La mochila y el currículum

Quise compartir el siguiente relato del escritor, periodista y miembro de La Real Academia Arturo Pérez Reverte, el cual, después de nueve años de escrito es tan actual como el minuto en el que lo estamos leyendo.

El problema sobre el que basa el relato, no solo existe, sino que se ha agravado y trasmitido como el S.I.D.A. cebándose en los dueños del futuro, los jóvenes.

Cito completo el relato que, además, es una joya del moderno buen escribir.

Llueve a ratos, y Madrid está frío y desapacible. Pasan paraguas al otro lado del escaparate de la librería de mi amigo Antonio Méndez, el librero de la calle Mayor. Estamos allí de charla, fumando un pitillo rodeados de libros mientras Alberto, el empleado flaco, alto y tranquilo, que no ha leído una novela mía en su vida ni piensa hacerlo -«ni falta que me hace», suele gruñirme el cabrón- ordena las últimas novedades. En ésas entra un chico joven con una mochila a la espalda, y se queda un poco aparte, el aire tímido, esperando a que Antonio y yo hagamos una pausa en la conversación.

Al fin, en voz muy baja, le pregunta a Antonio si puede dejarle un currículum. Claro, responde el librero. Déjamelo. Y entonces el chico saca de la mochila un mazo de folios, cada uno con su foto de carnet grapada, y le entrega uno. Muchas gracias, murmura, con la misma timidez de antes.

Si alguna vez tiene trabajo para mí, empieza a decir. Luego se calla. Sonríe un poco, lo mete todo de nuevo en la mochila y sale a la calle, bajo la lluvia.

Antonio me mira, grave. Vienen por docenas, dice. Chicos y chicas jóvenes. Cada uno con su currículum. Y no puedes imaginarte de qué nivel. Licenciados en esto y aquello, cursos en el extranjero, idiomas. Y ya ves. Hay que joderse.

Le cojo el folio de la mano. Fulano de Tal, nacido en 1976.

Licenciado en Historia, cursos de esto y lo otro en París y en Italia. Tres idiomas. Lugares, empresas, fechas. Cuento hasta siete trabajos basura, de ésos de tres o seis meses y luego a la calle. Miro la foto de carnet: un apunte de sonrisa, mirada confiada, tal vez de esperanza. Luego echo un vistazo al otro lado del escaparate, pero el joven ha desaparecido ya entre los paraguas, bajo la lluvia.

Estará, supongo, entrando en otras tiendas, en otras librerías o en donde sea, sacando su conmovedor currículum de la mochila. Le devuelvo el papel a Antonio, que se encoge de hombros, impotente, y lo guarda en un cajón.

Él mismo tuvo que despedir hace poco a un empleado, incapaz de pagar dos sueldos tal y como está el patio. Antes de que cierre el cajón, alcanzo a ver más fotos de carnet grapadas a folios: chicos y chicas jóvenes con la misma mirada y la misma sonrisa a punto de borrárseles de la boca. España va bien y todo eso, me digo. La puta España. De pronto la tristeza se me desliza dentro como gotas frías, y el día se vuelve más desapacible y gris. Qué estamos haciendo con ellos. Maldita sea.

Con estos chicos.

Antonio me mira y enciende otro cigarrillo. Sé que piensa lo mismo. En qué estamos convirtiendo a todos esos jóvenes de la mochila, que tras la ilusión de unos estudios y una carrera, tras los sueños y el esfuerzo, se ven recorriendo la calle repartiendo currículum en los que dejan los últimos restos de esperanza Licenciados en Historia o en lo que sea, ocho años de EGB, cinco de formación profesional, cursos, sacrificios personales y familiares para aprender idiomas en academias que quiebran y te dejan tirado tras pagar la matrícula. Indefensión, trampas, ratoneras sin salida, empresarios sin escrúpulos que te exprimen antes de devolverte a la calle, políticos que miran hacia otro lado o lo adornan de bonito, sindicatos con más demagogia y apoltronamiento que vergüenza. Trabajos basura, desempleos basura, currículums basura. Y cuando el milagro se produce, es con la exigencia de que estés dispuesto a todo: puta de taller, puta de empresa, boca cerrada para sobrevivir hasta que te echen; y si tienes buen culo, a ser posible, deja que el jefe te lo sobe. Aún así, chaval, chavala, tienes que dar las gracias por los cambios de turno arbitrarios, los fines de semana trabajados, las seiscientas horas extras al año de las que sólo ochenta figuran como tales en la nómina. Y si encima pretendes mantener una familia y pagar un piso date con un canto en los dientes de que no te sodomicen gratis. Flexibilidad laboral, lo llaman. Y gracias a la flexibilidad de los cojones se han generado, dice el portavoz gubernamental de turno tropecientos mil empleos más, y somos luz y fan de Europa. Guau.

