Poderoso caballero don dinero

Normalmente le pongo un filtro de color a la vida y con eso consigo seguir adelante y mantenerme funcional la mayor parte del tiempo. Si me llega por el periódico o la televisión una situación que me desagrada, o me choca –más pronto por el efecto de la cultura en la que fui socializada, por mi educación familiar o por experiencias pasadas–, en mi análisis racional del hecho, trato de ver la parte positiva, o la lección que puedo aprender y que me ayuda a vivir mejor.

Cuando veo que hay personas o familias que nadan en la abundancia de tal forma que resulta insultante para la gente común, puedo tomar el siguiente partido: “A quien Dios se lo da, San Pedro se lo bendiga” –refrán aprendido en República Dominicana, con todo y la tendencia filosófica que contiene–, porque hay personas que han trabajado con ahínco después de haber encontrado una forma original de ganarse la vida y han transmitido a las siguientes generaciones el amor al trabajo, la responsabilidad y el afrontar tiempos y circunstancias con valor y con creatividad. O bien, me pongo a analizar cómo han obtenido las fortunas y entonces caigo en la cuenta de que el trabajo –y no todos– puede proporcionar bienestar, comodidad y ciertos lujos, pero es muy difícil que de esta forma se amasen fortunas que crecen y crecen como si en la familia tuvieran una granja de gallinas de oro o un tío descendiente directo del rey Midas. Es decir, robo, estafa, usura, corrupción política, fraude fiscal, abuso, delito medioambiental, laxitud entre lo que es adecuado y no lo es, pocos escrúpulos, etc. , pueden haber sido la fuente que formó el riachuelo que alimentó el río que desemboca en un mar dorado, ubicado geográficamente en la caja fuerte de sus casas.

Ejemplos de los dos casos los hay –menos del primero que del segundo– y por eso, y para no caer en juicios de valor no me dedico a analizar a los poseedores de grandes riquezas. Sin embargo, y aunque no quiera darle mente al asunto, día a día y con crecimiento exponencial, veo en los medios de comunicación casos en los que una de las conductas ilegales que he expuesto anteriormente ha sido la causante de esas fortunas insultantes que me golpean la inteligencia, me aplastan la nariz y me dejan sin respiración. Y ya no puedo pedirle a San Pedro que las bendiga, ni mi estómago permite que las digiera, las pase por alto o les haga la reverencia.

Sin embargo, veo diariamente en República Dominicana, el culto que se rinde a esas personas “privilegiadas” que nadan en aguas doradas con ligero tufo a putrefacción; los parabienes con los que se las saluda, y el trato exclusivo en lugares públicos y privados que se les dispensa. Oigo y veo –y me gustaría rasgarme las vestiduras en ese momento–, cómo hay personas que las defienden de pensamiento, palabra y obra y no necesito imaginarme el por qué, porque lo conozco. Es cierto que este tipo de hijos predilectos los hay en todo el mundo y la tendencia es a crecer –hasta que se desborde el envase de la tolerancia–, pero también es cierto que la gente común los abuchea, les grita epítetos despectivos y les hace un claro social como si tuvieran alguna enfermedad contagiosa.

Aquí eso no pasa. Y es que se valora más el tener que el ser y por esa razón, cualquier circunstancia es buena para arrimarse a un árbol que, aunque esté podrido por dentro, puede dar buena sombra.

Lacayos los hay en todos los grupos sociales. Como muestra, la del mensajero que en un ascensor, correspondiéndole salir primero por estar cerca de la puerta, cede el paso a un caballero al que le tocaría salir al final por estar en el fondo, muy bien vestido con traje de Armani, zapatos de Aubercy París y portafolio de cuero de Rocco Barocco, diciéndole: “pase uté, lo dola alante”.

Libre que te quiero libre

Libre te quiero (Agustín García Calvo)

Libre te quiero, como arroyo que brinca de peña en peña. Pero no mía.

Grande te quiero, como monte preñado de primavera. Pero no mía.

Buena te quiero, como pan que no sabe su masa buena. Pero no mía.

Alta te quiero, como flor de azahares sobre la tierra. Pero no mía.

Pero no mía, ni de Dios ni de nadie, ni tuya siquiera.

 

¿Cuándo llegará el día en que todos los hombres quieran a sus mujeres libres, incondicionalmente libres?

