Mea culpa

¡Por tu culpa! Solíamos decir cuando éramos pequeños cuando algo salía mal y, todavía lo decimos o lo pensamos, cuando fallamos en algún proyecto de trabajo o personal. El sentimiento de culpabilidad nos acompaña siempre, a unas personas más que a otras, debido a nuestro aprendizaje y socialización desde la infancia. Esta emoción –más negativa que positiva– puede inmovilizarnos y destruirnos si no nos hacemos conscientes de que no siempre somos culpables, aunque si seamos responsables.

Nuestros padres y nuestros profesores nos repitieron en diferentes ocasiones lo mal que hacíamos las cosas, lo malos que éramos, los problemas que les causábamos o la necesidad de que cambiáramos si queríamos un futuro gregario. En la iglesia lo repetíamos cada domingo en la oración Yo Confieso: por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa…

Es cierto que hemos cometido muchos errores y los seguimos cometiendo y por tanto, solemos sentirnos culpables, lo cual, puede ser un sentimiento sano, porque nos ayuda a regularnos, a reparar y a evitar daños futuros. Pero, esta emoción se convierte en problema, cuando vivimos en ella constantemente y condiciona nuestras vidas y decisiones, o cuando la sentimos sin haber cometido acto alguno que la justifique.

Mirar al pasado –y me refiero incluso al próximo pasado– recriminándonos de forma obsesiva, nos gasta la energía y nos mete en un círculo obsesivo que nos acerca al masoquismo. A veces, este sufrimiento se somatiza provocándonos dolor en el pecho, en el estómago, en la cabeza y en los hombros –como si estuviéramos cargando un fardo muy pesado.

Las personas con baja autoestima suelen experimentar a menudo esta emoción negativa porque creen que no merecen amor por parte de los demás y no aceptan las gratificaciones infringiéndose así un castigo. También las personas perfeccionistas tienen sentimientos de culpabilidad porque cualquier error los hace autocriticarse y reprochar sus fallos.Cuando hacemos algo que no está en consonancia con unos valores que hemos asumido como justos y positivos, cuando nos comportamos en disonancia con nuestros cánones, nos recriminamos y sentimos culpables.

Es cierto que hay personas con ciertos problemas psicológicos o de adicción cuyos trastornos les provocan esta emoción negativa de culpabilidad y poco pueden hacer para obviarla. Por ejemplo la depresión, que va acompañada de pensamientos de autorrecriminación; las personas con trastorno obsesivo compulsivo que no pueden reprimir pensamientos que creen que no son adecuados; las personas alcohólicas cuyo sentimiento de culpa llega a ser insoportable y otras con cualquier tipo de trastorno psicológico que las hace depender de los demás, sintiendo que son una carga para familiares y amigos.

El problema no es sentir la culpa, ya que, en principio, no podemos hacer nada para evitar el sentimiento, sino hasta después de haber aprendido a controlar de forma educada esta emoción. Para ello, hay unos pasos que podemos dar y que nos harán desechar el vestido de la culpabilidad para adoptar el de la responsabilidad.

A partir de ahora, cuando nos sintamos culpables:

• Vamos a reconocer nuestra conducta, abandonando un pensamiento polarizado y asumiendo una postura más flexible: no todo es blanco y negro, la vida está llena de matices.

• Aceptaremos las consecuencias que provocó

• Analizaremos el motivo de nuestra actuación: a través de un diálogo interior sincero

• Corregiremos, si es posible, o pediremos disculpas. La culpa no es la solución, la acción sí lo puede ser. La culpa nos hace perder el presente y nos roba parte de nuestra vida

• Aprenderemos a no cometer de nuevo el mismo error

Recordar los errores del pasado solo nos sirve cuando aprendemos de ellos. El problema no es la culpa, sino lo que hacemos con ella.

Cuando cometemos un error no somos malos, nuestra conducta fue inadecuada, no nosotros.

Culpa es una palabra sumamente pesada que puede ser un lastre en nuestras vidas. Cambiémosla por: responsabilidad. No somos culpables por los errores. Los demás tampoco son culpables. Nosotros somos y ellos son responsables.