Gracias a eso, también, un chaval de veintipocos años puede disfrutar de la excitante experiencia de conocer ocho empleos de chichinabo en tres o cuatro años, y al cabo verse en la calle con la mochila, buscándose la vida bajo la lluvia.

Partiendo una y otra vez de cero. Flexibilidad laboral.

Rediós. Cuánto eufemismo y cuánta mierda. A ver qué pasa cuando, de tanto flexionarlo, se rompa el tinglado y se vaya todo al carajo, y en vez de currículums lo que ese chico lleve en la mochila sean cócteles molotov.

 

Publicado en El Semanal, el 9 de febrero de 2003.

Comparaciones

Todo empieza a ser mejor o peor a partir de la comparación. Por eso es que todo en la vida es relativo.

En un aeropuerto norteamericano, en vísperas de Nochebuena, varios militares vestidos con sus trajes con estampados de camuflaje y con bolsas medianamente grandes, nuevas, de la misma tela que los uniformes, esperan la salida del avión que los conducirá a su ciudad y hacia los suyos. El tiempo de espera es infinito para estos jóvenes y sus familias.

Son muchachos, altos y fornidos (concibo la idea subjetiva de que son escogidos así, porque no puede ser que todos los norteamericanos que van al ejército estén en el cuadrante de los percentiles más altos de estatura y complexión); son de diferentes minorías étnicas. En esta ocasión sus caras están alegres y charlan entre sí disipadamente. No se alcanza a oír de qué hablan, pero una se imagina que comparten alguna anécdota o experiencia, o tal vez están contando algo de sus respectivas familias o están compartiendo las expectativas sobre las vacaciones; lo que quiera que sea que hablan, es positivo, a juzgar por sus caras.

Una pareja con una niña que está preguntando a sus padres acerca de los trajes de los jóvenes sentados al frente, se les acerca y les pregunta —¿Vienen a quedarse para siempre o vienen de vacaciones?

—De vacaciones, estaremos en casa por doce días—responde el que parece más mayor y de tez oscura.

—Queremos que sepan que apreciamos mucho su trabajo y su entrega— dice la joven madre con una amplia sonrisa. El soldado responde con otra sonrisa y dice —Muchas gracias.

Para subir al avión, estos soldados tienen preferencia junto con los pasajeros de primera clase, los enfermos o personas con alguna discapacidad y los niños. Dentro del avión se ven algunos de los militares sentados en primera clase y el primer pensamiento, subjetivo de nuevo, es que también hay diferente poder adquisitivo entre ellos  y que las clases se dan en todas las profesiones y entre todos los seres humanos.

El avión ha despegado y el capitán se dirige a los pasajeros con las palabras habituales de información del vuelo, piensa una. Pero en esta ocasión, comienza explicando que nos honran con su presencia varios militares que regresan a su casa de vacaciones para volverse a marchar en breve. Aclara que algunos pasajeros  de primera clase han cedido sus asientos a algunos de los soldados. Muchos pasajeros aplauden. El gesto y las caras lo dicen todo. Hay agradecimiento y admiración hacia estos jóvenes muchachos, ya sea que compartan o no las razones por las que están alejados de su patria. Seguramente les recuerdan  a vecinos, amigos y familiares que han pasado por la misma experiencia de dejar ir a los hijos lejos, con la alegría de  recibirlos y con la tristeza de dejarlos marchar por la poca seguridad que tienen sobre de su regreso.

Cuando el avión aterriza, el capitán vuelve a dirigirse a los viajeros solicitándoles que dejen pasar primero a los soldados. Pasillos vacíos, es como si dejaran salir al cura después de decir la misa; nadie se mueve de sus asientos hasta que ellos llegan al frente del avión y entonces, vuelven a sonar los aplausos de despedida. De nuevo un acto de agradecimiento y de reconocimiento a los jóvenes militares.

Enseguida sentí achicárseme el corazón al acordarme de los militares dominicanos.

