El diario de Juan del Pan

Viernes, 16 de abril de 2004

Hoy me desperté pensando que había tenido una pesadilla y que los recuerdos de ayer eran solo un sueño, pero luego me di cuenta que no. Encima de la mesita estaba el envoltorio de la pastilla para dormir que me tomé anoche después de que recibí la llamada anónima.

Ahí estaba también anotada en la libreta, la dirección del hombre con el que, según la voz, me estaba pegando cuernos mi mujer.

Yo estoy seguro de que es mentira. Entre nosotros no ha habido ni “un dime ni direte”. Nuestro matrimonio es completamente estable.  Ella ha cambiado alguno de sus hábitos, pero eso es normal. ¿Acaso no estoy yo haciendo un master para ponerme al día? ¿Acaso no me he dejado la perilla para estar más a la moda?

Estoy seguro de que la están difamando por envidia, porque es bonita, alegre y abierta con los demás.

Sin embargo, no he podido quitarme de la cabeza en todo el día la conversación con la mujer desconocida que llamó anoche. Eso sí, las mujeres son malas, se tienen envidia unas a otras. Seguro que la tipa no tiene con quien dormir…Tiene que haber confundido a mi mujer con otra persona; no  puede ser ella, porque además, el día que me dice que la vio con el hombre, ella estaba haciendo un retiro espiritual.

—Juan, Juan, ¡vuelve en ti! — No me puedo permitir tener desconfianza en mi mujer. Ella es una santa y además la tengo bien satisfecha.

Tengo que confesar que esta mañana preparé una excusa para llamarla por teléfono a su oficina; me pareció que tenía prisa en colgar.

Llegué puntual a la hora de comer. La estuve observando mientras comíamos y yo diría que desviaba la mirada.

La tarde se tomó un millón de años en pasar. Las clases del master estuvieron insoportables. —Qué prepotente es el profesor Martínez, un teórico es lo que es; se nota que no ha puesto en práctica lo que predica—

Cuando salí del trabajo pasé por la panadería a comprar el pan tierno. No se qué pasó hoy, los panes de masa sobada se habían terminado cuando yo llegué.

¡Coño! Tuve que comprar pan de agua que se pone blando antes de llegar a casa…

 

Sábado, 17 de abril de 2004

!No te jode! Anoche me sale Clara con que debería ir a un sexólogo para resolver el problema de la  rapidez que me entra cuando hacemos el amor.

Pues, nunca me había dicho nada parecido y bien que la he oído susurrar y gritar cada vez que lo hacemos. ¿Me va a venir ahora con que no lo hago bien? Y los dos muchachos que duermen en la habitación de al lado ¿son del Espíritu Santo? Son de dos de los gustos que nos dimos.

¡Ninguna eyaculación precoz! ¡Ni ahora ni en mis cuarenta y tres años de vida! Lo que pasa es que me excito tanto que tengo ganas de llegar al máximo lo antes posible. Claro, como las mujeres son tan lentas, les molesta que uno sea un verdadero macho y se encienda de una vez. Ella es la que debería ir al ginecólogo a ver si le da pastillas para acelerar la chispa!

El resto del día normal, trabajo por la mañana y arreglos en la casa por la tarde. Por cierto, creí que no iba a poder comprar el pan hoy. En la entrada de la calle había pasado un accidente y la policía había cerrado el paso de vehículos. Un camión le pasó por encima a una señora y dicen que verla daba ganas de vomitar. Tuve que ir a pie. Eso sí, el pan estaba tan bueno que me comí dos en el trayecto. No hay nada mejor que el pan.

 

Domingo, 18 de abril de 2004

Hoy fuimos a casa de Pedro y Elvira a pasar la tarde. Allá estaban Luis y María también con toda la familia.

Jugamos unas buenas partidas de dominó mientras las mujeres hablaban de sus cosas.

Se comentó que al jefe de Pedro que se había enredado con la secretaria, lo encontraron en el cuarto de la fotocopiadora con las manos en las masas y demás. Muy maja esa chica. Me recibió el paquete que le llevé a Pedro la semana pasada. Seguro que la ascenderán pronto…si no se entera antes doña Luisa.

Yo no podría jugármela así. Nada más de pensar que Clara podría enterarse, se me ponen los pelos de punta.

Clara me acaba de decir que una amiga de María se había puesto los senos postizos y a ella le habían entrado unas ganas enormes de ponérselos también. Le dije que a mí me gustaba así y me habló de que ella se sentiría más segura, más mujer, con senos grandes. Que siempre había sido su ilusión y ahora, al saber que una conocida lo había hecho sin ningún problema y había quedado perfecta, le daba empuje para hacerlo. Dice que ha ahorrado y que no impactaría en nada el presupuesto de la casa. ¿Te imaginas— me dijo— cuando me ponga un camisón transparente o me quite la ropa como en las películas porno? Y la verdad que me entró un calorcito solo de pensarlo. No le dije que sí ni que no. Ya veremos.

Me siento vacío. Que falta me ha hecho el pan. En conclusión, hay que pensarlo dos veces antes de ir a una casa donde solo sirvan pan de plástico . Eso de las hamburguesas no me convence mucho. Mejor unas buenas chuletas acompañadas de su mejor amante: el pan de horno. ¡Que viva el pan, pan!

 

Lunes, 19 de abril de 2004

Ayer no dormí bien. Soñé que mi mujer se había operado y que cuando le iba a tocar los senos se desinflaban. Me desperté a media noche sudando y no me pude volver a dormir. Tuve mucho tiempo de pensar en todo.

Recordé que la secretaria del jefe de Pedro era casada y me di cuenta que últimamente hay muchas mujeres que le pegan cuernos a sus maridos, claro que— ¡seguro que lo merecen, por calzonazos! —. Con las mujeres hay que ser fuerte. Que se sepa quien dirige la orquesta en la casa.

También pensé mucho en los senos de Clara. Ella no necesita ponérselos más grandes; yo no quiero una nodriza y además, si se los pone más llamativos empezarán los hombres a mirarla con malos fines; ¡es que está claro! siempre son las mujeres las que nos provocan.

A mí no tiene que conquistarme más, pues soy de ella y nunca le he sido infiel.

Y así se lo dije al medio día: nada de tetas postizas.

No le sentó nada bien. Me dijo que yo no mandaba en su cuerpo y que si le daba la gana se lo haría. También comenzó a decirme que lo único que yo quería era tenerla esclavizada como ama de casa, como sirvienta y que no la tenía en cuenta como ser humano con ganas de progresar tanto en la mente como en el cuerpo.

No la entiendo, tiene su trabajo, la dejo hacer cursos y talleres; la dejo hacer retiros; la dejo ir a las reuniones con sus amigas de la infancia, hasta le pago un instructor particular en el gimnasio y ahora me sale con que la quiero tener como una sirvienta.

Eso si, su cuerpo es mío que para eso me lo dio el día que nos casamos, aunque… últimamente me lo da con menos frecuencia y yo nunca le he fallado. Hay pocas mujeres que tengan la suerte que ella tiene. Las mujeres cuanto más tienen, más quieren.

Terminamos el proyecto de ampliación de los préstamos y el jefe me felicitó por el trabajo. Esperemos que se traduzca en cuartos.

En la panadería me encontré con Jaime Recader, compañero de trabajo de mi mujer. Hacía años que no le veía ¡Es nada lo que ha progresado! Él que siempre le ha gustado presumir de “todolopuede”… anda con un Audi del año.

Me contó que estaba haciendo trámites para que lo trasladaran de sucursal. Seguramente Clara no lo sabe, o de lo contrario me habría comentado. Se lo diré mañana. Quedamos en tomarnos un café cualquier día de estos.

 

Martes, 20 de abril de 2004

Hoy ha sido uno de esos días que es mejor morirse antes de poner el pie izquierdo en el suelo a la hora de levantarse. ¡Solo me faltó pisar una mierda!

Tengo tal tortícolis que no me puedo girar del lado derecho. No se me ha mejorado nada en todo el día.

Un cabrón me ha chocado el guardalodos trasero de la izquierda cuando iba a la oficina y encima quería tener razón. Me dijo que la culpa era mía porque manejaba como una vieja y yo le dije que yo creía que había visto un letrero que decía que no podían circular burros por ahí. Se me encendió la sangre para todo el día y hasta Conchita me preguntó que si me pasaba algo, cuando pasé por delante de su escritorio.

Clara no me ha dirigido la palabra en todo el día. Al volver a casa le compré esos panes de trenza que le gustan a ella para ver si se animaba la cosa y me encuentro con que se va a quedar hasta tarde en la oficina. Ah! Y subieron el pan. No se hasta donde vamos a llegar. El gobierno va a tener que dar mucho circo porque lo que es el pan lo está poniendo difícil.

Para acabar de completar el asunto, me siento con el cuerpo cortado y creo que tengo fiebre; me voy a acostar y mañana Dios dirá.

 

Miércoles, 21 de abril de 2004

Hoy no he podido ir al trabajo. He amanecido con fiebre de 38 y me duele todo, ¡hasta el pelo! Me he tenido que tomar una tortilla de aspirinas.

Clara llegó tarde ayer. Cuando nos despertamos, estuvo muy cariñosa conmigo; me parecía como que quería jugar por la mañana temprano. Pero yo estaba en un bache, sin ánimo de nada.

Me pasé toda la mañana dormitando. Bajé a comer con los niños. Inmediatamente se fueron a sus clases vespertinas y Clara volvió a la oficina.

Otra vez ha vuelto a llamar la mujer del otro día. Comenzó diciendo que era la persona que me había llamado la semana pasada para decirme sobre mi esposa. Me dieron ganas de decirle ¡Cállese cotilla y váyase a la cocina a fregar! Pero algo en mi interior me lo impidió. ¿Y si había algo de verdad en el asunto? Y me vinieron a la mente las tetas de Clara y me dieron ganas de demostrarle a la mujer que estaba equivocada y que era una arpía sin vida propia. La escuché.

