El acoso escolar

Oh sí, me acuerdo, ¿cómo iba a olvidar?

Me acuerdo de cómo temblaba

cuando le empujábamos contra los muros cubiertos de guijarros.

“Es por tu bien” le decíamos; ya sabes, “la supervivencia del más fuerte”

El sentimiento de poder en mi interior se extendía como un cáncer.

Podrías decir que Yo, Jones y y Bruce éramos brutales, a nuestro modo.

Nadie nos controlaba, nosotros les controlábamos a ellos.

Y ¡Dios!, cómo controlábamos al pequeño Sam Thompson.

Pero no importa, Nosotros éramos hombres…..}

Nunca pensábamos que llegaríamos tan lejos; le estábamos haciendo un favor.

De todos modos, no llegaría a ningún sitio en la vida.

Cada puñetazo era una lección, cuando se agachaba e intentaba protegerse de nosotros,

le insultábamos y nos burlábamos de sus fracasos.

Y sí, en aquel último día, mientras corría y se caía, le aporreábamos como si fuera de arcilla.

Cada puñetazo, cada insulto, cada empellón, cada caída  nos hacía un poco más mayores y más fuertes. Honorables.

Y sí, éramos grandes, poderosos, éramos los campeones del mundo. Nosotros éramos hombres.

Eso fue hasta el día siguiente, cuando sacaron su pequeño cuerpo frío y azul del canal.

Éramos hombres (Jack Fox)

 El acoso escolar es una forma de violencia hacia y por niños y niñas. Tiene que ver con situaciones en las que uno o varios compañeros de colegio persiguen, intimidan, dejan fuera del grupo, insultan, agreden físicamente, ponen motes desagradables y otras acciones para hacer daño a un compañero o compañera. Para que pueda considerarse acoso, estas acciones deben durar meses o años.

Para referirse a estas situaciones de acoso, en la literatura especializada se utiliza el término inglés “bullying”.

Las consecuencias del acoso escolar varían dependiendo de la resiliencia del niño, sin embargo, la mayoría de las veces hacen un daño destructivo a la víctima y también a los victimarios y espectadores.

Muchos de nosotros seguro recordaremos alguna vez que nuestros compañeros nos excluyeron de sus grupos o actividades; o nos llamaban de una manera que nos ridiculizaba; o se reían a nuestras espaldas, con toda la intención de que nos diéramos cuenta. En ese momento nos sentíamos solos, desamparados, malqueridos. Cuánto dolor en nuestros pequeños corazones. Si tenemos la suerte de que esas situaciones fueran pocas y en general nos sentimos acogidos y aceptados en el grupo la mayor parte del tiempo, podemos dar gracias a La Vida.

Cuando se da el acoso escolar, además del acosado y el acosador, otros niños suelen ser conocedores o espectadores del maltrato; sin embargo, muchas veces, ni las familias ni los profesores saben que el niño está siendo abusado por algún compañero. Dado que los otros niños espectadores, muchas veces, no saben o no se atreven a tomar cartas en el asunto ayudando a la víctima, es necesario que en las escuelas haya un plan de prevención e intervención al respecto, ya que el problema del acoso escolar afecta el progreso social y académico de los alumnos.

Este maltrato entre compañeros de escuela tiene diferentes formas e intensidades que dejan a la víctima sin respuesta para el mismo. Veamos los diferentes tipos de maltrato.

MALTRATO VERBAL:

Son insultos, motes, hablar mal de alguien o difamar, sembrar rumores o bulos.

INTIMIDACIONES PSICOLÓGICAS:

Se trata de amenazas para provocar miedo, lograr algún objeto o dinero y también para obligar a hacer cosas contra su voluntad; chantaje y burlas públicas, pintadas alusivas, notas, cartas, mensajes a móviles y correos electrónicos amenazantes.

MALTRATO FÍSICO:

Directo: Palizas, lesiones con diferentes objetos, agresiones en forma de patadas.

Indirecto: Robo y destrozo de material escolar, ropa y otros objetos personales.

AISLAMIENTO SOCIAL:

Ignorar y no dirigir la palabra, impedir la participación con el resto del grupo, coaccionar a amigos y amigas de la víctima para que no interactúen con la misma. Rechazo a sentarse a su lado en el aula.

Estos ataques al individuo se pueden producir en los pasillos, los baños, vestuarios, entradas, salidas, comedor, transporte escolar o en cualquier parte del patio o recreo. También pueden ocurrir fuera del colegio, cuando la víctima va para su casa. Normalmente esto se da fuera del alcance de la supervisión de los adultos.

Las víctimas suelen ser muy vulnerables tanto psicológica como biológicamente; han tenido experiencias anteriores negativas; son poco populares o son “diferentes” del resto de los compañeros; no son hábiles para hablar de sí mismos y suelen reaccionar al acoso resignándose y aislándose.

Los profesores y padres pueden saber si el niño está sufriendo acoso escolar si ven que, a menudo, está solo o excluido del grupo, si es ridiculizado repetidamente, si tiene escasa habilidad para los juegos y deportes o se abstiene de participar. Si, por su inseguridad, se le hace difícil participar en clase. Si está generalmente triste, o llora, o está inquieto, o ansioso. Si su interés por la escuela va decayendo hasta niveles de pedir que no lo manden a clase. Si tiene la autoestima muy baja y, por supuesto, si se le ven moratones, rasguños o heridas y le es difícil explicar la causa.

Por su parte, los agresores suelen ser fuertes, con necesidad de dominar; de temperamento violento, impulsivo, con baja tolerancia a la frustración; desafiantes y agresivos con los adultos, con comportamientos antisociales desde temprana edad, poco populares entre sus compañeros, aunque algunos les siguen, y con actitud negativa hacia la escuela.

Los espectadores toleran el maltrato y callan, aunque se sientan mal con lo que sucede; conocen a la víctima, al agresor y lo que pasa entre ellos y esto puede afectarles negativamente, ya que se sienten implicados de alguna forma.

A veces, tanto el profesorado como las familias no perciben las señales de alerta que muchas veces son claras. Puede ser que el miedo a enfrentar los hechos les haga adoptar un rol pasivo en el asunto; hasta que el problema es obvio y entonces puede que tengan que lamentar su no involucramiento.

Las consecuencias del bullying para las víctimas son desastrosas siempre. Pierde su autoestima y confianza en sí mismo y en los demás. A veces somatiza el problema de diversas formas, principalmente con una ansiedad generalizada o depresión. Puede cogerle fobia a la escuela y presentar reacciones agresivas con otras personas de su entorno o intentar suicidarse. En la mayoría de los casos el acoso afecta negativamente su desarrollo personal.

El victimario o maltratador muestra con esta conducta un probable futuro delictivo y adopta el maltrato, sometimiento, la violencia y la coacción como una forma de lograr lo que quiere.

Es probable que quién ha sido agresor o agresora, en su infancia/juventud perpetúe conductas agresivas y violentas en sus relaciones como adulto.

Los niños que son espectadores del acoso a algún compañero, pueden terminar valorando la agresividad y la violencia como forma de éxito social. Si los episodios son continuados, los espectadores se van desensibilizando ante el sufrimiento. En general, también se sentirán indefensos y perderán, al igual que la víctima, la capacidad de reacción.

Las causas de la violencia en las escuelas son múltiples y complejas y están relacionadas con interacción entre el individuo y el entorno donde lleva a cabo sus actividades. Los factores de riesgo pueden ser la ausencia de límites, la sensación de exclusión social, la exposición a modelos violentos de interacción, la justificación de la violencia en el entorno habitual, y la ausencia de factores protectores ante la violencia tales como: modelos sociales solidarios, actividades de ocio constructivas, colaboración familia-escuela, etc.

En los últimos años y, sobre todo en los países desarrollados, se está haciendo un gran esfuerzo por superar la visión de la escuela como solamente agente transmisor de conocimiento, para incluir la educación en valores y actitudes que se necesitan para saber convivir y ser un ciudadano con derechos y deberes.

La familia y los maestros son la clave para abordar este tipo de conflictos de forma adecuada. Si se puede sensibilizar a las familias, al alumnado y al profesorado sobre los efectos perjudiciales de los comportamientos de acoso, las futuras generaciones serán a su vez sensibilizadas. Los niños y niñas de hoy serán los padres y madres de mañana y con la adecuada formación se puede conseguir una sociedad en la que el acoso escolar pase a ser una excepción.

Entender los conflictos, aprender a afrontarlos y a resolverlos civilizadamente exige a la sociedad y a los sistemas educativos madurez suficiente para interpretarlos en el marco de un valor fundamental: el aprendizaje de la convivencia.

Por tanto, una intervención efectiva debe involucrar a toda la comunidad escolar. El maltrato entre iguales es un problema serio que puede afectar dramáticamente la habilidad de los escolares a progresar académica y socialmente. Se requiere, pues, un plan de intervención que involucre a alumnado, familia y docentes para asegurar que la totalidad del alumnado pueda aprender en un lugar seguro y sin miedo.

El mundo no está amenazado por malas personas, sino por aquellos que permiten la maldad”. Albert Einstein.

Una mesa con tres patas

Quédate silenciosamente en esa soledad que
no es abandono, porque los espíritus de los
muertos que existieron antes que tú en la vida,
te alcanzarán y te rodearán en la muerte y
la sombra proyectada sobre tu cara obedecerá
a su voluntad; por lo tanto, permanece tranquilo.

Ahora, te visitan pensamientos que no ahuyentarás
jamás; ahora surgen ante ti visiones
que no se desvanecerán jamás; no dejarán
tu espíritu, pero se fijarán como gotas
de rocío sobre la hierba. Edgard Allan Poe (Los espíritus de los muertos)

 En un bloque de apartamentos de un pueblito cualquiera, no se sabe por qué, se había instalado una subcultura de envidias, rabia, chismes y malas querencias. Era una muestra social de seres humanos frustrados e infelices. Una sola vivienda aparentaba vida normal, la de don Manuel y doña Paquita, una pareja de amantes de mediana edad que habían dejado cada uno de ellos a su cónyuge para vivir juntos su pasión.

Algo que llamaba la atención era ver cómo las vecinas de la escalera, una vez que había pasado doña Paquita, se aseguraban de que no pudiera oír sus comentarios que, necesariamente, no la favorecían en lo absoluto.

–¿Te fijaste en el peinado que lleva hoy? La Enriqueta hace un momento que salió de su casa con el secador y los bártulos de arreglarle la cabeza.

–Pero, ¿se habrá visto mayor jactancia? Ni la señora Casellas que es multimillonaria hace que vaya la peluquera a peinarla en casa, y esta mantenida le paga para que venga los lunes de cada semana.

–Será que el domingo hay revolcón y claro, el lunes tiene que arreglarse los cuatro pelos para que se vea pasable durante la semana.

–Pues yo creo que hay revolcón todos los días, o ¿por qué crees que tiene al señor Manuel bebiendo de su mano?

–O es la cama, o es la mesa.

–¿Cuál mesa? ¿Te refieres a la comida que le prepara?

–No mujer, si no sabe ni freír un huevo; en esa casa cocina don Manuel. Me refiero a la mesita de tres patas.

–¿Qué pasa con la mesita de tres patas?

–Pasa que dicen que practica el espiritismo.

–¡Jesús santísimo! ¿Cómo lo sabes?

–Ramona Santisteban, que es muy amiga de Paquita me lo dijo. A veces se reúnen y llaman al marido de Ramona, que en paz descanse, aunque parece que no lo dejan descansar en paz.

–¿Y se ha presentado?

–Dice que sí. Incluso una vez le dio el número del segundo premio de la lotería. En otra ocasión le curó una tortículis que tenía y otra vez, dice que el espíritu de su marido le tocó sus partes con tal pericia que hasta tuvo un orgasmo.

–¡Jesús santísimo!

Ante esta descripción tan increíble, los cerebros de las cuatro tertulianas comenzaron a trabajar arduamente  buscando cuál de sus muertos pudiera estar facilitándoles la forma de obtener bienes gastables o bienes sensibles.

Carmen y Pilar que todavía tenían su marido vivo, pensaron en llamar al espíritu de José Valdez –quien hacía poco que había muerto en un accidente y que en su momento había pasado a visitarlas cuando sus consortes no estaban– pero desecharon esta opción al alimón por inmoral; no era lo mismo con un vivo que con un muerto. Y ya pensando solamente en la parte de los bienes materiales gastables, cada una de ellas pensó en un familiar o amigo fallecido que hubiera sido bueno en vida para los juegos de azar o los negocios.

