7 historias de amor. Viernes: amor less

Cuando una se despierta a media noche, todas las noches del año, da tiempo a pensar en todo; a vivir una segunda vida más oscura o más clara, –dependiendo de lo copioso de la cena– e incluso a darle seguimiento a los pensamientos de la noche anterior, si es que no se disuelven en los sudores, los miedos o los dolores de cabeza.

Veo una ligera sombra en medio de la puerta. Tiene que ser la luz de la calle que se filtra por las persianas. ¿Y si se apareciera mi madre por ella? No sentiría miedo. Aprovecharía para preguntarle muchas cosas. Nada que ver con el más allá ni con descripciones sobre la fuga del alma hacia otras dimensiones, o simplemente a la nada. Cosas mucho más terrenales que se quedaron en el bolsillo del corazón, sin compartir. Piezas que faltan en el rompecabezas familiar: ¿Cómo te sentiste cuando te separaron de tus hermanos para ir a vivir con la tía Rosa? ¿Acaso tu corazón no se angustió el primer día y, quizás siempre, cuándo estabas triste y tenías ganas de abrazar a tu madre y no la tenías cerca? Es verdad que no te faltaron cuidados, pero no era eso lo que más necesitabas en ese momento. Habrías cambiado la carne y el queso por una sonrisa y un beso.

Y lo peor era las preguntas que de seguro te hacías a ti misma: ¿Por qué me separan? ¿Qué habré hecho mal?, ¿Soy mala?, ¿Por qué mis hermanos se quedan? Te explicaron muchas veces que tu madre viuda no podía con todos los hijos, que estaban pasando hambre, que la tía Rosa no tenía hijos y quería criarte como si fueras una hija, que tendrías una mejor vida. Pero tú no recordabas haber pasado un solo día sin comer. No recordabas algo mejor que la sopa de ajo con pan que se cenaba en tu casa casi todos los días, acompañada de risas y peleas, de juegos al escondite y de cuentos de terror. ¿Por qué alguien podía asegurar que estarías mejor en otra casa? ¿A qué mejor vida se referían los mayores?

Y nadie te pidió tu opinión. Tú fuiste la escogida, y ya. Tu hermana mayor no era elegible porque nació con Tourette. Tu hermano tampoco porque era varón, y tus otras hermanas demasiado pequeñas. Tú eras la mejor opción para lo que se necesitaba. Tan sencillamente, escudados en hacerte un bien, colocaron tu vida en un limbo rosa y perfumado, pero ajeno. Tu amor fue perdiendo el perfume y al cabo del tiempo, cuando lo necesitaste, ya habías olvidado cómo querer a las personas, tan cercanas como tu esposo e hijos y tan lejanas como el resto de tus congéneres. Alguien había decidido cambiar tu rumbo.

Me doy cuenta que nunca profundizamos en las cosas que podían habernos unido más y podían haberme servido de guía: ¿Cómo fue tu adolescencia y tu juventud? ¿Tuviste amigas y amigos? Nunca te oí contar nada de ellos, por lo que asumo que no tuviste, o si tuviste, pasaron de largo por tu memoria. Dejase en el camino la capacidad de compartir sentimientos, emociones, de vivir la vida.

¿Cuántos novios tuviste? Me consta que papá no fue el único, pero nunca se me ocurrió preguntarte si tuviste más y cómo fueron. No sé si tu juventud fue espolvoreada con las especias que le dan olor y sabor a esa edad. Ni siquiera me hablaste de tu boda, ese acontecimiento que la mayoría de las mujeres recordamos con gusto y que parece que tú no lo fijaste en la memoria, o no le dabas relevancia en tu vida o, sencillamente, no lo querías compartir conmigo. Parece como si hubieras querido borrar de tu vida tus años de niñez y adolescencia, lo que me lleva a preguntarte: ¿Te casaste por amor o para ser libre de una tutoría impuesta? Pero hago tarde la pregunta. Y me pregunto a mí misma ¿Por qué tuve tan poca curiosidad sobre tu vida? ¿Éramos tan lejanas como para no tener interés en esas respuestas?

Si hubieras compartido conmigo, si me hubieras dejado entrar en tu vida, habría podido entender mejor tu conducta en la que la responsabilidad, la rectitud, el trabajo y rabia fueron sus principales componentes. Pero tengo que darte el crédito porque, al final de tus días, los nietos hicieron un agujero profundo en tu alma y de ahí brotó un manantial de amor y caricias. No era un manantial común; tenía el color de tu interior, sí; a veces sus aguas eran amargas, sí, pero era algo nuevo que ablandaba tu existencia y enriquecía la nuestra.

Esos pensamientos a las tres de la mañana duelen, o por lo menos desazonan. Por eso, es mejor buscar en el dial otras conexiones que ayuden a dormir: ¡Qué suerte he tenido en la vida! Estoy desvelada pero viva; tengo salud; tengo un compañero que me entiende, me da soporte y vive a mi lado por su elección; tengo unos hijos que andan por la vida y por su cuenta, de la mejor manera que saben o pueden y que se han multiplicado para grandeza del universo y mi delicia; no me faltan recursos para comer o para vivir una vida digna; tengo amigos ante los que puedo ser como soy y no me quieren por lo que hago o tengo, sino por mí; me acoge una tierra pintada de sol y verde repleta de personas variopintas, cálidas y desprendidas que me enseñaron a vivir. Pero, debo administrar mis bendiciones. Mañana habrá otras nuevas, como Pitufa, mi perrita faldera que todas las mañanas me abraza cuando le abro la puerta para dejarla entrar. Sí, literalmente, me abraza. Es mi maestra de calidez.

Mañana tengo que comprar cebollitas y pepinillos para el aderezo.

Llamaré a la oculista para hacer cita.

Tendré que ir a la jardinería para reponer todas las matas de la entrada que están quemadas. ¿No sería mejor sembrar hierbas de olor que dicen que espantan a los insectos y además sirven para sazonar?

! Ah, pudiera aprovechar todo este rollo para escribir mañana!

 

La cabellera

Marina estaba merendando con prisa, tragaba más que masticaba porque sabía que sus amiguitos se iban a reunir delante del cuartel y de ahí se iban a la era a jugar a indios y soldados.

Ni siquiera tenía hambre, pero su madre la obligaba a merendar después de salir de la escuela y esta era una condición indispensable para poder ir a jugar fuera de la casa.

Se puso a mirar por la ventana mientras engullía el pan con la odiada mermelada de tomate que hacía la abuela.

En la medida que veía llegar a los otros niños, empezaba a tragar en más volumen y con más prisa.

–Mamá me voy a jugar.

– ¿Terminaste?

–Sí.

– ¡No vuelvas tarde que tienes que hacer la tarea!

–No.

Los niños empezaron a repartirse los papeles en el juego del día.

Marina iba a ser la jefa de la tribu de los indios, como siempre. En esos juegos tan particulares pasaba al revés que en las películas, ganaban los indios y por eso ella siempre solía caer en el bando correcto.

Los indios de nuestra historia no cortaban cabelleras y, aunque siempre ganaban, dejaban a los soldados vivos; de no ser así, los del bando de los blancos no habrían querido jugar. Algo había que conceder.

Para elegir los equipos estaban los dos capitanes echando un ojo a los recursos con los que contaban aquel día; siempre había algunos niños que no podían ir por estar castigados o por estar enfermos. Aunque respecto al último punto, siempre se veían algunos mocos colgando dentro de los equipos participantes y más de una vez se le había pegado el sarampión al grupo porque era difícil dejar de ir a la reunión diaria por una tosecita de nada o por sentirse raro.

–Goyita y Miguel conmigo, imponía Marina.

–Pues Angelín y Pilar conmigo, decía Joselo.

–Pero es que yo no quiero ser soldado, protestaba Pilar.

– ¡Pues te aguantas! O no juegas.

Se imponía la ley del más fuerte y los que cortaban el bacalao eran Marina y Joselo, en ese orden.