Me repitió que Clara se veía con un hombre casado y que me lo estaba diciendo porque no quería que otro ser humano sufriera lo que ella estaba sufriendo. Le aseguré que no creía en eso ya que, en mi casa, la situación estaba bajo control y le insinué que seguro que estaba viendo visiones, porque no se había dado ninguna circunstancia que me indicara alguna anormalidad.

Me bombardeó que no fuera tan ingenuo.

Le pregunté quién me estaba hablando y cómo sabía nuestro teléfono y me dijo que no importaba, pero que conocía a Clara y a su amante. Debe ser una colega celosa de su profesionalidad y éxito. Y además ¿cómo sabía que hoy estaba yo en casa?

No le quise preguntar más detalles porque eso habría sido admitir que puede haber una posibilidad de que el asunto sea cierto y, no creo.

Después que colgué el teléfono me entró ansiedad. Sentía rabia contra la maldita mujer con la que hablaba hacía algunos minutos. Bajé a la cocina a tomarme un jugo y cuando subí a la habitación me dieron unas ganas locas de buscar en el escritorio de Clara. Miré sus papeles uno por uno. Todo normal. Busqué en los cajones de su cómoda. Nada. O bueno, poco. Unas braguitas tanga que nunca le había visto puestas. Seguramente me iba a dar una sorpresa. El otro día le comentaba que las mujeres de mis amigos las llevaban, según decían ellos y le pregunté que si a ella no le gustaban. Me pareció que se sentía incómoda por la petición disimulada que le estaba haciendo. Y es que Clara siempre ha sido medio de Acción Católica.

A trancas y a barrancas fui a por el pan. Anita me comentó que me veía muy acatarrado y que me fuera pronto a acostar. Me recomendó una infusión de qué se yo que hierba; no le hice ni caso. No pude tragar ni medio bocado del cuerpo de Cristo y eso que huele a santo.

 

Jueves, 22 de abril de 2004

Estoy inquieto, furioso,  loco!

Clara me dijo por la mañana que iba a tener una comida de negocios con unas clientas y que no iba a venir a comer a casa. Y me mosqueé inmediatamente. Así que le pregunté que dónde iban a comer y me dijo que no estaba segura si iba a ser en el Café Alaska o en Casa Polín que le confirmarían durante la mañana.

Me pareció que se arreglaba más que otras veces.

Cuando se fue corrí a la cómoda y revisé sus tangas, pero no me acordaba cuántas ni cómo eran las que vi el otro día, así que no pude confirmar nada. Me dio rabia haberlo hecho. Casi estaba afirmando que tengo sospechas y ¡no! ¡Pero sí! No se que me está pasando que este asunto me está sacando de quicio.

Estuve tentado de asegurarme que Clara estaba realmente en su comida de negocios, pero me pude controlar y no moví un dedo para asegurarme. No puede ser posible que Clara tenga una doble vida. La conozco demasiado bien, como para apostar por ella; no es de ese tipo de mujeres.

Decidí que no iba a la clase hoy para llegar temprano a casa.

Llegué demasiado pronto a la panadería. No había salido el pan de la tarde, no tuve en cuenta ese detalle a la hora de venir. No podía comprar el pan de por la mañana. No resisto un pan viejo. El pan tiene su “momentum” y entonces es que hay que aprovecharlo.

Di unas cuantas vueltas con el coche pero no se qué le pasó al tránsito que estaba tan fácil. El tiempo no pasaba y decidí venir a casa a esperar para volver a comprar el pan.

Me aseguré de tomarme diez minutos más del tiempo que Anita me había dicho que tardaría. No podía ser más porque podía acabarse el de masa sobada, ni menos para no tener que esperar de nuevo.

Me puse el jersey y bajé las escaleras. Cuando iba a salir del portal me di cuenta que un coche estaba parando para dejar un pasajero. El pasajero era Clara que se despedía ya fuera del vehículo agitando la mano y dedicando la mejor de las sonrisas al conductor o conductora, la verdad que no puedo jurar que era, porque quise mirar ya estaba arrancando y no quería que Clara me viera.

Subí corriendo las escaleras, abrí la puerta de la casa y me puse a hacer ver como que leía un libro.

Entró Clara y me saludo sonriente pero fría. Me dio un beso de compromiso y me preguntó cómo me sentía.

Le pregunté que cómo le había ido el almuerzo y me dijo que bien pero que la reunión de trabajo se había prolongado toda la tarde.

Le pregunté que si los clientes la habían traído a casa y me dijo que no que había venido con un taxi.

Luego me preguntó si había comprado el pan y le dije que no. “Me imagino que irás ahora” me dijo y yo le dije “Pues te imaginas muy mal”

En ese mismo momento me entró un sudor frío. Recordé que el coche del que se bajó Clara era un Audi del año.

¡Coño! Tener que pasar por esta situación y sin pan.

 

No te lo había dicho: carta a Amanda

Cuando me dijiste que te habías mudado al apartamento de soltero de Lucas no lo podía creer. Dos meses antes habías roto tu compromiso con Abel y ya te habías vuelto a meter en otro lío.

Èn ese momento no me atreví a decírtelo, pero si hubieras prestado atención te habrías dado cuenta de que mi cuerpo se ponía tenso cuando te veía. Si yo hubiera abierto la boca, seguro que se habrían escapado de mi garganta los sonidos y se las habrían arreglado para formar las palabras necesarias para advertirte; pero en lugar de eso lo que hice fue apretar más fuerte los labios y desear mentalmente estar equivocada; total, habrías pensado “ya viene la jamona con sus monsergas”

Yo te vi nacer Amanda. Aquella mañana cuando te sacaron de la sala de partos tu piel era del color del chocolate claro y tu pelo negro como el carbón. Ya tenías los ojos abiertos y parecías una chinita. Después, en la tarde, cuando te llevaron a la habitación de tu mamá te habían bañado y tu pelo parecía el de un puerco espín. Toda la familia se rió  mucho de ti y le hicimos bromas a tu mamá con el chino que se había cruzado por el medio. Después, te he acompañado de cerca y he disfrutado de muchas etapas buenas y malas en la vida de tu familia y la tuya propia.

Recuerdo cómo celebramos el día que te declararon alfabetizada y también cuando cambiaste de colegio porque tu papá quería que te educaras en uno bilingüe “Tía Lula, convence a tu hermana para que no me quiten del San Carlos que me han dicho mis compañeros que los niños que van al  New Age son muy plásticos”. Y yo, sabiendo que era una decisión irrevocable te hablé del patio grande del colegio americano lleno de árboles y de cómo podíais entreteneros  recogiendo los cajuiles que cayeran durante el recreo. Te describí la jaula de los tres guacamayos, las clases de música y las obras de teatro para el fin de curso. Creo que te convencí porque no te volví a ver preocupada.

Yo te vi crecer Amanda. Seguí paso a paso tus estirones, tus cambios de estilo, tus progresos en inglés; vi desarrollarse tus habilidades histriónicas y aguanté primero obritas de la escuela y luego disfruté de tus presentaciones con la compañía local. Era como si fueras la hija que nunca tuve. Tus ataques de asma casi me mataban de ansiedad y las llamadas  por teléfono de tus noviecitos me trasladaban a las calenturas de mi juventud. Me alegré mucho cuando empezaste a salir con Abel.

Tenías diecisiete años y Abel dieciocho. Me gustó enseguida ese chico con cola de caballo que desde el primer día me llamó tía Lula. A tu papá no le gustaba nada el pelo largo de tu novio y yo lo convencí de que lo que contaba era cómo él se estaba educando y las conversaciones tan interesantes que era capaz de sostener con jóvenes y viejos. El día que fuimos todos a la casa de la playa y por primera vez tu mamá vio con susto el tatuaje de Abel, yo le tuve que recordar que de pequeñas las dos nos pintábamos dibujos en las piernas y dejábamos tontos a nuestros amiguitos asegurándoles que eran tatuajes. Si hubiéramos podido hacérnoslos de verdad, lo habríamos hecho.

Después, muchas veces hice el papel más de Celestina que de chaperona con Abel y contigo, tratando de preservaros de unos padres que se preocupaban demasiado por el qué dirán; yo creía en vuestra relación y en vosotros y la verdad es que nunca me defraudasteis. Tenía la conciencia tranquila y contenta.

Cuando terminaste la universidad y te fuiste a estudiar la  maestría a París contaba los días para tu regreso. Ayudé a Abel económicamente para que pudiera ir a verte en las vacaciones de Navidad; le hice creer que tendría que devolverme el dinero cuando su incipiente negocio tuviera más clientes. Me dijo que eso era casi un pacto con el diablo.

Te mandé todos los e-correos que hicieran falta para mantenerte al tanto y empecé a recoger información de las empresas donde podrías estar solicitando trabajo cuando regresaras.

Y regresaste y encontraste trabajo en la oficina de Lucas. Yo misma hablé con su hermana para que considerara tu currículo y te diera una oportunidad. Y te la dio. Y te la va a quitar también.

Ahora, cuando ya es un hecho que eres la amante de Lucas me siento culpable de haberte encaminado hacia él y presiento que se va a repetir la historia, mi historia. Yo también tenía veintipocos años cuando me enamoré de mi jefe. Era un hombre tan inteligente, tan valiente, tan lanzado. Alababa mis trabajos como si se tratara de obras de arte y con cualquier excusa me traía regalos a la oficina. Me halagaba, me hacía sentir importante, diferente a las demás. Yo sabía que era casado y sin embargo aceptaba sus galanterías, al principio de forma casi inocente, hasta que fuimos en viaje de negocios a Brasil. La segunda noche me invitó a una cena de trabajo en su habitación. Estaba tan deslumbrada por ese hombre que solamente hicieron falta dos copas de vino para darme el empuje que necesitaba para iniciar una relación que habría de durar casi tres años. Pero yo sabía que tarde o temprano habría de terminar, porque aunque hablaba mucho del infierno con su mujer no le veía tomar acción para salir del mismo. Traté de dejarlo varias veces y otras tantas él pudo convencerme de que volviera; y habríamos seguido en ese juego por un buen tiempo si no hubiera sido porque su mujer se enteró y lo amenazó con el divorcio. Yo le dije que no quería tener a mis espaldas una familia deshecha y creo que el se sintió muy aliviado con mi conveniente nobleza. Al mes siguiente me enteré de que había empezado algo con la chica nueva de la oficina.