Desde dentro

Por Ivette Vilalta

Hay por aquí una voz que me descubre cada día una parte de mí. Una vocecita casi inaudible que cuando hay mucho ruido no puedo oir… mucho menos escuchar y a veces, cuando de repente todo calla a mi alrededor, la oigo repetir algo, como si fuera un susurro constante y entonces, le presto atención por un momento.
Me cuenta historias de mi, de cómo soy, de lo que quiero, de lo que necesito. Casi siempre, la primera impresión es de desear que se calle, de volver a buscar el ruido que me mantenía ajena a ella porque todo lo que dice taladra, martilla y machaca mis entrañas. Descubro entonces, que el ruido externo no vuelve, que ahora es ella quien ha tomado el mando y no me queda más remedio que escuchar… y la dejo pronunciarse.
Ocurre entonces algo muy extraño, casi mágico y es que, dentro de mí se inicia un torbellino de emociones, y las ideas vuelan por todas partes y desde cualquier lugar; del corazón salen hilos de historietas perdidas y reencontradas, de nuevas frases por escribir; de mi estómago surgen bocanadas de ideas amargas y vacíos insoportables y de mi cabeza brotan leyes de estructura y definición. Es como si se previese una feroz batalla donde la voz se proclama capitana, dispuesta a aclarar y organizar ideas y sentimientos, como si de repente un policía entrase al mercado para encontrarse a la marchanta gritando a un cliente que disfruta ajeno al mundo de sus productos sin pensar que luego los tendrá que pagar… la fuerza del orden, vamos (o del desorden).
El momento es patético por mágico que sea, porque me veo envuelta en una neblina que no me permite entender nada de lo que veo y a la vez me vuelvo sensible a todo, como si mis cinco sentidos se multiplicaran por mil y entonces, donde había un pequeño roce hay una caricia y donde había pena hay un vacío intenso; donde algo que me parecía poco acertado se convierte en el peor insulto y donde una sencilla palabra se convierte en el mensaje más claro y completo que había escuchado nunca.
Y ¿qué ha sucedido? Me pregunto. Sencillamente, me he abierto a mi misma. Sin tapujos, sin escudos para defender lo indefendible, sin rencor, sin juicios; me descubro frágil ante el mundo y sus ataques… y sucede el milagro.
De repente las ideas se alínean para crear otras nuevas, conclusiones claras y brillantes que ayudan a llenar vacíos y a endulzar pensamientos, que aceleran el brote de otras nuevas y más fuertes, que me protegen, me arropan y me recubren, que me hacen fuerte ante el mundo y ante lo externo. Me siento grande, me siento poderosa, me siento reinventada.
Del torbellino quedan siempre restos por asentar, alguna idea suelta, alguna tristeza anónima que prefiere sentarse bajo un árbol a tomar la fresca con su guitarra y cantar canciones desesperadas… y la dejo campar porque es bonito de vez en cuando, cuando acallan los ruidos, poder oir su melodía y recordarme que sigue ahí y que estará siempre esperando que la escuche para iniciar un nuevo huracán que me lleve a esa nueva etapa de crecimiento interior que me hará más mujer, más fuerte, más humana pero sobre todo, mucho más YO.

De princesas, dragones y el poder de la palabra

Por Ivette Vilalta (Joven catalana nacida en República Dominicana)

Hace ya una docena de años, cuando llegué a Catalunya atraída por el poder de la nostalgia familiar, por el recuerdo de escaleras con olor a sofrito de cebolla y tomate y de edificios antiguos que entonan melodías sin siquiera tener intención, pude conocer a fondo una festividad que era para mí del todo ajena. Una festividad que, sólo por su esencia me cautivó.
La historia de Sant Jordi salvando a la princesa… no, esa no (aunque debo aceptar que también me deleita) sino la celebración de un día en el que todo el mundo se pone de acuerdo para hacer demostraciones de amor, de cariño, de complacencia, de empatía y de todo sentimiento positivo a través de símbolos universalmente conocidos como son las flores y las palabras.
Debo decir que me sentí cautivada al ver reproducido mi rincón favorito de una habitación por todos lados.. pilas y pilas de libros, mensajes y palabras pululando en el aire para ofrecer un montón de mensajes positivos. Caras felices, parejas de la mano, amigos encontrados para compartir un refresco un libro o una flor pero sobre todo, un único mensaje: eres importante para mi.
La palabra, esa simple estructura de símbolos se convierte en protagonista de historias de amor, de novelas, de ayuda, de consejos, de fantasía, de nostalgia, de poder o de proclamación de ideas… en papel, en digital, en formatos de todo tipo para grandes y pequeños, entre familiares, amigos conocidos o compañeros e incluso, entre desconocidos. Porque sabe, ella sabe que es protagonista y quienes la respetamos, e incluso muchas veces, adoramos, aprovechamos para venerarla, o para sencillamente, dejarnos acariciar por sus sentidos… un día como hoy, en el que cualquier mensaje cobra fuerza y tiene sentido.
Me gusta hacer la lectura como sigue… y de la sangre del dragón brotó la flor que representa el amor… y que siembra toda una ciudad de ese color rojo intenso. Intenso como las palabras y de su potencialidad; intenso como el poder de las relaciones y del flujo de la energía un tanto eufórica en un día como éste.
Caminar por las calles se convierte en una fiesta, regalar un libro en apuesta por compartir un trocito de tu esencia y recibir una rosa en una sonrisa compartida.
Una de las festividades más hermosas sin duda, enmarcada por un cuento donde… un valiente Sant Jordi salva a golpe de espada a la princesa y evita que ésta sea engullida por un mísero y violento dragón. De la herida mortal encestada por nuestro valiente héroe al corazón del dragón, brota su sangre roja para convertirse en una hermosa rosa que regalará a la princesa como muestra de su amor… a que sí, a que es para deleitarse con ella.

¿De dónde vendrán? (y 2)

Termino con esta segunda parte mi recolección de orígenes de refranes y dichos españoles, a los que uno recurre muchas veces con la intención de reforzar lo que pensamos, con palabras de otros, que suponemos sabias, por aquello de que «Cuando no sepas qué hacer, un refrán te lo puede resolver».

Tener muchas ínfulas. En la antigüedad se llamaba ínfulas a unas tiras o vendas que, enrolladas en la cabeza en forma de diadema, solían lucir los príncipes y los sacerdotes paganos como señal distintiva de su dignidad. Con estas ínfulas de las que pendían a cada lado sendas bandas, se adornaban también los altares y, en ocasiones, las víctimas que eran llevadas al sacrificio. La calidad y el número de estos adornos delataban el rango de la persona. Pasado el tiempo, el dicho designa a todo aquel que tiene una actitud de orgullo y vanidad desmedidos –prepotente –.