No llegará. No llegará hasta que en nuestra sociedad no se modifiquen los estereotipos de género  que ahora imperan y cambien los roles del hombre y la mujer.

La violencia contra las mujeres, se basa en un orden social –conducta primitiva– que tiene su fundamento en el dominio de unos individuos sobre otros.

El hecho de estar viviendo dentro de un modelo en el que las relaciones de pareja son del tipo patriarcal más tradicional –control económico, ser cabeza de familia, proveedor de las finanzas, líder, tener la iniciativa sexual, etc., por parte del hombre y, tener que estar habitualmente en la cocina, hacer la compra de la casa, ocuparse de la ropa, interesarse por la moda, ser fuente de soporte emocional, ocuparse de los niños y atender la casa, por parte de la mujer– produce enfrentamientos entre hombres y mujeres cuando uno de los dos se sale de su papel;  y si han sido víctimas pasivas de la violencia doméstica, o víctimas presenciales de peleas y maltratos en el hogar, los enfrentamientos pueden ser peligrosos y hasta fatales –principalmente para la mujer–, tal como leemos y vemos en los medios de comunicación diariamente.

En nuestra sociedad, hay una fuerte tendencia a considerar que la mujer debe sacrificarse por el hombre y por toda su familia, soportar injusticias y atropellos del varón y doblegarse ante sus deseos. El amor romántico con el que nos amamantan nuestras madres y la sociedad, contribuye a favorecer la sumisión en las mujeres, disfrazándola de altruismo y entrega.

El sistema político patriarcal, por un lado necesita mantener la sumisión de la mujer porque es un pilar para el sostén del sistema, y por otro estimula que se disculpe la violencia intradoméstica, minimizando los actos violentos. Tiene que darse el caso de un feminicidio o de un incremento peligroso de los mismos para que se preste atención al problema.

Y, ¿Cómo se presta atención? Se ponen paños tibios mandando a la cárcel al asesino, u obligando a hacer terapia al maltratador que no ha llegado al crimen. Se condena la violencia doméstica en discursos, escritos, carteles y pancartas, pero no se va al origen de la violencia doméstica para remediar el problema a través de la educación de los individuos.

Es adecuado tener en la casa y en las escuelas una educación que nos ayude a cambiar los roles de género, de forma que enriquezcan al hombre y a la mujer; lo suficientemente laxos como para poder ser intercambiados o abandonados por uno y otra, sin que se derrumbe el cimiento del comportamiento que ha sido su base desde la niñez. Una educación que enseñe a conocer y regular las emociones y a desarrollar formas no violentas para resolver los conflictos. Una educación que acerque cada vez más al hombre y la mujer en vez de hacer separaciones, a veces, infranqueables.

Cuando enseñemos a nuestros hijos varones a querer que su mujer sea libre y a nuestras hijas a entender la diferencia entre amor o cariño y sumisión y entrega ciega, tendremos una sociedad en la que los géneros convivirán en paz, se complementarán y crecerán juntos.

Quiero un mundo sin el horror de la violencia de género.

 

Las siete plagas

–Pero, ¿tú ta loca?

No fue una frase dicha en voz alta, fue un grito que llamó la atención de todos los que estábamos cerca.

Cuando una no tiene otra cosa que hacer que esperar a que toque tu turno de la mamografía, una intenta distraerse. Para ello hay diferentes estrategias, algunas de las cuales ya he compartido con ustedes. Esta vez, hice dos sudokus en mi aipad, leí el correo nuevo, contesté mensajes, presté atención a zapatos y zapatillas, entré a feibú, contribuí con un viejo recuerdo en la página “tú no eres de Canet si no…”, volví a hacer sudokus y así sucesivamente, sin lograr que se cumpliera mi deseo de ser llamada para la prueba. Por eso, cuando el grito de mi vecina me sacó de mi aburrimiento, giré la cabeza hacia donde ella estaba y vi que hablaba con alguien a través de un teléfono móvil.

La ciudadana era bien parecida. Indiecita. De pelo tratado y teñido de rubio, llevaba puesto un suéter corto que en vez de mostrar la piel de su abdomen, mostraba una faja. Como estábamos en una clínica, quise pensar que la llevaba “recetada”, aunque bien pudiera ser para contener volúmenes y acentuar curvas, con bastante buen resultado para gustos poco austeros. Calzaba unas plataformas de vértigo y tenía todas las uñas –de las manos y los pies– con unos dibujos que podrían competir con el MAM. Su teléfono móvil era inteligente y de marca vegetal. Digamos pues que “estaba en la papa”.