Rosa era viuda pero no quería llamar a su marido porque su paso a mejor vida había sido una liberación par ella, ya que cuando estaba en la tierra no proveía ni en aspectos monetarios ni carnales. Así que pensó en José Valdez –si los muertos tuvieran oídos, ese día a José le habrían  pitado los suyos.

Digna, la cuarta vecina, que era soltera y virgen y que a sus cincuenta y dos años no tenía muchas esperanzas de perder la virginidad, pensó que era una buena ocasión para dejarse ir con cualquier espíritu de varón que se apareciera y que se entendiera con ella. Lo dejó a la buena suerte.

Ninguna de las cuatro se atrevía a dar el primer paso, que era confesar a sus compañeras de chismorreo que le gustaría participar en una de las sesiones de Paquita. Así que se fueron a su casa dándole vueltas a la estrategia a usar para conseguir lo que querían.

A partir de ese momento, cada una por separado, las vecinas saludaban efusivamente a Paquita cada vez que la veían en la escalera y hasta le pusieron conversación alabándole el peinado o la ropa que llevaba. Les tomó un mes de obsequios, carantoñas y halagos llegar a cierta proximidad con la vecina espiritista, quien no podía explicarse el cambio radical que habían dado esas vecinas que antes apenas la saludaban o lo hacían con una mirada burlona o reprobadora.

Un día que Paquita estaba abriendo la puerta para entrar a su casa, aparecieron como por arte de magia Carmen y Pilar y ante cierta insistencia de miradas y actitudes, no le quedó más remedio que invitarlas a pasar. Los ojos de las dos mujeres registraban el lugar y buscaban con insistencia la mesita de tres patas, pues el solo hecho de avistarla les daría pie para hacer preguntas y dar curso a las maniobras con fines de participación en una sesión de comunicación con los espíritus. Tan pronto la vio Pilar exclamó.

–¡Qué belleza de mesita! ¿Es antigua?

–No lo sé, no creo; la compré hace unos meses para reemplazar otra que tenía y que usaba mucho, a la cual se le rompió una de las patas.

–¿Y para qué la usa? ¿Para el té? –exclamó Pilar con aire inocente.

–No, que va. La uso para sesiones espiritistas. A menudo me comunico con mis seres queridos del más allá.

–¡Jesús santísimo! ¿Y eso no es diabólico? –preguntó Carmen deseando de todo corazón que le dijera que no.

–Para nada –exclamó Paquita–, siempre que no se use con fines de hacer daño a alguien o se propicie energía negativa.

–Y ¿Cuándo hace las sesiones?

–Cuando hay alguien interesado en consultar con alguno de sus difuntos. Los mejores días son los martes y los viernes.

–Ay, pues mire usted, nosotras estamos interesadas, y hay otras dos vecinas que también participarían. Podemos traer las ofrendas o cualquier bocadillo para picar.

Quedaron en hacer la sesión el martes de la próxima semana que caía en trece. A Carmen se le erizaron los vellos de los brazos cuando Paquita anunció la fecha. Estuvo a punto de echarse para atrás, pero la curiosidad pudo más que el miedo y las cuatro empezaron mentalmente a hacer la lista de las peticiones para el espíritu que se presentara.

Se les había advertido que fueran sin haber comido cuatro horas antes de la sesión y que llevara cada una dos velas verdes y tierra del cementerio. Sin decírselo la una a la otra, todas coincidieron cogiendo tierra de los alrededores de la tumba de José Valdez.  Las cinco mujeres estaban sentadas alrededor de la mesita de tres patas; las cuatro vecinas muy arregladas, perfumadas y con la ropa interior impecable, no fuera a ser que.

Paquita pidió a las participantes que rezaran cuatro oraciones, ella misma las rezó también.  Después exhortó a que se relajaran respirando profundamente, con los ojos cerrados, y concentrándose en el entrecejo. Luego, que pasaran a descargar la energía negativa diciendo para sí: “que ninguna energía negativa entre dentro de mí; que ninguna energía negativa entre dentro de mí; que ninguna energía negativa entre dentro de mí”. Las vecinas estaban más pendientes de Paquita, quien con los ojos cerrados estaba entregada a la ceremonia, que a las instrucciones de ésta. Ninguna de ellas verbalizó la petición y por el contrario, dejaron aflorar en su interior sus sentimientos de envidia y rabia contra Paquita. Rosa tenía un miedo atroz y abrió los ojos con desconfianza, mirando en toda la habitación para ver si estaba sucediendo algo raro, sin ocuparse de nada más que no fuera su seguridad y pidiéndole a Dios que la librara del maligno.

Paquita comenzó invocando al espíritu que tuviera mejor voluntad y que estuviera más cerca. Comenzó a agitarse y a temblar  y entonces un escalofrío recorrió la espalda de las cuatro vecinas. Inmediatamente comenzó a hablar con una voz de hombre que no pudieron reconocer. Cuando el espíritu comenzó a hablar, una racha de viento helado las envolvió. El miedo las hizo sudar copiosamente y de pronto Digna entró en pánico.

–Dinos quién eres –preguntó Paquita.

Y el espíritu empezó a dar golpes en la mesa aumentando la frecuencia y la fuerza. Digna se levantó y empezó a correr como poseída alrededor de la mesa. Paquita observó que estaba cojeando.

–Es un espíritu burlón –gritó Paquita–. Siéntate Digna, ordenó y volvamos a hacer la cadena de protección con las manos.

Paquita alargó la mano hacia una mesita auxiliar que tenía al lado e incorporó en la mesa dos velas blancas y varias ramitas de romero. Inmediatamente comenzó a recitar “Romero, romero, Santo, Santo Romero, que salga lo malo y entre lo bueno”. Poco a poco las cuatro mujeres se fueron tranquilizando. Paquita se dirigió al espíritu.

–Si eres Pedro El Cojo da un golpe.

La mesa se inclinó hacia un lado y al bajar dio un golpe.

–Vete en paz, Pedro y llévate todo lo que has traído.

La mesita comenzó a agitarse de nuevo con mucha fuerza moviéndose de un lado a otro sin control.

–Todas a una, con toda nuestra energía despidamos a Pedro.

Las mujeres que estaban muy asustadas, se concentraron y ordenaron al espíritu que se fuera. El movimiento de la mesa comenzó a hacerse más débil, aunque por momentos retomaba la fuerza. Era como si el espíritu estuviera renuente a irse. Por fin, la mesa de tres patas dejó de moverse.

Todas sintieron que la habitación estaba liberada de cualquier entidad sobrenatural y respiraron más tranquilas.

–Siento mucho que no hayamos podido contactar a los espíritus que esperábamos cada una de nosotras. Podemos hacer otra sesión cuando yo vuelva de vacaciones.

–No gra, gra, gracias, con eeeesta tetetego bastante–, exclamó Carmen, tartamudeando.

–¡Qué experiencia tan desagradable! exclamó Pilar sin poder parar un tic que se le había montado en un ojo.

–¿Y cocococoómo supo usted quequeque era Pepepedro el Cojo?

–Porque Digna comenzó a cojear en la misma forma que él lo hacía. También era tartamudo y tenía un tic muy molesto en un ojo que, cuando comenzaba, no podía parar.

–¡Ay Dios mío! Suerte que me siento igual que antes –exclamó Rosa.

–No sé qué pasó. Parece que no nos envolvimos suficientemente en la luz y entró alguna energía negativa . Espero que todo esto sea pasajero y si no, volveremos a llamar a Pedro para que les devuelva su estado anterior.

Se despidieron con el rabo entre las piernas. Ninguna de ellas habló entre sí cuando salieron de la casa. Los días siguientes, cuando se encontraban se saludaban con la cabeza. Rosa observó que Pilar todavía tenía el tic nervioso y que Digna cojeaba acentuadamente. De pronto oyó a Carmen cuando le decía a su marido ¡cocococoño!, cuantas veveveces te tengo que decir que tetete limpies los pies aaaaantes de entrar en cacacasa?

 

Depresión en adolescentes

Entendemos como depresión un estado de ánimo generalizado de infelicidad, tristeza y disforia. También puede sentirse pérdida de experiencia de placer, retraimiento social, autoestima baja, incapacidad para concentrarse, trabajos deficientes, alteraciones en las funciones biológicas y somatización.

Este trastorno es frecuente y común. Los problemas de falta de recursos económicos y las crecientes exigencias sociales para ir al ritmo de la vida moderna, unidos a la soledad y a dificultades para establecer relaciones afectivas duraderas y gratificantes, son algunas de las causas del trastorno depresivo. Los adolescentes son actualmente uno de los grupos más vulnerables a padecer este tipo de trastorno, junto a otros como la ansiedad, el alcoholismo y la demencia. Un adecuado diagnóstico y un manejo terapéutico oportunos pueden ser la clave para el tratamiento adecuado de este tipo de alteraciones.

La depresión puede venir, temporalmente, como respuesta  a muchas situaciones  de estrés. En los adolescentes el estado anímico depresivo es común, debido al proceso normal de maduración y al estrés relacionado con el mismo, la influencia de hormonas sexuales y conflictos de independencia con los padres.

En la adolescencia la prevalencia de la depresión es mayor en las niñas que en los niños. Las estadísticas indican que el 25% de los adolescentes, en algún momento de esta etapa de su vida ha experimentado trastornos depresivos.

Para evaluar la depresión existen herramientas de evaluación, pero requieren que los adolescentes piensen en términos de constructos psicológicos y que comuniquen eficazmente lo que recuerdan. Es difícil diagnosticar la verdadera depresión en adolescentes, debido a que su comportamiento normal tiene muchos altibajos en el estado anímico. La depresión anímica persistente, el rendimiento escolar inestable, las relaciones difíciles con familiares y amigos, la drogadicción y otras conductas negativas pueden indicar un episodio depresivo serio.

Hay factores que, en individuos predispuestos a la depresión, pueden desencadenarla. Por ejemplo:

  • Eventos estresantes de la vida, en especial la pérdida de los padres, por muerte o por divorcio.
  • Maltrato infantil, físico, psicológico (emocional) y sexual.
  • Atención inestable.
  • Falta de habilidades sociales.
  • Enfermedad crónica.
  • Antecedentes familiares de depresión.

De todas formas, los adolescentes no necesitan «razones de peso» para deprimirse. En apariencia son fuertes, pero en el fondo pueden estar profundamente alterados porque no tienen su identidad definida y son críticos severos de sí mismos.

La depresión parece presentarse con mayor frecuencia en familias con problemas de pareja, en las que el adolescente tiene más dificultad de establecer su identidad, aunque es importante recordar que cada adolescente es único en la forma que responde al ambiente que lo rodea, tanto al familiar, como al escolar y con los amigos.

La sensibilidad del adolescente se altera por el manejo de las emociones en conflicto, junto con el despertar de la sexualidad. Los cambios que ocurren en su cuerpo, no son asimilados en forma adecuada por algunos de ellos, y esto puede generarles depresión. Adolescentes sometidos a abuso sexual o con problemas de orientación sexual, pueden presentar también un cuadro depresivo.

Los padres, con frecuencia, notan en ellos bajo rendimiento académico, irritación constante y problemas para dormir. En los casos más severos de depresión, los jóvenes pueden comenzar a pensar en el suicidio. Muchos de los intentos suicidas de la juventud se disfrazan de accidentes graves, como las muertes que ocurren como resultado de conducir vehículos a excesiva velocidad, en ocasiones bajo el efecto de drogas o por el consumo de bebidas alcohólicas por parte de adolescentes deprimimos.

Es importante tener siempre presente el tiempo durante el que se han presentado los síntomas. Si el adolescente presenta ideas suicidas, falta de apetito y falta de interés en toda actividad social durante más de dos semanas, se debe estar muy alerta. Tienden a aislarse y a tener ideas suicidas por los sentimientos de culpa y de incapacidad para afrontar la vida diaria. La depresión en el adolescente, envuelve más problemas interpersonales y de baja estima que la depresión en el adulto.

Veremos a continuación una lista con algunos síntomas de depresión que pueden presentarse con diferente frecuencia y cantidad.