Quien fue a Sevilla perdió su silla. Cuando Enrique IV reinaba en Castilla, un sobrino del arzobispo de Sevilla fue designado arzobispo en Santiago de Compostela. Pero presumiendo el tío que, a causa de las revueltas que se daban lugar en Galicia le iba a ser muy difícil a su sobrino posesionarse del cargo, marchó a Santiago para allanarle el camino y las dificultades, mientras el sobrino le manejaba sus negocios en la sede de Sevilla. Cuando concluyó la misión del tío regresó a Sevilla y se encontró que su sobrino no quería abandonar la sede que regentaba. Se hizo necesaria la intervención papal y la del rey Enrique para que dejara la silla. De ahí viene el dicho quien fue a Sevilla perdió su silla, con que usualmente se desaconseja el hecho de descuidar, por ausencia, cualquier ocupación o lugar preferente.

No hay tu tía. En la medicina antigua, el hollín resultante de la fundición y purificación del cobre era elaborado en forma de ungüento, al que se atribuían virtudes curativas para ciertas enfermedades oculares. Este ungüento llamado, tutía, atutía o atutía, parece citado con frecuencia por los publicistas de la época. Llegó a ser muy prestigioso y el sentir popular acuñó deformada la expresión no hay tu tía, para dar a entender que algo, por su dificultad u obstinación, es imposible y sin remedio.

Ser el chivo expiatorio. Entre los antiguos judíos, el Gran Sacerdote, en el Día de la Expiación, ponía sus manos sobre un macho cabrío –el Azazel–, imputándole todos los pecados y abominaciones del pueblo israelita. Tras esta ceremonia, el macho era devuelto al campo, en el valle de Tofet, donde la gente le perseguía entre gritos, insultos y pedradas. Por analogía, en la actualidad se denomina chivo expiatorio a aquel sobre quien se hace recaer toda la culpa de una falta colectiva.

Echar con cajas destempladas. En el pasado, cuando un militar incurría en delito de infamia y la superioridad disponía separarle del Cuerpo, se destemplaba el parche de los tambores o cajas, y redoblando sobre ellos se procedía públicamente a la degradación del soldado. También, con cajas destempladas se conducía a los reos hasta el cadalso donde iban a ser ajusticiados. Echar con cajas destempladas equivale, en nuestra época, a despedir a alguien con acritud y malos modos.

Andar a la sopa boba. En tiempos pasados era costumbre de ciertos monasterios y conventos repartir al medio día escudillas de caldo salpicado con mendrugos de pan, a mendigos y estudiantes menesterosos. A esta comida se la llamaba sopa boba. A los estudiantes que solamente se sustentaban con esto se les llamaba sopistas. Andar a la sopa boba se aplica a la conducta de todo aquel que, por holgazanería, vive regaladamente a costa de otro sin el menor escrúpulo.

Dorar la píldora. Las píldoras, cuya finalidad es medicinal, suelen estar compuestas de productos amargos o ingratos al paladar. Los boticarios de antaño, al igual que lo hacen hoy los laboratorios farmacéuticos, enmascaraban, “doraban” las píldoras con alguna sustancia de sabor azucarado, de forma que fuera más agradable tomarlas. La expresión dorar la píldora, más  que mentir, tiene como propósito dulcificar o decir o hacer algo de forma que produzca el menor daño a quien escucha.

Tener vista de lince. Si bien es cierto que el lince tiene una agudeza visual extraordinaria, el origen de este dicho no se debe a la característica de este animal, sino a un personaje legendario, hijo de Alfareo, rey de los mesenios, de quien se decía que era capaz de distinguir a simple vista, desde su atalaya de Libia, a una flota de guerra que partiese desde Cartago, así como traspasar con su mirada toda clase de objetos opacos. Le llamaban Linceo, y de este nombre, que no del lince, procede la expresión ponderativa de tener vista de lince.

Cargarle a uno el muerto. De acuerdo con las leyes medievales, cuando en el territorio de cualquier localidad se hallaba el cuerpo de alguna persona muerta en circunstancias extrañas, si no era posible determinar  la identidad del homicida, el pueblo estaba obligado a pagar una multa, llamada indistintamente homicidium u omecillo. Con el fin de eludir el pago de la multa, en tales casos, los habitantes del pueblo en cuestión, se apresuraban de común acuerdo, a trasladar el cuerpo de la víctima a la localidad vecina, de manera que la responsabilidad del crimen viniese a recaer sobre ésta y fuera ésta quien tuviera que pagar la multa. Echar o cargar a uno el muerto, hoy se utiliza en sentido figurado como equivalente de la pretensión de descargar sobre otro la culpa por algún delito o falta que no ha cometido.

 

De pronto, lo entiendes

Empiezas a darte cuenta que te estás poniendo “madura” cuando:

–          Empiezan a llamarte señor o señora, en lugar de joven.

–          En las tiendas te muestran ropa que tú asocias a “señora mayor” y te da rabia.

–          Pones la excusa “es para mi hija que tiene la misma talla que yo”, cuando te pruebas una ropa que consideras para jovencitas o es atrevida.

–          No permites que las empleadas de las tiendas de moda entren al probador a “ver cómo te queda”.

–          Tu hijo, cuando te pones un bikini, te dice: mamá, ya pasó tu cuarto de hora.

–          Eres de las últimas en ser escogidas para jugar un partido de algo.

–          Tu lugar para el baile de la comparsa está en la última fila.