– ¡Te digo que ni loca venga pa cá! No gate tu cuartos en un pasaje pa encontrarte con un paí hecho una mierda,–dijo de un tirón, sin cortarse por decir en alto palabras vulgares, al tiempo que le comentaba a su compañero –e Rosita, que dique quiere venir a pasarse un mes en casa de mamá.

–Dile de la Chikun, –agregó el hombre.

– ¡Chacha!, aquí to el mundaso etá con la Chikun que dique lo tranmite un moquito, pero que no e verdá, si lo sabré yo, que son lo americano que etán hasiendo eperimento con nosotros, lo pobre negrito. Eso e dolor en to el cuerpo, que uno tiene que arratrarse y una piquiña que no se quita con na.

–Y dile que ahora, lo moquito, tranmiten otra vaina también.

–Rosita, eto ta jodio. ¿Y tú no ha oído del Ebola que di que viene pa ca? Esa e una enfermedá que disque se le caen a uno lo pedaso de carne, como la lepra.

–Y la delincuencia –añadió el compañero–, dile como ta la calle, lo ladrone difrasao de polisia…

–Y to lleno de haitiano cagándose por to lo lao y limpiándose el fuiche delante de to el mundo, que salió en el Feibú y yo lo vi. ¡Chacha, tú no te imagina! Esto e monte y cacata.

–Dile de Polín, que se dejó de Amarilis disque porque salió con sida.

–Ya tú oite. Pero eso no e na. La Ersira no se puede dar la diálisi porque ya gató to lo que da el seguro y el hijo suyo se bebió lo cuarto que ella tenía ahorrado y ahora no pueden pagar el tratamiento privado y ella no quiere ir a un hospital público. ¡Se va morir! Ya se le etán jinchando lo pie.

–¡Josefa Pérez! Llamó una enfermera con un expediente en la mano.

–¡Adió mija! Te llamo cuando salga, que me llamán pa la sono.

La ciudadana se fue hacia la puerta del consultorio moviéndose acompasadamente y seguida por su acompañante, mientras que los que quedamos esperando nuestro turno, estábamos hundidos en la angustia y la depresión. Me levanté, aun corriendo el riesgo de que me llamaran para el estudio, y salí a respirar aire caliente, mientras evocaba el amanecer en Jarabacoa,–técnica de limpieza de pensamiento. Hasta pude oír algunos pajaritos que me distrajeron de las siete plagas.

Eso sí, a la ciudadana, la sono debió salirle toda negra.

La lección

Todos los días, cuando mi papá regresaba del trabajo, se aseguraba de tener en el bolsillo algunas monedas para obsequiarme. Ahora no recuerdo cuándo empezó esa costumbre; probablemente a él también lo habituaron así, pero parecería ser que desde que me dieron la libertad de andar sola por la calle, disfruté de ese pequeño premio que se me otorgaba después de haber afirmado con la mano sobre el corazón que me había portado bien en la escuela.

Estuviera donde estuviera, haciendo lo que fuera, aun el juego más divertido y con los mejores amigos, me aseguraba de estar en casa a la hora de llegar mi recompensa. No me perdía esa rutina por nada del mundo.

El pueblo donde vivíamos era pequeño y todos los habitantes se conocían. Si una tenía sed después de jugar alocadamente y estaba lejos de su casa, podía llamar a cualquier puerta y pedir un vaso de agua, que casi siempre venía acompañado de una galleta o una madalena. Las madalenas eran hechas en casa y sabían a cielo. Si nos tocaba el premio mayor –roscos de Santa Teresa–, nos sentíamos los niños más felices del mundo, excepto si eran los de la Tía Fausta a la que un día le tuve que decir que no me diera roscos porque siempre estaban rancios. No me los volvió a ofrecer nunca, ni madalenas tampoco.

Todos los niños teníamos nuestros vecinos preferidos. La mujer más querida en el lugar era la Tía Capitana, pero no porque fuera agradable o hermosa.  Era una mujer casi anciana, vestida siempre de negro y con un pañuelo en la cabeza. Poco amante de los niños, tenía una pequeña tienda, precisamente, de chucherías que hacían las delicias de los pequeños y medianos. Y hacia allá me dirigía todos los días con las monedas que me había regalado mi padre por haber hecho bien mi trabajo del día.