Hay entre la población mucha predisposición negativa hacia ellos. Se piensa que la mayoría de los militares son personas de tercera categoría que no han tenido otra salida en la vida que unirse al ejército, la policía, la marina y la aviación, ya sea por su falta de educación o por su desidia. Se piensa que con los sueldos que ganan no tienen otra forma de sobrevivir que no sea con el macuteo, el robo, la extorsión y otros tipos de actos incorrectos. Ayuda a esta imagen el físico dejado que exhiben algunos, los uniformes desgastados y hasta rotos y las maneras poco educadas y cordiales de dirigirse a la población civil. En muchos casos, puede que se hayan ganado esta percepción «a pulso». Todo esto hace que en lugar de tener la confianza para acudir a uno de ellos en caso de necesidad, se esquiven; hace que muchas personas se dirijan a ellos disminuyéndolos, desconsiderándolos o exhibiendo poder con el fin de sepan quién está sobre quién.

No es posible que todos los jóvenes que se inician como militares sean personas incorrectas, malas, traicioneras, traficantes o vulgares ladrones como presenta el “cliché” actual. Pero sí que es posible que se vayan volviendo así porque la sociedad no los acoge, no les da ningún reconocimiento, no los trata como personas, no los lleva a superarse y crecer a través de una educación continua, no les da las gracias por lo que hacen por ella y ni siquiera les retribuye adecuadamente su tiempo y su labor. De seguir así, nuestros militares no recibirán aplausos, ni se les cederá el asiento, ni se les reconocerá su servicio hacia nosotros y nosotros seremos los que saldremos perdiendo.

Hay muchas cosas que reclamar a los gobiernos, una de ellas es que en las comparaciones con otros países, no salgamos tan mal parados.

Tanto, tanto.

Parece que no resulto convincente cuando le digo a Maruja que la quiero. Porque si lo fuera ¿me seguiría preguntando día tras día, vez tras vez? No. Pero claro, es que yo mismo no estoy tan seguro. Se que la quiero en estos momentos, pero ¿puedo acaso estar seguro de cuáles van a ser mis sentimientos por los siglos de los siglos? No.

Nada más hay que fijarse alrededor. En casa. Seguro que mi padre le decía a mi madre que la quería y mira por donde andan, él con la Lucha y ella con sus dolores de cabeza. A lo mejor vale la pena hablar sinceramente con la Maru y decirle cómo me siento. Decirle que en estos momentos estoy tan enamorado de ella que no sabría que hacer si me dejara. Decirle que cuando la veo me olvido de todo, lo bueno y lo malo y mi mundo gira alrededor de ella como si fuera un satélite. Que la veo a ella como la compañera de mi vida y que es para mí la mujer ideal para darme hijos. Pero, eso es lo que siento en el corazón, lo que tengo en la azotea es que la vida es loca y uno sabe de hoy pero no tiene ni puñetera idea de mañana.

De nada me valió la buena intención de comunicarme con Maruja en la misma onda. Fue una mala idea lo de pensar que si le hablaba de mis sentimientos lo entendería y podríamos enfocar la relación de una forma diferente. Eso empeoró las cosas hasta tal punto que nos dejamos anoche. Tengo nuestra conversación en la cabeza como si acabara de ocurrir.

— ¿Qué te pasa Maru que no te siento como otros días?

—Estoy un poco pachucha.

— ¿Por qué?

—Porque no estoy segura de nuestra relación.

—Pero, ¿qué hay de malo en nuestra relación?

—No se, cuando me dices que me quieres se me enciende una bombillita roja.

—Mujer ¿y como puedo hacer para convencerte de cuánto te quiero?

—Queriéndome.

— ¿Qué te falta? ¿No cumplo contigo siempre? ¿No lo pasamos bien juntos? ¿No te he demostrado que eres la única mujer para mí?

—Si, pero… ¿cuánto durará?

—Durará lo que dure, yo estoy comprometido para que dure siempre, pero no soy el dueño del tiempo ni de lo que ocurre en él.

— ¿Ves? Ya sabía yo que tú ves lo nuestro como algo pasajero.

—No lo veo como algo pasajero, sino como algo intenso y verdadero. Pero me estás presionando demasiado con este asunto de “para siempre”. No lo aseguro, pero no es porque no quiera que ocurra así, sino porque el futuro está después del hoy y me gusta llevar las cosas paso por paso.

—Pues no entiendo cómo no puedes asegurar algo que deseas intensamente. Yo lo deseo, lo veo y hasta lo vivo y si tú no puedes hacer lo mismo será porque no tienes toda la intención.

—Maru, tengo toda la intención ¡Deja el mal rollo!

— ¿El mal rollo? Ahora resulta que la culpa es mía.

—No, si ya estás cansada de repetir que la culpa es mía.

—Si me quisieras no me estarías hablando así.

—Vale, pues no te quiero.

— ¿Ves como tenía razón?

—Vaya si la tienes. ¡Con Dios!