Como te digo la A, te digo la O

Ya podemos desgañitarnos los sicólogos diciéndoles a nuestros clientes que la vejez no es más que otra etapa de la vida que, si se sabe coger bien, es hermosa. Ya podemos rompernos los sesos para convencer a los más recalcitrantes de emprender acciones, de cambiar formas de pensar, de disfrutar cada momento de la libertad que dan los años sin pensar en el futuro. Ya podemos hacer publicaciones en cualquier medio de comunicación hablando del retiro programado, armonioso, digno, en comunidad, confortante y libre. La realidad es que la naturaleza juega muy malas pasadas y en cualquier momento alguien nos responde agriamente cuando le proponemos el tema, o nos muestra situaciones en las que la vejez ni es tranquila, ni se goza de libertad, ni mucho menos es hermosa. Así que, tenemos que ser cautos al dar buenas noticias a los adultos envejecientes y no dorarles la píldora. La vejez puede tener cosas buenas, pero es bueno prepararse para el declive de la naturaleza.

Don Joaquín tiene la teoría de que después de los setenta, cada lustro la cosa empeora, y empieza a temblar cuando ve llegar a su calendario el cinco o el cero. De ser un amante del deporte y de correr diariamente durante cuarenta y cinco minutos –me cuenta–, pasó a caminar treinta y de ahí a sufrir un dolor en los pies que lo mantiene andando porque es tozudo y no porque en algún momento dejen de dolerle.

Doña Lucía era una mujer que no dejaba de leer el periódico cada día. Era curiosa. Si veía en la televisión algo que no conocía o de lo que no había oído hablar nunca, inmediatamente se ponía a buscar en el diccionario, enciclopedia o Internet  –cuando decidió instalarlo a sus ochenta años.  En ningún momento exhibió una cana y, por la mañana, salía de la habitación tan arreglada que parecía que iba de visita o de compras. Doña Lucia –me dice su hija de sesenta y cinco años– ya no lee periódicos; cuando ve la televisión y se le pregunta qué está mirando o de qué va la cosa, responde que no sabe. Sigue pidiendo que le den el peine para peinar sus cabellos, pocos ya, pero no le importa el resultado porque ni siquiera pide que le den un espejo.

Altagracia siempre fue alegre y disfrutó la vida. Además, tuvo la visión de trabajar duro para conseguir su casita de blocs. Ahora, enferma de los riñones, lo único que le queda son los recuerdos de mejores tiempos pasados, cuando sus hijos vivían cerca y la ayudaban económicamente, y el techo que la cobija junto con su marido que fue guachimán y que ahora está postrado a causa de una apoplejía.

Juan y Leonor, niños de ochenta años, mimados de la vida hasta hace cuatro días, no podían creer que iban a ser viejos. Sus cajones están llenos de pasajes de avión, barco, entradas a teatros y espectáculos variados y fotografías de paisajes exóticos en las que aparecen con muchos amigos, risueños y felices. Juan me escribe contándome de sus problemas de salud, mientras que Leonor ha perdido el humor y las ganas de salir de casa durante las vacaciones. Su desencanto ha sido grande y la adaptación a esta nueva etapa no es fácil para ellos.

Ramonet, quien vivió toda la vida con su madre –ahora fallecida–,  y esperando por la mujer de sus sueños sin que esta apareciese en sus sesenta y tres años, afirma que los dolores no se van, sino que cambian de lugar. Ha tenido que dedicar un cajón completo del armario para almacenar los medicamentos que controlan su diabetes, sus males renales y cardíacos. Probablemente terminará su vida sin haberse dado cuenta de que pasó por delante de él haciéndole muecas para que la atendiera.

Doña Pilar, que en paz descanse, llegó a los setenta y cinco y cuando empezó a bajar la cuesta, lo hizo con mucha rabia porque nada era igual en la medida que descendía o allá abajo. La irritación no le permitió pasar sus restantes dieciocho años en paz consigo misma o con nadie.

Y también están las historias de los Luises, Antonios, Marinas, Doras y Pedros que viven pendientes de su próstata, de sus  clavos en las caderas, sus artritis, sus pérdidas de memoria y otros etcéteras que solamente de escribirlos me están postrando a mí.

No sé, siento que estoy en “maquejó mode” y por eso es que este artículo es ácido y desagradable, pero la mala noticia es que: es real.

A mis lectores jóvenes –de dieciocho a cuarenta y cinco–, no les pido perdón porque seguro piensan que lo que cuento no va con ellos. A los de mediana edad –de cuarenta y seis a sesenta y uno (estoy haciendo concesiones en la edad por algunos de mis colegaspanafull) –, les pido perdón por la inquietud que pueda causarles encontrarse de pronto con este “pelao”. A mis seguidores mayorcitos –de sesenta y dos a setenta y cinco–, lo mejor que les puedo decir es que se preparen para la vejez y la acepten de la mejor manera posible. A los de setenta y seis y más, les digo, cuídense, vean a quien los pueda ayudar –amigos o profesionales– y disfruten de su familia, si la tienen, de sus mascotas, sus libros, sus flores y por qué no, su copita de vino todas las noches antes de acostarse.

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