Era muy poco lo que podía comprar con los centavos que recibía. Una barra de regaliz, o dos peladillas, o un chicle. Nunca una caja de regaliz, o de peladillas o de chicle. Pero era feliz con esa muestra que trataba de variar todos los días. Lo que más me gustaba era el regaliz, aunque mi mamá me había dicho millones de veces que no comiera tanto regaliz que daba lombrices.

Desde mi casa, tenía que subir una cuesta para llegar al centro del pueblo, donde estaba la tienda de la Tía Capitana. Bordeaba un muro que pertenecía al patio trasero de la iglesia, donde había habido un cementerio; no sé si de relacionados con la iglesia o de gente del pueblo, ya que en este momento no estaba en uso.

Lo más curioso del muro, muy deteriorado por el tiempo y en el que no se había invertido para repararlo, era que se podían apreciar huesos humanos. Tibias, cráneos y otros más pequeños que despertaban nuestra imaginación porque no sabíamos exactamente a qué parte del cuerpo pertenecían. Si pasábamos al atardecer, muchas veces se nos erizaban los pelos de los brazos temiendo que en cualquier momento se levantaran los esqueletos y nos llevaran a su tumba. Nos habían dicho que por las noches, de los huesos de los muertos salían unas luces, y una noche, tres niños y dos niñas nos escapamos de nuestras casas para ver el acontecimiento. Subimos  con todos los músculos tensos y los corazones a mil y bajamos decaídos sin haber visto ni siquiera la luz de una luciérnaga. Me estaban esperando mis padres muy enfadados y aquel día fui a la cama sin cenar.

La tarde que no he podido olvidar nunca y que recordarla todavía me hace sentir un qué se yo en el pecho, iba con mis centavos a comprar en casa de la Tía Capitana. Ese día tocaba una barrita de regaliz. Llegué a la tienda, abrí la puerta acompañada de un tintineo de campanitas que sonaban al empujar y no había nadie dentro. Grité Capitanaaaa, y nadie me contestó, volví a gritar Capitanaaa, y tampoco. Entonces, el diablillo que llevaba dentro vio una oportunidad de oro y con la rapidez de un lince me apoderé de una caja de regaliz entera, que nunca habría podido comprar con los centavitos que me daba mi papá, los cuales, ni siquiera dejé en el mostrador.

Llegué a casa feliz y me disponía a abrir la caja para comérmela hasta donde mi estómago diera, cuando entró mi mamá en mi habitación.

– ¿Y esa caja de regaliz?

Inmediatamente me sentí cogida en el cepo.

–La compré en casa de la Tía Capitana.

– ¿Y con qué dinero?

–Con el mío.

– ¡Mentira! Con el dinero que llevaste solo podías comprarte una barra. ¿Acaso la robaste? ¡Dime la verdad o te quedas sin jugar hasta el domingo! –Mi mamá estaba hecha un basilisco.

–La cogí, pero la iba a devolver mañana –contesté con un susto terrible.

–Mañana no, ahora mismo. Vas a la tienda y le dices a la Capitana lo que has hecho y le pides perdón.

Salí de casa y por el camino me puse a elaborar un plan para dejar la caja sin ser vista. Pero cuando estaba a punto de entrar en la tienda, vi que mi mamá iba detrás de mí para cerciorarse de que cumpliera las órdenes que me había dado. De forma que no me quedo más remedio que confesar mi fechoría y pedir perdón. Sentí tanta vergüenza que hasta el día de hoy esa lección no se ha podido borrar de mi mente ni de mi corazón. Nunca más lo volví a hacer. Y cambié la tienda de comprar las chuches para que el recuerdo dejara de maltratarme, aunque tenía que caminar mucho más y la misma no estaba tan bien surtida.

Hay eventos de la niñez que quedan grabados en nuestro cerebro con hierro candente, a veces para bien y a veces para hundirnos. En mi caso, la lección de la reprimenda por el pequeño hurto hizo que entendiera lo importante que es respetar lo ajeno y la firmeza de mis padres ante las cosas mal hechas. Seguramente para mi madre fue doloroso tener que admitir que su hija había hurtado algo, pero era importante preservar mi futuro de posibles malos hábitos. Los padres no pueden, de ninguna manera, ser laxos a la hora de defender los valores de la familia y la sociedad.

Elucubración digital

En ese sitio, todos convivimos y creemos conocernos profundamente.