–          Te excusas para no asistir a fiestas o reuniones nocturnas que sabes que terminarán tarde “porque” al día siguiente tienes que trabajar.

–          Los viajes en avión te dejan una resaca y tardas cuatro o cinco días en ser tú.

–          Te dan cargos importantes en asociaciones y clubes.

–          Tus dientes han perdido la blancura a causa de tomar café muchas veces al día, por mucho tiempo.

–          Sueles revisar tus finanzas y empiezas a preocuparte por el futuro.

–          Compras mascarillas tensoras.

–          Piensas que va siendo tiempo de recortar tu melena.

–          Usas pijamas dos tallas más grandes porque son cómodos.

–         Tienes que poner el despertador a la hora de ir a recoger, de madrugada, a tus hijos adolescentes.

–          Te gusta ver vídeos de películas sentada en tu sofá, en lugar de ir al cine.

–          En tu empresa te preguntan cómo te visualizas dentro de diez años y tú te extrañas –porque no has caído todavía.

–          Organizas encuentros con amigos en los que la música es suave, se come sano y se beben vinos de calidad.

–          Tu compañero solo te dice que te queda bien la ropa si le preguntas.

–          Se te descompone el termostato.

–          El médico te recomienda incluir una colonoscopía en tus pruebas anuales de prevención de salud.

–          Te preguntas si lo que estás haciendo en la vida quieres seguir haciéndolo hasta que esta termine.

–          Modificas el  Paretto  –80% zapatos de tacón, 20% zapatos bajos, al 20% zapatos de tacón, 80% zapatos bajos.

Empiezas a entender que te estás poniendo “pasado meridiano” cuando:

–          Tu nieta te pregunta ¿Iaia: ya no estás usando cremas para las arrugas?

–          Te ceden los asientos en los metros y autobuses – por suerte para la autoestima, esa costumbre está desapareciendo. ..

–          Las resacas de los viajes internacionales aumentan su duración.

–          Las gripes tardan mucho en dejarte.

–          Eres mucho más comprensiva y permisiva contigo y con los demás.

–          Has aumentado de talla y sigues pesando lo mismo que antes.

–          Vas de tiendas y no estás segura de que lo que has comprado es lo que querías.

–          Sales a los “mall” y vuelves sin comprar nada.

–          Lo piensas dos veces antes de aceptar una excursión larga en autobús.

–          Solamente puedes correr veinte minutos en lugar de los cuarenta que corrías hace nada.

–          Empiezas a ir mucho a la funeraria a despedir familiares y amigos que murieron “jovencitos”.

–          Cambias los deportes por el bridge.

–          Asistes a charlas sobre el Alzheimer, la incontinencia urinaria y ejercitar el cerebro.

–          Forma parte de tu ritual hacer un sudoku o un kakuro diarios.

–          Te apetece dormir siestas de vez en cuando.

–          Encuentras viejos conocidos y te piropean con un “muchacha, qué bien te ves, tú si te conservas”

–          Usas gran parte de la noche para repasar tu vida y la de los demás.

–          La raya del nacimiento del cabello te saca la lengua cada dos semanas.

–          Eres esclava de las plantillas para poder vivir con la fascitis plantar.

–          Tu cara no resiste una ojeada a contraluz.

–          No aceptas fotos en primer plano.

–          Entiendes mejor a tu madre en sus últimos días.

El timbrazo despertador final  te lo dan en las plazas comerciales, cuando las empresas que están vendiendo servicios funerarios te paran y te dicen que tienen una oferta muy interesante para ti.

¿De dónde vendrán?

En mis breves ratos de ocio en los días de servicio en la biblioteca, mientras estoy esperando ver aparecer las caritas sonrientes de las niñas internas en el Hogar Escuela que vienen a devolver libros y a coger otros prestados, voy ojeando algunos de los ejemplares archivados con títulos sugerentes, para, llegado el caso, poder recomendar a mis pequeñas lectoras algún material adecuado para su edad o su formación intelectual.

En uno de esos momentos, di con un libro cuyo autor es Luis Junceda, que se titula “150 famosos dichos del idioma castellano”. Empecé a leerlo con el fin de confirmar los que ya conocía, o de conocer nuevos y me encontré con la grata sorpresa de que no solo estaban los dichos, sino su origen y su derivación en el tiempo. Me gustó. Pienso que a pesar de ser un libro orientado a niños de entre cuarto y sexto grado, nos enseña mucho a los adultos que repetimos sin cesar u oímos en boca de otras personas dichos y refranes que no sabemos de donde provienen y si su uso es adecuado en la circunstancia en que se usan.

Comparto con ustedes algunos de los que pueden ser más conocidos en República Dominicana, ya que hay otros muchos que son muy locales –en España– y que no he oído decir nunca en este país.

Apaga y vámonos. Se supone que este dicho tuvo su origen en una apuesta irreverente entre dos clérigos aspirantes a una capellanía castrense. Sucedió hace siglos en el pueblo granadino de Pitres. Los curas apostaron sobre quién de los dos sería capaz de decir la misa en menos tiempo. Se dispusieron a hacerlo. Uno oyó al otro haciendo  trampa y comenzando la misa diciendo “Ite, Misa est” –fórmula litúrgica que precede a la bendición final–. El rezagado, vuelto hacia el monaguillo, exclamó decidido ¡Apaga y vámonos!

El pintoresco dicho ha quedado como expresión de asombro ante cualquier hecho absurdo y disparatado, y también como forma de decir que algo toca a su fin.