Más de una vez Joselo se había rebelado porque le parecía demasiado que una chica mandara, pero a la hora de poner zancadillas, tirar piedras y usar las uñas y los dientes para pelear, Marina siempre llevaba ventaja y se había ganado el rango de capitana. Ella sabía persuadir por las buenas y, si era necesario, por las malas. Tenía una habilidad especial en dar a cada quien lo que necesitaba para sentirse importante, aunque siempre por debajo de ella. La mayoría se sometía a sus designios y los que no estaban de acuerdo formaban otras pandillas que, por cierto, eran muy aburridas porque siempre se les veía jugando al escondite o persiguiendo al galgo del tío Joaquín. Al final, terminaban volviendo al redil.

El pelo de Marina era castaño y rizado;  la peinaban con tirabuzones que nunca pasaban del marco de la cara; esto la hacía infeliz porque quería tener un pelo que cuando moviera la cabeza se desplazara de izquierda a derecha con la suavidad con la que lo hacía el de Goyita.

Esta debilidad de su persona hacía que se sintiera en inferioridad de condiciones con las otras niñas. por eso, en los juegos ella lucía un penacho de plumas de gallina y pavo, –recogidas constantemente en el corral del tío José, ya que en cada contienda se perdían unas cuantas– del que colgaban muchas cintas largas que ella solía mover como si fuera su cabellera. Mientras duraba el juego se olvidaba del asunto.

Terminaba la contienda casi siempre como ganador el equipo de los indios y algunas pocas veces empatados los dos equipos a través de acuerdos y tratados de paz; entonces todas las caritas rojas, mocosas y sucias volvían a sus casas felices. Los soldados, nunca fueron rencorosos por perder la mayoría de las batallas y persistentes volvían día tras día a la acción.

Pero cuando terminaba el juego empezaba el calvario de Goyita. Un calvario aceptado de mala gana pero necesario para seguir disfrutando de los privilegios de ser la mano derecha de la capitana de los indios.

– ¿Vienes?

–!Si! Pero me tengo que ir pronto porque mi madre…

–A tu madre no le importa que estés en mi casa, le gusta.

–Pero es que…

–¡Vamos!

Llegadas a la casa, Marina sacaba las muñecas y los trastos para jugar a cocinitas y Goyita siempre tenía la esperanza de que aquel día fueran a jugar solo a lo que le gustaba, pero en su interior sabía que eso solo era un prólogo.

Disfrutaba mucho de las muñecas de Marina que eran las únicas del pueblo que tenían pelo largo que se podía peinar; las de las otras niñas tenían el pelo pintado y necesariamente corto, ya que no podía pasar de la cabeza.

También las cacerolas, ollas, platos y cubiertos de juguete eran una gloria y la hacían sentir como una reina cuando tomaban un refresco al que llamaban te en las tacitas de loza, –privilegio nada común entre las niñas del pueblo.

Al poco rato Marina empezaba a recoger los trastos.

–Vamos a jugar a la peluquería.

–Es que me tengo que ir.

–Te irás después.

–Pero…

Marina preparaba una palangana con agua y sacaba unos peines no se sabe de donde. Empezaba a peinar a Goyita desde la raíz hasta la punta, cabello por cabello, una y mil veces. Cuando se sentía creativa le mojaba el pelo, se lo recogía en formas extrañas, le ponía pinzas, rolos y cintas. No se cansaba nunca, habría pasado así toda su existencia: estirando, tocando, retorciendo y acariciando. Cuando Goyita no aguantaba más se ponía a llorar y se negaba a seguir dejándose peinar.

–Pues vete a tu casa! Llorona!

Goyita se marchaba liberada pero al mismo tiempo triste y con una gran angustia porque temía ser segregada del equipo de los indios en los próximos juegos. A ella no le gustaba hacer de soldado, ni jugar al escondite con el grupo de vecinos en rebeldía.

Llegaba a su casa y no tenía hambre. No sabía lo que le pasaba pero no estaba bien, su corazoncito no estaba feliz. Y así todos los días. Eso no podía seguir así; y mucho menos ahora que venía el invierno y a la mayoría de los chicos no se les permitía ir a jugar a la calle. La única distracción de las dos vecinitas sería jugar dentro de la casa a muñecas, señoras y peluquería. Goyita tenía que encontrar una solución.

De pronto apareció una idea clara. Para ponerla en práctica esperaría a mañana que su madre iba a ir de compras a la ciudad, para lo cual tenía que ir y volver en autobús y tardaría por lo menos cuatro horas.

Sabía que su mamá se iba a enfadar mucho, pero duraría poco el enfado y nunca sería igual al sufrimiento diario.

Al día siguiente en casa de Marina sonó el timbre y salió disparada porque sabía que era Goyita que venía a jugar. Cuando miró a su amiga no podía creer lo que veían sus ojos.

–¿Qué te ha pasado en el pelo? Exclamó Marina horrorizada.

–Nada, susurró Goyita con cierto aire de triunfo y los ojos llenos de alegría. Me lo he cortado.

Para Marina era como si Goyita hubiera sacrificado su propia melena. Ya no volvería a ver moverse el pelo negro y brillante en el aire. Ya no podría tocarlo o peinarlo. Ya no tendría dentro del bando una verdadera Sioux.

Después del sentimiento de dolor le invadió la rabia. Esa rabia que, a veces, la hacía dar patadas a las paredes, sacar la cabeza de las muñecas de su sitio, lanzar por la ventana los platitos de aluminio del juego de cocinita, pero no hizo nada. Solamente exclamó con voz vencida, como si en aquella ocasión hubieran ganado los soldados sin que se hubiera podido firmar un pacto.

– ¡Pues vete para tu casa!

7 historias de amor. Jueves: amor al cuadrado

Se veía muy varonil en su féretro. Llevaba el traje azul con camisa blanca y la corbata roja. Así, a primera vista, podría parecer un poco fuera de tono, pero Marcelino siempre le había dicho a su mujer que no quería ser velado ni enterrado de luto. Tal como llevó su vida, quería verse después de muerto. Ella habría preferido cremarlo, para no tener que ir al cementerio, cosa que odiaba, pero a él le daba miedo el fuego y siempre le advirtió que quería reposar al lado de sus padres. Así pues, lo puso en manos de la funeraria y les pasó todos los requerimientos acordados con el vivo, ahora difunto.

El maquillaje de su cara y manos era muy natural, se veía saludable y joven ya que, por arte de magia, se habían borrado todas sus arrugas. Además de la paz que suele verse reflejada en la cara de los muertos, en la funeraria habían logrado para él una semi-sonrisa que, por cierto, era lo único en lo que no se parecía. En su vida no había habido nada “semi”; o era completo o no era. Los grises nunca formaron parte de la paleta de Marcelino, por eso había hombres y mujeres que lo admiraban incondicionalmente o lo odiaban a muerte.

Y así fue también en el amor. Aunque siempre estuvo casado con la misma mujer, entregó su corazón y su cuerpo por completo a otras muchas. Cuando esto ocurría, sencillamente se daba de baja en los deberes matrimoniales como si se fuera de viaje por el tiempo que durara el idilio nuevo, que nunca fue muy largo. Pero por alguna razón él y su mujer sabían que los viajes en un momento u otro terminan y que el viajero, si tiene un puerto seguro, siempre regresa a él. Por eso, Marcelino murió en los conocidos y cálidos  brazos de Luisa que siempre lo aceptaron como era. Muy diferente la historia de las otras mujeres de su vida que habían tratado de cambiarlo y que quizás por eso, lo habían perdido.