Dentro de nuestro recinto nos sentimos cómodos porque andamos con una máscara que difícilmente permite ver lo que hay detrás, lo que hay adentro. En ese lugar, no nos la quitamos nunca. Jugamos a ser lo que no hemos sido ni seremos. Nosotros, esa gran familia, damos rienda suelta  a fantasías, emociones, mentiras, venganzas, curiosidad, machismo, prepotencia, timidez, baja autoestima  y cuanta debilidad o fortaleza pueda el ser humano poseer. Nos sentimos protegidos por la falta de contacto, por no vernos obligados a mirar a los ojos,  por abrazar y besar sin riesgo alguno, por no tener que agachar la cabeza al tener que  admitir fallos, por vivir nuestra  fantasía disfrazada de verdad.

En nuestro recinto sagrado, no se sabe que en algún momento hemos falsificado alguna firma o hemos estafado a alguien. Nuestra imagen es tan impoluta que los otros ciudadanos nos admiran y creen que no hay otra persona más honrada que nosotros.

En este nido confortable, no decimos que hemos maltratado a seres queridos física o sicológicamente, hasta hacerlos sentir escoria.

O nos presentamos tan almibarados con nuestra pareja que los otros tienen envidia de nuestra relación, cuando, en realidad, está tan resquebrajada que puede hacerse añicos en cualquier momento. U ofrecemos la versión «ahora que estoy solo o sola, estoy mejor», mostrando una alegría que, en realidad, está inmersa y casi ahogándose en un duelo por pérdida.

También hacemos alarde de nuestras riquezas, nuestros hobbies –que siempre suelen ser costosos–, nuestros planes de vida de apariencia glamorosa y perfecta, con lo cual, otros cívicos sienten que la suya no tiene aliciente ni futuro, careciendo de tantas cualidades y cosas que los demás sí poseen.

Publicamos fotografías mágicas en las que se nos ve viviendo cuentos de hadas. Llevamos puestos  uniformes de maratón, ciclismo, buceo, paracaidismo, rafting y cuanto deporte se nos ocurra, cuando, en realidad, sabemos que solo lo hicimos una vez y abandonamos a mitad del evento por miedo o por falta de recursos fisiológicos. O llevamos nuestras mejores galas, nuestros esmóquines o nuestras diademas confeccionadas con purpurina barata, pero que brillan a la luz de las risas.

Nos presentamos como baluartes de honradez, ética y moral y cargamos contra el gobierno de turno por su corrupción, su desidia, su falta de visión, su nepotismo, su clientelismo, mientras practicamos alegremente todo tipo de trampas para beneficiarnos económicamente o tener más poder. Y nos quedamos tranquilos en casa viviendo nuestra vida, permitiendo que ocurra lo que podríamos impedir si nos involucráramos. Nos tranquilizamos diciendo que uno solo no puede arreglar tanto embrollo, o le pedimos a Dios que lo haga y nos proteja. En Dios confiamos.

Otros nos montamos en el caballo Pobrecito y Pobrecita de Mí para recibir caricias emocionales que funcionan por unos instantes. Si nuestra vida está vacía –como si fuera una adición a una sustancia–, necesitamos recibir retroalimentación positiva constantemente. Buscamos halagos, bendiciones, aprobaciones, subidas de moral, aparente cariño y otras herramientas que funcionan hasta que de pronto, vemos que tenemos el mismo hueco en el corazón.

También somos dados a tener especialidades, música, religión, pintura, manualidades, cocina, psicología y todología, las cuales manifestamos en nuestros escritos, fotografías o carteles copiados de otros autores a los que no damos el crédito. Pero, qué bien nos sentimos en este papel intelectual o de conocedores.

Compartimos historias conmovedoras de personas y animales para que con un “like” queden borrados todos nuestros pecados, nuestra apatía y nuestra falta de interés por la sociedad de abajo y de encima.

A estas alturas del escrito, ya está claro que en el país Facebook convivimos todo tipo de animales racionales e irracionales, quienes compartimos  alegrías, tristezas, patologías, bondad, visiones iluminadas, santidad, creatividad y mala leche, y que damos seguimiento a nuestros conciudadanos imaginando vidas cuyos insumos son sus publicaciones y nuestra imaginación.

