se lo llevó a él y a otros ciudadanos que murieron rutinariamente, tal cual habían pronosticado las estadísticas.

 

 

 

 

 

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