Amanda, no puedes decir que ante un fracaso tuyo de cualquier tipo yo te haya espetado un “te lo dije”, ni lo voy a hacer ahora. Pero no quiero que pases por los momentos que yo pasé. Me sentí abusada, utilizada, engañada, sucia, mala. Hasta tomé la decisión de castigarme no rehaciendo mi vida y pagar mi culpa viviendo la vida de los demás. Amanda, no quiero que te conviertas en la tía Lula que no se atreve a mirar de frente a las personas que en su momento supieron los detalles del asunto y que a partir de ahora no se va a sentir con la fuerza moral para guiarte en algunas ocasiones. Pero, sobre todo, no quiero que seas tan infeliz como yo. Lucas podrá dejar a su esposa y casarse contigo, pero se enamorará de cuanta jovencita entre en su oficina y tú no serás sino la número tres de su lista de necesidad de afirmación. Y como podría pasar que no puedas hacer caso de lo que te estoy diciendo ahora porque estás enamorada de Lucas, quiero que sepas que tía Lula te entiende y está aquí para cuando la necesites.

Con cariño. TL

Sana, sana culito de rana

Si a Ana le hubieran dejado decidir si nacer o no, se habría quedado en la nada por un tiempo más, porque  en la otra dimensión se puede ver el futuro y este no le gustó. Pero las parejas no les piden permiso a los niños para hacerlos; a veces, ni siquiera quieren que eso pase, pero los momentos de arrebato amoroso no son los mejores para el discernimiento, el control o el enfundado rápido y mucho menos en el  pedazo de culo del mundo que le tocó a Ana nacer.

Por eso, se defendió como pudo. Se dio la vuelta antes de nacer y ante su negativa, la partera que se las sabía todas, empezó  a darle a su madre unos tés que no sabían bien y que provocaban en su vientre unos movimientos muy molestos para Ana. Entre los movimientos naturales de la madre y unos bestiales empujones de la partera la pusieron de cabeza de nuevo y entendió que era imposible quedarse, porque ya era y porque la naturaleza la estaba obligando.

—¿Qué fue?

—Hembra.

—Coño, otra más.

—Julia no está bien—a lo lejos se oye el estribillo “vamo a bebé, vamo a bebé hata el amanecé”.

—¡No joda! esas son cosas de mujeres. Compadre, ¡tráigame el romo! o mejor vámonos pa donde José.

Ante esta perspectiva que confirmaba sus temores, Ana decidió sobrevivir, aunque  su madre tuvo mejor suerte.  Ana emprendió la vida con salud y belleza porque sabía que otra cosa no iba a tener.

Como la mala moneda “que de mano en mano va y ninguno se la queda”, Ana fue creciendo con abuelas, tías, vecinas, madrastras y cuanta diversidad femenina pudo encontrar su padre para no tener que gastar su tiempo en pendejadas.

Filosofías diferentes y enriquecedoras no le faltaron en su formación.

—¿Estudiar? Y ¿pa qué? Consíguete uno con cuartos y ya.

—Las mujeres son de la casa y los hombres de la calle.

—Los hombres son unos perros.

—Aguanta mi hija que las mujeres hemos nacido pa sufrir.

—Si te da tu mony pa tu ropa y tu comida, déjalo tranquilo que los hombres son cuerneros tós.

—Los viejos son los que mejor vida dan. Búscate uno, ten paciencia y luego resuelves con el que más te guste, total, el viejo no se va a enterar.

Estas y otras delicias formativas fueron moldeándola sin que perdiera su necesidad de ser amada, respetada, reconocida, considerada, lo cual no iba a propiciar su felicidad en la vida, sino todo lo contrario. Eso era como tener sed en un desierto y no encontrar ningún oasis.

A los dieciséis años conoció a Rubén en un colmadón.  Rubén era  el machomén del barrio donde vivía  la abuela de Ana.  Tenía treinta y dos años, un carro Toyota Célica del 1996, una Colt y la billetera siempre llena de dinero para comprar mujeres y pobres diablos a los que tenía a su servicio como perros callejeros para el corre ve y dile. Para ser feliz solo le faltaba la “rubia” ya que el carro blanco y la pistola ya los tenía. Ana no era rubia. Pero era joven y bonita.

—Muñeca ¿y tú? Pónmele una cerveza a la princesa.

—No gracias, no tomo cerveza.

—Pues pónmele un refresco de uva a la dama.

—Las llevo a dar una vuelta con el carro, a ti y a tu amiga. Ñeco, ¡dame una brugalita en una funda!

Ana tenía cierto recelo de subirse al carro pero, al fin y al cabo, los poderosos mensajes del casete interno grabado a través de los años la ablandaron.—¿Por qué no? Es buen mozo, tiene cuartos, un carrazo y parece enamorao; me escogió a mí y en el colmadón había muchos mujerones.

Salieron a mil esparciendo la sutil y poética letra de un reggaetón  por las ventanas abiertas del carro. En el camino, el ron, la cerveza y los refrescos mezclados  hicieron su efecto. Los tres estaban felices. Ana iba al lado de Rubén y este, de vez en cuando le lanzaba piropos al tiempo que le ponía la mano en la rodilla. —¡Qué buenas piernas, mami!

Al terminar la vuelta  Rubén dejó primero a la amiga en su casa y luego llevó a Ana a la suya. Le pidió que se vieran la noche siguiente en el mismo sitio. Ana accedió, aún sabiendo que tendría que engañar a la abuela para salir por la noche. El día siguiente lo pasó nerviosa pensando en la salida. Se sentía la reina del mundo. El mejor hombre del barrio la había tratado con paños y manteles.

En cada uno de los encuentros, que no fueron tantos porque la cosa era para ya, Rubén le traía algún regalo: vestidos, dinero, dulces para la abuela. Ana ya le había contado acerca de la relación porque había pasado a mayores y porque alguna explicación tenía que dar acerca de su pelo rubio casi platino. De todas formas, la abuela se sintió encantada con la conquista de su nieta porque ninguna otra mujer o jovencita del barrio tenía un novio como ese.  El hecho de que Rubén fuera dieciséis años mayor que Ana le pareció algo normal, bueno.—Las muchachitas que tienen maridos mayores tienen más beneficio que las que se juntan con muchachos de su edad que no tienen dinero ni agallas para defenderlas en lo que sea.

Al poco tiempo Rubén mudó a Ana a su apartamento con la aprobación de la familia. A partir de ahí, en territorio ajeno, Ana estaba completamente sometida al marido y le complacía en todos los caprichos de alcoba y de vida. Dejó de ver a su amiga porque Rubén decía que esa no era una buena compañía. Dejó de hablar con sus amigos porque Rubén se ponía celoso y no entendía que un hombre y una mujer pudieran hablarse sin que hubiera nada sexual entre ellos. Dejó de visitar a la abuela porque Rubén decía que era una alcahueta. Tenía que pedirle dinero hasta para comprar fósforos. Su vida se limitaba a ver la televisión y atender al marido cuando este llegaba.

Una de las muchas veces que Rubén llegó bebido y de mal humor, le arrebató el celular que Ana tenía en las manos y se puso a revisarlo.

—Y este número ¿de quién es?

—Es una llamada equivocada.

—¡Mierda pa ti! Llamada equivocada tu abuela. Te voy a decir el nombre del equivocado. Aló! ¿Quién me habla? Mire coñazo, ¡si vuelve a llamar a mi mujer le voy a partir la cara! Y usté, comecomía, se acabó el celular en esta casa y ahora váyase pal dormitorio y quítese la ropa.

La luna de miel de Ana había durado lo que dura un “pote” en manos de un borracho. Después de múltiples ocasiones de abuso sicológico y sexual  llegó el momento en que algo de la esencia de mujer con la que nació se rebeló en el interior de ella. No podía seguir así. Tomó la decisión de irse a casa de su abuela de nuevo. Por la noche, al ver Rubén que la casa estaba vacía y que Ana se había llevado su ropa, entendió que la estaba perdiendo y una furia descontrolada se apoderó de él. Salió disparado en su Célica incluidos rebases temerarios y largos tramos en dirección contraria, ¿por qué no? la calle, el mundo eran de él.

—¡Coge tu ropa y vámonos pa casa!—le gritó a Ana.

—Mi hijo, que no peleen. Mi hija vete con Rubén que él te quiere—exclamaba llorosa la abuela.

Ana se negaba y Rubén hizo un aparte con ella en un rincón de la sala.—¡Si no vienes te mato y mato a tu abuela y a toda la familia!

Así comenzó de nuevo la tragedia de Ana. Sin abuela, sin amigos, sin comunicación, sin tierra firme bajo sus pies y con todo el peso de un animal rondándola y amenazándola todo el tiempo.

De nuevo  llegó Rubén borracho;  Ana estaba viendo la televisión y escribiendo las letras de las canciones que escuchaba.

—Mujer, entra en la habitación y quítate la ropa.

—Estoy viendo un programa, ya voy.

—Maldita perra, ¡que vengas inmediatamente!

Todavía se tomó Ana unos segundos para terminar de escribir el último verso de la estrofa de la canción cuando de pronto sintió que él  la cogía de los cabellos, la tiraba al piso, le frotaba el papel en el que estaba escribiendo en la cara, se lo metía en la boca y le clavaba el bolígrafo en la sien. Siguió pateándola y quitándole la ropa. Ana perdió el conocimiento. Al despertar sintió su cara empapada de sangre y se incorporó asustada. Encima de la cama estaba Rubén durmiendo la borrachera. Se vistió como pudo y salió camino del hospital. Allí, al hacer las preguntas de lugar para el reporte de los golpes y las heridas de Ana, una enfermera le recomendó ir a la Fiscalía a poner una denuncia. Su abuela la acompañó al médico legista y donde la juez.