No creo que ninguno de los trajes que he cortado te sirva porque no es para ti. Y si por casualidad quieres hacerle algún arreglo al tuyo, hazlo. Yo estoy buscando un buen sastre que me ayude a dar con el modelo que mejor me ayude a vivir dentro, pero sobre todo, fuera de Feibulandia.

Gigantes, cabezudos y bestiario

Mi  amigo en Feibu, Jaume,  se ha dado a la tarea de poner fotografías de gigantes de distintos pueblos de la geografía catalana. Me etiqueta muy a menudo en estas fotos porque de alguna forma ha percibido que siento una gran atracción por ellos desde niña.

Recuerdo con mucho cariño la Festa Major (Fiesta Mayor) de Canet de Mar que se celebra por Sant Pere (San Pedro), el 29 de junio,  en la que no podía faltar el pasacalle de los gigantes Petrus i Carlota, muy serios y altivos ellos, que parecían dominar el pueblo desde su altura. De pequeña, los veía todavía más inmensos y majestuosos. Por la noche, ya en la cama y antes de dormirme, inventaba en mi cabeza historias mágicas en las que ellos eran los protagonistas. Casi siempre Carlota era perseguida por algún personaje malévolo y salvada por Petrus, su real esposo (cosas de los clichés con los que nos amamantan).Otra cosa eran los capgròssos (cabezudos) y el bestiario, que aparecían en mis pesadillas queriendo comerme y no pudiendo atraparme nunca.

Aunque los gigantes y cabezudos son una tradición popular en las celebraciones de muchas localidades de Europa occidental y América Latina, en Catalunya tienen una vigencia extraordinaria.  Hay pocos pueblos catalanes que no los tengan y los saquen a pasear, como parte de sus celebraciones, varias veces al año.

Los gigantes son unas figuras realizadas en diferentes materiales, dependiendo del tiempo en el que hayan sido confeccionados, con un armazón de madera que permite a la persona que los lleva, debajo de sus ropajes, hacerlos caminar y danzar en los actos en los que participan. Representan arquetipos populares o figuras históricas de relevancia local. Los primeros gigantes documentados en Barcelona datan del año 1424.

Aunque no se sabe a ciencia cierta su origen, están ligados a la mitología y creencias ancestrales. En 1929 tras haber sido convenientemente cristianizados, los gigantes y bestias festivas participaron en la procesión de Corpus de Barcelona, con la finalidad de transmitir la historia sagrada a la población. “El gigante representaba a Goliath o Sansón, la mula acompañaba a Balaam, los caballitos formaban parte del entremés de San Sebastián o el dragón iba con Santa Margarita. Algunos de aquellos primeros animales festivos como el fénix o el elefante, tuvieron una vida efímera en las procesiones, probablemente por la dificultad de encontrarles una identificación bíblica adecuada a los intereses de la Iglesia”

A mediados del siglo XVI aparecieron las gigantas, cuando ya estos personajes no eran bíblicos.

Felipe V, vencedor en la guerra de sucesión y el Decreto de Nueva Planta de 1716, permitieron la expropiación de la mayor parte de las figuras gigantescas y bestiario. La fiesta de Corpus perdió su color porque se prohibió la presencia de imaginería en sus procesiones y la mayoría de las figuras, patrimonio invaluable de Catalunya, se dañaron o fueron abandonadas en cualquier dependencia municipal. Después, poco a poco, las cofradías las fueron recuperando, restaurando o rehaciendo.

En el siglo XIX se produjo una recuperación tímida de los gigantes y el poco bestiario que sobrevivió fue conservado en pocas poblaciones. Los gigantes, varones, pasaron a representar al pueblo al cual pertenecían, siendo la imagen de su pasado. La gigantas, pasaron a ser íconos de moda tanto en su vestir como en su peinado –cambiaban de indumentaria cada año– y eran imitadas por las mujeres de las distintas poblaciones. Esta costumbre que se mantuvo hasta el 1920.

Durante la guerra civil española desaparecieron muchos gigantes, quemados dentro de las iglesias o destruidos directamente. Durante el franquismo, todos los gigantes se llamaban Isabel y Fernando. Se usó esta estrategia  para poder asegurar que siguiera la tradición gigantera. El folklore regional, aunque fue castigado, no lo fue tanto como lo fue la lengua catalana, que no fue permitida en escuelas, universidades ni actos protocolares. Como consecuencia de esta prohibición y acoso, muchos catalanes y catalanas descendientes de personas que habían vivido la guerra civil, o que no recibieron educación formal en catalán, tienen lagunas en su lengua y escriben con dificultad o no lo hacen en su idioma.