Días antes de la pronosticada muerte de Marcelino, Luisa, quien a veces conectaba su imaginación y desconectaba su corazón, se había planteado qué haría si las ex amantes de su marido, –en una ciudad tan pequeña todo se sabe y todo el mundo se conoce– aparecieran en la funeraria para darle el último adiós. La primera vez que lo pensó, disfrutó escenificando en su cabeza una expulsión de las intrusas acompañada de un discurso de moralidad en especie de escena de tragedia lorquiana, con gritos y lágrimas –La escopeta! Tráiganme la escopeta! – . Esto le causó mucha excitación, como si de verdad estuviera pasando en ese momento y ella fuera la protagonista. Después se impuso la razón –Si no había sido una mujer de comportamiento dramático, ¿por qué iba a serlo ahora? En ese mismo instante tomó la decisión de dejar entrar en la capilla funeraria a cuanta mujer hubiera tenido relación con su esposo y aceptar sus condolencias, si se atrevían a dárselas. Solamente se permitiría recibirlas con la mejor de las sonrisas y el mejor de los aspectos,  hasta donde su edad y su sufrimiento se lo permitieran. Y hasta podría darles, con tranquilidad, cualquier explicación que le requirieran sobre su enfermedad y muerte. Posiblemente lo que más odiaría sería tener que estrechar esas manos, recibir esos abrazos o hasta tener contacto con esas mejillas que en su momento le habían dado color a las de su esposo. Pero eso sería solo en esa ocasión y a partir de ahí la pesadilla habría terminado y se volvería a reencontrar consigo misma.

Media hora antes de la misa, las amantes fueron llegando por orden cronológico. Olga fue la primera “otra mujer” conocida en la vida de Marcelino y la primera en desfilar por la capilla. Alta, delgada, iba de riguroso luto y fue directamente hasta el féretro. Su relación con Marcelino había comenzado con un mecenazgo desinteresado por parte del hombre y había terminado en la cama por culpa de unas instrucciones de búsqueda y archivo en la estantería más alta de la oficina de él.

Paulina llegó después. Bajita, gordita, pelo teñido de rojo burgundy . Se acercó a Luisa y la embistió con un abrazo y un beso mojado en sudor. Personaje adecuado para manejar un negocio de “picalonga”, en realidad se dedicó toda su vida a la cosmética: en su salón se hacían los mejores desrizados de pelo y se daban tratamientos contra la celulitis –que  ella nunca se aplicó–. Era un personaje difícil de encajar en la vida de Marcelino, pero el roce insistente de su pierna entre las piernas de él durante una manicura hizo el milagro.

La última en llegar fue Damaris. Entró tímidamente, sonriendo a todas las personas que encontraba a su paso. Dirigió una mirada a Luisa acompañada de la misma sonrisa, pero al ver que no era correspondida la desvió rápidamente hacia el féretro. Allí estaba él, su único y verdadero amor. No había logrado olvidarlo a pesar de que habían pasado diez años de su relación amorosa con el difunto. Dudó un momento si pasar adelante o quedarse sentada en un banco acompañada de sus pensamientos. Se decidió por acercarse al ataúd y se colocó al lado de las otras dos mujeres. Su historia con Marcelino comenzó cuando coincidieron en un viaje en avión en el que a Damaris le tocó un upgrade de clase turista a clase negocios. Se le desabrochó un botón de la blusa y parte de su seno quedó a la vista de Marcelino que, de una vez, sintió que la sonrisa que se había sentado al lado no podía ser otra que la de su alma gemela.

De pronto, Luisa se sintió traviesa y le dieron ganas de formar parte del elenco del drama-sainete que podían representar, si ella se acercaba al terceto que estaba formado frente a Marcelino. Como si se conocieran de siempre y con una complicidad difícil de entender Luisa comenzó a susurrar en voz baja.

–Querido, aquí estamos todas– y miró con picardía a las otras tres mujeres.

Animada por la apertura de Luisa, Olga comentó:

–Todavía se ve bien, se nota que la vida y nosotras lo hemos tratado bien hasta el último momento. Gracias a ti, querido, he conseguido lo que tengo hasta ahora. Me hiciste sentir hermosa, inteligente y atractiva. Me enseñaste a amar y le he sacado provecho al máximo. Mi esposo y yo te lo agradecemos Marcelino; descansa en paz.

Las cuatro asintieron con un movimiento de cabeza. Damaris hasta se santiguó.

Paulina sintió que podía sincerarse.

–Mírate aquí, buen sinvergüenza. Y pensar que me hiciste creer que te casarías conmigo si yo quedaba embarazada. Y mucho que trabajamos para eso. Buen sucio! ¿Y cómo iba a quedar embarazada si te habías hecho la vasectomía? Pero no te apures, te van a dar lo tuyo allá abajo.

De nuevo asintieron las cuatro y dirigieron sus miradas a Damaris esperando que ella también dirigiera unas palabras. Damaris pidió permiso con la mirada a Luisa y esta se lo concedió.

–Amor, adonde quiera que estés te mando muchos besitos y espero que hayas sido bien acogido. Nunca he podido olvidar las dos tardes semanales, sin faltar una, durante los treinta y seis meses que duró la relación. En algún momento llegué a creer que eso, necesariamente, nos haría terminar juntos para siempre, pero a pesar de que te lo di todo, nunca conseguí que te casaras conmigo. No he conocido ningún otro hombre como tú. Cuando alguno se me acerca hago comparaciones y ahí termina todo. Perdóneme Luisa pero cuando el amor llega así de esa manera uno no tiene la culpa.

–Yegua vieja de la sabana– murmuró Paulina y Olga hizo una mueca desdeñosa.

De nuevo las tres volvieron la mirada, esta vez, a Luisa.

–Bueno Marcelino, delante de ti debo dar las gracias a estas tres mujeres, en representación de todas las que no conocemos que han compartido la obligación. Ellas hicieron posible mis vacaciones, y cuando se llega del viaje todo parece diferente. Los bríos se renuevan, la ilusión florece de con más colores y además, siempre venías con nuevas técnicas que debo agradecer a mis compañeras aquí presentes. Me dejas con ganas de seguir viviendo y empezar otra historia, quién sabe si con nuevos personajes. Gracias amor. Me hacía ilusión dispersar tus cenizas desde el Pico Duarte, pero en sustitución haré una ceremonia simbólica en el mismo lugar, sustituyéndolas por granos de café, a la cual todas ustedes están invitadas– sentenció mirándolas sonriente a las tres.

Terminada la catarsis, liberadas un noventa y nueve por ciento de su angustia, cada una se abrazó con la otra y al momento comenzó la misa.

 

No puedo con ellos

Los límites son los diques protectores que das a los hijos cuando no están a tu lado. Con límites bien definidos los menores se sienten seguros para moverse en la vida pues saben con certeza qué pueden y qué no pueden hacer. Celia Chávez Cham.

Creo que en estos tiempos que estamos viviendo, muchos padres no entienden lo que es la disciplina, o si la entienden, no la ponen en práctica. Hay un gran porcentaje de ellos demasiado permisivos y otro que adopta el castigo como método de disciplinar a sus hijos.

Me parece necesario comenzar tratando de definir: límites, disciplina y disciplina asertiva.

Los límites son prohibiciones obligatorias para el buen desarrollo y evolución de los niños, ya que les aportan seguridad y protección. Les ayudan a tener clara la reacción del medio ante ciertas situaciones en las que pueden tener dudas por su corta experiencia. Cuando decimos “no”, provocamos al niño pequeñas frustraciones necesarias para que pueda renunciar a sus deseos        –que  no siempre es posible y/o recomendable satisfacerlos–, o sepa encajar fallos y decepciones de la vida cotidiana. Los límites le ayudan a mantener y mejorar su auto estima. Un niño con límites puede tener relaciones con sus pares o personas mayores más satisfactorias porque su “semáforo” le dirá cuándo puede o no puede pasar. Es importante añadir que los niños y niñas viven retando a la autoridad que pone los límites y por tanto, la firmeza es imprescindible para que estos sean creíbles y cumplidos. Al niño le encanta probar hasta dónde va a llegar la autoridad si él rompe los límites. Si no hay firmeza al aplicar las consecuencias de romper los límites, estos se volverán laxos hasta que dejen de existir como tales.