  • Estado de ánimo depresivo o irritable.
  • Mal genio, agitación.
  • Pérdida de interés en actividades.
  • Disminución del placer en las actividades diarias.
  • Cambios en el apetito.
  • Cambios de peso.
  • Dificultad para conciliar el sueño.
  • Somnolencia diurna excesiva.
  • Fatiga.
  • Dificultad para concentrarse.
  • Dificultad para tomar decisiones.
  • Episodios de pérdida de memoria.
  • Preocupación por sí mismo.
  • Sentimientos de minusvalía, tristeza u odio hacia sí mismo.
  • Sentimientos de culpabilidad excesivos o inapropiados.
  • Comportamiento inadecuado.
  • Pensamientos de suicidio.
  • Patrón de comportamiento exageradamente irresponsable.

Ante un niño o adolescente con síntomas de depresión, es recomendable que el médico lleve a cabo un examen físico y ordene exámenes de sangre para descartar causas médicas para los síntomas. Igualmente, evaluará al adolescente en búsqueda de signos de drogadicción. Aunque, el alcoholismo, el consumo frecuente de marihuana y de otras drogas pueden ser motivados por la depresión.

Asimismo, se debe llevar a cabo una evaluación psiquiátrica para tener una historia clínica sobre los antecedentes de tristeza, irritabilidad, pérdida del interés y placer del adolescente en actividades normales. El profesional buscará signos de otros trastornos psiquiátricos presentes, como ansiedad, manía o esquizofrenia. Una evaluación cuidadosa del adolescente ayudará a determinar los riesgos de suicidio u homicidio; en definitiva, si el adolescente es un peligro para él mismo o para los demás. La información de familiares o personal de la escuela, con frecuencia, puede ayudar a identificar la depresión en los adolescentes.

Desde la perspectiva biológica se considera que las influencias genéticas y bioquímicas tienen mucho que ver con la depresión en niños y adolescentes.

Las influencias genéticas tienen un papel importante y esto ha sido probado en estudios de gemelos que viven o no juntos. Se ha visto que los niños cuyos padres sufren un trastorno depresivo mayor tienen más riesgo de padecer dicho trastorno. Sin embargo, todavía no se ha podido probar qué tanto influyen la genética o las condiciones ambientales. En algunos estudios se ha encontrado una influencia genética significativa y en otros una gran influencia ambiental, como por ejemplo crecer en una familia donde la madre padece de depresión.

La influencia genética opera sobre factores de la personalidad y del temperamento tales como la emocionalidad y la sociabilidad,  los cuales influyen en la gama de sintomatología depresiva.

La depresión de los padres puede repercutir a través de una serie de mecanismos no biológicos, porque tienen influencia a través de prácticas de formación e instrucción, y en la organización del entorno social de los hijos.

Los hijos de padres depresivos también corren el riesgo de desarrollar una diversidad de problemas de adaptación, como por ejemplo los trastornos disociales, trastornos por déficit de atención con hiperactividad, trastornos de ansiedad, problemas de escolaridad, y un deterioro de la competencia social.

En el estudio de la depresión, el suicidio suele mencionarse con frecuencia. A pesar de que el suicidio consumado entre los niños y adolescentes es bastante raro, el aumento de su prevalencia ha sido objeto de atención y ha  provocado una gran preocupación entre los investigadores. La conducta suicida está relacionada con la depresión, pero también está relacionada con otros problemas, y puede producirse en niños y adolescentes sin un trastorno diagnosticable. Las causas del comportamiento suicida son muy complejas.

Los trastornos disociales y el consumo de sustancias tóxicas son frecuentes en los suicidios consumados. De ahí, que aunque la depresión sea un factor de riesgo importante, la presencia de un trastorno de depresión no es necesaria ni suficiente para que éstos hechos se produzcan. 

Para prevenir el suicidio en los adolescentes es importante:

  • Formar personal educativo escolar y responsables locales encargados de detectar a adolescentes en situación de alto riesgo.
  • Documentar y educar a los niños con relación al suicidio.
  • Llevar a cabo  reconocimientos y utilizar los servicios profesionales.
  • Crear programas de apoyo entre los iguales.
  • Crear centros y líneas de teléfono permanentes para ayudar en casos de crisis suicidas.
  • Restringir el acceso a métodos en los que el riesgo de muerte sea muy elevado.
  • Intervenir después de que se haya producido un suicidio a fin de evitar que otros niños o adolescentes se vean inclinados hacia el suicidio.

Está muy extendida la prescripción de medicamentos antidepresivos a los  adolescentes y puede ser un componente importante del tratamiento de algunos de ellos. No obstante, su eficacia y seguridad permanecen inciertas. Se necesita, pues, el desarrollo constante de tratamientos psicológicos que sean sensibles a los diferentes aspectos de las influencias psicológicas, sociales, y familiares sobre los adolescentes que padecen depresión.

Se considera adecuado o necesario el uso de antidepresivos ante depresiones graves, episodios psicóticos, depresión bipolar y otros trastornos que no mejoren solo con psicoterapia.

Las acciones preventivas y adecuada rehabilitación que eviten la recurrencia y permitan un desarrollo emocional sano, son la mejor forma de afrontar este tipo de problema cada vez más frecuente.

Los profesionales de la salud mental que estamos conscientes del sufrimiento de estos adolescentes, tenemos la obligación de hacer una labor de concienciación entre padres y educadores, para disminuir el porcentaje de seres humanos en formación que sufren el trastorno. Sin embargo, ante la realidad de una niñez y adolescencia tempestuosas, nuestro papel es también de soporte para ayudarlos a salir de las mismas con el menor daño posible y con la mayor cantidad de herramientas para afrontar la vida.

Lady in red (Precuela y variación de la Caperucita Roja)

Cuando nació Lourditas doña Goyita se sintió la mujer más feliz del mundo. Era su primera nieta y había estado rezando para que fuera hembra, cosa de que, si a su hija Pepi que era medio enfermiza le pasaba algo antes de morir ella, quedara Lourditas para encargarse de su vejez. Con los hijos varones no podía contar, porque eran de la calle. Así que, la vio crecer sana y fuerte y hasta proveyó para que a la niña no le faltara nada.

El abuelo Enrique también quería mucho a su nieta, pero no la veía tan a menudo porque no vivía con Goyita desde hacía un buen tiempo. Se había vuelto a casar con una tal Máxima, que resultó ser mínima  en edad y en cerebro. Él seguía queriendo a Goyita, pero después de que lo operaron de cataratas y empezó a ver todas las arrugas y defectos que tenía su mujer –las comparaciones son terribles–, fue perdiendo el apetito, que no el amor,  por ella. Goyita, mujer de blancos y negros, no iba a permitir medias tintas y un día le dijo que, o demostraba, o se marchaba. Al abuelo se le había hecho imposible demostrar y salió por el foro. Luego Máxima se le puso a tiro y procedió, pero siempre pasaba por delante de la casa de Goyita para asegurarse de que todo estuviera bien.

Doña Goyita vivía en una casita en el bosque. Las rentas le daban para vivir dignamente y para tomar clases de karate en el pueblo de al lado –porque cuando se vive sola, una tiene que poder defenderse–, a donde se trasladaba en bicicleta martes y jueves. También dedicaba el resto de la semana a sembrar y cuidar las hortalizas  y a recoger los huevos de sus diez gallinas que, a menudo, y como no podía comer tanto huevo por culpa del colesterol, le cambiaba por pescado a la señora Luisa, la madre de Juan el pescador.

Lourditas, a quien doña Goyita llamaba Lulú, tenía un carácter parecido al de su abuela. Cuándo se le ponía algo entre ceja y ceja tenía que hacerlo o moría en el intento. Se le metió en la cabeza que ella también tenía que ir al pueblo de al lado para aprender baile moderno. Y no habría sido ningún problema si los días de clase hubieran coincidido con los de su abuela, porque así habrían podido ir juntas en bicicleta. Pero el baile moderno se daba los miércoles y viernes. Pepi, que era un cero a la izquierda de su madre y de su hija,  ya que ambas la habían acostumbrado a hacer de espectadora en su película intergeneracional, se opuso sin mucho convencimiento a que la niña tomara las clases. Doña Goyita habló con la profesora para que cambiara los días de la clase a martes y jueves, pero no resultó, así que se limitó a pagarle la clase y aconsejar a Lulú lo que debía y no debía hacer por el camino. También le puso como condición, y para ello le daba un monto, que le trajera del pueblo de al lado queso fresco y miel que brindaría a las amigas que solían visitarla los sábados por la noche.

Goyita había puesto el ojo en Faustino Wolf, pensionado alemán que se había retirado a vivir en su mismo pueblo y que hablaba el español con cierto acento que a ella le resultaba de lo más qué se yo.

De herr Faustino no se conocía gran cosa. Era parco cuando le preguntaban por su lugar de origen y por su vida pasada. Su físico ni siquiera era agradable. Tenía una cara basta. Nariz grande, ojos grandes, labios grandes entre los que aparecían unos dientes equinos, y frente estrecha. Todo esto adornado con vellos  blanquecinos que no se molestaba en afeitar muy a menudo y que le daban un aspecto de perro de quince años. Pero tenía mucho éxito haciendo amigas, posiblemente en base a frases cultas y melosas y regalarles apfelstrudel y topfenstrudel que aseguraba cocinaba él mismo. También se sabía –los empleados del banco del pueblo eran algo chismosos– que cada mes recibía su pensión de retirado. No se dio a conocer el importe, pero sí que era suficiente y le sobraba para vivir en el pueblito y dar, al menos, un viaje al año a su ciudad natal o hacer tours por otros países.

Doña Goyita había pensado más de una vez en que Faustino Wolf pudiera ser un buen compañero, si no se le tenía muy en cuenta el físico. Pero a esas alturas del juego, la compañía y la sinergia de su pensión y la de él se impusieron a los melindres. Juntos podrían aprovechar todas las excursiones para retirados y hasta hacer algún crucero por los países nórdicos.

Teniendo como objetivo la conquista del hombre y conociendo el sabio y popular dicho de que el que pestañea pierde , doña Goyita empezó con algunos escarceos entre los que estaba pasar por su casa a llevarle unos huevos todavía calientitos para sus próximos pininos culinarios, e invitarle a una fiesta el sábado en la tarde. Él no era bueno interactuando con multitudes y se disculpó. Pero Goyita insistió y al final tuvo que confesarle que a la fiesta solo estaban invitados él y ella. Faustino lo pensó un momento y accedió. Le aseguró que le llevaría un Blauer Spätburgunder que le iría muy bien a los quesos que Goyita había mencionado que le brindaría. Ella se marchó muy contenta de haber ganado el primer encuentro y pensó en hacer dieta los cuatro días que faltaban para la cita, de forma que pudiera meterse en el vestido rojo que le quedaba tan bien cuando tenía cuarenta años y que todavía conservaba por ser un clásico.

Encargó a Lulú que el vienes le trajera tres variedades de queso, pan y croissants y pensó completar la merienda con unos productos ibéricos que de seguro iban a hacer un buen maridaje con el vino y el ánimo de los añosos participantes. Lulú le llevó el encargo el mismo viernes y muy curiosa le preguntó a la abuela a quién iba a recibir al día siguiente. Doña Goyita estaba renuente a compartir con su nieta la información sobre la acción de conquista y se inventó cinco personajes femeninos como invitadas a la fiesta. Normalmente no le decía mentiras a nadie, pero en esta ocasión sintió que debía camuflar el asalto para que este no se frustrara y para no dar mal ejemplo a su joven nieta. Lulú se despidió de la abuela hasta el lunes y se marchó con su bicicleta hacia su casa.

Ya era sábado y doña Goyita había ensayado durante toda la semana los chistes, las anécdotas, el baile y hasta las poses angelicales. El vestido rojo le quedaba perfecto –así de bien funciona la dieta y el karate dos veces por semana– y esto, más los efectos de una mascarilla tensora a base de pepino y clara de huevo, hicieron milagros en su ánimo, aunque no en su cara.

A las siete menos dos minutos –o sea, dos minutos antes de la hora de la convocatoria– tocaron el timbre de la puerta y con una sonrisa de oreja a oreja Goyita abrió la puerta de la casa.

– ¡Pero niña! ¿Qué haces aquí? –exclamó entre frustrada y asustada doña Goyita.