Mandar a la porra. En las antiguas ordenaciones militares, el tambor mayor del regimiento portaba un largo bastón, muy labrado y con puño de plata, al que se conocía con el nombre de Porra. Se hincaba en un lugar determinado del campamento y señalaba el punto al que debía retirarse todo soldado sancionado con arresto.” ¡Vaya usted a la porra!”, ordenaba el oficial. Y el soldado se trasladaba sin más al lugar donde estaba clavado el bastón. Y aun cuando después de un tiempo fue suprimida esta forma de arresto, la frase quedó incorporada para siempre en el lenguaje de la calle con la carga despectiva con que hoy se utiliza.

Poner los puntos sobre las ies. Cuando fueron introducidos los caracteres góticos en el siglo XVI, algunos copistas adoptaron la costumbre de poner una tilde sobre la i minúscula, para evitar que la presencia repetida de esta vocal pudiese ser confundida con la u. Pero tal innovación no fue del agrado de todos, por lo que para algunos, poner los puntos sobre las ies era una impertinencia ociosa propia de personas excesivamente meticulosas y maniáticas del esmero. En el tiempo, este concepto fue desplazado por el que actualmente tiene: ejecutar con todo detalle lo que hasta determinado momento se hacía de manera imprecisa.

Meterse en camisa de once varas. Durante la Edad Media, la ceremonia de adopción de un hijo revestía formalidades muy particulares. El adoptante debía meter al adoptado por la manga –muy amplia– de una camisa, y sacarle por el cuello de esta, tras lo cual le estampaba un beso en la frente. Entonces, como pasa hoy, algunas de las adopciones no daban buen resultado, por lo que basado en los términos del ceremonial, el recelo de las gentes acuñó el consejo que se daba a la persona que quería adoptar, de no meterse en camisa de once varas. El modismo ha quedado como exhortación a no mezclarse en cuestiones que nos sean ajenas.

No dejar títere con cabeza. Los títeres, figuritas de pasta o madera, con poca solidez y manejadas con hilos, son en la actualidad un espectáculo para niños, pero en otras épocas las presentaciones se hacían también para recreo de los adultos, lo que explica que Don Quijote pudiera arremeter, como lo hizo según se narra en un célebre pasaje, contra el retablo de Maese Pedro, del que no dejó, en efecto, títere con cabeza. La expresión ha quedado en el lenguaje popular para ponderar el destrozo que, por rabia o por otros motivos, se hace de algo o de alguien, indiscriminadamente.

Ser una rémora. Rémora, es un pececillo acantoptericio que en la cabeza posee una especie de disco oval, cuyos bordes cartilaginosos le sirven para adherirse fuertemente a toda clase de objetos flotantes. De esta particularidad nació la creencia de que este pececillo era capaz de entorpecer el curso de las naves, e incluso paralizarlas en medio del océano. De esta leyenda se deriva la expresión ser una rémora, aplicada hoy a aquel o aquello que de alguna manera retarda, obstaculiza o complica el desarrollo normal de alguna cosa.

Yo clicheo, tu clicheas, el clichea

Unas declaraciones de una conocida presentadora de televisión, muy comentadas y criticadas en los medios de comunicación, me han dado la pauta para analizar un aspecto importante de la vida del ser humano.

A esa señora se le ha criticado que  confesara que “no está preparada para ser abuela” y “que la juventud es un estado fisiológico y real que termina” y que “la vejez humilla y destroza”.

No podemos criticar a una mujer que no esté preparada para ser abuela aunque tenga la edad para serlo, porque cada persona “madura” emocionalmente de forma distinta y porque, además, la persona es el resultado de su socialización y sus experiencias en el camino de la vida. En la mayoría de los casos cuando le ponen a una un nieto o nieta en los brazos y siente su tibia piel, oye sus “gorjeos” y recibe su sonrisa, el corazón entra en ese estado que a la mayoría de las mujeres, que no a todas, nos produce tanta felicidad que no entendemos cómo habíamos podido vivir hasta ese momento sin sentirla.

La juventud termina, no cabe duda, para algunos antes que para otros, porque no se trata solamente de una piel tersa, unas piernas ligeras y el deseo de comerse el mundo. Se trata también de una actitud frente a las personas y las circunstancias, en fin, frente a la vida.

Pero que la vejez humilla y destroza, es un concepto bastante compartido por nuestra sociedad     –no seamos hipócritas–. No podemos enfilar nuestros cañones contra la presentadora sin antes analizarnos nosotros mismos. Una cosa es lo que debería ser “una etapa linda e importante”  y otra es lo que en el fondo sentimos. No queremos ser viejos.

Pero no somos culpables, aunque sí a partir de ahora responsables, de pensar negativamente de la vejez. Lo que se percibe  y se conceptualiza sobre el envejecimiento del ser humano y la vejez en sí, nos viene de corrientes del pensamiento clásicas. Por ejemplo, Platón conceptualizaba la vejez como el equivalente a la pérdida, enfermedad y deterioro físico y mental. Mientras que Aristóteles veía la vejez como una etapa de oportunidad, sabiduría y conocimiento.

En nuestra cultura, la vejez se conceptualiza negativamente, porque la belleza, salud y rapidez son la base de los valores de nuestra época y, por naturaleza,  todas estas condiciones físicas declinan a lo largo del ciclo de la vida. Nada es igual a los quince, que a los treinta y que a los cincuenta.