Al día siguiente supieron que Rubén andaba diciendo por el vecindario que no le importaba que le pusieran una denuncia. —Mientras esté mi presidente en el poder, soy intocable.

La historia está inconclusa. Dejo al lector con conocimiento de cualquier medio macondiano redactar el final. Y si no está familiarizado, termínelo con un castigo para Rubén, lo que pudiera equivaler a un «Sueña Pilarín”.

Yo me quiero

 Me digo y me retedigo.
¡Qué tonto!
Ya te lo has tirado todo.
Y ya no tienes amigo,
por tonto. Que aquel amigo
tan sólo iba contigo
porque eres tonto.
¡Qué tonto!
Y ya nadie te hace caso,
ni tu novia, ni tu hermano,
ni la hermana de tu amigo,
porque eres tonto.
¡Qué tonto!
Me digo y me lo redigo...

De nuevo aprovecho la poesía, esta vez de Rafael Alberti (1902-1999), para abundar sobre  un tema que tiene que ver con un aspecto que influye increíblemente  en  nuestro potencial como personas y por tanto en la felicidad, el éxito y las relaciones en el curso de la vida: la autoestima.

La autoestima es la forma en que nos valoramos y está basada en las sensaciones y experiencias que hemos vivido a lo largo de nuestra vida y relacionadas con nosotros mismos. Vamos adquiriendo una percepción desde que somos niños y la vamos reforzando y consolidando  en nuestro paso por el tiempo a través de nuestras creencias, la retroalimentación de los demás, la comparación y las conclusiones a las que llegamos, reales o erradas. Si nuestra autoestima es alta podemos afrontar muchas situaciones con seguridad y con éxito, podemos apreciar nuestra apariencia y nuestras habilidades, en definitiva, nos queremos. Mientras que si es baja vivimos limitados a lo que entendemos que podemos ser, hacer o decir y frecuentemente nos odiamos. Dado que el concepto sobre nosotros  lo vamos formando a través de nuestras ideas y opiniones, nuestros valores y la retroalimentación de nuestro entorno, lo utilizaremos para juzgarnos (creeremos que tenemos cualidades positivas o negativas; que somos agradables o desagradables) y actuar como nos creemos que somos.

Empezamos a hacernos una idea de nosotros desde que somos niños y de esta idea dependerán nuestras cualidades y personalidad. Por ello, mi motivación para escribir este artículo está basada en alertar a los padres, tutores y maestros de la importancia que tienen los adjetivos calificativos peyorativos en nuestro lenguaje al comunicarnos con los niños. Muchas veces nos han dicho: tonto, malo, lento, vago, feo, malcriado, desobediente, gordo y otras joyas que, posiblemente, se dicen sin sentirlo de verdad, sino más bien como una forma de hablar común dentro de la cultura, o una forma de reaccionar aprendida de nuestros padres. Sin embargo, el niño toma esas palabras literalmente. Si a un niño se le dice cuando hace una travesura o algo que nos produce problemas de cualquier tipo “Niño malo, no te quiero”, pensará que si su padre o madre le dicen eso es porque es malo y no merece ser querido. Si además le repiten estas expresiones negativas  varias veces, irán influyendo en su auto percepción y autoestima.

Las comparaciones entre hermanos, familiares o niños amigos son muy peligrosas. El niño se compara a sí mismo con los demás sin necesidad de que alguien resalte o dé matices a la comparación.

Ya que la sociedad promueve características “deseables” (figura, aptitudes, habilidades, etc.) que a través de los tiempos sufren cambios importantes (modas), los niños y luego los adolescentes, jóvenes y adultos vamos tratando de alcanzar lo que está bien visto y que se refuerza a través de halagos, reconocimientos, etc.  Si no lo logramos pensamos que somos nosotros los culpables. Si además, se resalta la característica deseable de un niño y se compara con otro que no la tiene, estaremos propiciando una baja autoestima. ¿Les parecen familiares las siguientes expresiones? “Tu hermano ha sacado un 98 en matemáticas ¿Cuándo lo sacarás tú?”;  “Tan bonito pelo que tiene tu hermana y tú fuiste a salir así”. “Yo quería un varoncito y me salió una hembra”. “No se parece en nada a su hermano, el otro tan formalito y este tan tremendo”. “Sigue engordando que ya pareces una pelota”. Qué desafortunados somos al hablarle a un niño así en lugar de resaltar sus cualidades únicas y motivarlo a seguir creciendo en las mismas. Los niños con autoestima baja pueden terminar aislándose, teniendo bajo rendimiento escolar y hasta depresión, entre otros.

El período más crítico para el desarrollo de la autoestima es la adolescencia en la que el joven necesita tener una buena identidad y conocer sus posibilidades  para afrontar el futuro con confianza. En esta etapa empieza a hacerse independiente de la familia y a confiar en sus propios recursos. Si tiene una autoestima saludable pasará a la madurez sin mayores problemas. Si por el contrario tiene baja autoestima se sentirá inseguro y podría estar buscando su seguridad de forma equivocada en las drogas, las pandillas o la delincuencia.

Otro de los efectos de la autoestima baja es la búsqueda constante y enfermiza de la aceptación de los demás. Hay muchas formas de buscar aceptación. Se puede vivir con miedo de hacer o decir porque se puede molestar a los demás o pueden rechazarlo a uno; o imitar las conductas y actitudes con lo cual uno va dejando poco a poco de ser uno mismo. También se puede caer en el perfeccionismo, si todo se hace perfecto nadie podrá recriminarnos nada y seremos superiores a los demás. Si se recibe una crítica que puede ser constructiva, en lugar de agradecerla y, por el exceso de sensibilidad,  la persona puede sufrir una crisis y hasta caer en una depresión.  Se acepta cualquier cosa que venga  del otro con tal de no ser rechazado y esto podría incluir el maltrato. La persona con autoestima baja siempre piensa que la culpa de todo es suya, nunca de los demás y por ello se maltrata con diálogos internos que siempre lo desfavorecen. Nunca valora sus logros. La persona con autoestima baja sufre mucho.

La buena noticia es que la autoestima puede ser mejorada; y aunque probablemente siempre aflorarán algunos pensamientos negativos que nos harán dudar de nosotros, podemos trabajar para lograr sentirnos más a gusto con nosotros mismos.

Algunas tácticas a usar podrían ser:

–        Ver el lado positivo de las cosas y las acciones. O sea, cambiar al pensamiento positivo. El pensamiento positivo se va adquiriendo en la medida en que desechemos el negativo y aunque no nos lo creamos del todo.

–        Hacernos conscientes de nuestros logros y nuestras cosas buenas y nunca dar excusas o disminuirnos cuando nos hacen un halago o nos dedican un piropo.

–        Cuando tengamos deseos de compararnos con los demás, podemos decirnos a nosotros mismos que cada persona es única y tiene sus propios méritos, por tanto nunca podremos ser como fulano o mengana, ni mejores ni peores, cada uno tiene su papel en la vida y es para un propósito superior.

–        Tener confianza en nosotros mismos y decirnos de antemano que el único que no gana o pierde es aquel que no hace nada y que cada uno de nosotros tenemos cualidades para resolver las situaciones de manera diferente y adecuada y aprender de los errores.

–        Si en algún momento tenemos fracasos, como es natural o no seríamos personas, no podemos generalizar y pensar que siempre será así. Los fracasos nos dan alas si sabemos aprovecharlos y analizar de qué otra forma pudiéramos haber actuado.

–        Aceptarnos como somos es muy importante, todo ser humano es valioso para sí y para su entorno. Eso no significa que no tratemos de mejorar.  El crecimiento como personas es importante y por tanto no lo debemos descuidar.

Lo vital es hacerse consciente y responsable de los insumos que proporcionamos a los niños para que vayan construyendo su autoestima y también de que se puede trabajar por mejorar la propia. Merecemos ayudarnos a ser felices.

 

Osadía

 

Dando marcha atrás,

robándole al progreso una hora de impuesto humano,

llegué hasta aquí empujada por el viento.

 

Y como ahora puedo porque sé lo que es querer y no poder,

meto mis pies en el charco de agua que la lluvia me dejó de regalo

y tiño mis calcetines de color de tierra,

porque estoy cansada de la presencia impecable.

 

Y como ahora puedo porque sé lo que es querer y no poder,

no voy a misa y me caliento en una hoguera de símbolos

mientras espero a Dios

mirando el sol, las hormigas y los hombres.

 

Y como ahora puedo porque sé lo que es querer y no poder,

envuelvo al amor de mi carne en el velo de mis sentidos

y lo invito a poseerme,

porque he aprendido a fundirme con lo eterno.

 

Y como ahora puedo porque sé lo que es querer y no poder,

amo a mis hijos, si quiero, si mis entrañas de animal me lo ordenan;

y si quiero los odio;

y rompo en mil pedazos el sofisma de la sociedad.

 

Y como ahora puedo porque sé lo que es querer y no poder,

muero cuando quiero y como quiero.

sin temor, con frutos en las manos, mi mochila llena de amor.

El temor a la eternidad quedó disuelto entre libros y doctrinas.

 

Dando marcha atrás llegué muy lejos.

Miro hacia los lados con temor; no veo a nadie.

Nadie pudo ver  mi alma al descubierto. Respiro. ¡Qué osadía la mía!

Noviembre 1983

 

 

El secreto de los Hoglüter

El abuelo Zenón encontró una botija llena de monedas de oro que guardó a buen recaudo porque no se fiaba ni de su madre. La abuela Conchita le contó a su hija —mi madre— que un día, haciendo un agujero para sembrar un árbol de mango en el patio de la casa de los patrones, el abuelo se topó con un objeto duro que resultó ser un recipiente de barro. Lo acabó de desenterrar con las manos y con el trapo sucio que utilizaba para secarse el sudor la limpió como si fuera de plata; cortó la lía de cuero que amarraba el paño que tapaba la boca de la botijuela y se dispuso a  meter la mano para palpar lo que contenía en su interior. Pero lo pensó mejor.