– ¡Hola abuela! Pensé que si ibas a recibir a tanta gente no tendrías suficiente queso y panes para todos. Esta mañana llegué al pueblo para traerte más quesos. También te traje mermelada para acompañar y un mil hojas con crema pastelera, por si vas a servir té a tus amigas.

Doña Goyita tuvo que disimular lo suyo para que Lulú no se diera cuenta de su embuste. Cuando estaban colocando en unas bandejas las nuevas vituallas, sonó el timbre de nuevo. Goyita quería desaparecer en ese momento, ya que la llamada no podía ser sino de herr Wolf. Y efectivamente, Faustino apareció en la puerta cargado con dos botellas de vino y unas dalias amarillas.

– ¡Liebe Freundin!– la miraba con los ojos brillantes antes de abrazarla torpemente.

–Hola don Faustino, pase usted– le dijo mientras pensaba qué le diría a Lulú sobre la visita y trataba de inventar una historia convincente.

Pero Lulú que había oído la voz desde la cocina, salió sonriente y le guiñó el ojo maliciosamente a su abuela. Goyita los presentó.

–Él es herr Wolf y ella mi nieta Lulú.

–Encantada señor Lobo– rió estrepitosamente Lulú mientras recogía su cartera y se dirigía hacia la puerta de salida. –Que lo pasen bien y, para efectos de piruetas y posturas, tengan en cuenta la edad y que el abuelo Enrique pasa todas las noches en su ronda de seguridad. Abuela, te llamo mañana.

Goyita pensó que, al fin y al cabo, su nieta estaba cortada por su mismo patrón y por tanto, entendía la situación y hasta pareció aprobarla.

Dirigió entonces los cañones hacia Faustino Wolf y sacando dos copas de la cristalería que guardaba para casos excepcionales, se sentó a su lado en el sofá y sirvió el vino alemán.

Copa va y copa viene. Queso va y queso viene. Ibérico va, Ibérico viene hasta que el estómago, el corazón y lo que quedaba de las gónadas se pusieron contentos.  El próximo paso era tocar los volkstanz que Faustino había traído para enseñar a bailar a Goyita y que a ella, metida en una alegría espirituosa, le parecían muy divertidos. Dieron vueltas y vueltas hasta que tropezaron y cayeron riendo encima del sillón, Goyita abajo y Faustino arriba. Tenía al lobo dominado.

–Faustino, ¡qué ojos tan grandes tienes! –le dijo con admiración.

–Y que te ven divina, Goyita preciosa.

–Faustino, ¡que nariz tan grande tienes!

–Es para oler tu perfume embriagador.

–Faustino, ¡qué orejas tan grandes y peludas tienes!

–Oh! Estaba seguro de que me había sacado todos los pelitos; bueno, es que con la edad crecen.

–Faustino, ¡la boca me parece excesiva!

–Si tú quieres, meine liebe, pasaré por el ortodontista.

Enrique pasaba en ese momento por el frente de la casa en su acostumbrada vigilia nocturna; creyó ver movimiento, oyó voces extrañas y se asomó a la ventana. Vio lo que le parecía  ser un ataque sexual a su ex mujer, madre de sus hijos y abuela de su nieta y entró disparado a la sala. Acostumbraba a llevar un palo en sus vueltas de vigilancia y empezó a golpear a herr Wolf que apenas se podía tener de pie. Al verlo abatido en el suelo, a Goyita, obi verde, se le montó el espíritu de Shimabuku Tatsuo y redujo al intruso. Una vez anulado, lo rellenó de los peores insultos que recordaba de su juventud, entre los que uno de los más suaves fue – ¡Hijo e puta, que eres como el perro del hortelano, que ni comes ni dejas comer!

Aclarada la situación y acabado el sainete, al final, de forma muy civilizada, se sacó el hielo de la nevera para aplicarlo sobre los chichones de los golpeados; antiácidos para la pareja que, una vez pasado el momentum, había quedado con un fuerte dolor de estómago, y se sirvió un té para calmar los ánimos. Enrique se despidió pidiendo disculpas a ambos una y otra vez y Faustino también se marchó maltratado de cuerpo, pero con el alma contenta, no sin antes susurrarle al oído a Goyita lo hermosa que era y lo bien que lo había pasado en la primera parte del evento. Goyita insistió para que se llevara un trozo del mil hojas con crema pastelera, al tiempo que le estampaba un casto beso en la mejilla –tanto había bajado la temperatura.

A los seis meses Goyita firmó los papeles como la señora Wolf y vivieron felices hasta el resto de sus días, bailando polkas, volsktanz y algún que otro bolero en momentos débiles de la carne. Herr Wolf se puso breakers para gustarle todavía más a su mujer y ahorraban lo que podían para coger sus vacaciones anuales y sus cruceros por los países nórdicos. Lulú seguía llevándoles todos los viernes queso, pastel y una jarrita de miel.

 

 

Si, quiero.

Ya superado el aplastante dolor inicial del divorcio, Elena decidió poner fin al luto y empezar a ejecutar los planes para su nueva vida.

Se centraría principalmente en su familia y en su trabajo y también aprovecharía el tiempo que ahora no le tenía que dedicar a su marido para dedicárselo a ella misma. Se inscribió en el mejor gimnasio de la ciudad y comenzó una dieta que le recomendó la nutricionista. Contactó a sus amigas solteras y planeó con ellas reuniones y salidas. Habría preferido no hacerlo porque, en el fondo, tenía miedo de volver a empezar y de no estar acorde con los tiempos. Pero Elena no es de las que se dejan vencer por el miedo y se impuso a esa emoción.

Yendo a su trabajo todas las mañanas, podía ver el anuncio de una clínica de belleza que a través de una fotografía con una hermosa joven, motivaba a las mujeres a verse como ella. Elena nunca había sido asidua de ese tipo de establecimientos. Sus inquietudes de belleza se limitaban a la peluquería y a la compra de cosméticos, más por seguir la corriente que por necesidad esencial. Pero algo tenía la publicidad de esa clínica de belleza que la enganchó y en uno de los viajes anotó el número de teléfono de la misma para hacer algunas averiguaciones, antes de ir directamente al sitio.

–Saludos. He visto el anuncio de ustedes y me gustaría saber qué tratamientos de belleza ofrecen y los precios– preguntó a la voz que le contestó el teléfono.

–Bueno, tenemos todos los tratamientos tradicionales que le puedan ofrecer en este tipo de clínicas y algunos especiales que no encontrará en ningún otro sitio, y los precios los damos cuando las clientas vienen directamente a nuestro local. Puede pasar por aquí y le haremos una evaluación sin costo y sin compromiso alguno. Así podrá ver nuestras instalaciones y conocer a nuestro personal.

–Está bien. ¿Cuál es su horario? Porque yo trabajo de lunes a viernes.

–Para ese tipo de casos y por cita, abrimos los sábados.

–Por favor, ¿me puede poner una cita para el próximo sábado? Mi nombre es Elena Martínez.

– ¿Le conviene a las diez?

–Muy bien, allá estaré a esa hora.

Elena tenía curiosidad. Le daba un poco de miedo el precio que pudieran tener esos tratamientos de belleza, pero pensó que no tenía ningún compromiso de contratarlos si el costo le parecía excesivo o el servicio no era el que ella esperaba.

Puso en su agenda la cita del sábado y anunció en su casa que esa mañana se la iba a dedicar a ella misma, por lo que cada quien estaría por su cuenta.

Llegó a las diez menos cuarto a la clínica de belleza.

El establecimiento se veía muy moderno y confortable. Las empleadas estaban vestidas de color malva claro, haciendo juego con las paredes y armonizando con los muebles pintados en color crema. La atendieron con mucha solicitud y le mostraron las instalaciones. Una música muy suave, que Elena calificó de esotérica, la envolvió y le produjo una paz que hacía tiempo no sentía. Todas las cabinas estaban en armonía con la misma línea: camillas con sábanas y toallas malva y cientos de tarritos llenos de productos que despedían un olor cautivador; excepto una habitación que era mucho más pequeña, estaba pintada de un blanco impoluto y tenía un aparato en forma de huevo gigante de color metálico.

– ¿Y esta cabina tan diferente, para que la usan?

–Esta es la cabina para eliminar el paso del tiempo.

– ¡Qué curioso! ¿Y funciona?

–Ya lo creo. El problema es que no todo el mundo es aceptado para recibir el servicio.

– ¿Cómo? Si yo quiero y lo pago, ¿no necesariamente me lo van a dar?

–Así es. Primero tenemos que hacer una historia clínica de su vida para ver si se lo podemos ofrecer. Y luego estaría el hecho de que usted quiera pagar lo que cuesta el servicio.

–Ahora sí que estoy curiosa. Por favor, háganme las pruebas.

Elena se sometió a cuanta pregunta le hicieron y hasta tuvo que llenar varios test que le mostraron; se sorprendió al ver que no hicieron observaciones sobre su piel –normalmente suelen agudizar el problema de la cliente para ofrecer una solución más cara, pensó con cierta predisposición–. Quedaron de avisarla.

A la semana le dijeron que había sido aprobada su solicitud y que podía pasar el sábado próximo a la misma hora.

Volvió a dar las instrucciones en su casa para que se las arreglaran sin ella y revisó su cuenta corriente. Llegaría hasta cierto punto, pero de ninguna manera pagaría en exceso por algo en lo que, en el fondo, no creía que pudiera ser muy efectivo: eliminar el paso del tiempo. Ese tipo de profesionales siempre ofrecían el combate a las arrugas, la juventud eterna, pero la realidad es que una salía del sitio más o menos como entró, pero tratando de convencerse de que el tratamiento había sido un éxito, para no sentir que había sido timada.

Llegó a la clínica y en el mostrador de la entrada la esperaba una empleada que no había visto nunca.

–Vine por el tratamiento de eliminación del paso del tiempo– Y se sintió un poco simple al decirlo.

–La estábamos esperando. ¿Cuál tratamiento va a escoger, el uno o el dos?

–No sé en qué consisten cada uno. ¿Me puede explicar? ¿Cuánto cuesta cada uno?

–El uno elimina diez años y cuesta diez mil pesos. El dos elimina veinte años y cuesta veinte mil. Dado su historial recomendamos el número dos, tendrá muchas posibilidades de rehacer su vida con el mismo. El tratamiento está garantizado, si no queda satisfecha le devolvemos su dinero.

Elena estaba indecisa; veinte mil pesos eran muchos para ser invertidos en cosmética. Tendría que eliminar otros gastos en cosas que le hacían más ilusión. Pero una vocecita interior la animaba a aceptar la oferta de rehacer su vida. Se armó de valor y sacó la tarjeta de crédito. Pagó. La empleada la condujo a la cabina de eliminación.

– ¿Desea un té mientras llega el encargado? Está esperando que la máquina se cargue.

–No gracias. Lo tomaré después del tratamiento.

–No se lo podremos ofrecer entonces.

–Está bien. De todas formas no me apetece.

Entró el encargado del tratamiento vestido de blanco y la invitó cortésmente a entrar en el huevo metálico. A Elena le extrañó mucho que no se le hiciera una limpieza de cutis y del resto de la piel del cuerpo, pero creyó que se trataba del procedimiento previo al tratamiento. Luego vendría todo lo demás. El empleado cerró la puertecilla del huevo. A Elena le dio miedo. Vio como apretaba varios botones y sintió un pitido que iba penetrando por sus oídos y por todo su cuerpo. Una luz muy blanca la llenaba de energía y parecía que iba a explotar. De pronto el ruido paró, la luz perdió su intensidad y ella ya no sintió nada.

Elena no sabía qué hacía en la tienda de efectos para el hogar. Amelia se le acercó sonriente.

– ¡Llegaste temprano manita!

–Amelia ¿Qué te has hecho?, no te pareces a ti. Parece que estés de nuevo en los veinte.

–No relajes Elena. Estoy en los veintiséis, no en los veinte. Parece que esta boda te está acabando. Ya ni sabes lo que dices. Mira, allá está la sección de listas de boda.

– ¿Quién se casa?

– ¡Manita, ya está bueno! Vamos a escoger los regalos de tu lista.

– ¿Qué día es la boda? –preguntó la empleada de la tienda.

Elena estaba petrificada y Amelia contestó –Se casa el diecinueve del mes que viene. Exactamente dentro de treinta y dos días.

Elena sintió un malestar que le invadía todo el cuerpo.

– ¿Me da el nombre del novio?