Los clichés, o modelos fijos compartidos por nuestra sociedad, se utilizan para conceptualizar la vejez o la juventud –en el caso que nos ocupa–. Los clichés o estereotipos son aprendidos a través del proceso de socialización y una vez aprendidos influyen en la conducta del colectivo.

Estas imágenes o clichés actúan directamente a través de opiniones y juicios, causando reacciones de las que uno no es consciente. Probablemente no sabemos que el concepto negativo que tenemos sobre la vejez influye y determina comportamientos “edaistas” muy discriminatorios. Según estudios de Perdue y Gurtman, llevados a cabo en el 1990, las personas, cuando se enfrentan a elementos asociados a la vejez, toman decisiones negativas perjudiciales  con más rapidez y facilidad que si se enfrentan a estímulos relativos a la juventud. Los estereotipos sobre la vejez desencadenan actitudes negativas, que a veces provocan desigualdades, incluso, sanitarias o sociales.

El cliché de que las personas mayores están deterioradas, son incapaces de aprender cosas nuevas, no se pueden cuidar a sí mismos y son desagradables y regañonas, es falso. No es adecuado generalizar. Los mayores pueden, o no, ser más vulnerables a las enfermedades dependiendo de su genética. Hemos visto en el medio envejecientes que gozan de una salud y una energía que querrían para sí jóvenes de treinta. Los mayores pueden seguir aprendiendo toda la vida y su personalidad no cambia, sino que se refuerza. Si era gruñón de joven, será más gruñón de viejo. Si era una persona tranquila, extrovertida y agradable, lo seguirá siendo. En cuanto a las condiciones psicológicas, la práctica y la experiencia que haya tenido esa persona en su vida, son más importantes que la edad.

Los estereotipos no solo influyen en la sociedad que los acoge y practica, sino en la persona mayor. Una vez aprendido e interiorizado que con la vejez llegan todo tipo de penalidades, esto queda en su memoria, causa estrés y la deja sin herramientas para combatirlo. Estas creencias acortan la vida. En estudios longitudinales, las personas que tenían estereotipos más positivos vivieron siete años más que aquellas que tenían imágenes negativas en torno a la vejez.

Quiero terminar con un hermoso y sabio poema de Jorge Luis Borges,  “Elogio de la sombra”, con la esperanza de que seremos cada vez más positivos ante esa etapa por la que todos los que seamos regalados con muchos años de vida, pasaremos.

La vejez (tal es el nombre que los otros le dan) puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto. Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas que no son aún las tinieblas.
Buenos Aires, que antes se desgarraba en arrabales hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro, las borrosas calles del Once y las precarias casas viejas que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas.
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar; el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele; fluye por un manso declive y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara, las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras, no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme, pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra, sólo habré leído unos pocos; los que sigo leyendo en la memoria, leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte, convergen los caminos que me han traído a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos, mujeres, hombres, agonías, resurrecciones, días y noches, entresueños y sueños, cada ínfimo instante del ayer y de los ayeres del mundo, la firme espada del danés y la luna del persa, los actos de los muertos, el compartido amor, las palabras, Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro, a mi álgebra y mi clave, a mi espejo. Pronto sabré quién soy.

 

Mortus est si non risolla

A mi teléfono celular le programé un tono alegre pero suave, porque pienso que los tonos de los teléfonos se parecen a sus dueños. En mi monomanía de observar a los demás y llegar a conclusiones, pienso que se podría aplicar el refrán de “dime cómo suena tu celular y te diré quién eres”.

Pero claro, el tono del mío es tan etéreo que si no llevo el celular “puesto encima” no lo oigo. Así que, si ando con alguna prenda de vestir con bolsillo, allí anida mi celular para poder atender a sus suspiros cuando alguien me llama.

Dentro de la casa es mandatorio llevarlo de un lado a otro y claro, entrar con él  al baño es más que necesario para no tener que salir corriendo, interrumpiendo cualquier trabajo importante, si el aparato suena de pronto.

Un día claro de septiembre, había terminado el trabajo antes mencionado y presioné el artefacto de soltar el agua –cadena le llamamos algunos, como reminiscencia de tiempos pasados cuando el tanque de agua del inodoro estaba colgado arriba del mismo y uno estiraba una cadenita  para vaciarlo– y procedí a poner mi pantalón en su sitio. ¡Oh, sorpresa!  El celular se deslizó suavemente del bolsillo y se zambulló en el agua limpia, por suerte. Con una rapidez de lengua de sapo  –de 15 a 50 centímetros por segundo, y puede extender la lengua hasta unos ocho centímetros de longitud, lo cual es un 180% de la longitud original de la lengua, salvé a mi celular de morir ahogado.

No piensen que no les pasará a ustedes. Tienen muchas posibilidades de que se les caiga el celular en la taza del inodoro, porque según un artículo publicado al final del 2012 por Mashable, un 19% de los celulares, es decir, uno de cada cinco, acaban yendo a parar ahí. Muchas personas piensan que es el fin y proceden a comprarse otro.

¿Qué NO tenemos que hacer si nos pasa?
En primer lugar, no hemos de intentar secarlo con un secador de cabellos –blower –, porque el aire caliente puede dañar los circuitos internos del teléfono, que son muy delicados.

 ¿Qué podemos hacer?

Si el celular se moja con agua salada de la playa, lo primero que hay que hacer es volverlo a mojar, pero con agua dulce, para evitar que la sal del mar dañe los circuitos electrónicos.