El abuelo siempre le había tenido miedo a los alacranes y a los ciempiés, como si estos pudieran vivir dentro de una vasija cerrada a cal y canto. Pero tenía razón para temerles. Recordaba a su padre moribundo, con una pierna del tamaño del tronco de una mata de coco y ennegrecida por la gangrena. El bisabuelo pisó un ciempiés que se revolvió con saña y lo picó en el dedo gordo del pie. Le chuparon el veneno, le quemaron la pequeña hendidura, le pusieron cataplasmas de savia y miel, se mearon encima, pero no hubo forma de salvarle la vida. Entonces se dijo que era porque al que lo pica un ciempiés pelón se lo lleva Ledamón. Así que el abuelo puso la botija boca abajo y la agitó hasta que cayó la última pieza de las monedas que contenía.

Al abuelo le iba a explotar la cabeza. Lo primero que hizo fue llevarse la mano al pecho y luego dirigir sus ojos hacia la casa para ver si alguien lo estaba mirando. No había moros en la costa, o al menos que él los viera, porque nunca pudo estar seguro de lo que pasaba detrás de las ventanas. A esa hora, afuera estaba claro y adentro oscuro. Pero el peor peligro habría sido que estuviera alguien del servicio por el patio y se acercara a curiosear. “¿Qué estás haciendo Zenón?”, “¿Qué encontraste?”, “¿Cuántas monedas hay?”, “¿Qué vas a hacer con ellas?”,  “¿Y pa mí no hay ná?”

En un momento todos los pensamientos del mundo se juntaron en su cabeza. “Esto no es mío”, “¿Serán de valor?”, “¿Debo decírselo a la señora?”, “Podré ponerle techo de zinc a la casa y compraré cuatro camas para que los muchachos no tengan que dormir juntos”, “¿Y si me han visto desde adentro?”, “Total para lo que me pagan por cuidar el patio…”

La inequidad social fue su argumento para tomar la decisión y, puesto que ya la había tomado, sacar la vasija requería de una estrategia muy bien pensada para que todo saliera bien. Volvió a meter las monedas una a una, treinta en total; introdujo su pañuelo como tapón y volvió a enterrar la vasija—Mañana será otro día—

Mi madre recuerda que el abuelo llegó a la casa cargado de dulces para los muchachos y hasta un jabón de olor para la abuela Conchita. Su mirada tenía un brillo especial y todos creyeron que había tomado. No era usual que le trajera nada a la abuela y los dulces solo aparecían para navidad que era cuando le daban la doble paga al abuelo. Solo una vez de las miles que había jugado en su vida le tocó la lotería y llegó a la casa en condiciones similares. Pero no, no estaba borracho y se tomó la molestia de explicar que cogió un “fiao” porque a la abuela no le había regalado nada para su cumpleaños el mes pasado y en la tienda, vio esos dulces que le guiñaron un ojo.

Esa noche se acostó temprano. Tenía que comenzar a pensar cómo sacaría la botija del patio de los señores sin que nadie sospechara y también tenía que decidir si era bueno compartir el secreto con Conchita y los muchachos. —Bueno, con Conchita sí, ¡estaba claro, lo iba a notar  de cualquier manera! Con los muchachos…todavía tenía tiempo para decidirlo—.Y pensando en todas las formas posibles para sacar el botín, guardarlo y convertirlo en papeletas, se quedó dormido.

Al día siguiente cogió la cesta de cosechar los mangos, puso en ella un par de herramientas y dos pequeños brotes de mata de limón y los cubrió con un saco. Cuando llegó a la casa de los señores Cristina, la sirvienta, lo recibió con un “¡Qué cargado vienes!” Y el abuelo se tomó la molestia de explicar lo que llevaba y para qué lo quería, cosa rara en él, quien en otra oportunidad le habría contestado—“Ponte a hacer tus oficios”

Esperó a que llegaran las diez porque a esa hora todo el mundo en la casa tomaba el café y cuando su nariz le dio el visto bueno comenzó la tarea donde la había dejado el día anterior. Fue fácil sacar el tesoro, meterlo en la cesta, taparlo y salir a toda prisa antes de que pareciera alguien a pedirle uno u otro favor.

Llegó a su casa excitado. Los muchachos estaban en la escuela y eso lo tranquilizaba un poco. Con suerte ni Conchita estaría.

—¡Muchacho, terminaste pronto hoy!—Le disparó la abuela.

—¡Muchacha que susto me diste! Ven —dijo el abuelo— Cierra la puerta.

—¿Qué pasa?

—¡Que Dios nos ha venido a ver!

—¡Zenón! ¿Ya has tomado tan temprano?

—¡No mujer! Que somos ricos.

—¿Ricos? ¿Has vuelto a jugar?

—No. Mira.

Puso sobre la mesa la botija, la destapó con cuidado y vació el contenido. Antes de que la abuela que tenía los ojos desorbitados se lo preguntara, le explicó con lujo de detalles el dónde, cómo, cuándo y por qué. Le costó mucho convencerla de que ese tesoro no tenía dueño. Le habló de los primeros pobladores de la isla y hasta le describió con lujo de detalles las razones que debió haber tenido el cacique para ocultar el tesoro; le recordó sus necesidades perentorias y le prometió sacar el diezmo para obras de caridad. Abrumada por los argumentos la abuela flaqueó. Comenzó a disfrutar en ese mismo momento su bonanza económica y justificó para sus adentros la debilidad —Total, si no era como el abuelo lo contaba, a los patrones de Zenón tampoco les hacen falta más cuartos—

El abuelo fue a la ciudad la semana siguiente para averiguar de qué forma podía convertir las monedas en dinero y volvió experto. Experto, con tres fajos de billetes que ocultó debajo de su ropa y con el grado de contentura en su punto máximo. No solo se había pegado par de tragos sino que estaba planeando visitar a la Rosa para llevarle unos aretes que le había comprado y hacerle ver la conveniencia de que le dedicara sus favores con más asiduidad y menos melindres. Y es que era un enamorao. Ese viejito nuestro de apellido holandés, piel color chocolate, ojos azules y pelo crespo creía que estaba vivo. Se enamoraba de cualquier muchacha en flor y se jactaba con sus amigotes de los favores—imaginarios—que recibía de ellas.

La abuela se dejó llevar por la abundancia porque sabía que después de esa vez vendrían otras visitas a la capital, ya que el abuelo solo había vendido parte del tesoro y el resto lo había ocultado en un sitio que no quiso decirle a la abuela —para evitarle problemas—según dijo. Empezó a comprar lo que necesitaba y más y pasaba el rato planeando los arreglos que le haría a la casa y al futuro de sus hijos.

A quien pretendía saber cómo se había producido un cambio tan radical en la vida de esa familia, se le informaba que la abuela que no era del pueblo, había recibido una herencia.

Mientras, el abuelo había dejado de trabajar para los señores argumentando que le había salido una hernia y no se podía dedicar a la jardinería por un tiempo. Se la pasaba tomando y visitando a sus amigas que, de un tiempo a esta parte, encontraban que no se les quitaba el brillo por hacerle carantoñas a un viejo verde con cuartos, ni tampoco por hacerle creer que su poder sexual, tan atrofiado por los años, era extraordinario.

Pero el cuerpo del abuelo no estaba para esos trotes. Una mañana húmeda y sofocante, al ir a levantarse de la cama se sintió raro, veía estrellitas y de pronto se dio cuenta que no podía hablar y que sus piernas no lo sostenían. Cayó al suelo. La abuela oyó el ruido y se acercó desde la cocina. Lo zarandeó. Los ojos del abuelo estaban abiertos y su boca tenía una mueca grotesca. La cara parecía habérsele muerto de un lado. Poco a poco sus ojos azules se fueron cerrando y del abuelo solo quedó una masa de carne inútil, dependiente y fofa. El médico dijo que había sufrido un derrame cerebral y era difícil que se recuperara. La abuela pensó inmediatamente en la botija.

El abuelo murió a la semana siguiente sin haber salido del coma y la abuela nunca pudo obtener la respuesta a la pregunta que le hacía al cuerpo del que fue su marido.

Hasta hizo una promesa a la Virgen de La Altagracia de ir hasta su santuario arrodillada si el abuelo lograba comunicarle el secreto. Pero la Virgen no estaba en eso y el abuelo murió sin decir ni jí.

La abuela buscó por toda la casa, mandó a levantar los pisos, hizo tumbar una pared que el abuelo había hecho construir para separar las habitaciones, no dejó tranquila a una sola molécula de la casa…y nada.

Para seguir viviendo comenzó a pedir prestado con la excusa de que estaba vendiendo unos terrenos de la herencia en su pueblo, pero pronto se dio cuenta de que podía retomar la vida que llevaba antes de que su marido encontrara las monedas, la cual no era la más fácil pero sí la más tranquila. La familia siguió adelante. La abuela se empleó en quehaceres domésticos y entre su paga y los créditos que le dieron en todos los establecimientos a los que había beneficiado su corta bonanza económica, pudo criar a sus hijos y hasta los puso a estudiar.

Nunca pudimos encontrar “el tesoro” que, dicho sea de paso, debía estar ya muy mermado cuando el abuelo murió, si tomamos en cuenta las bebentinas, las juergas y los pequeños pecaditos de la abuela Conchita. El secreto del los Hoglüter se lo llevó el abuelo Zenón a donde quiera que esté.

 

 

 

Hoy puede ser un gran día y mañana también.

-Puede que Vázquez exagerase-dijo-, pero de todas maneras, a mí me ha salido la hoja roja en el librillo de papel de fumar, eso es. Había en sus pupilas estremecidas un trasfondo de complacencia. Añadió con un hilo de voz: quedan cinco hojas.

