La máquina

Un buen día, Luisín comenzó a caminar temprano en la mañana. Nos habíamos pasado la vida entera recomendándole el ejercicio y la alimentación sana, pero por alguna causa, no escuchaba nunca nuestras recomendaciones y lo veíamos crecer a lo ancho y a lo hondo día tras día. Pensábamos que de seguir así y, a sus cuarenta y tantos tacos, se quedaría jamón para siempre. Si se le miraba la cara de forma aislada, como si fuera un punto y aparte, Luisín era muy agradable a la vista; sabíamos que con un pequeño esfuerzo podría verse igual todo entero. Aunque, al pasar del tiempo, y dada la acumulación de carbohidratos y azúcares, el esfuerzo que se requeriría era considerable. También tenía un corazón querendón y filántropo, era dulce como un niño, por lo que todos pensábamos que era una pena que no hubiera podido enganchar con su alma gemela.

Pero, ocurrió el milagro y, de pronto, se puso los tenis y le dijo no al arroz del medio día. Tarareaba o silbaba todo el tiempo una pegajosa canción que se podía oír, también, en la telenovela de las once de la mañana. Marubenis le hacía coro de forma que, de pronto, en la casa se oía un dúo a todo pulmón que bien habría podido debutar en el programa Ídolos Latinos.

Marubenis se había convertido en el ángel guardián de Luisín. Lo conocía desde muy jovencito ya que ella había estado sirviendo en la casa de doña Mati por treinta años. Maru fue quien, de noche, le pasaba por la verja la llave de la puerta de la entrada, cuando era tineyito y delgado –doña Mati cerraba la puerta de la calle a las siete pe eme y a partir de ahí el mundo exterior tenía que esperar hasta las siete a eme. Le lavaba y planchaba las camisas –doña Mati había decretado que, o se casaba, o él se ocupaba de todas sus necesidades domésticas. Le preparaba dulces caseros que contribuían a su desbordamiento corporal y se inventaba excusas para anunciar que tal o cual cosa habían salido dañadas –culpando al súper de la mala calidad– cuando en realidad Luisín, para superar sus crisis emocionales, arrasaba con la nevera.

A Marubenis, Luisín le contaba sus penas y sus alegrías, sus éxitos y sus fracasos. Maru lo conocía como si lo hubiera parido. Por eso, sabía que estaba pasando algo importante en su vida y quería ser partícipe de ello.

– ¿Y qué e lo qué, Luisín? ¿Y esa contentura que tú tiene?

–Nada Maru –contestó sin poder aguantar una sonrisa de medio lado.

– ¡Cómo que nada! ¡Algo e! ¿Iba tú a cantar que bonisto e el amor sin que te pase nada? ¿E que tiene novia?

Luisín estaba loco por compartir con alguien sus buenas nuevas y, o no había encontrado el momento de hacerlo con nosotros, o tenía miedo de que nos mofáramos de él.

–Maru, ven a ver en la computadora una amiga que tengo.

–Carajo Luisín, ¡pero esa jeva e una máquina! ¿Cómo se llama? ¿De dónde e?

–Ella vive en Nueva York, pero va a venir en las vacaciones aquí. Se llama Christy.

– ¡Ay, Dió mío! ¡Tiene buena narga! ¿Y cómo la conocite?

–Por Internet. Ya llevamos una semana chateando. Es como si nos conociéramos de toda la vida. Tiene veinticinco años y está graduada de mercadeo. Estoy seguro de que es mi media naranja.

– ¿Y qué eso de  Mercadeo?

–Sirve para vender mucho –Luisín no quería entrar en explicaciones que Maru no habría entendido.

–Y ¿ya se lo dijite a doña Mati?

–Se lo diré cuando se acerque el momento de venir a visitarnos.

– ¡Oh mi Dió! ¿Y ande va a dormir?

–No sé.

Luisín era un adulto joven informático y en esos menesteres pasaba la mayor parte del día. Trabajaba para una empresa como free lance desde su casa y aprovechaba los momentos libres socializando por la red, ya que en persona era menos eficiente. Estaba convencido de que la red era el principal medio para entablar conversaciones y relaciones sociales con distintos fines –buenos y mejores. Daba por sentado que ahí encontraría el amor de su vida. Y así fue como conoció a Christy.

La semana siguiente de su confesión a Marubenis, Luisín la pasó en las nubes. Y los demás nos alegrábamos mucho de verlo tan elevado y contento. Maru –que nunca ha podido aguantar nada en la faltriquera– nos había contado la buena nueva y estábamos felices, aunque teníamos nuestra reserva en cuanto a si Christy era la máquina de la foto –Luisín nos la enseñó después de mucho rogarle–, porque podía ser una cincuentona o, simplemente, un bromista; pero no se lo dijimos porque nos encantaba su asfixie.

Mi abuelita decía que hay cosas que duran menos que un bizcocho a la puerta de un colegio. Luisín comenzó de nuevo a atacar la nevera, dejó de cantar al amor, abandonó las caminatas y hasta un curso rápido de inglés que había contratado para poder comunicarse mejor con Christy, ya que en su chateo, tener que usar el traductor de Guguel cada vez que recibía un mensaje y contestarlo, era un viacrucis.

Nosotros no nos atrevimos a preguntarle qué había pasado pero lo suponíamos. Hicimos un baipás a través de Marubenis y supimos la causa de su vuelta al estado anterior.

–Maru ¿y qué pasó con Luisín?

– ¡A Dió! ¿Y la mujer no le pidió dosiento dólar pa seguir conversando?

 

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