Una vez bien lavado con agua dulce, hay que intentar  desmontar la mayor cantidad de piezas –son pocas las que se pueden sacar–, por ejemplo la tarjeta SIM; si se puede la batería también y la tarjeta de memoria, si la tiene.

Estas piezas hay que secarlas con un paño de algodón o un poco de papel higiénico –que estará bien a mano.

Lo que quede, que será casi todo el teléfono, hay que secarlo por fuera con un paño de algodón. Luego se entierra dentro de un recipiente lleno de arroz seco. El arroz absorbe la humedad del teléfono y lo seca interior y exteriormente.

Déjenlo de 14 a 48 horas dentro del recipiente. El arroz hará su trabajo y para ello, necesita algo más de tiempo que para convertirse en paella.

Si el celular no ha pasado mucho tiempo mojado, las posibilidades de recuperarlo son muy altas.

Piense que lo primero que podría morir es la batería, así que, puede ser que haya que cambiarla, pero el resto del celular volverá a funcionar.

Y recuerden que, para que el celular no caiga en la taza del inodoro, lo mejor es que no entre al baño. Eso sí, pueden verse en situaciones bien ridículas por querer salir deprisa para atender una llamada.

El que espera, desespera

Ahora que tengo un amigo que se siente ansioso porque está esperando los resultados de unas pruebas médicas, reconozco esa sensación, ya que la he sentido muchas veces cuando yo misma he tenido que pasar por ese trance.

Con el asunto de la medicina preventiva, con la que estoy cien por cien de acuerdo, los mortales que podemos hacerlo, cada cierto tiempo, pasamos por un pequeño purgatorio en clínicas y hospitales haciéndonos analítica de todo tipo y pruebas para comprobar el estado de los diferentes aparatos y órganos de nuestro cuerpo.

Una va a la clínica creyendo que está en buen estado y se somete a reconocimientos y experimentos que espera salgan perfectos. Otra cosa es lo que sucede. Siempre aparece algo con lo que no contábamos y, sobre todo, después de cierta edad. Pero, es bueno saberlo a tiempo y aunque con miedo, se repite periódicamente la experiencia.

El proceso de comprobar el grado de salud del individuo es bien interesante y cada persona lo afronta de manera diferente. Yo por ejemplo, he aprendido después de haber pasado por muchos enfados y rabietas, que cuando una va al médico, sabe cuándo va pero no cuando regresa. No importa que una tenga cita, o que el médico reciba a los pacientes por orden de llegada. El paciente se llama así porque desarrolla la paciencia en estas lides. Pues bien, yo he acrecentado esta virtud en base a pequeños trucos que me permiten que el tiempo pase sin darme tanta cuenta.

Llego al consultorio, me pongo presente con la enfermera o secretaria, pregunto cuántas personas están delante de mí y hago mis cálculos con el peor escenario para hacerme consciente de la hora a la que, con suerte, podría estar saliendo. Siempre le añado un cincuenta por ciento más de tiempo para poder sentirme feliz cuando salgo media hora antes de lo previsto.

Una vez insertado este aspecto en mi organizada mente, me ubico en un lugar con buena vista; no a la calle ni a un paisaje, sino donde pueda observar a mis congéneres en su deambular por los pasillos y los consultorios.

Una de mis distracciones favoritas  es poner mi cabeza de forma que mis ojos vean el piso solamente. Veo piernas o pantalones que terminan en zapatos, zapatillas de deporte, sandalias, etc., y entonces trato de imaginar cómo es el resto de lo que me falta por ver: si pertenecen a gente joven, mayores o viejos; personas simpáticas o antipáticas; dinámicas o apagadas; sanas o enfermas; con poder adquisitivo o si él. En principio, siempre pensaba que el tipo de atuendo debía estar  relacionado con el calzado. Me llevaba tremendas sorpresas. Hasta que fui cogiendo la clave y ahora puedo decir que resuelvo un setenta por ciento de los casos.

También observo a las personas que vienen acompañadas y trato de adivinar si los acompañantes son hijos, padres, amigos, familiares o relacionados. De la forma como se comportan los acompañantes, deduzco –según mis esquemas mentales y mis conocimientos de la mente humana– si el problema del paciente es importante o no, y si el paciente le importa al acompañante como para que este sienta empatía con él. A veces puedo comprobar mis hipótesis, a veces no y a veces me equivoco rotundamente. Pero siempre salgo con historias de seres humanos a las que trato de ponerles un final feliz.

Observo también, que cuando se recogen los resultados, aunque se entregan en sobres cerrados, las personas se sientan en el primer asiento libre –yo también lo hago– y abriendo el sobre se ponen a mirar el contenido, muchas veces sin entenderlo y sacando de adentro el masoquismo que a todos nos adorna  en mayor o menor grado, para empezar a pensar en lo peor. La espera de resultados, en definitiva, es un trago amargo.

En fin, tengo infinitas técnicas para pasar el rato, siempre relacionadas con entender a los demás. Pero no soy yo sola la que observa, los demás hacen lo mismo conmigo.

En una sala de espera para una sonografía pélvica, estaba yo siguiendo las recomendaciones de la enfermera y bebiendo vaso de agua tras vaso de agua, hasta poder sentir la sensación de la vejiga llena necesaria para una buena visión del interior del abdomen. De pronto, un hombre que me pareció de tierra adentro y que estaba sentado a mi lado me preguntó:

–Doña, ¿usted desayunó arenque?