(La Hoja Roja de Miguel Delibes, 1920-2010)

La metáfora de Miguel Delibes que compara el ya abandonado “librillo” de papel para liar cigarros con la vida humana, me parece muy adecuada. Cuando se llega a la hoja roja, se está recibiendo la señal de que el tiempo que queda es limitado. Lo cual no quiere decir que a partir de ahí las personas debamos ponernos a rumiar cuándo y cómo sucederá lo inevitable, sino todo lo contrario. Ese es el momento de enriquecer lo que nos queda de vida haciendo lo que no hicimos o reforzando nuestra realidad, si estamos satisfechos con la misma.

Probablemente cuando llega la hoja roja es tiempo de jubilarnos. Hace mucho que la jubilación dejó de ser el final de nuestra vida. Afortunadamente si durante nuestra vida productiva hemos pensado en la jubilación, esta no será sino un premio al esfuerzo laboral de los años.

Sin embargo, mientras que la jubilación es positiva para unos,  para otros significa la pérdida del rol funcional y por ende, la incertidumbre de no saber en qué ocupar el tiempo, situación que, en algunos casos, puede producir problemas psicológicos.

Las investigaciones coinciden en que el nivel de estudios condiciona la forma en que se vive esta etapa: a mayor nivel educativo, menor ansiedad y depresión. El nivel educativo se convierte en un factor protector y también lo hacen el ocio, la socialización y la práctica de algún deporte o ejercicio.

McGoldrik y Cooper (1985) determinaron en sus investigaciones que la jubilación no tiene efectos negativos sobre la salud. Pero, no es así para todas las personas. Dedicamos nuestra vida a trabajar y el trabajo está valorado socialmente;  luego, cuando se deja de trabajar puede venir una infravaloración, ya sea propia, ya sea de la sociedad en la que se desenvuelve el individuo. Además de la educación hay dos factores que influyen positiva o negativamente en el grado de adaptación a la jubilación: la salud, y la posición económica del individuo. Mientras mejores sean ambas, más probabilidades hay de que el nuevo estado no sea traumático. En cuanto a la autoestima,  en la jubilación la persona toma conciencia de su edad  y esta entrada oficial en la vejez  puede influir de forma negativa en el nivel de autoestima, sobre todo si está fundamentada en el trabajo y los logros laborales o financieros.

Pensar sobre el envejecimiento desde una óptica no fatalista, sino preventiva, asumiendo que las potencialidades de las personas requieren de circunstancias adecuadas que favorezcan el desarrollo personal y la calidad de vida en la que tengan lugar proyectos y deseos, es la forma más adecuada de irse adentrado en esa etapa inevitable.

Ante todo lo anterior, es importante tener en cuenta que el equilibrio es una característica clave para la jubilación. Y para que haya equilibrio en la vida de una persona, esta debe preocuparse por tener armonía entre: actividades, trabajo voluntario, cursos de educación para adultos, hacer ejercicio y otros.

A continuación lo que podría ser una calificación de los jubilados que no pretende ser exclusiva.

  • Los continuadores mantienen el contacto con sus habilidades y actividades del pasado, pero las modifican para adecuarlas a la jubilación, a través de trabajo voluntario o trabajo a tiempo parcial en su campo de actividad anterior.
  • Los aventureros inician nuevas actividades o aprenden nuevas habilidades no relacionadas con su trabajo anterior, como aprender a tocar el piano o trabajar en algo totalmente nuevo.
  • Los buscadores aprenden por ensayo y error, en su búsqueda por algo adecuado; todavía no han hallado su identidad ahora que están jubilados.
  • Los despreocupados disfrutan del tiempo sin obligaciones y les agrada dejarse llevar por la corriente en lo que a su cronograma diario se refiere.
  • Los espectadores involucrados mantienen un interés en el campo de trabajo anterior pero asumen roles diferentes, por ejemplo un miembro de un grupo de presión que se transforma en un fanático de las noticias.
  • Los retraídos se deprimen, se apartan de la vida y se dan por vencidos en la búsqueda de un nuevo camino.

Antes de llegar a la hoja roja, es el momento adecuado para pensar qué tipo de jubilado nos gustaría ser y  trabajar para que ocurra lo que queremos para el último período de nuestra vida. Algunos ejercicios de reflexión interesantes para preparar nuestra jubilación pueden estar basados en:

  • De qué voy a jubilarme o de qué no quiero jubilarme.
  • Hacer una lista de lugares, actividades y personas que nos nutran y refuercen.
  • Hacer un nuevo Currículo basado en un análisis FODA: fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas y estableciendo los objetivos que se desearían alcanzar.
  • Reforzar y fomentar las relaciones sociales.
  • Involucrarse en aquellas actividades que además de suponer una vinculación social, activan y mantienen las capacidades intelectuales y emocionales.
  • Realización de actividades individuales o grupales.
  • Desarrollo del propio proyecto de vida.

La clave está en buscar cuáles son las motivaciones para seguir viviendo con intensidad. Cultivar las aficiones propias que se han dejado olvidadas, o a las que uno no ha podido dedicarse suficientemente con anterioridad.

El objetivo para prepararnos para la jubilación es mejorar nuestra calidad de vida, es decir, llegar a experimentar un sentimiento de bienestar psicofísico y socioeconómico en el que influyen tanto los factores personales o individuales (salud, independencia, satisfacción con la vida, autoestima) como los factores socio ambientales. Este proyecto de vida debe ser lo suficientemente flexible como para hacer cambios, si las circunstancias lo requieren.

Tendremos la vejez que preparemos durante nuestra vida. Si la base existencial es sólida nos sostendrá hasta el final, si por el contrario llegamos a la tercera edad con unos cimientos que tienen que ver más con lo exterior que con lo interior, poco a poco iremos quedando vacíos.

El Bacá

Los bacás hacen su trabajo, pero cobran caro.

El capitán López acababa de regresar de los Estados Unidos donde había participado en un curso para investigadores policiales. El gobierno norteamericano había proporcionado a seis países de Centro y Latinoamérica los medios necesarios para que enviaran representantes al evento. Se había especificado las características deseables  de los prospectos al entrenamiento y una parte de los requerimientos estaba relacionada con la actualización intelectual del individuo, un perfil psicológico sano y flexible y una educación de acuerdo a los tiempos actuales. Se preferían más teóricos que empíricos, que ya habría tiempo para una práctica basada en las reglas más modernas de la investigación. En el cuartel se había dicho con palabras llanas que el curso era para “académicos nuevecitos que no creyeran en magia ni brujería”

Fidelio López, quien era muy puntilloso con sus obligaciones, había decidido pasar por la oficina antes de ir a su casa porque se sentía muy agradecido por la oportunidad que le habían dado de tomar el curso, visitar lo que para él era el paraíso de la civilización y vivir por quince días en uno de los hoteles más conocidos por los criollos que viajaban al norte. Entró en el despacho de su jefe y saludó militarmente.

—A sus órdenes mi coronel.

—López ¿y qué carajo hace usted aquí? Lo hacía en gringolandia aprovechando el fin de semana.

—Decidí venir a pasarlo con la familia e incorporarme el lunes al trabajo.

— ¿Y cómo le fue?

—Muy bien mi coronel. Esa gente sí sabe. El curso es lo máximo en cuanto a enseñarle a uno a ser objetivo y a no dejarse influenciar por todas las creencias que tenemos en nuestros pueblos en desarrollo.

— ¿Ajá? Bueno pues creo que usted le viene al departamento como anillo al dedo. Tenemos un caso en la frontera que no está fácil. El jueves apareció muerto un hombre en el Paraje del Diablo. Tenía la cara rasgada y el cuerpo mutilado y ya los aldeanos están diciendo que por San Juan está apareciendo un bacá.

—Pues el lunes amanezco en el paraje jefe.

—Allá se comunica con el comandante Martínez y con el médico de San Juan que fue al que le llevaron el cadáver. Ahora váyase a descansar Fidelio y me saluda a Blanquita.

—De su parte jefe. A sus órdenes.

El capitán López parecía dormitando durante el camino hacia la frontera. Los brincos de la jeepeta no le incomodaban, le servían para no entretenerse demasiado con cada pensamiento sobre el caso que sabía que en ese momento no podía ser otra cosa que subjetivo. Tiempo tendría de hacer análisis más profundos cuando hubiera recibido la información precisa. De vez en cuando abría los ojos y el paisaje le dolía en el corazón. Cuánta desolación: el suelo reseco y agrietado, las cabras rumiando lentamente las briznas que habían nacido por un milagro de la noche, como si no quisieran apresurar el momento de plenitud fisiológica; los niños apostados en los portales de las casas de madera con los ojos vacíos de curiosidad y los vientres llenos de lombrices, agarrando un pedazo de caña  con una mano y espantándose las moscas de la cara con la otra. Y el calor ¡ese insoportable calor! Sentía que su ropa se le pegaba al cuerpo. No hacía ni tres días que vivía como un rey y ahora había caído en la tierra de la miseria absoluta.

—Capitán, llegamos a Nayá.

— ¿Está lejos del paraje?

—Como a dos kilómetros, pero es el sitio más cercano donde pudimos encontrar una habitación decente para su hospedaje.

— ¿Cómo se llama la familia?

—Los Tejada.

—Pues coja para allá inmediatamente que necesito darme una ducha y empezar a hablar con la gente.

Los Tejada son la típica familia campesina del país, con medios suficientes como para cultivar las tierras y permitirse ciertos lujos dentro de su vida tales como cuarto de baño con agua corriente, cocina de gas, camioneta y habitaciones suficientes como para no vivir en promiscuidad. Por esa razón se les había solicitado albergar al capitán López, a lo que habían accedido con la amabilidad que es característica en la gente del pueblo y lo estaban esperando con curiosidad. Le habían preparado la habitación de Moncholito que estaba estudiando en la capital y le habían hecho mejoras introduciendo una mesa y una silla para que el oficial pudiera hacer sus informes en la privacidad de su habitación. El matrimonio se desvivió por complacer todos los deseos del oficial: la ducha, un cafecito y un descanso en la mecedora del portal.