Una vez recuperada la democracia, los gigantes volvieron a tener sus nombres de reyes catalanes y también se inició la moda de crear gigantes que representaran personajes populares conocidos, como por ejemplo el arquitecto Gaudí.

Los gobiernos, familias, escuelas y asociaciones comunitarias deben convertirse en guardianes de las tradiciones culturales  de los pueblos, preservándolas, resaltándolas y celebrándolas, para que la repetición ahuyente el olvido y la transculturación. Así pues, tienen una gran responsabilidad encima: afirmar las raíces que refuerzan la identidad sus habitantes.

La noche de San Juan o el solsticio de verano

La palabra Solsticio viene del latín y significa “Sol quieto”. En este momento del año, el sol se sitúa sobre uno de los dos trópicos. El hemisferio Norte está más cerca del sol (solsticio de verano) y el Sur más lejos (solsticio de invierno). Esto ocurre entre el 21 y 22 de junio aproximadamente.

El solsticio de verano, llamado en la antigüedad “Puerta de los Hombres” se celebra desde hace 5000 años aproximadamente. Los antiguos griegos creían que el sol mermaba cada día porque penetraba en la dimensión del hombre iluminándolo internamente. Esta cultura entendía que el hombre solo puede llegar a la luz mediante la introspección, cruzando la puerta del inconsciente.

Más tarde, la mitología romana hablaba de las Puertas Solares como las dos caras de Jano, dios que simboliza la transición del pasado al futuro, o de la vida a la muerte y el renacimiento.

Muchas culturas han celebrado y siguen celebrando este fenómeno porque el sol es para todo el mundo principio de vida, existencia y continuidad.

Los celtas, a través de sus sacerdotes, los druidas, encendían hogueras buscando la bendición para las tierras, los frutos, los enamorados y fertilidad para las mujeres.

En México, los aztecas celebraban rituales para que la renovación de los fuegos ayudara a la tierra y a los hombres a respetar los ciclos y obtener salud y buenas cosechas.

En Perú, en la explanada de Sacsahuamán, cerca del Cuzco, se invoca al astro rey antes de su salida, a través de grandes fogatas.

En la India, el solsticio de verano es una puerta que conduce al interior y aseguran que algunos chamanes pueden leer el futuro en las llamas. Las cenizas de las hogueras que se hacen en el solsticio, se conservan todo un año.

En África del norte, también se hacen hogueras en lugares que consideran que necesitan purificación. Arrojando al fuego hierbas medicinales, ahúman utensilios, herramientas y objetos personales, para matar en ellos virus y malas energías Seguidamente saltan siete veces por encima de las brasas para purificarse. Es una tradición que viene de la cultura pre-islámica, ya que actualmente su calendario es lunar.

La tradición cristiana celebra la fiesta de San Juan el 24 de junio, adaptando así el culto pagano a las enseñanzas bíblicas. San Juan Bautista fue precursor de Jesús, anunciando una nueva fe basada en el poder del sol interior. Esta fiesta ve al sol como astro que permite la vida a los humanos y la naturaleza. Aunque también recrea la magia, es decir, cruzar una puerta para pasar de una realidad a otra, pudiendo dejar atrás todo lo viejo, a través de arrojar a las hogueras todo lo inútil, lo negativo, lo que nos lastra, para poder renovarnos.

En estos días suele recolectarse diversas plantas medicinales tales como el hipérico o hierba de San Juan, la Manzanilla, la Artemisa, la Milenrama, el Sauco, el Gordolobo, el Espliego, el Romero, el Tomillo y otras, cuyas propiedades medicinales aumentan por la especial radiación del sol en el solsticio y también por el rocío solsticial.

Esta antigua fiesta del solsticio de verano, se sigue celebrando en innumerables lugares del planeta y las costumbres son muy similares. Se encienden hogueras y en algunos sitios se complementan con baños al amanecer, como si fuera un ritual de bautismo, para limpiar las emociones, para después dar tres vueltas en sentido contrario a las manecillas del reloj, alrededor de la hoguera. Para terminar, se salta por encima de las brasas, entonando algún mantra u oración de transmutación. En la fogata, además de quemar enseres viejos, se queman intenciones escritas en un papel.