De nuevo Amelia tuvo que intervenir al ver que Elena parecía ida. –Joaquín Romero y el de ella es Elena Martínez.

Elena creía que estaba soñando. No podía ser. Estaba viviendo por segunda vez la incertidumbre de la primera. Recordaba con toda precisión los sentimientos encontrados pocos días antes de la boda con Joaquín. El noviazgo no había sido fácil. En varias ocasiones le habían advertido que habían visto a su novio con una muchacha en plan de manoseo y en otras tantas habían roto la relación para volver al cabo de corto tiempo después de excusas, arrepentimientos y manifestaciones de amor a través de regalos, viajes y ofrendas de eternidad. ¿Cómo era posible que ahora volviera a estar en lo mismo? En la clínica de belleza le habían ofrecido la posibilidad de rehacer su vida. ¿No era este el momento de borrar los veinte años de infelicidad? ¿Por qué no llamar a Joaquín en este preciso instante y decirle que se fuera al carajo él y  sus infidelidades? Porque al final, había tenido que divorciarse por no poder soportar más las comparaciones con las mujeres con las que la engañaba.

Pero, si no se casaba con Joaquín ¿Qué pasaría con sus tres hijos? No los tendría; y no soportaba la idea de perderlos. Si algo  le daba fuerzas y alegría para vivir eran sus hijos. Y con su carrera, con sus amigos logrados después de casada y como consecuencia de su estado ¿Qué pasaría? Había invertido demasiada energía y tiempo en estas relaciones como para perderlas de una vez por todas. ¿Y si probaba de nuevo el matrimonio con Joaquín y usaba otra estrategia diferente para cambiarlo? Podría escoger las cosas buenas y desechar los errores…

–Elena Martínez, ¿toma usted por esposo a Joaquín Romero para amarlo y respetarlo, en la salud y la enfermedad, en la riqueza y la pobreza, hasta que la muerte los separe?

–Sí, acepto.

A partir de ese momento,  vuelta a poner la carne en el asador, a la depresión, a la alegría de recibir a cada uno de sus hijos en sus brazos después de nacer, a la baja autoestima, a los días brillantes, a las peleas, a la empatía de sus familiares y amigos,  a los días tristes, a la esperanza, al desasosiego, a agotar todos los recursos para que las cosas cambiaran, a sentirse impotente, en fin, a permitir que el tiempo volviera a hacer de las suyas.

La clínica de belleza cumplió su oferta. No podía reclamarle nada. Solo ella era responsable de repetir los mismos errores. Había desaprovechado una oportunidad que se presentó tarde y se marchó pronto.

 

 

 

 

 

 

Si naciste pa martillo…

A los nueve años de haber nacido, Martina ya sabía lo que quería en la vida: ser rica.

Vivía en un pueblecito al lado de un rio que, en algún punto de su cauce, caía en un salto y cuando hacía sol las gotas de agua se descomponían en mil colores y formas. Esto hizo al lugar apetecible para los organizadores de viajes turísticos que llevaban a sus clientes a disfrutar del paisaje y para los moradores que aprovechaban para venderles comidas típicas y chucherías artesanales.

Martina veía cómo los turistas extranjeros que llegaban a su pueblo se extasiaban mirando el rio y las montañas pobladas de palmas Reales, palmas Catey y Guano, y que exhibían un verde intenso en cualquier época del año. Muchas veces la invitaban a posar al lado de uno de estos árboles endémicos o de las orquídeas que tenía su abuela en envases que otrora contenían aceite de coco. Ella lo hacía con gracia y exhibiendo la mejor de sus sonrisas. Sus dientes blanquísimos y las dos llamitas chisporroteantes que tenía por ojos llamaban mucho la atención entre los foráneos. Como premio, recibía unos cuantos pesos o algún chocolate. En alguna ocasión algún varón viejo la besaba de una forma que no le gustaba mucho, baba incluida, pero se había dado cuenta de que tras este tipo de besos, la propina era mayor. Cuando llegaba a la casa se lavaba la cara y ya.

Cuando los turistas se retiraban a sus autocares, Martina se alejaba hacia una esquina del pequeño y maltratado porche de su casa. Allí empezaba a fantasear con lo que acababa de pasar. Hoy era la hija de la señora rubia y buena moza que tenía un vestido blanco con unas flores rojas y verdes. Cerraba los ojos y se veía cogida de su mano, paseando por un jardín parecido al que había en la mansión de la entrada del pueblo y que, según decían los mayores, era de un tutumpote de la capital que tenía todos los cuartos del mundo. Ayer era la novia del muchachito rubio que apenas le dedicó una mirada porque solamente tenía once años y  porque andaba escuchando música en un aparatico que llevaba en su cinturón, el cual conectaba a sus oidos con dos cordones de plástico blanco. Ella le pidió que le dejara escuchar, pero él, o no la entendió, o no estaba interesado en hacerlo.

–Martina, ven a pelar los plátanos de la cena– la llamaba su madre.

Cuando oía este mandado, Martina salía disparada hacia la casa de su amiguita Fifa, odiando inmensamente tener que cenar todos los días plátano hervido. Ella decía que eso no era comida de gente, porque un día que fue a llevar al hotel del pueblo unas berenjenas que su padre le vendía, vio cómo los huéspedes comían ensaladas, carnes de diferentes tipos y postres. Quedó extasiada con el surtido bufet que presentaba tres o cuatro bandejas diferentes de cada renglón de comida. Un día que el chef la descubrió mirando fijamente, la invitó a que fuera con él a la cocina para servirle en un plato todo lo que ella quisiera. Aprovechó, el casto hombre, para sobarle sus incipientes senos.

–Te estás poniendo grande Martinita, cuando vengas a traer las berenjenas pásate por aquí que te voy a invitar a comer siempre–. Una manera como cualquier otra de comenzar el trato de la carne.

A partir de ese día, a Martina la comida de su casa le parecía poca y mala y muchas veces prefería irse a la cama sin cenar, a comer lo que le servían. –No es tan difícil conseguir lo que uno quiere– pensó, aunque no le gustara el manoseo.

Cuando cumplió catorce años ya había desarrollado un cuerpo que la hacía parecer mayor de lo que era. A pesar de las peleas de sus padres porque había dejado la escuela sin terminar sus estudios de primaria, estaba muy segura de que podía conseguir muchas más cosas si en vez de utilizar la cabeza utilizaba los senos o el trasero para su propósito. Su carrera comercial comenzó en el colmadón Vida Mía. Se acercaba contoneándose desdeñosamente al mostrador, como si no le interesaran los parroquianos y le hacía cualquier pregunta al dependiente quien ya sabía de la estrategia y le seguía el juego.

–Julián, ¿usted sabe si pasó por aquí mi tío Ramón?

–No princesa, no ha pasado, pero si quieres lo puedes esperar porque no tardará mucho.

–Martina, ¿te puedo invitar a una fría? – le preguntaba el cliente de turno al que Martina se había pegado y que parecía muy afectado por la presencia y el olor a perfume barato de la jovencita. Y así comenzaba el baile de la seducción que solía ser corto porque no hay mantequilla que no se derrita inmediatamente cuando se la acerca al fuego. De cada cerveza aceptada sacaba Martina dinero o  regalos y el que convidaba ganaba besos o manoseos en sus partes varoniles, según fuera su historial de capacidad económica o de dádivas anteriores, pero, en cualquier caso, lo suficiente como para tener que pedir servilletas de papel antes de retirarse al rincón del patio.

Pronto se le hizo pequeño el pueblo a Martina y decidió que para ampliar su negocio se tendría que mudar cerca de los resorts. A los quince años dejó a su familia y cargada con todas sus coloridas pertenencias se dirigió a la casa de la tía de uno de sus clientes que alquilaba piezas a bailarines, artesanos y jóvenes mujeres que se buscaban la vida entre los empleados de los hoteles y los clientes de estos a los que, como guía turístico, cualquier camarero les hacía el favor de enseñarles la vida del pueblo, aunque ninguno de los seres humanos con los que tendrían contacto se parecieran al común denominador criollo.

Martina siguió en el negocio de ganarse la vida por las noches durante unos años más. Pero los medios de información masiva la convencieron de que había lugares maravillosos fuera de su país, con esa gente bella, rica, blanca que veía en los hoteles y empezó a pensar cómo pasar a formar parte de ese mundo. La sobrina de la patrona de la casa, amiga de correrías, había logrado casarse con un italiano y  su tía no hacía más que comentar lo bien que vivía y el dinero que le mandaba a sus padres y a ella misma; eso sin trabajar, porque el marido la mantenía a cuerpo de reina.

Martina ya sabía bien cómo eran los hombres que había conocido y sus necesidades perentorias: sexo, reconocimiento, poder y en última instancia, amor. Por ahí comenzó a trazar su estrategia para llegar a la meta –que de haber terminado la escuela, Martina habría podido conseguir los mejores negocios, tal era su capacidad de decisión y su empuje ante los retos.

Enganchó un pececito español –que resultó ser un esfireno– y lo convenció de su admiración por él, su deseo por él y su amor por él.

Al poco tiempo de regresar a su patria, el español le mandó un contrato de trabajo para atender a un paciente postrado y con ello le dieron la visa de trabajo en el consulado. Martina volvió a hacer el petate, esta vez con maletas de verdad y se fue a conquistar el viejo mundo.

El  esfireno la estaba esperando en el aeropuerto y tomaron un taxi hasta su casa. El palacio, como si ya hubieran sonado las doce campanadas,  se había convertido en un piso de cuarenta metros donde vivía él, su tío enfermo y dos perros mestizos que había recogido en la calle cuando llevaba a cabo sus tareas diarias de barrendero municipal. Inmediatamente empezó a dar órdenes a Martina para que limpiara, cocinara, cambiara los pañales del enfermo, paseara y diera de comer a los perros. Además le exigía que le pusiera las pantuflas en los pies cuando llegaba del trabajo y le preguntaba qué había comido ella para asegurarse de que en la casa se siguieran los parámetros de frugalidad extrema (para los demás, se entiende). Para completar la jornada, Martina debía someterse a los deseos sexuales del hombrecillo que estaban en relación inversa a lo pequeño que era él.

A los dos meses de estar con el esfireno y su circo y después de haber recibido una golpiza –porque en la casa se habían incrementado los gastos por su culpa–, Martina no podía aguantar más y se fue de la casa con lo puesto.

Ahora Martina vive en un piso patera y tiene que caminar varios kilómetros para llegar al soñado jardín de su niñez acompañada del energúmeno de turno. El trabajo se pone pesado, sobre todo en invierno, cuando los hombres le exigen un sitio cubierto para tener sexo y los vecinos del portal donde resuelven la carencia le tiran hasta excrementos. El trabajo se pone pesado en verano cuando la Policía Nacional hace redadas para proteger los parques y a los ciudadanos de las rameras inmigrantes. Pero Martina trabaja y ahorra cuanto puede, porque está segura de que en algún momento de su vida, logrará ser rica.

 

La muerte y el duelo (2 de 2)

EL DUELO

Romped las cuerdas del amargo duelo. Quien sufre como vos sufrís, señora: es más que una mujer, algo del cielo,
que de él huyó y entre nosotros mora. José Martí

Cuando hay una pérdida, del tipo que sea, siempre hay un duelo. En este comentario, nos referiremos solamente al duelo por la pérdida de una persona querida.

Cuando alguien querido muere, se pueden sentir emociones diferentes: tristeza, miedo, preocupación, confusión, falta de apetito, falta de sueño, enojo, alivio, culpabilidad o vacío. A su vez, estas emociones se pueden entremezclar haciendo que no sepamos qué está pasando en nuestro interior. Todas estas son reacciones naturales frente a la muerte de un ser querido. Son parte del proceso de duelo.

El duelo nos afecta de forma diferente. Esta forma estará relacionada con nosotros y con la relación que tuvimos con la persona que falleció y en qué circunstancias lo hizo. No es lo mismo ver morir a una persona joven que a una persona mayor; una persona sana versus una persona enferma crónica o grave; a una persona muy querida que a una persona cercana pero con la que se tiene algún conflicto. Por otra parte, nos afecta de forma diferente si somos creyentes en otra vida o no, y si somos religiosos o no lo somos. Perder a alguien de repente puede ser muy traumático y si la pérdida es por un suicidio, esta muerte puede ser muy difícil de enfrentar.