Al terminar de darse el duchazo, como si hubiera sido planificado de la mejor manera, apareció el comandante del destacamento para ofrecerle sus servicios y ponerlo en contacto con las personas que hiciera falta.

—Mi capitán, cabo Martínez a sus órdenes.

—Descanse cabo. ¿Cuándo puedo ver a las personas que estuvieron más cerca del caso?

—Esta misma tarde mi capitán ¿Los traigo aquí o usted va al destacamento?

—Me gustaría hablar con usted ahora y por la tarde recibiré aquí al médico. Si hay alguna otra persona que pueda dar información sobre el asunto, la llevas al destacamento y mañana por la mañana estaré hablando con ella.

—A sus órdenes.

—Descríbame el caso Martínez. Según usted ¿que pasó en el Paraje del Diablo?

—El Javao iba a trabajar en el conuco cuando vio un bulto, justo a la salida del paraje, lejos de las últimas casas de los trabajadores del ingenio; era el cuerpo de un haitiano casi desnudo, con la cara desgarrada y las extremidades mutiladas. Vino corriendo al destacamento y con él me dirigí al lugar señalado; también avisamos al médico que llegó una hora más tarde. Yo, del caso pienso que fue una riña entre los trabajadores del ingenio; aparentemente Toulouse era un rebusero y alguien le pasó cuentas. Los rasguños de la cara pudieron ser hechos con la horquetilla y lo desmembraron a machetazos; después las alimañas se encargaron del resto. Pero…hay personas que dicen que han estado viendo un bacá por los alrededores. La Trudis reportó el otro día que le apareció muerta una vaca y al Guapo le amanecieron tres chivos desbarataos.

—También quiero hablar con esas personas para oír lo que tengan que decirme.

—Está bien mi capitán, pues esta tarde le mando al médico.

—Vaya con Dios Martínez.

El doctor Acosta  llegó a las cuatro de la tarde y confirmó la versión del cabo Martínez.

—Así, a simple vista tenemos un asesinato. Probablemente un ajuste de cuentas por alguna mujer o en un delirium con triculí. El haitiano murió a consecuencia de tajos de machete que le provocaron un desangramiento. Pero si realmente la autoridad tiene que llegar a una conclusión científica hay que exhumar el cadáver que hubo que enterrar porque aquí no teníamos donde guardarlo y hacerle la autopsia.

Cuando se fue el médico, el capitán López se retiró a su habitación para comenzar a redactar el documento del caso. Al rato, María de Tejada tocó la puerta con delicadeza y le avisó al capitán que la cena estaba lista y que Miguel, su esposo, lo esperaba para tomarse unas frías antes. El capitán López no quiso parecer mal educado y aceptó la invitación aunque sabía que eso suponía una larga conversación sobre mujeres, romo o el conuco.

—Qué buena está —exclamó el capitán para complacer al campesino—.

—Y que lo diga. Con este calor lo que mejor cae es una fría. Y dígame mi capitán ¿van a seguir investigando el caso del haitiano?

—Terminaremos en poco tiempo. Está claro que lo mataron en una pelea. Empezaremos a investigar a sus compañeros de trabajo y sus relacionados.

— ¿Cómo que claro? ¿Y quién lo dice?

—Bueno, eso es lo que parece.

—Pues mire, yo se lo digo porque ya he oído varias veces que se aparece por estos lugares un bacá que acaba con cuanto animal y persona encuentra. Toda mi vida le he tenido respeto a ese pájaro del demonio.

—Pero ¿usted ha visto a alguno?

—Sí. La última vez que se apareció estaba rondando mi casa. Moncholito tenía cinco años y a los bacás les gusta la carne tierna. Era una noche que hacía un calor especial, cuando respiraba los pulmones me pesaban y de vez en cuando pasaba una brisa helada que me daba teriquito; era una noche muy parecida a esta.

—Y ¿cómo era el bacá?

—El que yo vi, porque tienen formas diferentes, era un pájaro que en la oscuridad solo se le veían los ojos brillantes. Era grande y prieto y tenía un par de cachos como los del…ya sabe.

—Y ¿qué le hizo?

—Yo, me colgué el escapulario de la Virgen de la Altagracia y agarré un machete en una mano y un atado de rompezaragüey en otra y salí a encontrarlo, porque a esos pájaros hay que plantarles cara. Pues lo espanté bien espantao, pero al día siguiente en cada una de las otras casas del poblado faltaba una res o un ave. Se los comió enteritos y dejó un trabajo en casa del Pelao; desde entonces su mujer se comenzó a poner flaca y se murió a los tres años; era puro hueso.

—Dejen las cervezas ya y vengan a la mesa que si no, el pastelón se va a enfriar.

En su habitación el capitán López retomó el informe. Se sentía extrañamente cansado, —será por el calor—, pensó. — ¿O será que he comido algo que me ha caído mal?— El aire estaba caliente y tan espeso que se podía cortar. Se quitó la camisa y acercó la mesa a la ventana para recibir un poco de aire fresco. Sintió un olor repugnante y vio que venía de un ramillete de hierbas que habían puesto encima de la cómoda. No lo podía resistir y lo sacó por la ventana, al día siguiente lo recogería y lo pondría en su mismo sitio antes de que se dieran cuenta sus anfitriones.

Inmediatamente lanzó las ramas afuera le pareció ver una sombra que cruzaba por delante de la ventana con rapidez. —Será Miguel recogiendo algo de la camioneta— pensó —.

Estaba encima de la cama sudando copiosamente a pesar de la ventana abierta, de pronto, un ramalazo de aire gélido le dio de frente provocándole un dolor fuerte en el hombro. No podía respirar bien y se levantó para ir al cuarto de baño. Tenía que darse una ducha fría. El baño estaba fuera de la habitación y tenía que cruzar por la entrada de la casa para llegar al mismo. De pronto le vino a la mente la recomendación de Miguel de “plantar cara a los bacás” y pensó que fuera lo que fuera lo que había visto, la precaución no estaba de más. Tomó su pistola y la sobó. Caminó pesadamente por la habitación y al pasar por el frente de la puerta sintió una necesidad urgente de salir al porche y sin pensarlo dos veces la abrió con prisa y salió afuera. No había luz y no se sentía ningún sonido familiar, parecía que la casa, el campo, el pueblo, de repente, se habían vaciado de habitantes y de ruidos. Su corazón empezó a latir fuertemente y el sudor se le escurría por su espalda y por sus sienes. Cada vez se le hacía más difícil respirar y de repente sintió un dolor muy agudo en el pecho, como si una mano poderosa le oprimiera el corazón. Cayó al suelo y su vista se nubló. De pronto, unas sombras negras con ojos brillantes se fueron acercando y una de ellas se inclinó hacia él. Con la poca fuerza que le quedaba disparó cuatro veces.

Esa noche el doctor Acosta tuvo que certificar la muerte del capitán López y de Miguel Tejada. El primero sufrió un ataque al corazón y el segundo fue muerto por los disparos que hizo el capitán cuando iban a auxiliarle porque estaba caído enfrente de la casa.

Los vecinos no creyeron esa explicación; ellos sabían muy bien que don Miguel no le había cumplido al bacá y vino a cobrar su precio. El capitán López, simplemente estaba en el caso que no debía estar. A pesar de su formación, la genética le jugó una mala pasada.

Alas libres

Traza la niña toscos garrapatos,
de escritura remedo,
me los presenta y dice
con un mohín de inteligente gesto:

«¿Qué dice aquí, papá?»

Miro unas líneas que parecen versos.
«¿Aquí?» «Si, aquí; lo he escrito yo; ¿qué dice?
porque yo no sé leerlo…»
«¡Aquí no dice nada!», le contesté al momento.

«¿Nada?», y se queda un rato pensativa
-o así me lo parece, por lo menos,
pues ¿está en los demás o está en nosotros
eso a que damos en llamar talento?-.

Luego, reflexionando, me decía:
¿Hice bien revelándole el secreto?
-no el suyo ni el de aquellas toscas líneas,
el mío, por supuesto-.

¿Sé yo si alguna musa misteriosa,
un subterráneo genio,
un espíritu errante que a la espera
para encarnar está de humano cuerpo,
no le dictó esas líneas
de enigmáticos versos?

¿Sé yo si son la gráfica envoltura
de un idioma de siglos venideros?
¿Sé yo si dicen algo?
¿He vivido yo acaso de ellas dentro?

No dicen más los árboles, las nubes,
los pájaros, los ríos, los luceros…
¡No dicen más y nos lo dicen todo!
¿Quién sabe de secretos?

Tengo que agradecer a Miguel de Unamuno (1864-1936) que con esta hermosa poesía (Incidente Doméstico, la titula él) y que por ella misma ya lo explica todo, me haya proporcionado la base para esta reflexión psicológica que puede ser de interés para los padres que desean la felicidad de sus hijos, entre los que me incluyo en mi etapa de abuela.

Los niños desarrollan sus destrezas en sus primeros seis años de vida y la creatividad es una de ellas. Esta, puede quedarse agazapada o puede desarrollarse al máximo. Después de los diez años, al empezar el desarrollo del pensamiento lógico y formal, se va perdiendo el potencial en términos creativos.

Para entender qué tan importante es la creatividad, basta decir que fomentándola se puede lograr que el niño produzca ideas y soluciones nuevas para sus problemas, mejore su autoestima, tenga mayor sensibilidad con el entorno, flexibilidad, originalidad, independencia, inclinación hacia la exploración de situaciones y cosas y otras muchas características que lo preparan mejor para su vida de adulto.