La disciplina es el acto de cambiar a una persona –en nuestro caso niño o niña–,  para que actúe de una manera más responsable y apropiada. El objetivo de disciplinar es conseguir un auto control conductual y emocional. Disciplinar no es castigar. Castigar no resuelve nada si no se cambia la conducta que le está produciendo problemas al niño o niña.

La disciplina asertiva solo puede ser llevada a cabo por una persona asertiva; por una persona cuyo modelo de relación interpersonal consiste en conocer sus derechos y defenderlos, respetando a los demás. Tiene como premisa fundamental que toda persona posee derechos básicos. Se sitúa en un punto intermedio entre otras dos conductas polares: la agresividad y la pasividad. La persona asertiva tiene un comportamiento comunicacional maduro en el cual no agrede ni se somete a la voluntad de otras personas, sino que manifiesta sus convicciones y defiende sus derechos. Se expresa de forma consciente, congruente, clara, directa y equilibrada, ya que su finalidad es comunicar ideas y sentimientos o defender su legítimo derecho sin la intención de herir o perjudicar, actuando desde un estado de autoconfianza, en lugar de estar bajo la influencia de emociones tales como la ansiedad, la culpa o la rabia.

Con los conceptos definidos, puedo entrar en materia. Para disciplinar a los niños es muy beneficioso utilizar una forma firme y respetuosa –que algunos autores denominan enfoque democrático–. En este enfoque, el padre, tutor o maestro expone reglas claras con firmeza y las consecuencias de no cumplirlas. Es un modelo ganar-ganar que detiene la conducta inapropiada. Al informar a los niños de los límites, reglas y consecuencias se les da la posibilidad de que puedan escoger lo aceptable para ellos. Si deciden hacer algo inapropiado, saben a qué se atienen.

Con el enfoque democrático los niños llegan a resolver los problemas por sí mismos, ya que son participantes activos en la solución. Aprenden de las consecuencias de lo que escogen. Se motivan a la cooperación. Tienen poder y control sobre sí. Hay una relación ganar-ganar porque se basa en el respeto mutuo. Estimula la responsabilidad y la independencia –el  niño actúa de tal o cual forma porque, con la información que tiene, él lo decide–. Aprende a respetar las reglas y la autoridad y hace menos “pruebas” con los límites.

La disciplina asertiva tiene reglas específicas, claras y concretas. Es consistente y especifica claramente las consecuencias por violar las reglas. Es inmediata, segura y justa. Tiene una intensidad apropiada, es positiva, de “fácil” aplicación y eficaz. En definitiva: es asertiva.

Mientras que una disciplina inadecuada o un castigo deja las cosas sin acabar o deja cabos sueltos. Cambia las reglas a mitad de juego. Se hacen amenazas y advertencias que no se cumplen. Hay que ser siempre severo –nada que ver con la firmeza–. Requiere esfuerzos heroicos para ser eficaz. Humilla, hiere las relaciones y es siempre, o agresiva o pasiva.

El castigo es eficiente solamente por corto tiempo. Puede suprimir, momentáneamente, pero no eliminar la conducta. Cuando castigamos modelamos una conducta agresiva que produce resultados emocionales indeseables. Puede ocasionar frustración, perturbación y aumento de la conducta indeseable. Deteriora las relaciones interpersonales y conduce a la evitación de la situación y de la persona que castiga. También, la víctima puede tornarse agresiva  y arremeter contra otras personas y podría estimular el castigo hacia el individuo, por parte de las personas que lo han visto. O por el contrario, puede fomentar el efecto de desvalido y sobre todo, puede afectar la autoestima del castigado.

Hay diferentes formas de reforzar o sancionar una conducta. Aquí hablaremos de un refuerzo: la economía de fichas y de una sanción: tiempo fuera.

La economía de fichas se basa en el uso del refuerzo positivo. Las fichas tienen el valor simbólico del dinero y sirven como medio de intercambio. Se organiza de forma que motive a adquirir conductas deseables y cambiar las inapropiadas.

Para implantar este refuerzo, primero hay que reconocer las conductas que queremos modificar y estudiar las circunstancias del ambiente en las que usualmente se produce la conducta problemática. Por otro lado, identificaremos y enumeraremos los reforzadores de apoyo a canjearse por las fichas –lo que el niño debe hacer–. Seleccionaremos el tipo de ficha adecuado que puede ser: fichas plásticas, estrellas, caritas, tapas de botella, etc., estableceremos el precio en fichas de los diversos reforzadores de apoyo y la cantidad de fichas a otorgarse por ejecutar conductas deseables, por ejemplo: comer verduras, 3 fichas y con 30 fichas va al cine. Es imprescindible definir la línea base de las conductas y cuando tengamos todo coordinado, presentar el programa. Debe haber un contrato conductual entre nosotros y nuestros niños antes de implantar el programa, es decir, el niño debe estar de acuerdo con todos los aspectos del “juego”. El programa debe mantenerse un tiempo para equis conducta, con el fin de que podamos apreciar los resultados.

El Tiempo Fuera es un procedimiento mediante el cual se retira el acceso a las fuentes de reforzamiento positivo durante un determinado período de tiempo, después de una conducta indeseable.

Es importante disponer de un lugar seguro y apropiado para el “tiempo fuera” que permita sacar al niño del ambiente de reforzamiento. Su objetivo es parar inmediatamente la conducta inadecuada y ayudar a los niños al autocontrol.

Mientras estemos aplicando esta técnica eliminaremos todo reforzamiento positivo, evitando que haya auto estimulación, pero sin que la situación cause aversión.

Esta técnica como cualquier otra relacionada con la disciplina, debe mantener la mayor consistencia todo el tiempo; ser de breve duración y siempre tener en cuenta las características del niño –cada uno se incentiva o desincentiva de diferente forma–. El niño debe conocer las condiciones del tiempo fuera y que será reintegrado, después de un tiempo, a la actividad interrumpida.

Algo que no debemos olvidar es que este procedimiento no busca regañar o discutir y por tanto, no puede aplicarse en condiciones de ira, resentimiento, venganza o deseos de hacer daño, porque lo que se busca es que proporcione conductas alternativas deseables.

Ejemplos de conductas por las que un niño podría estar un “tiempo fuera”: si pretende llamar la atención de forma inadecuada, si hace intensas “pruebas de límites”, si exhibe una conducta agresiva, irrespetuosa, desafiante, antagonista, o que cause daño.

Ante todo lo anterior es importante saber que el cambio en los niños es gradual y que, a veces,  hay que hacer variaciones o ajustes en nuestra forma de aplicar los métodos de disciplina. No debemos esperar milagros, sino resultados realistas  e, incluso, retrocesos. Los vencedores en esta contienda son el optimismo, la persistencia y la planeación adecuada. Y lo más importante: a veces hay que cambiar nuestra actitud para que los demás cambien.

Aunque lo ideal es que todo este proceso descrito comience desde el inicio de la vida del niño, siempre estamos a tiempo para implantar la disciplina asertiva, aunque, tengo que ser sincera, el trabajo será arduo y se necesitará mucha firmeza y paciencia si hay que comenzar a disciplinar después de los siete años.

 

7 historias de amor. Miércoles: amor de madre

 

Portadora del disfraz más bien logrado

cuando una la mira cree que es niña.

 

Piel de dulce de leche,

ojos de café, tan cargado,

que en la mirada lleva aroma y excitación.

Tronco de árbol joven, sin daños en la corteza,

adornado su tope por una maraña viva.

Conjunto todavía sin gentileza,

abierto a la metamorfosis.

 

Pero no, mentira;

parece que fuera pero no es.

 

Es aire que un día, cuando pasaba por el azahar

robándole su olor, fue apresado.

Color azul sorbido con disimulo, pecadillo leve;

¡hay tanto azul en el cielo!

Sabor del tamarindo. Picadura de hormiga Caribe.

Olor de mango, manzana y melón. Espíritu de ruiseñor.

Pimienta, nuez moscada y malagueta.

 

Ternura de una camada de perros.