Como el duelo es muy personal e individual, algunas personas buscan el apoyo de otras y encuentran alivio en los buenos recuerdos. Otras tratan de mantenerse ocupadas para despejar su mente de la pérdida. Algunas personas se deprimen y se alejan de sus amigos, o evitan los lugares o situaciones que les recuerdan a la persona fallecida. Otras pocas personas tratan de evitar su dolor involucrándose en actividades peligrosas y autodestructivas: beben, se drogan, se infieren castigos físicos para escapar de la realidad, pero la sensación de escape es únicamente temporal. La persona no está realmente enfrentando el dolor; simplemente lo está enmascarando, lo que hace que esos sentimientos se acumulen en el interior, prolongando el duelo de forma poco sana.

Con relación a la actitud hacia la pérdida de un ser querido en las diferentes etapas de la vida, los niños, generalmente, expresan su aflicción con rabia, indiferencia o rehusándose a reconocer la muerte. Se les puede ayudar si desde temprano en la vida se les presenta este concepto dentro de su propia experiencia y se les da la oportunidad de hablar acerca de los aspectos que rodean la muerte. Es mejor hacerlo lo antes posible. Para hacer que los niños menores de 3 años puedan iniciar adecuadamente el proceso de duelo, es necesario que dejen de esperar a su ser querido, y lleguen a comprender que éste no regresará nunca. Se pueden usar ejemplos de la naturaleza: hojas secas, muerte de mascotas, etc.

Lo más habitual, es que el niño haga un duelo alternando preguntas y manifestación de emociones, con intervalos en los que no menciona para nada el asunto.

El niño intuye enseguida que la muerte va a tener muchas consecuencias en la familia, lo cual le produce dificultades para dormir, pérdida de apetito y miedo de quedarse solo. Puede presentar un comportamiento infantil (enuresis, hablar como un bebé, pedir comida a menudo) durante tiempo prolongado. A veces, puede presentar imitación excesiva de la persona fallecida y expresiones repetidas del deseo de reencontrarse con el fallecido. Puede alejarse de sus amistades y negarse a ir a la escuela.

Por su lado los adolescentes, aunque sufran intensas emociones ante una perdida, no las comparten porque sienten que tienen que hacer la representación de que todo está bien en ellos. Esto  puede hacer que el adolescente renuncie a vivir su propio duelo, sintiendo a cambio rabia, miedo e impotencia y preguntarse, incluso,  por qué y para qué vivir.

Aunque exteriormente parezca ya un adulto, necesita todavía mucho apoyo afectivo para emprender el doloroso y difícil proceso del duelo. Los amigos pueden ser de gran ayuda, pero si estos no han vivido algo similar, se sienten impotentes y pueden ignorarlo totalmente.

Si el padre o la madre del adolescente fallecen mientras está alejándose física y emocionalmente de ellos –como suele suceder en esa etapa de su vida–, puede experimentar un gran sentimiento de culpa y de algo sin concluir. Esta experiencia puede hacer el proceso de duelo más complicado.

Un duelo mal llevado por parte del adolescente arroja: síntomas de depresión, insomnio, inquietud psicomotriz, baja autoestima, fracaso escolar, o indiferencia frente a las actividades extraescolares. También deterioro de las relaciones familiares y con los amigos. Conductas de riesgo como abuso de alcohol, drogas, peleas, relaciones sexuales impulsivas y sin prevención, negación del dolor y alardes de fuerza. Estos síntomas, ameritan la consulta con un terapeuta.

El adulto joven tiene mayor probabilidad de sentir la muerte con mayor intensidad emocional que en otra etapa de la vida. Suele sentirse frustrado frente a la muerte de un ser querido, ya que no le permite proyectarse con el futuro. Su frustración se transforma en rabia, lo cual dificulta el proceso de ayuda.

En la edad adulta intermedia se tiene más conciencia de la muerte y ante el fallecimiento de los padres, la persona se convierte en la generación mayor. La percepción del tiempo es diferente y es posible que se generen cambios positivos en su proyecto de vida, producto de la solución exitosa de la crisis de la mitad de la vida.

El duelo en el anciano es similar al del niño, debido a que en esta etapa de la vida se produce una vuelta a la dependencia. Esto produce una disminución de la capacidad para el duelo. La dependencia que presenta el anciano lo lleva a desarrollar conductas no patológicas y adaptativas a la pérdida. Se tiende a reaccionar con manifestaciones somáticas.

Ante una pérdida, el anciano necesita un sustituto que le brinde seguridad, ya que la pérdida de la persona querida amenaza esta garantía. El anciano en condición de dependencia, está más preparado para su propia muerte que la del objeto de su dependencia.

En el tiempo de duelo hay un proceso que se debe completar. W. Worden dice:

Se necesita aceptar la realidad de la muerte. Dado que uno tiene la sensación inicial de que no ha pasado, que ha sido como un mal sueño, la primera tarea del proceso del duelo es enterrar psicológicamente al ser perdido, o sea, aceptar que la persona querida está muerta y que no se la volverá a ver más. Hay que experimentar el dolor de la pérdida física y psíquicamente. Es necesario que este dolor sea arrostrado si se quiere superar en algún momento. Es conveniente amoldarse a un ambiente en el que la persona fallecida ya no va a estar.

Cuando ya se ha aceptado la realidad de la pérdida, hay que rehacer la propia relación con la persona perdida y con las funciones que ésta cumplía. Esto implica tener que desarrollar nuevas capacidades y/o nuevas conductas que no estaban dentro del repertorio.

Es beneficioso reinvertir en otra relación la energía emocional que se había depositado en la persona fallecida. O sea, darle un lugar especial en nuestro interior para depositar la energía emocional en otras actividades y relaciones. Para ello, el recuerdo de la persona perdida se debe activar de una forma objetiva y tranquilizadora.

Puede parecer imposible recuperarse después de perder a un ser querido. Pero la aflicción mejora gradualmente y se vuelve menos intensa con el tiempo. Tal vez, saber algunas de las cosas que se pueden  esperar durante el proceso de duelo, ayuden a superar el dolor.

Los primeros días después de la muerte de una persona pueden ser duros, la gente puede expresar emociones fuertes. Llorar o consolarse mutuamente y reunirse para expresar apoyo, puede ayudar  a quienes se ven más afectados por la pérdida.

La familia y los amigos suelen participar en rituales que pueden ser parte de su religión, su cultura, su comunidad o de sus tradiciones familiares. Estas actividades pueden ayudar a la gente a superar los primeros días inmediatos a la muerte y a honrar a la persona que murió. Ayuda  pasar algún tiempo conversando y compartiendo recuerdos de la persona que falleció. Esto puede extenderse por días o semanas después de la pérdida, cuando los amigos envían tarjetas, llaman por teléfono o pasan a visitar.

Muchas veces, la gente muestra sus emociones en este período. Pero, en ocasiones, una persona puede estar tan sorprendida o impactada por la muerte que no demuestra las emociones en forma inmediata, aun cuando la pérdida sea muy terrible.

No importa cómo pases tu duelo, no existe una manera definida de hacerlo. El proceso de duelo es gradual y dura más en algunas personas que en otras. Puede haber momentos en los que pienses que nunca disfrutarás de la vida de la misma manera, pero ésta es una reacción natural después de una pérdida.

Como la pérdida de un ser querido es estresante, cuidarte a ti mismo puede ayudarte a enfrentarla.

  • Recuerda que la aflicción es una emoción normal. El dolor irá aminorando poco a poco.
  • Participa en los rituales. Los servicios religiosos, los funerales y otras tradiciones ayudan a la gente a superar los primeros días y a honrar a la persona que falleció.
  • Reúnete con otros. Incluso las reuniones informales de familiares y amigos brindan una sensación de apoyo y ayudan a la gente a no sentirse tan aislada durante los primeros días y semanas del duelo.
  • Cuando puedas, habla de ello. A algunas personas las ayuda contar la historia de su pérdida o hablar de sus sentimientos. Pero si una persona no tiene deseos de hablar, también es adecuado.
  • Exprésate. Aun cuando no sientas deseos de hablar, encuentra maneras de expresar tus emociones y tus pensamientos. A través de escritos, canciones, poemas o tributos a la persona que falleció. Puedes hacerlo de manera privada o compartirlo con otros.
  • Haz ejercicio o realiza actividades al aire libre que requieran un esfuerzo corporal. El ejercicio puede cambiar tu humor. Puede resultar difícil sentirse motivado, por lo tanto, imponte, modifica tu rutina normal si es necesario.
  • Aliméntate bien. Puede ser que no tengas hambre, pero tu cuerpo necesita comida nutritiva que te ayude a conservar tu salud.
  • Únete a un grupo de apoyo. Si consideras que puede ayudarte entrar en un grupo de apoyo, averigua cómo, dónde y con quién hacerlo. No tienes por qué estar sólo con tus sentimientos o tu dolor.
  • Expresa y libera tus emociones. Si tienes deseos de llorar, hazlo. No te preocupes si al escuchar determinadas canciones o realizar algunas actividades te traen recuerdos dolorosos de la persona que perdiste. Después de un tiempo, será menos doloroso.
  • Puedes dedicarle un memorial o un tributo. Planta un árbol o una planta, o recuerda a la persona con algo saludable, alegre,      amoroso o íntimo.

Todo lo anterior  nos ayudará a aceptar la realidad de la pérdida, que es el paso más difícil. Si pasado un tiempo prudente de más o menos seis meses no vemos disminuir el dolor profundo –no estamos diciendo que se olvide al ser querido, ni que se deje de querer, estamos hablando de seguirlo amando en otra dimensión que no obstaculice nuestra vida, que nos permita seguir adelante–, es bueno consultar a un profesional para que nos ayude a superar esta etapa de duelo.

Ganamos, mami!

JOSELITO BLANCO

Joselito Blanco exhibió una sonrisa de oreja a oreja cuando ganó las elecciones. Bueno, en realidad ganó el candidato por el que votó y por el que, en los últimos meses de campaña política se unió a un movimiento electoral que asumía tenía muchas posibilidades de mangonear en la cosa pública. Digamos que apostó por su futuro.

Joselito Blanco estaba –y está– sin trabajo. No ha hecho una carrera en la vida. No se ha especializado en nada. Tampoco le gusta demasiado trabajar. Lo suyo es pensar, soñar, proyectar y ansiar riquezas y bienestar a cero esfuerzo. Su vocación es vivir del cuento –nada que ver con ser cuentista o escribir cuentos–.

Cuando un amigo –que parece que no lo conocía bien o que lo conocía demasiado–- le comentó que El Movimiento Para un Futuro de Película necesitaba hombres como él, con empuje, dispuesto a conseguir más seguidores, marrullero por genética y por libreto de vida –esto no se lo dijo, pero lo pensó casi a viva voz–, a los cuales recompensaría con creces, Joselito Blanco no lo pensó dos veces. Dejó su cómodo sillón frente al ordenador donde elucubraba negocios y chateaba en las redes sociales, recibió las módicas dietas que  se supone invertiría en ayudar en las actividades proselitistas –pero que solo daban para empinar el codo– y se lanzó a la calle a romper corozos.

Joselito Blanco no faltó a una de las reuniones del Movimiento que, por cierto, tenían lugar bastante lejos de su casa y para llegar tenía que trasladarse en su maltratada camioneta. Tuvo que recurrir al abuelo Chiro y pedirle contribución para la gasolina; subsidio que le retribuiría multiplicado por diez cuando ganara las elecciones. Y se acabaría eso de vivir en un patio. Con el triunfo lo mudaría a una casa parte alante y le pondría una muchachona para que lo ayudara en los quehaceres de la casa o cualquier ocurrencia libidinosa del viejito.

Como aspiraba a un puesto de cierto nivel, entendió que debía presentarse ante El Movimiento con ropa de marca y en buen estado. El contaba en su armario con par de piezas que servían para el propósito, pero no eran suficientes. Visto y analizado el caso, decidió ir donde su amigo y compadre Jonatán, que tenía un negocio de pacas, y pedir prestadas dos camisas y cuatro polochés que le devolvería impecables o le compraría nuevos –en caso de que así lo considerara el prestatario– en el momento de su devolución.

–Compadre no se preocupe que si ganamos le voy a buscar un puesto en el mismo sitio que me ubiquen a mí. Tiene usted eso más seguro que el polvo que le va a echar a la Marubeni esta noche.