Como padres o tutores y con el fin de fomentar la creatividad, deberíamos empezar conociendo cuáles son sus intereses,  ya que tendrán mayor motivación en desarrollar algo que les guste. Es vital dejar al niño hacer y prestarle atención a lo que hace, aunque no lo entendamos, aunque nos parezca exagerado o no vaya en la línea de nuestros conocimientos o formación, ya que de esta forma el niño va trazando su camino en base a sus propias soluciones. En la mayoría de los casos, a los adultos nos da miedo salir del estatus quo y no les permitimos a nuestros niños que lo hagan. En el hogar y en las escuelas, aunque puede haber hermosas excepciones,  suele enseñarse de palabra y todavía más, de obra, lo que ya está establecido por nuestra cultura y castigar con desaprobación o por otros métodos igual de perjudiciales al niño que se sale “del guión”. Y ni hablar de motivarlo a que se cuestione por qué las cosas se deben hacer así, o se debe pensar en esa forma.

Podemos tener grandes y agradables sorpresas si nos metemos en el mundo de nuestros hijos en el momento de los juegos o de la creatividad. Podemos mostrarles nuestra forma de hacer las cosas, de la que de seguro ya han tomado buena nota, pero motivarles a que ellos lo hagan diferente o busquen otras soluciones. Hay que dejar que exploren, que toquen, que miren, que inventen y permitirles que se equivoquen sin burlarse o desalentar su espontaneidad.

Para aumentar su creatividad, además de no inhibirles cuando muestran deseos de expresarse, poner a nuestros hijos en contacto con el arte es abonar en su cuenta de vida; pero al hacerlo es importante proponer actividades artísticas que sean adecuadas al “momento” del niño (edad, entorno, intereses, habilidades, etc.); proporcionarle materiales nuevos, vistosos, diferentes y con los que no se pueda hacer daño. No ayuda corregirle los trabajos, en todo caso, podemos preguntarles de qué otra forma podrían estarse haciendo los mismos. Expresar orgullo por los resultados y exhibir el producto de la creatividad de los niños en la casa o en cualquier otro lugar, le permite al niño entender que su trabajo es importante y que él mismo es aprobado. Los niños a los que se ha motivado a ser creativos se sienten realizados e integrados cuando ven los resultados de su “talento especial”.

La imaginación es más grande que el conocimiento. Si lo dijo Einstein, debe ser.

La suerte mala

 

—¡Comadre, comadre! Que ahí llegaron unos guardias y dizque se la llevan a usted presa.

—¡Ay Dios mío. Virgencita de la Altagracia! Dile que me esperen un minuto que ya salgo.

Así se despertó Benita esa mañana temprano. Ese día le rompieron su rutina de dieciséis años: se levanta a las seis, prepara el desayuno para su marido y sus hijos y el de ella se lo prepara cuando llega a la casa de su patrona porque allí hay cosas para comer que le gustan más. Se pone la ropa más cómoda y más fresca que encuentra, ajusta la puerta de su casa más por seguir el mandato de sus genes que por necesidad de guardar sus pocos cacharros y se lanza a la calle con sus noventa kilos de mulata dicharachera y cantarina. Le gustaría hacer el camino montada en un coche, pero el médico le recomendó hacer ejercicio y además, el bolsillo no está como para coger un motoconcho todos los días. Antes de llegar a su trabajo pasa por donde el Ñato a buscar su palé que de seguro le va a tocar hoy, porque se levantó con una picazón en las manos y cuando eso pasa es porque va a entrar dinero.

—Ñato, dame 50 del 46.

—Mira buena moza, me soñé contigo y con tu hijo mayor. ¿Cuál es el número de su cédula?

—El mío el 88 y el de Pedro el 30.

—Pues juégalos mamá que segurito que son pa tí.

—¿Tú estás seguro? Porque si hoy no me saco no voy a poder pagar el juego de aposento que cogí fiao en donde Blanco.

—Tan seguro como que me llaman Ñato. Acuérdate que hace tres años también me soñé con tu comadre y te sacaste unos billetes.

—Pues dámelos y guárdame el 43 y el 75 para mañana.

Y de ahí Benita sigue su camino saludando a los viejos conocidos que encuentra y les pregunta por su familia, por su salud y hasta se invita ella misma a tomar un cafecito en sus casas cuando acabe sus labores del día —En la tarde paso—. Doña Libia, su patrona,  la está esperando en la puerta porque ha oído sus risas y parloteos en la calle.

—Buenos días doña Libia.

—Hola Benita. Tienes cara de contenta.

—Estoy bien. Estoy feliz porque ya le pusieron las puertas nuevas a mi casa. Lo único que me falta en la vida es sacarme una buena mordida en la lotería, para no tener que andar con el agua al cuello.

—Mujer, pero eso no pasa cada día. Lo mejor es tener un trabajo fijo y vivir de acuerdo a lo que se gana.

—¡Buena pendeja, eso lo dice porque no le falta nada! Pero doña Libia, es que hay que buscársela para poder ir adelante. Nosotros los pobres tenemos que echar mano a todos los líos que aparecen.

—Pues tú sabrás, pero no me metas en esos líos tuyos.

—Si usted me va a pagar hoy, no me descuente los dos mil que le debo, que la semana que viene voy a cobrar un san y se los voy a devolver.

—Pero ya quedamos el mes pasado que te los iba a descontar este mes.

—Ay doñita, por favor, que esta tarde la vecina me va a devolver unos cuartos que yo le presté.

—Lo siento. Pienso que te hago un daño si te sigo acumulando la deuda. Hoy te voy a descontar lo que me debes y punto.

A Benita le comenzó a correr el sudor por la cara, pero no dijo nada. Empezó a maquinar qué cosa haría para salir del lío, porque ni su marido ni sus hijos sabían que había cogido tanto dinero prestado y la última vez que pasó eso la amenazaron con botarla de la casa. Comenzó a llamar por teléfono a Jesús, María y todos los santos y acabó cogiendo tres números de otras rifas para la noche —Nunca se sabe lo caprichosa que es la suerte—. Pensando en cuánto recibiría por cada rifa más los palés las cuentas le daban bien y aún le iba a sobrar para desrizarse el pelo y ponerse las uñas postizas. Así que se tranquilizó y siguió haciendo la comida. Terminó temprano y pidió permiso a doña Libia para irse.

Benita fue derecho al salón y en tres horas la dejaron con pelo bueno y uñas de rica.

—Mañana paso a pagarte, Milagros.

Estaba contenta. Su viejo no venía por ahora porque le tocaba vigilancia hasta por la mañana. El cuerpo le pedía una fría y un bachateo en el  bar del Gallo y para allá lo llevó.

—A ver compadre, deme una fría.

—Comadre ¿y usted por aquí sin don Polín?

—¡Cállese la boca y no me la caliente! Póngase una del Añoñaíto.

—¡Ey, ey, que no hagan tanta bulla que están dando los palés!

Entre tragos, pasos y contoneos estaba Benita muy atenta a la radio que estaba dando los resultados de la lotería local con la que se jugaban los palés y las rifas populares.

—Qué fue lo que dijo, 22 y 99? ¡Coño!

Benita comenzó inmediatamente a sacar cuentas y se asustó, digamos que a medias, porque el efecto de las cervezas le permitían dejarlo todo para mañana. No tenía prisa por entrarle al problema, es más, no tenía prisa ni siquiera para volver a su casa.

—Manito, pónmelo en la cuenta.

Fue la última de las parroquianas que cerró el bar y se marchó con la cabeza bien espesa. Sus problemas se habían esfumado cuando se acostó con todo y ropa.

Al día siguiente, el recuerdo de los pagos que tenía que hacer ese día, para los que no tenía dinero, le dio en la cabeza como un machetazo. Sintió ganas de vomitar.

A las 11 de la mañana se presentó en su trabajo, después de haber llamado a primos, tías y compadres para ver si conseguía algún dinero prestado. !Nada! Nadie tenía.

—¡Rastreros del carajo! —susurró para que no la oyera la comadre.

Cuando llegó a la casa de doña Libia la estaba esperando con varios mensajes.

—Benita, te llamaron de los Almacenes Blanco y un tal Rosendo. Que les devuelvas la llamada que es algo urgente.

Benita sabía de qué se trataba, se había terminado el plazo de pago de los muebles del aposento y Rosendo le iba a reclamar los diez mil pesos que le debía y que se había comprometido a pagar la semana pasada. También estaba pendiente la cuenta del colmado, la de las puertas de madera y la de la peluquera. Tenía que resolver de alguna manera y lo iba a hacer.

Casi muerta por el miedo, el remordimiento y la rabia se dirigió a la habitación de doña Libia. Allí estaba su solución, guardada en el tercer cajón de la cómoda, debajo de la ropa de verano. Cincuenta mil pesos. Eran muchos, demasiados para los que necesitaba. Si cogía solo veinte mil se podría arreglar con sus compromisos y, a lo mejor, la vieja ni se daba cuenta antes de que lo devolviera.

—¡Comadre, comadre! Que salga del aposento o entran ellos.

—¿Qué se le ofrece hermano? —contestó Benita retirando el toldo de la puerta y tan blanca como puede ponerse un prieto.

—¡Que está presa en nombre de la Ley!

—¿Y qué es lo que yo he hecho?

—Se la acusa de robo en la casa de doña Libia Aguiar.

—¡Ay virgencita de la Altagracia! Que yo no le he puesto la mano a ná. Déjenme arreglarme y vamos para allá a resolver.

Benita no podía pensar. Salió corriendo por la ventana de atrás. Estaba escapando pero sin rumbo. Sin darse cuenta estaba llegando al puente. Qué vergüenza cuando su familia lo supiera. Le dolía el pecho. Llegó al sitio y con mucha dificultad se encaramó en la trama de hierros que sostenían el puente. Tardó unos minutos en decidirse a saltar.

Algunas personas que vieron todo de lejos confundieron su camisón con una chichigua cayendo en picada al río.

—¿Qué paso?

—Una loca que se tiró porque el marido la había engañado.

—¿Qué paso?

—Una mujer que mató a su hijo recién nacido.

—¿Qué pasó?

—Que una ahí se mató porque la habían echado del trabajo.

—!Qué pendeja, con lo buena que es la vida!—exclamó un borracho que acababa de despertarse.