Rio caudaloso y atrevido o desviación casi estancada

cubierta de lilas, según el momento.

Alas de gaviota con colores de mariposa.

Volcán de luz.

Espuma de mar.

Gota de lluvia recogida de una hoja.

 

¡Es la vida!

¡Sí, la vida vibrante!

 

Y por si a alguien se le ocurre que es poseer demasiado

y quiere robarse parte,

¡Cuídese!

Que ese disfraz tiene cancerbero, desconfiado, fiero.

Porque ya una vez,

con premeditación y alevosía

le robaron el suyo.

7 historias de amor para los siete días de la semana. Martes: amor de perros

Don Federiquín no había podido dormir en toda la noche pensando en la cita de hoy.  A su edad no era fácil ponerse de “mojiganga” y exponerse al mayor de los ridículos. Eso de los encuentros no era lo suyo, pero trataría de hacerlo lo mejor posible para que, por lo menos, su reputación no sufriera un descalabro. Él había visto pasar por delante de su casa a doña Margarita y ella lo había visto pasar a él cuando paseaba a Hamlet todas las mañanas. Pero nunca se habían hablado, lo más que habían hecho era saludarse que para eso eran vecinos.

Hacía dos años había muerto Don Joaquín, el esposo de doña Margarita. Don Federiquín se enteró del suceso porque en la urbanización pasan una circular para anunciar nacimientos, defunciones y ventas de garaje. Así que, mandó una tarjeta de condolencia con Gracita, la muchacha del servicio, quien le devolvió las gracias de la viuda.

Don Federiquín  nunca se había casado. Sí que había tenido sus deslices de joven, pero con prostitutas.  En aquel tiempo sentía que las mujeres tenían prisa por atraparlo y a él le daba miedo comprometerse para toda la vida. –¿Y si luego fracasa el matrimonio? ¿Y si me sale gastadora? ¿Y si me pone cuernos? ¿Y si se vuelve gorda? ¿Y si no se lleva bien con mi mamá?– Las excusas aparecían por doquier y todas eran buenas y válidas. Pero, en realidad, él le tenía miedo al sexo. En las casas de citas le había ido bien, pero lo había dejado todo en manos de las meretrices, quienes, trabajadoras exquisitas y experimentadas de extremidades y labios hábiles, habían resuelto la situación siempre con éxito. Pero, hacerlo con una mujer de su medio por su propio esfuerzo era otra cosa, en ese aspecto, estaba por demostrar sus competencias.

Don Federiquín tenía sesenta y siete años, toda su cabellera completa, muy negra para ser natural y, en general, era de buen ver. Por dentro era otra cosa. Sufría de presión alta y tenía el aparato digestivo seriamente alterado, de forma que no había un día que no tuviera que tomarse un purgante, un antiácido o pastillas para parar la destemplanza. Estos problemas hacían que no pudiera salir muy a menudo y que, en ocasiones, cuando paseaba a Hamlet, tuviera que correr para llegar a casa sin ningún accidente engorroso. Así que, cuando hizo la cita con Doña Margarita, tuvo en cuenta la hora en que menos problemas tenía: las diez de la mañana. En la noche se ponía fatal y no podía responder de sí mismo.

Ahora, ante el momento de la verdad las piernas le temblaban. Era demasiado importante que le cayera bien a la vecina. Después de varios achuchones de salud y fallecida su querida madre, entendía que necesitaba alguien con quien compartir y terminar sus días con paz y tranquilidad y ni se diga de alguien que se ocupara de organizarle la vida, el lavado de la ropa y de propina, ¿por qué no? pasarle la mano, en el buen sentido de la palabra. Y Doña Margarita le caía bien. Nadie sabe si el destino se la tenía guardada para él.

Doña Margarita no encontraba a faltar a don Joaquín. Ese endemoniado la hizo sufrir durante toda la vida. Suerte que se fue dejándole cierto tiempo para disfrutar su viudez y ciertos recursos para darle sabor a la misma. Aunque trataba de olvidarlo, de vez en cuando, como una cicatriz profunda que se resiente con la humedad, le dolían las infidelidades, las borracheras, los pleitos y los lanzamientos de platos a los que ella también correspondía con el objeto que tuviera más cerca en el  momento. En ese deporte pasaron a mejor vida unas porcelanas de Sèvres que había heredado de su abuela y una lámpara de vidrio de Murano que tenía en el comedor como un trofeo de familia. Le dolieron más que la cortada encima de la ceja a la que tuvieron que darle diez puntos y que luego había tenido que disimular con maquillaje para evitar preguntas maliciosas –aunque todos los vecinos oían sus trifulcas.

Después de que murió su marido, empezó a pensar en que todavía podía rehacer su vida. Sabía que a su edad y en la sociedad en la que se desarrollaba, era difícil encontrar un hombre que se interesara por ella. Los solterones añejos calentones andaban detrás de las jovencitas con pocos escrúpulos y mucha anatomía y a ella le sobraba lo primero y carecía de lo segundo. Pero siempre había confiado en que lo que es para uno nadie se lo quita; si había algo para ella ya vendría y ella lo estaría esperando.

Por eso, se sintió y no se sintió muy sorprendida cuando recibió la tarjetita de don Federico Robles de León. Abrió el sobre crema y leyó. “Estimada vecina, le remito mi número telefónico: 809-655-2933 porque tengo mucho interés en hablar con usted, pero no quiero invadir su espacio iniciando la llamada. Quedo a la espera de que usted me llame, si lo tiene a bien, para conversar de algo en lo que tengo mucho interés. Su vecino. FRDL”

No sabía que pensar. ¿Tendría que ver con el vecindario? Lo llamaría, tenía curiosidad por lo que le pudiera decir, pero no lo haría ahora mismo, porque se vería como que ella tenía mucho interés. Lo haría al día siguiente.

–!Alo! ¿Me puede comunicar con don Federico?

–Él mismo le habla. ¿Con quién tengo el gusto?

–Es Margarita, su vecina de la calle de atrás.

–¡Ah! Estaba esperando su llamada. ¿Cómo está usted?

–Bien, gracias.

–Puede que encuentre raro el motivo de esta conversación. Me han hablado muy bien de usted. Las veces que nos hemos visto en la calle me ha gustado su persona y me gustaría conocerla un poco mejor.  Así pues, quisiera pasar a saludarla por su casa, si no tiene inconveniente, cualquier día en la mañana.

–Pues, esta semana no puede ser porque tengo varias cosas que hacer y debo terminar un esquema– mintió para dárselas de valiosa–. Pero podríamos vernos la otra semana, el miércoles.

–Por mí está bien, es el día 23, ¿verdad? Pues allá estaremos a las diez de la mañana, si le parece bien.

–Muy bien, lo espero con un cafecito.

Había llegado el momento. Don Federiquín sentía cierto temor de lo que pudiera estar encontrando. Doña Margarita sentía curiosidad y desconfianza al mismo tiempo. Por fin, sonó el timbre y Ofelia empezó a ladrar dando brincos, como lo hacía siempre que sentía que algo se salía de la cotidianidad, pero con más ímpetu y alegría.

Doña Margarita miró por la mirilla y vio a don Federico. Estaba un poco nerviosa.

–Buenos días don Federico, pase adelante.

Hamlet, más rápido que una exhalación, corrió tras Ofelia. En un instante –Ofelia no opuso ninguna resistencia– y sin siquiera olerla, se montó encima de ella y comenzó la danza del amor. Don Federiquín estaba muy abochornado.–!Hamlet! Hamlet! Deja eso!– pero el perro no le hizo ningún caso.

–Ofelia, por Dios!– gritaba doña Margarita, quien había comenzado a sudar copiosamente. Ya no había nada que hacer.

–Me podría indicar dónde está el baño?– preguntó don Federiquín con muestras de urgencia y por no ver el comprometedor espectáculo.

–Aquí– le señaló doña Margarita pálida como una hoja de papel.