Por un momento pensé que no era a mí que me lo estaba preguntando. Me cogió fuera de base.

– ¿Por qué? Le respondí.

–Es que –me dijo con toda su inocencia–, como la veo que no para de tomar agua…

Como te digo la A, te digo la O

Ya podemos desgañitarnos los sicólogos diciéndoles a nuestros clientes que la vejez no es más que otra etapa de la vida que, si se sabe coger bien, es hermosa. Ya podemos rompernos los sesos para convencer a los más recalcitrantes de emprender acciones, de cambiar formas de pensar, de disfrutar cada momento de la libertad que dan los años sin pensar en el futuro. Ya podemos hacer publicaciones en cualquier medio de comunicación hablando del retiro programado, armonioso, digno, en comunidad, confortante y libre. La realidad es que la naturaleza juega muy malas pasadas y en cualquier momento alguien nos responde agriamente cuando le proponemos el tema, o nos muestra situaciones en las que la vejez ni es tranquila, ni se goza de libertad, ni mucho menos es hermosa. Así que, tenemos que ser cautos al dar buenas noticias a los adultos envejecientes y no dorarles la píldora. La vejez puede tener cosas buenas, pero es bueno prepararse para el declive de la naturaleza.

Don Joaquín tiene la teoría de que después de los setenta, cada lustro la cosa empeora, y empieza a temblar cuando ve llegar a su calendario el cinco o el cero. De ser un amante del deporte y de correr diariamente durante cuarenta y cinco minutos –me cuenta–, pasó a caminar treinta y de ahí a sufrir un dolor en los pies que lo mantiene andando porque es tozudo y no porque en algún momento dejen de dolerle.

Doña Lucía era una mujer que no dejaba de leer el periódico cada día. Era curiosa. Si veía en la televisión algo que no conocía o de lo que no había oído hablar nunca, inmediatamente se ponía a buscar en el diccionario, enciclopedia o Internet  –cuando decidió instalarlo a sus ochenta años.  En ningún momento exhibió una cana y, por la mañana, salía de la habitación tan arreglada que parecía que iba de visita o de compras. Doña Lucia –me dice su hija de sesenta y cinco años– ya no lee periódicos; cuando ve la televisión y se le pregunta qué está mirando o de qué va la cosa, responde que no sabe. Sigue pidiendo que le den el peine para peinar sus cabellos, pocos ya, pero no le importa el resultado porque ni siquiera pide que le den un espejo.

Altagracia siempre fue alegre y disfrutó la vida. Además, tuvo la visión de trabajar duro para conseguir su casita de blocs. Ahora, enferma de los riñones, lo único que le queda son los recuerdos de mejores tiempos pasados, cuando sus hijos vivían cerca y la ayudaban económicamente, y el techo que la cobija junto con su marido que fue guachimán y que ahora está postrado a causa de una apoplejía.

Juan y Leonor, niños de ochenta años, mimados de la vida hasta hace cuatro días, no podían creer que iban a ser viejos. Sus cajones están llenos de pasajes de avión, barco, entradas a teatros y espectáculos variados y fotografías de paisajes exóticos en las que aparecen con muchos amigos, risueños y felices. Juan me escribe contándome de sus problemas de salud, mientras que Leonor ha perdido el humor y las ganas de salir de casa durante las vacaciones. Su desencanto ha sido grande y la adaptación a esta nueva etapa no es fácil para ellos.

Ramonet, quien vivió toda la vida con su madre –ahora fallecida–,  y esperando por la mujer de sus sueños sin que esta apareciese en sus sesenta y tres años, afirma que los dolores no se van, sino que cambian de lugar. Ha tenido que dedicar un cajón completo del armario para almacenar los medicamentos que controlan su diabetes, sus males renales y cardíacos. Probablemente terminará su vida sin haberse dado cuenta de que pasó por delante de él haciéndole muecas para que la atendiera.

Doña Pilar, que en paz descanse, llegó a los setenta y cinco y cuando empezó a bajar la cuesta, lo hizo con mucha rabia porque nada era igual en la medida que descendía o allá abajo. La irritación no le permitió pasar sus restantes dieciocho años en paz consigo misma o con nadie.

Y también están las historias de los Luises, Antonios, Marinas, Doras y Pedros que viven pendientes de su próstata, de sus  clavos en las caderas, sus artritis, sus pérdidas de memoria y otros etcéteras que solamente de escribirlos me están postrando a mí.

No sé, siento que estoy en “maquejó mode” y por eso es que este artículo es ácido y desagradable, pero la mala noticia es que: es real.

A mis lectores jóvenes –de dieciocho a cuarenta y cinco–, no les pido perdón porque seguro piensan que lo que cuento no va con ellos. A los de mediana edad –de cuarenta y seis a sesenta y uno (estoy haciendo concesiones en la edad por algunos de mis colegaspanafull) –, les pido perdón por la inquietud que pueda causarles encontrarse de pronto con este “pelao”. A mis seguidores mayorcitos –de sesenta y dos a setenta y cinco–, lo mejor que les puedo decir es que se preparen para la vejez y la acepten de la mejor manera posible. A los de setenta y seis y más, les digo, cuídense, vean a quien los pueda ayudar –amigos o profesionales– y disfruten de su familia, si la tienen, de sus mascotas, sus libros, sus flores y por qué no, su copita de vino todas las noches antes de acostarse.