Empezó a mirar apartamentos –Joselito Blanco vivía arrimado en la casa de la tía Beba– por el ensanche La Paz, para quedar cerca de cualquier ministerio en el que le dieran una posición de mando. Apartó uno que le gustó con diez mil pesos, que sacó de un prestamista que le cobraría el módico 20% mensual y al que también le firmó un documento en el que ponía la camioneta como garantía. Se comprometió a pagar el resto de lo acordado en tres meses, cuando el Presidente tomara posesión y El Movimiento colocara sus fichas en el tablero.

Pensó que con esa posición dentro del gobierno, por fin, Jilarylena le haría caso, y para irla ablandando fue a ver a su comadre Juana que vende prendas de plata y le compró una pulsera y un collar a juego. Le pagaría quinientos pesos semanales –Juana vende fiado– hasta que quedará saldada la joya y además, le regalaría mil quinientos pesos para que le comprara unos tenis al ahijado.

Fueron innumerables los líos en los que Joselito Blanco invirtió y se quedó tan tranquilo, tal era la seguridad que tenía en el triunfo de su partido y la retribución de su trabajo.

DON JOSÉ AZUL

A Don José Azul solo le faltó arrancarse los cabellos cuando proclamaron ganador de las elecciones al candidato del partido contrario. Su familia dependía del puesto que estaba ocupando, del puesto que ocupaba su mujer y del puesto que ocupaba su suegra dentro del gobierno. Hasta el carro habían vendido, en su momento, porque usufructuaban uno del ministerio, que se suponía que solo era para usarse en diligencias oficiales, pero que él y todos los de su ministerio y del resto de los ministerios usaban personalmente, disfrutando, por supuesto, de gasolina gratis y en ocasiones de chofer asignado.

Don José tenía dos hijos estudiando, uno en una universidad privada y otro en el extranjero haciendo una maestría en Finanzas Públicas –tal era la esperanza de continuismo en la familia–.

El señor Azul estaba pagando una hipoteca de su apartamento nuevo en la Torre Felicidad que había sacado hace tres años y que no terminaría de pagar hasta dentro de doce años.

Debía gran parte de un préstamo personal que le había otorgado el Banco Maravilla y que usó en amueblar el apartamento acorde a su estatus y en unas vacaciones en un crucero por los Fiordos Noruegos, de las que trajo la manía de comer salmón ahumado acompañado con Geitost –no adoptó la costumbre de comer arenques porque le parecía muy vulgar–; de postre fresas, manzanas y cerezas y tés de cardamomo para aliviar los gases y la diarrea que sufría en momentos de mucho estrés como por ejemplo los dieciséis de agosto de cada año.

Joselito Azul tuvo que comer mucha mierda de los jefotes que pasaron por su departamento que lo sabían todo –cuando ni siquiera tenían una carrera relacionada con la posición que estaban ocupando, o ni siquiera tenían una carrera– y hacer malabarismos para continuar en su puesto que, ahora, estaba casi seguro de que iba a perder.

Desde el día en que se confirmó el nuevo presidente hasta este momento, se fue dando cuenta de quiénes eran sus amigos y quiénes no. De la caterva de devotos y canchanchanes que siempre lo rondaban y a los que hizo incontables favores, solamente tres lo llamaron para decirle cuánto lamentaban que hubiera perdido el partido y agradecerle lo que había hecho por ellos desde su posición.

–Coño me están cantando el  Ite Misa Est– pensó en voz alta.

Uno de ellos, para acabarla de arreglar, se atrevió a comentarle, cómo todos sus acólitos, menos él,  se mofaban de su trasero ancho y redondeado “culo e prieto” lo llamaban, y Don José, que ya tenía bastante con sus diálogos internos y los comentarios que los buitres del partido ganador expresaban en la prensa exclamó casi sin pensarlo:

– ¡No me defienda compadre!

Joselito Blanco y Don José Azul son tan parecidos que tan solo se diferencian en el apellido y, si me fuerzan ni siquiera en eso, ya que el uno es blancoazulado y el otro azulblanquecino.

Ambos fueron ganadores, pero solo en experiencia; y ni siquiera en eso, porque dentro de cuatro años volverán a los afanes electorales, con más fe todavía. Los dos son de una especie superviviente en medio de cualquier calamidad.

Al uno no le dieron ninguna posición en ningún gobierno, porque siempre hay más listos, más guapos, con más muela, más bulteros y que se mueven mejor; y al otro lo sacaron de su cargo para que otro miembro, canchanchán, acreedor político y que se había sabido poner donde el capitán lo viera, ocupara tan apetecible chollo.

Descansen en paz, por un tiempo, Joselito Blanco y Don José Azul. Los traeré a la vida en el dos mil dieciséis si la pluma sigue teniendo punta.

 

La muerte y el duelo (1 de 2)

LA MUERTE

A lo sonoro llega la muerte
como un zapato sin pie, como un traje sin hombre,
llega a golpear con un anillo sin piedra y sin dedo,
llega a gritar sin boca, sin lengua, sin garganta. Pablo Neruda

En nuestra sociedad, donde la felicidad significa poder, diversión, consumo, negación del sufrimiento y eterna juventud, nos cuenta mucho enfrentarnos al desamparo y el dolor de la muerte. Tan solo el pensar en ella nos produce un malestar que tratamos de evitar a toda costa. Nuestra cultura no considera la muerte como parte de la vida, no existe una psicología de la muerte sino una psicología de la vida, por lo que se nos hace difícil aceptar la muerte como algo inevitable.

La idea de inmortalidad y la creencia en el «más allá», aparecen de una forma u otra en prácticamente todas las sociedades y momentos históricos. El ser humano necesita creer en ello.  No existen evidencias concluyentes ni a favor ni en contra de esa otra vida, luego, son las personas influidas por la cultura y el contexto quienes toman la decisión de creer o no creer y en qué creer exactamente. La esperanza de vida en el entorno social determina la presencia de la muerte en la vida de los individuos y su relación con ella.

Morir es una parte integral de la vida, tan natural y predecible como haber nacido. Pero, mientras el nacimiento es una celebración, la muerte se ha convertido en algo de lo que no se habla y que la sociedad moderna prefiere ignorar. A lo mejor es porque la muerte nos recuerda nuestra vulnerabilidad humana, a pesar de  todos los avances de la ciencia.

Podemos ser capaces de retrasarla, pero no somos capaces de hacerla desaparecer; no podemos escapar a ella. La muerte le pasa a todo el mundo. No tiene que ver con género, estatus o posición social, todos tenemos que morir seamos ricos, pobres, buenos, malos, conocidos o ignorados por la sociedad. Es, posiblemente, esa inevitable e impredecible cualidad que hace a la muerte tan temida por tanta gente.

Algunos profesionales afirman que la forma en que se haya vivido la vida y el estado de la mente hasta el momento de la muerte, pueden, en cierto modo predecir cómo se va a vivir la muerte.

Normalmente asociamos la muerte a la vejez y eso hace que nos descuidemos en irnos preparando para la misma.

Los niños son protegidos de tal forma de la experiencia de la muerte que difícilmente entienden qué es o tienen una gran confusión acerca de la misma. No queremos que sufran y por eso les decimos que los seres queridos que han fallecido “están dormidos, están de viaje, están con papá Dios, vino un ángel y se los llevó al cielo”. De esta forma, desaprovechamos el mejor momento para iniciarlos en el conocimiento de ese fenómeno tan natural y cotidiano como es la muerte.

Cuando los padres y maestros quieran explicar la muerte de alguien cercano a un niño, deben ser coherentes y estar de acuerdo en la versión. La sinceridad y evitar el engaño son decisivos. Es importante permitirle al niño la expresión natural de sus emociones, sin estimularlas o reprimirlas, ayudando a interpretarlas y a expresarlas.

En situación extrema, como es la vista directa del cadáver (que en edades tempranas no conviene llevarla a cabo, pero que circunstancialmente puede darse como duelo directo), se recomienda como lo más natural y educativo seguir estas pautas:

  • Si el niño expresa su deseo de ver el cadáver, el proceso debe revestirse de naturalidad, desde la libertad de los padres y el niño. Dejarle elegir y respetar no sólo su palabra sino sus gestos, dándoles importancia. Puede llegar a ser una experiencia      intensa y, aunque inevitablemente triste, una tristeza reconfortante.
  • Deben acompañar al niño en este trance personas cercanas y queridas: los padres, preferiblemente, si están en condiciones de serenidad, de sosiego.
  • Es recomendable buscar un momento de tranquilidad, si es posible de soledad, ante el cadáver. Se puede pedir a los demás que nos dejen a solas con el niño y que no interrumpan durante unos minutos para evitar interferencias o contaminaciones, con escenas de llanto o situaciones parecidas.
  • Reconocer que el fallecido ya no nos puede mirar, no nos puede hablar, no respira, porque está como en el más profundo de los sueños, aunque no está durmiendo.
  • Despedir al familiar, ya quen aunque él no nos oiga, podemos decirle adiós nosotros. Que el niño exprese lo que quiera:      quejas, llanto, etc.

Si el niño llegara a despedirse, se habría conseguido la primera fase de aceptación de la realidad de la muerte.

El adolescente, a diferencia del niño, acepta la muerte, independientemente de haber o no tenido experiencias previas con la muerte de un familiar, un amigo o una mascota. La mayoría de los adolescentes comprende el concepto de que la muerte es permanente, universal e inevitable. No obstante, tienen un sentimiento de inmortalidad. El reconocimiento de su propia muerte amenaza sus objetivos de vida. Las actitudes negativas y desafiantes pueden cambiar de repente la personalidad de un adolescente que se enfrenta a la muerte por una enfermedad terminal. Puede sentir no sólo que ya no pertenece o no encaja con sus pares, sino que tampoco puede comunicarse con sus padres. El adolescente puede sentirse sólo en su lucha, temeroso, enojado o reacciona con negación, lo que le permite seguir su vida normal hasta cuando sea posible.

En la edad adulta temprana, el individuo tiene una gran vitalidad, fuerza y deseos de llevarse el mundo por delante. Son los años en los que se piensa en formar familia, en desarrollar una carrera y crecer, en sentido general. Por esa razón se ve la muerte de lejos, aunque no tanto como los adolescentes.

Ante las promesas de la vida, los adultos jóvenes reciben la noticia de su muerte, cuando se trata de una enfermedad grave, con rabia y frustración. Muchas veces estas personas no han tenido tiempo de desarrollar las relaciones íntimas ni de expresar su sexualidad y tienen pocas probabilidades de hacerlo porque se tienen limitaciones físicas o psicológicas. No  hacen planes de futuro, contrario a lo que están haciendo las otras personas de su generación; no se atreven a formar una familia porque saben que la dejarán pronto y no suelen sentirse compensados con un buen trabajo porque las empresas pueden discriminar a los enfermos. Esta situación les hace sentir que el mundo es injusto y a arremeten con ira contra las personas que los aman.

Para las personas de edad adulta intermedia, su propia muerte, cuando es anunciada a través de alguna prueba clínica, no es tan fuerte. En esta etapa de la vida se es consciente que en algún momento se tiene que morir; es decir que se ve la vida de una forma más realista. También se sufren las pérdidas de familiares y relacionados mayores, lo que, en cierta forma, los va preparando para la muerte. Pero no la aceptan con facilidad, ya que en ese momento el miedo a morirse es más fuerte que en cualquier otra etapa de la vida. Se piensa más en los años que quedan por vivir, en lugar de hacer girar la vida alrededor de los años que se han vivido y las experiencias que se han tenido. A esta edad se prefiere una muerte rápida más que una muerte larga y dolorosa.

Para los envejecientes, una etapa muy impactante es la pérdida de un ser querido. Después de un duelo comienza el proceso de revisión de la vida, donde se inicia la reflexión sobre el pasado y se rememoran acontecimientos para prepararse para la muerte.

Durante esta revisión los ancianos pueden sentirse angustiados, culpables, deprimidos o desesperados, pero una vez superado este momento, puede surgir la integridad y se descubre el sentido de la vida. Al parecer, no todas las personas mayores revisan su vida y las que lo hacen no siempre reestructuran el pasado de modo que aumente su integridad. No obstante, a medida que los adultos llegan a ser mayores, el declive físico y la pérdida de las capacidades hacen que aparezca la idea de la muerte y las personas empiezan a prepararse. Así, cuando la muerte se acerca, sus reacciones suelen ser variadas, dependiendo de las creencias religiosas o cultura.