Don Federiquín no se atrevía a salir del cuarto de baño, por los vestigios y porque después de la acción rápida de Hamlet no había posibilidad alguna de que el asunto con doña Margarita funcionara. Por su lado, doña Margarita daba vueltas en su cabeza buscando un posible tema para cuando saliera el huésped. Se sentó en la terraza esperando que terminaran don Federico y Hamlet y este último lo hizo primero. Cuando vio aparecer a don Federico lo invitó a sentarse para tomarse un café. Se lo sirvió pero el huésped no hizo ademán de llevárselo a los labios en todo el rato.

–Le ruego me disculpe. No debí haber traído a Hamlet. Lo hice porque había visto a través de la verja a su perro y pensé que ellos también podrían hacer amistad.

–Qué le puedo decir. Que le avisaré si Ofelia queda…ya sabe.

–Estoy dispuesto a pagar los gastos de veterinario, si queda…ya sabe. Creo que es mejor que nos vayamos.

Ofelia y Hamlet se olisquearon, quisieron reanudar el juego, empezaron a corretear, saltar y morderse suavemente, pero don Federiquín atrapó a Hamlet y lo conservó en sus brazos mientras se despedía con vergüenza de doña Margarita.

–Avíseme, por favor, si voy a ser abuelo– dijo para darle un tono jocoso al desafortunado encuentro.

–Lo haré. Ya sabe, si queda…tiene derecho a un perrito– añadió doña Margarita y se sintió completamente simple.

–Buenas tardes querida vecina.

–Buenas tardes consuegro.

 

 

7 historias de amor para los siete días de la semana.

LUNES, AMOR AL MAR

A veces, cuando puedo,

dando un rodeo en mi camino para no ser vista,

escapo

y jadeando llego hasta ti.

 

Nuestro amor es como el de dos adolescentes;

furtivo, escondido, sin tiempo suficiente.

Con prisa abro mis poros

que se impregnan de tu olor

y acallo los ruidos del entorno

para oír tus susurros y, a veces, tus quejas.

Tu color queda preso en mi retina.

 

Pero ¡Ay!

Que mis manos quedan vírgenes.

Estás lejos,

no te puedo tocar.

 

Un día, tengo fuerza suficiente y me atrevo,

rompo mis ligaduras, lo dejo todo y me voy.

Ese día, no me recibes en cualquier parte, no. Ni con cualquier color.

Adornas nuestro lugar con palmeras,

te vistes de sol y de espuma

y pides al viento que pase cerca, más sin dejarse ver,

seguido de su cola de sonidos.

 

Para que llegue a ti tiendes alfombra suave, tibia,

pronóstico de lo que espera.

Y yo, en vez de correr, retengo el tiempo.

La rozo apenas con mi planta;

experimento con mis dedos;

entierro el pie golosamente;

me agacho, la aprieto entre mis manos y se la devuelvo al lugar.

 

Este día no hay prisa.

Tú esperas tranquilo llenándote de mi oro y yo,

coqueta, sabiéndome esperada,

mojo mi cara y pruebo la sal

que dejaste a mi alcance para endulzar los besos.

 

No puedo esperar más.

Y llenando mis ojos de gaviotas,

de destellos de luz,

de cielo, te llego…

 

Besas mis pies y me animas

y buscando por entre todos mis rincones

nos unimos al fin,

en sal y en dulce.

 

En el éxtasis final

me llevas a vientre de mi madre

donde quedo suspendida, sin resistencia,

regresando a Dios.

 

Tarde, Celestina de nuestra escapada

¡apaga las luces! Despacha al viento

y batuta de la orquesta de la noche

borda tu serenata.

 

Mi cuerpo,

amado hasta el rapto,

buen alumno,

ha  aprendido a ser insaciable de ti.

 

 

 

El niño sin sueños

Qué estará soñando el niño
que dormita en la vereda,
que lleva los pies desnudos,
toda sucia la cabeza.

Sobre bolsas de basura
su cuerpito se recuesta;
no es de nubes su colchón
ni sus sábanas de seda.

A su inflado vientre sólo
un hambre inmensa lo llena,
y le da gracias al sueño
que lo aleja de la pena.

Pregunté ¿qué sueña el niño
que dormita en la vereda?
Que estúpida mi pregunta
si ese niño ya no sueña.

De Daniel Adrián Madeiro, 1957

A sus nueve años, Luisito  no encuentra explicación a lo que está pasando en su vida. Desde hace dos años que se separaron sus padres no sabe lo que es una risa, una caricia, una esperanza, un rayo de luz. Sabe que hay muchos niños amados y respetados y se pregunta por qué él no.

Es verdad que cuando sus padres vivían juntos se peleaban mucho, pero él siempre se hacía el dormido o el desentendido. No tomaba partido por ninguno de los dos bandos, al final, los quería por igual. Él no podía entender las razones de los gritos, los empujones, las palabras gordas  y hasta algún que otro golpe. Su corazón era manso y sufría mucho cuándo veía que se alteraban tanto que perdían la razón y se convertían en animales agresivos, atemorizantes. Pero, a veces, la balanza se ponía a su favor y había paseos, alguna que otra golosina y algún que otro abrazo de su madre. Nunca de su padre que, aunque  demostraba quererlo mucho, no tenía acercamiento corporal con su hijo para que no le saliera “blandito”.

Marcia, la mamá de Luisito, sobre todo a fin de mes cuando no aparecía el dinero para ir a comprar la comida o para pagar el colegio, se ponía muy violenta con él y con su padre. A este siempre lo acusaba de ser “poquito” y se resentía de ser ella la que tuviera que llevar los pantalones en la casa. Julián, el padre de Luisito, hacía lo que podía para mantener a la corta familia, pero no era suficiente. Entre marido y mujer sostenían la casa con dificultad y cualquier gasto extra era un tremendo obstáculo para la armonía familiar.

Después que se separaron, cuando Julián fue echado de la casa, el carácter de Marcia se agrió todavía más. Un día armó un escándalo en su oficina con una compañera y fue despedida del trabajo. A partir de ahí, desesperada por la dificultad de encontrar un nuevo empleo y por los pocos recursos con los que contaba para mantenerse junto con Luisito, se volvió una mujer resentida, seca, rabiosa que no vivía y no dejaba vivir.

Julián le ofreció a Luisito irse a vivir con él, pero Luisito, aunque sabía que le iría mejor con su padre, como si se hubiera hecho cargo de su madre, decidió quedarse con ella para que no estuviera sola y triste. Al poco tiempo su padre ya tenía otra pareja y la posibilidad de mudarse con él dejó de existir porque Luisito tenía la esperanza de que, algún día, las cosas cambiaran y volvieran a juntarse y a ser felices los tres.

Marcía dejó de recoger a Luisito en el colegio. Le decía al niño que no tenía dinero para el transporte por lo que su padre lo recogía y lo dejaba en la puerta de la casa; no le era permitido entrar ni en el portal, tal era la aversión que sentía hacia su marido que le había prometido entrarle a bofetadas si lo veía cerca. Luisito siempre le decía –Papi no se acerque a la casa que a mami no le gusta.

En el colegio, Luisito comenzó a sacar malas notas. Se distraía con facilidad y sufría mucho porque sus compañeros lo llamaban Luisita porque lloraba mucho. Su corazón se fue haciendo cada vez más sensible y más triste.

En la casa, se volvió tan abstraído que no oía cuando su madre le llamaba o le daba una orden y la consecuencia era un golpe en la cabeza o un zarandeo violento. –¿Cómo había podido volverse tan malo como para que su madre le pegara? –se culpaba Luisito.

Su cuerpecito se fue doblando por la carga y la vergüenza y en vez de crecer disminuía. Estaba languideciendo como una plantita a la que se deja sin agua y en la oscuridad. Escasos momentos en los que evitaba el entorno le permitían respirar aire fresco, pero duraban poco.

