La responsabilidad de los padres

Dedico este comentario a mi querido amigo Heinz.

Cuando nos nacen los hijos, de forma automática adquirimos una deuda con ellos que, en muchos casos saldamos y en otros tantos no.

La tarea de criar hijos es hermosa, pero muy exigente y llena de responsabilidades. Ellos necesitan de nosotros tiempo, atención, paciencia, vigilancia, guía, fuerza y, sobre todo, amor para hacer buen uso de todo lo anterior.

Nos toca establecerles reglas desde el nacimiento, no para constreñirlos sino para hacer que recorran un camino recto y con la menor cantidad de contratiempos.

Les enseñamos a vivir y, todavía mejor, a veces permitimos que se hagan independientes y que vivan su vida teniendo en cuenta nuestras enseñanzas, aunque deberíamos asegurarnos de que coincidieran con nuestra forma de hacer. Si mostramos amor, respeto, autodisciplina, cortesía, escucha, calma y armonía, nuestros hijos harán lo mismo.

Algunos, con más pericia que otros, los ayudamos a manejar las emociones, a ser tolerantes y a buscar soluciones ganadoras para todas las partes envueltas en los problemas.

La satisfacción de las necesidades emocionales, intelectuales y físicas de nuestros hijos son parte de nuestra deuda con el universo. No hay recetas para hacerlo bien, porque cada hijo es diferente. Muchas veces desarrollamos la habilidad de reconocer y adoptar la forma de satisfacerlas y otras no somos capaces de lograrlo.

Las necesidades emocionales son las más difíciles de cumplir porque la mayoría de los padres venimos de un hogar disfuncional. No hay familia ideal, saludable y perfecta. No obstante, si los escuchamos, abrazamos, sonreímos, cantamos, reímos o lloramos con ellos, nuestros hijos sabrán que los queremos, que los aceptamos como son  y que son importantes para nosotros. La aceptación hace crecer la autoestima y es en la familia, principalmente, donde se refuerza la misma.

Reconocer sus logros, grandes o pequeños y dar palabras de aliento motivarán al niño a esforzarse más y hacer las cosas mejor. La comunicación es indispensable –me gustaría poder escribir “la buena comunicación”, pero parece casi un mito en estos días–. En algunas familias la comunicación, sencillamente, no existe.

Pero los hijos crecen y cambian y así mismo cambia el papel de los padres. Pasamos de proveedores a asesores. En este segundo papel algunos padres enseñan a sus hijos todo lo hermoso del mundo y también les advierten de los peligros que pueden estar acechándoles. Dulce o salada, la vida de un hijo, si tiene un padre asesor al lado, se hace más llevadera y encuentra soluciones a problemas y situaciones complicadas, tan normales en el diario vivir.

La meta central de los padres es desarrollar entes capaces –ya que todos nacemos con ese potencial –,  sensibles y preparados para vivir la vida plenamente haciendo, además,  un aporte a la sociedad.

Pero, los hijos se nos van, hayamos hecho o no la tarea. A veces la hemos hecho  tan bien como hemos sabido, poniendo toda la carne en el asador. Hayamos pasado con la nota justa o con honores, los hijos marchan a vivir su vida, a sembrar y recoger sus semillas de triunfo  y a cometer sus propios errores de los que siempre aprenden, como nosotros lo hicimos.

Si cometen errores, a veces nos sentimos culpables, o no, pero siempre sufrimos las derrotas más que si fueran nuestras.

A mi amigo querido le digo lo que me dijo un médico acupunturista con vocación de sicólogo: cuando los hijos se independizan, a partir de ahí los padres somos espectadores de su obra de teatro. Aplaudimos, lloramos, sentimos una empatía con la trama que nos desgarra, pero no somos actores en la misma. Lo importante es que nuestros hijos sepan que estamos ahí, admirándolos o recogiendo los pedazos, si hiciera falta.

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