No se puede decir que en esta etapa de la vida se le de la bienvenida a la muerte, sino que se siente menos angustia que cuando se es más joven al pensar en ella. En ocasiones la muerte está acompañada por el declive terminal que, para algunas personas, es insoportable y las puede conducir al suicidio. También las enfermedades largas y dolorosas son un problema importante para los adultos tardíos ya que consideran que son una carga para la familia o la sociedad y se sienten inútiles y dependientes. En general, los envejecientes sienten que ya no sirven para nada y que no hay razón para seguir viviendo. En esos momentos, aunque con miedo, desean fervientemente morir.

La educación actual no prepara para la muerte. Es necesaria incluir la muerte como contenido educativo. La educación durante la infancia es la más rica y creativa  y se debería comenzar a afrontar en esta etapa todos los temas de nuestra naturaleza: las relaciones entre la muerte, ciclos biológicos, educación ambiental y sexual. También el concepto de ciclo vital de edad que avanza y del envejecimiento para que comience a calar en los niños. Si no se aborda de forma adecuada este tema desde la infancia, no se está enseñando a vivir completamente.

A la hora de afrontar la muerte, el cómo se haga depende mucho de la personalidad del individuo y su forma de ver la vida. Según la psiquiatra Elisabeth Kubler-Ross, las personas que saben que tienen una enfermedad mortal pasan por cinco etapas: negación, rabia, regateo, depresión y aceptación. Sugiere que la esperanza persiste durante todas estas etapas.

Negación: Cuando las personas se enteran de que van a morir, su respuesta es la incredulidad –tiene que haber un error, quizás los test o el doctor se han equivocado–. La negación actúa como amortiguador del shock que produce el conocimiento. Después de la negación se va desarrollando una aceptación parcial de la situación.

Rabia: Después de la negación aparecen unos sentimientos de rabia, envidia y resentimiento. Las personas se preguntan ¿por qué yo? Su rabia, entonces, se dirige hacia la familia, los doctores, el hospital o cualquiera que tenga un contacto con la persona. Pueden tocarse también diferentes tópicos, algunos con sarcasmo, otros triviales y otros importantes. Se puede empezar a criticar cosas que nunca habían molestado antes. O se puede sentir rabia por asuntos no resueltos anteriormente, como problemas de pareja. La familia o relacionados pueden sentirse mal por este trato y empiezan a reaccionar de forma airada, lo cual empeora la situación.

Regateo: El regateo ayuda al paciente por breve tiempo. Suele hacer acuerdos con Dios, consigo mismo, con los doctores etc. Suele decir: seré bueno si me concedes la sanación, o no tener dolor, o unos meses o años más de vida. En definitiva, trata de evitar lo inevitable. Generalmente estas promesas o tratos con Dios, se mantienen en secreto.

Depresión: Por una variedad de razones, la depresión aparece. Las pruebas y tratamientos pueden ser dolorosos y también puede haber hospitalización. Las personas con enfermedades terminales suelen perder los trabajos o no los pueden realizar con un desenvolvimiento normal.

Muchos se sienten culpables por los inconvenientes y la pena que le están causando a la familia. Lo peor de la situación  es pensar que van a perder a los que aman. Se debe permitir a estos enfermos expresar sus sentimientos si lo desean; de esta manera se les ayuda a aceptar la situación más fácilmente y se sienten muy agradecidos de quien se sienta a su lado y los escucha con paciencia.

Aceptación: Si los enfermos han tenido tiempo para superar las etapas anteriores, pueden llegar a la etapa en la que no están rabiosos o deprimidos por su futuro fallecimiento. En este punto, muchos pacientes están cansados de soportar su enfermedad y sienten que puede ser un consuelo morir. Esta aceptación trae consigo paz mental. Se puede desear estar solo más a menudo o limitarse a hacer gestos, sin hablar, cuando son acompañados. Aunque muchos pacientes luchan hasta el final, la mayoría  acaba sintiéndose cansada de hacerlo. Es el momento de la resignación y de rendirse.

Dado que la muerte es una realidad y que los seres humanos sentimos angustia existencial, Avery Weisman, estudiosa del fenómeno, recomienda responderse algunas preguntas al respecto.

  1. Si me enfrentara a una muerte cercana ¿Qué me importaría más?
  2. Si fuera muy viejo, ¿Cuáles serían los problemas más importantes para mí? ¿Cómo los resolvería?
  3. Si la muerte es inevitable ¿Qué circunstancias la harían aceptable?
  4. Si fuese muy viejo ¿Cómo viviría de la manera más efectiva y con el menor de los daños para mis ideales y principios?
  5. ¿Qué puedo hacer para prepararme para mi muerte o la de alguien muy cercano?
  6. ¿Qué condiciones o sucesos pueden hacerme sentir que estaría mejor muerto?
  7. En la ancianidad todos dependen de los demás ¿Con qué tipo de gente me gustaría tratar cuando llegue ese momento?

Probablemente nunca nos prepararemos suficientemente para el momento de la muerte, dada nuestra cultura. Pero podemos empezar a revertir esta cultura «anti muerte» siendo instrumentos de información, aceptación y preparación de vida para nuestros niños, ante un hecho inevitable, seguro.

Jaime Lamusique, alias Pichuete

En los  países como el nuestro, la personalidad de nuestra gente está llena de rasgos coloridos para adornar las situaciones; de creatividad para asociar cosas con cosas; de ingenio para cambiar nombres; de sabiduría para analizar asuntos complejos y de humor para aceptar las situaciones  más engorrosas y quedar como príncipes. Pero sobre todo, aceptamos a las personas como son, con sus manías, filias, fobias y distorsiones neurales.

Jaime Lamusique es un hombre en la cima de la vida –dice él–. El clásico cincuentón de ahora, más cerca de los sesenta que de los cincuenta; emprendedor semiretirado debido a nuevos intereses; con poder adquisitivo; que frecuenta el gimnasio diariamente y, a poder ser, dos veces al día. Cuidadoso de su musculatura, se mide los bíceps y los aductores y abductores dos veces por semana –no vaya a ser que se vaya poniendo blando–. En cualquier caso, puede diseñar una estrategia para revertir el proceso, que para eso están las máquinas, las proteínas y de ser necesario, las hormonas.

Cada vez que sale un nuevo atuendo deportivo, él es el primero en exhibirlo. Siempre sin mangas y de una talla menor a la suya para poder lucir la mercancía. Prefiere comprarlo por catálogo en el extranjero, porque de esa forma es menos probable que haya otro hombre en el gimnasio que lo lleve. De encontrarse con otro igual, correría a cambiarse el puesto por el de repuesto que lleva siempre en el bolso.

Nunca se le ve en la sección de ejercicios cardio, lo suyo son las pesas pesadas. Tanto, que solo de ver las máquinas en las que “trabaja” llenas hasta el tope de rosquillas de hierro, uno se pone a sudar.

Acompaña el final de sus series de ejercicios con un grito que no se sabe si es que se le monta el espíritu de Tarzán, o grita de dolor, o de alegría por haber terminado, o porque acaba de tener un orgasmo por lo bueno que se ve en el espejo. Los que estamos cerca, al principio, creíamos que acababa de sufrir un infarto, pero no, falsa alarma. Ahora ya estamos acostumbrados y lo más que hacemos es una mueca al compañero, que puede ser de desprecio, de envidia o de empatía ante tanta fuerza bruta y sus necesidades de dispersión en el universo. Por otro lado, si esa es la forma de aligerar su carga interna, allá él.

Pero la mejor exhibición de su personalidad de rara avis es su risa: estentórea, chillona y feminoide. Una risa que cuando uno mira hacia donde la oye, piensa que está sufriendo una alucinación al ver que un ser humano tan grande, musculoso –no puedo decir peludo porque se depila–, puede emitir sonidos tan femeninos, con perdón de las mujeres que me leen.

Po lo que describo, podrían estar pensando –subjetivamente– que Jaime Lamusique es solo carne que se ama, pero no. Aunque no le conozcamos sus actividades intelectuales, otra parte de su lenguaje no verbal nos hace inferir que el tipo es cultivado y hasta tecnológico.

No se sabe para qué, dado el lugar en el que la exhibe y para el uso que está destinada –según Wikipedia  se utiliza como medio de almacenamiento de información para un dispositivo portátil, de forma que puede ser fácilmente extraída la data en un ordenador–, lleva colgada una tarjeta de memoria digital, o memory stick, o palito digital y folclóricamente  llamada “pichuete”, por nosotros los isleños.

Hay muchas teorías al respecto entre los socios del gimnasio. Las señoras que aparcan en la cafetería una vez terminada su clase de bailes latinos o Zumba, después de densas deliberaciones y consultas al respecto, llegaron a la conclusión de que Jaime Lamusique llevaba el pichuete colgado a modo de símbolo fálico y también concluyen que desafortunadamente, ya que es una memoria bastante chiquita. Aunque, ¡Cuidado! –dice Amantina– que algunos pichuetes engañan, porque en realidad tienen poco tamaño y una gran capacidad. Esa es la tendencia, pequeño pero poderoso.

Los hombres, que siempre afirman que el chisme es cosa de mujeres, también se preguntan por qué Jaime Pichuete lleva el pichuete colgado al cuello mientras hace ejercicios. Han llegado a conclusiones mucho menos subliminales que las de las mujeres, y casi juran que el motivo está relacionado con la seguridad que necesita para los datos que lleva colgando. Esto así por varias razones: a) lleva la contabilidad que por ninguna razón quiere que vea su mujer que siempre aprovecha sus salidas para registrar el ordenador y cuanto aparato puede contener información de su desenvolvimiento; b) lleva una portátil en el carro y a menudo usa la memoria para transferir o recibir información; c) tiene los datos y direcciones de todas sus amiguitas y quiere tenerlos cerca por si se presenta alguna emergencia, oportunidad o riesgo.

Estas hipótesis habría que probarlas –afirma Felipe Maître–, ya que pudiera dejar el artefacto en el carro mientras hace ejercicio. Pero por otro lado, existe la posibilidad de que se la roben, que se le caiga por alguna rendija o que alguien a quien transporte se la meta distraídamente en el bolsillo. Quizás no es mala idea, después de todo llevarlo colgado.

La comunidad vigoréxica no podía dejar las cosas así. Había que ir a la fuente. Pero, ¿Quién le pone el cascabel al gato? Nadie se ofreció, así que lo echaron a suerte. Todos los interesados en conocer las razones de Pichuete, debían meter la mano para sacar un papel en blanco o con una TTP que significaba: te toca preguntar. Los que no jugaran, tampoco sabrían la respuesta que se guardaría como un secreto entre los decididos. Veintinueve personas entre hombres y mujeres que asistían en el mismo horario que Jaime Pichuete metieron la mano. Veintiocho sacaron el papel en blanco y Gildita sacó la TTP. Ella quería echarse para atrás, pero el juego no tenía reversa. Era cuestión de honor grupal seguir adelante.

–Hola Jaime ¿Cómo tú ta?

– ¡Mejor, mejor y mejor, mi reina!

–Esto…que chula está tu camiseta.

– ¿No veldá?

Gildita decidió ir al grano porque no se le ocurría una aproximación empática al tema.

– ¿Y ese pichuete? ¿No se te moja con el sudor?

–Si se moja no importa.

–Pero, puedes perder la información.

– ¿Cuál información?

–La que llevas almacenada.

– ¿Y esto almacena? ¿Qué almacena?

–Datos.

– ¡Nooo men! Tengo una docena de diferentes colores y nunca han almacenado nada.

– ¿Y para qué los tienes si no le das uso?

– Es que yo soy loco por la moda y cuando vi a varios jóvenes que lo llevaban colgado al cuello, me dije: ¡eso ta jevi! Y me entraron unas ganas locas de comprar unos cuantos que hicieran juego con las camisetas del gym.

–Ya. Pues te favorece mucho y te ves como un adolescente– comentó sonriendo de lado Gildita–. Quizás para complementar debieras comprarte unos cuantos pares de Crocs que hicieran juego con el color.

–Buena idea, mi reina. Esta tarde pasaré por Blumól. Cuídate mi amor.

Post data: mala inferencia en párrafos anteriores por parte de la narradora testigo, pensar que podía haber algo dentro de esa cabecita loca.