Marcia, al ver que no podía seguir manteniendo la casa con lo que le aportaba su ex pareja, comenzó a recibir “amigos”, según le decía a Luisito, que la ayudaban con regalos, ropa, comida y hasta dinero. Pero Luisito fue quien pagó el precio más alto. Desde su habitación y aunque se tapaba la cabeza con la almohada, oía los gritos, ruidos y palabras soeces de su madre y sus parejas. Su vida se había convertido en un infierno hasta que un día dejó de serlo para siempre.

Era un viernes y su madre le había prometido que el sábado lo llevaría a ver el acuario. Cuando su padre lo dejó en la calle frente a  la casa, subió corriendo las escaleras. Había pensado que después de comer haría rápido la tarea y los trabajos de la casa para tener el sábado completamente libre. Hasta iba a estrenarse como fotógrafo con una camarita que le había traído su tía Julia desde Nueva York.  Abrió la puerta de la casa y fue directamente a la habitación de la madre quien, normalmente, a esa hora estaba viendo una telenovela y se encontró a su madre desnuda y un hombre al que no conocía, también desnudo, montado encima de ella, halándole los cabellos y dándole manotazos. Luisito quedó petrificado. De pronto sintió como si un fuego lo invadiera. La imagen se había pegado de su retina y no la podía retirar. Sentía que iba a explotar.  Vio unas tijeras que estaban encima de la cómoda y con una furia que no se podía suponer que tuviera, arremetió contra el hombre que estaba dentro de su mamá. Lo alcanzó varias veces pero sin fortuna para lo que él pretendía, matarlo. El hombre se volvió dándole un golpe en la cabeza que lo hizo caer al suelo casi sin conocimiento.

– ¡Maldito muchacho! –exclamó Marcia. – ¿Es que no te he dicho mil veces que toques la puerta antes de entrar en mi habitación?! Que no sirves para otra cosa que para mariconear, buena mierda, igual que tu padre!

Luisito se levantó como pudo limpiándose la sangre de la nariz y salió corriendo de la casa. Por el camino, en la medida que corría, se fue haciendo chiquito, chiquito y llegó un momento que tenía el tamaño de una cucaracha. Un viejo con unos gruesos espejuelos que pasaba por la calle en ese momento, lo pisó y ahí se terminaron sus penas. De nuevo el cielo era azul, el aire estaba limpio y le llegaba a su cuerpecito el calorcillo del amor del universo.

El camino a la nada

No estoy tomando una decisión precipitada. Lo he pensado muchas veces y no hay otra salida para mí. He tardado en dar el paso a pesar de que supe que lo haría desde el primer momento. Dejé una pequeña rendija abierta a la esperanza por si el destino quería ponerse de mi parte. Fui paciente esperando que algo ocurriera, pero también sabía que no iba a tener ninguna sorpresa. La noticia de ayer fue lo que me decidió a terminar lo que había empezado hace tiempo. Ahora, sentada en este banco, lejos de las miradas de la gente, pienso que el camino que me trajo al parque se parece mucho a mi vida: te conduce directo y de bajada. No se puede salir de él ni se puede poner freno, sino que te impulsa a ir cada vez más rápido. Algunas personas opinan que el destino es el que manda en el ser humano; yo no encuentro a quién culpar. Cuando comencé a hacerme consciente de mi problema me absolví diciéndome que ninguna chica adolescente habría podido soportar el ambiente de mi casa: la perfección absoluta de mis padres y ni la más remota posibilidad de que yo pudiera parecerme a ellos. No tenía sus aptitudes ni habilidades y, lo que era peor, no tenía la disposición. Era tanta la admiración que sentía por mi madre que no capté la advertencia velada de mis profesores o de los colegas o empleados de mi madre cuando me decían—Es difícil superar a tu mamá—. Y la verdad es que por mucho que traté al principio, nunca pude ni siquiera igualarla. De mi madre solo oigo decir cosas buenas. Por fuera y por dentro es hermosa. Nunca me ha defraudado como madre. Pero siempre ha estado arriba, tan arriba que no nos hemos podido encontrar para que nuestras almas se abrazaran. Ella me repite constantemente que me quiere mucho. Pero yo habría preferido que me quisiera diferente. Nunca pude ajustarme al patrón que a ella le complacía: cuidarme el pelo con esmero, ponerme a dieta, hablar bajo, vestirme de rosa y blanco, descartar la compañía de muchos chicos y chicas con los que me sentía aceptada y buscar la compañía de gente “como debe ser”; pero si no lo hacía, mi vida se volvía un infierno. Todas mis amistades debían ser aprobadas por mi madre, así que me vi rodeada de mil madres con caras diferentes. Recuerdo a mi padre recompensándome cuando me parecía a mi madre y esto me hacia sentir bien; pero no podía sostener el engaño por mucho tiempo. En el fondo, no quería ser como ella. Empecé sintiendo una necesidad parecida a la que siento ahora de escapar a la vida, de alejarme de todo lo que se pareciera a mi progenitora. Me inicié en solitario probando los tranquilizantes de mi padre que me permitían sobrevivir a los actos familiares sin sufrir demasiado y fui avanzando entre sustancias que me hicieron cada vez menos vulnerable a las comparaciones y disminuciones. Me he sentido avergonzada, en algunos pocos momentos, de mis actuaciones y engaños; pero el precio que tenía que pagar por estar sobria era mucho mayor y además, desandar el camino hasta el momento de mi inocencia no era posible. No tengo la fuerza. Jano apareció en mi vida como cuando sale el sol después de tres días de tormenta, pero duró poco. El tiempo justo para pasar de los pequeños pecados a lo excesivo. Anduve por su camino que no se limitaba a escabullirse de la realidad y caí en un hoyo profundo. En mis últimos pocos momentos de lucidez, me he sentido injusta con la vida, con mis padres y conmigo misma. Mis padres han pasado de la decepción al “no puedo más”, y de la angustia a evadir la realidad. No los puedo culpar, donde solo pusieron amor nació el demonio. Y ya no aguanto más. Desde ayer, mi carga es demasiado pesada para esta senda tan empinada. No quiero darles a mis padres el último y máximo disgusto y por encima de eso, no puedo permitir que venga al mundo esta vida enferma que llevo dentro de mí. Alguna vez pensé que seria madre, pero siempre imagine que de un niño deseado, querido, sano, no de una criatura con la muerte en el cuerpo. Solo espero estar tomando la cantidad suficiente de lo que me ayudó a vivir por un corto tiempo y a vivir muerta el resto de mis días.

“Os pido perdón por quitarme la vida. Nadie merece que lo haga. No os culpéis por mi decisión. Es que no puedo salir de este camino”

Una historia funesta

Doña Paquita mandó a retirar todos los espejos grandes de la casa. Solo se quedó con uno circular que por un lado se veía normal y por otro se veía la imagen aumentada. Con este último hacía concesiones. No podía prescindir de él porque últimamente le estaban saliendo unos pelos muy molestos en el cuello y la nariz y tenía que arrancárselos con una pinza. Probó a hacerlo sin espejo, pero no acertaba y, como si jugaran al escondite, los pelos volvían a aparecer sacándole la lengua.

A la actual situación había llegado después de de un proceso que había comenzado veinte años atrás. Cuando con sólo cuarenta y seis juveniles años una vendedora nueva de una tienda de ropa, de la que era cliente toda la vida, le mostró unos vestidos de señora que a Paquita le parecieron horribles, anticuados,  o sea de vieja y la jovencita tuvo la cachaza de añadir –Pruébese estos doña que se parecen a usted–. La fulminó con la mirada y añadió– A lo mejor le sirven a tu mamacita, pero ese estilo no es el mío, cariño–. Al final, no compró nada. Borró a la tienda con mierda de gato y empezó a buscar otra suplidora que estuviera al día. El proceso fue traumático, como quien cambia de ginecólogo o de dentista, pero al final, encontró una boutique donde las dependientas le cogieron la seña y nada más verla en el parqueo sacaban la alfombra roja. Las chicas del mostrador habían tomado un curso de cómo convencer a las clientas de todos sus atributos existentes e imaginarios, por lo que nuestra protagonista salía transportada y con dos fundas tamaño extra grande llenas de ropa costosa. No importaba que cuando llegara a la casa y se probara de nuevo los vestidos, no se pareciera en nada a la imagen que había visto en la tienda. En casa nadie añadía salsa a la prueba. Al cabo de mucho tiempo se enteró que usaban espejos que estilizaban la figura, pero siguió comprando ahí porque solo de mirarse en ellos se sentía una Venus.

El día que de forma indirecta le noticiaron que se estaba haciendo mayor, cuando llegó a su casa, antes de saludar a Pepe, su marido, corrió al espejo de su habitación y empezó a quitarse la ropa. Se miró detenidamente. Desde lejos se vio como siempre, pero de cerca y recorriendo centímetro a centímetro de su cuerpo se dio cuenta que el tiempo había empezado a hacer estragos en ella. Tomó nota mentalmente de todos los ítems  –sí, me está saliendo el entrecejo y cuando me río se me marcan unas líneas en los ojos y en las comisuras de los labios. Y esto, ¿qué es? ¿Flacidez? – Empezó a sudar frío y a pensar qué hacer para arreglar el desaguisado de la naturaleza. Tendría que ir pensando en el botox o en el laser.

Siguió su escrutinio: no tenía papada, pero la piel del cuello y del escote no se veía tan tersa como antes. ¿Cómo era posible que ella no lo hubiera visto y sí la dependienta? Quizás debería darse unas cuantas sesiones de mesoterapia. Los senos estaban cañón, había valido la pena el dinero que había invertido en ellos.  No había engordado ni una onza desde la última liposucción, así que su abdomen lucía perfecto y sus piernas, con más de mil horas de vuelo en bailes latinos, lucían como las de una bailarina del Lido. Los pies, impecables, como los de un bebé. Con la uña del dedo gordo decorada a la última.

El diagnostico no fue tan malo. Nada que no se pudiera arreglar con varias sesiones donde su cosmiatra y un Mercedes nuevo, que ya el modelo que tenía la hacía parecer mayor.

Cuando cumplió cincuenta y seis las cosas habían empeorado visiblemente. Paquita tampoco se había dado cuenta hasta que en la sala de espera del consultorio de la clínica a donde había ido a hacerse un chequeo preventivo, se quedó de pie porque todos los asientos estaban ocupados y un jovencito de treintaipico, con una sonrisa amorosa como si se la dedicara a su abuela, le cedió el asiento diciéndole –Siéntese doñita–

Paquita, quien se sentía muy entera declinó el honor diciendo que había estado sentada todo el día y que iba a estar un ratito de pié, que gracias. ¡Cuánto se arrepintió de haberlo hecho! Los zapatos nuevos de plataforma y con tacones de medio metro la estaban matando y, para colmo, la doctora no había llegado al cabo de cuarenta y cinco minutos. Ya nadie le cedería el asiento porque habían oído su declinación, así que decidió ir a esperar afuera y sentarse en un banco común, con el pueblo.

La reacción de Paqui, siempre que la bajaban de las alturas era ir a consultar con su espejo. Sí, era verdad, se veía un poco más vieja, pero no tanto. Usaba el mismo número de vestido, aunque le habían crecido los pies. Ya no podía usar aretes que le pesaban porque se le veía la oreja flácida y colgante. Sus senos seguían ahí, al pie del cañón, esos si habían salido buenos. Había tenido que duplicar el número de horas en el gimnasio y contratar un entrenador particular, pero tenía un buen resultado delante de sí. Quizás era el momento de cambiar de marca de carro. Uno que le diera más carácter de aventura, ¿Un Mini?  No, debía ser cuidadosa con eso, su hija ya le había dicho que ese estaba pasando en su afán de parecer joven y Ramoncito, su novio y futuro yerno tenía un Mini. ¿Un Land Rover? Podría ser; carro caro, exclusivo, de estatus, para aventureros. –Pepe, ve pensando en cambiarme el carro, o van a pensar que vamos de capa caída.

Pero ahora, a los sesenta y seis (decía que tenía cincuenta y nueve a los que no la conocían de toda la vida) no le gustaba nada lo que estaba viendo en el espejo. Paquita estaba estupenda para su edad, pero ella no se sentía así. Y menos le gustaba lo que estaba pasando con su cuerpo. En la clase de Zumba hubo tres atrevidas veinteañeras que le cogieron su puesto en la primera fila, al lado del profe y cuando ella les reclamó, le dijeron con toda su cara que ella iba muy lenta, las confundía y hacía tropezar al resto y que esa era una forma de mejorar la clase. La verdad es que había días que se levantaba con un dolor en la rodilla que no la abandonaba y tenía que ponerse zapatos bajos para poder caminar medianamente. Otros días le dolía la punta del fémur y ahí sí que se le hacía difícil seguir el ritmo que se había impuesto. Entendió el aviso y decidió coger un lugar al fondo a la derecha.

Además de abandonar los zapatos de plataforma, tuvo que hacerlo con los escotes de vértigo porque sus nietos empezaron a preguntarle que por qué  enseñaba las tetas. Hacía tiempo que desde fuera le iba llegando el mensaje de que era tiempo de dejar pasar la juventud con gracia. Pero Paquita no lo recibió a tiempo y ahora el golpe fue más fuerte.

Sus hijos vivían su vida y le daban poca cabida en ella y su marido también. Pepe andaba en un descapotable, con sus cuatro pelos teñidos al viento, rompiendo corotos y llevándose de encuentro con su abultada barriga a cuanta jovencita quisiera seguirle el juego del dinero. Hacía siete años que ella misma había caído en la tentación de enredarse con un hombre diez años menor que ella, pero se dio cuenta de que él no la buscaba a ella sino a sus regalos y en varias ocasiones le había echado en cara su edad. Además, las brujas de sus amigas le estaban dando bola negra en las reuniones semestrales del colegio y llegó a sus oídos que una había comentado de los gastos extras que tenía Paquita con la adopción del bebé. Se dio cuenta que estaba perdiendo más de lo que ganaba y se dio por vencida. Lo peor del caso es que unos meses más tarde se dio cuenta que él o Pepe le habían pegado el virus del Papiloma y, menos mal que no le pegaron el sida, porque a esa edad, se habría visto muy feo.

Pepe le dijo un día que se había enamorado como un adolescente y que quería el divorcio. El mundo se vino abajo para Paquita,  pero por dignidad lo dejó ir. Los términos del divorcio fueron muy favorables para ella pero estaban basados en el ciento volando, es decir, de lo que produjeran los negocios, la mitad. Y resultó ser que la nueva compañera de Pepe era tan voraz que en pocos años, los justos para no ponerse vieja al lado del carcamal, se gastó lo que había y lo que no había. Así que, Paquita pagó los platos rotos y se vio, no en la miseria, pero constreñida a un presupuesto que en nada se parecía al de sus años de oro. Ya no podía acudir a la fuente de la juventud porque se había puesto cara. Los precios actuales de las boutiques ya no estaban a su alcance, hiciera lo que hiciera, el espejo le devolvía su edad. Ahí fue que entendió a la madrastra de Blanca Nieves.

Paquita estaba vacía y ya no disponía de las herramientas para llenarse que usaba anteriormente: juventud, dinero y belleza. Se deprimió profundamente y empezó a pensar en la forma de pasar a mejor vida; así que una noche, al acostarse y después de ver el programa de Nancy decidió que al día siguiente se iría de este horrible lugar.

– ¡Doña Paqui, doña Paqui! –la zarandeaba Yuberkis. –Ay Dios mío, y ¿qué le habrá dao a la vieja? Don Pablito, que aquí tengo a su mamá y la veo muy extraña. No sé. Me mira y tiene los ojos como vacíos y le hablo y ella solo sonríe mirando al aire acondicionado, parece como si se hubiera ido. ¡Dio mío! ¿Se le habrá metido un demonio?