Catalunya no es una excepción y celebra la Revetlla de Sant Joan la noche del 23 de junio. Además de encender hogueras con muebles viejos y de seguir los rituales de baños (donde hay playa) y saltos de la hoguera, se tiran fuegos artificiales, se brinda con cava y se come la Coca de Sant Joan, una especie de torta de harina, huevos y azúcar, adornada con frutas confitadas.

Mucho más catalana es la tradición de encender la Flama del Canigó.

El Canigó es la Montaña encantada y símbolo de unidad e identidad, que nos trae un mensaje de paz y amor al pueblo catalán que ama su cultura, su lengua, sus costumbres y tradiciones.

Desde el año 1955, se transportan fajos de leña de toda Catalunya a la cumbre del Canigó para ser quemados durante toda la noche. El fuego puede verse desde la llanura y estas llamas se llevan a cualquier parte de Catalunya, incluso a otros lugares de Europa para encender hogueras de comunidades de catalanes. Desde el año 1964 hay una “Flama del Canigó” que continúa encendida y expuesta en el Castellet, en Perpignan.

Ayer, lunes 23 de junio, la flama del Canigó llegó al Parlamento autonómico catalán, como es tradición. Con ella se han encendido los quinqués que llevan la llama a todos los rincones de Catalunya. Núria de Gispert afirmó que «la flama del Canigó representa la fuerza de un pueblo en marcha, organizado, que quiere decidir su futuro colectivo, explicando a los niños que se han acercado al Parlament que es una luz que nos indica por dónde tenemos que ir»

El día de Sant Joan, es la Fiesta Nacional de los Países Catalanes.

 

La tarde que vivimos en peligro

Después de pasar un largo rato sopesando si ir a la graduación con mi vehículo o llamar un taxi para regresar luego con mi esposo, decidí que era mejor lo segundo para no tener que coger lucha ni con el tránsito ni con el aparcamiento.

Como me constaba por experiencias anteriores que los chóferes de carrito público se la buscan para hacer la travesía mucho más rápida (con cierto grado de taquicardia, claro), entendía que tomando esa decisión, tendría más tiempo para acabar de ver el partido de fútbol, contestar mis wasaps, entrar en feibú y arreglarme (mascarilla incluida).

Llamé a un grupo de taxistas cercano a mi residencia para hacer la reserva de un taxi con aire acondicionado. Hice la salvedad, porque en una ocasión anterior, me mandaron un taxi con aire, pero en las ruedas. El que contestó mi llamada me hizo la observación de que era muy temprano para llamarlos. Ellos no reservaban, sino que las personas llamaban en el momento que lo necesitaban y ellos acudían inmediatamente. Eso ya era riesgoso. Podría pasar que cuando llamara no hubiera taxi. Pero a mí no me para un cierto grado de inseguridad y pensé que en caso de que fallara mi llamada, siempre podría ir con mi vehículo, ya que sería tarde para llamar a otra compañía de taxis más lejana.

Me arreglé cómo pocas veces lo hago: maquillaje, colorete, sombras en los ojos (con lo que pesa todo eso) y luego me enfundé dentro de un vestido ajustado, no demasiado para lo que está de moda hoy en día, pero para mí era casi una camisa de fuerza de las de antes (ahora los loqueros lo resolvemos de otra forma). Lo que hacemos a veces por las personas que amamos.

Cuando faltaban diez minutos para la hora que yo había calculado que debía salir de casa en un taxi volador, llamé y de nuevo hice la solicitud de un vehículo con aire acondicionado. Se pasaron la llamada entre cuatro choferes voceando “quiere un vehículo en buenas condiciones” y al final, un quinto, me dijo que sí, que su carro tenía aire acondicionado.

Esperé ver aparecer el taxi detrás de la ventana, debajo del abanico de techo y con un abanico de “manola” al ritmo de “el farolito”. Llegó increíblemente puntual, pero mis ojos no daban crédito a lo que estaba viendo. El carro no tenía un centímetro sin una abolladura. Los tonos de azul eran tan variados que parecía que lo hubieran pintado así a propósito. Dos de las micas de los faroles estaban rotas. Tragué en seco. Piensa Carmen, todavía estás a tiempo de despedirlo con una propina e irte con tu vehículo. Pero no llegaré a tiempo, aún encontrando aparcamiento.

Decidí imponerme un acto de humildad. Si otros ciudadanos usan este carro, yo también puedo hacerlo. Y después de todo, lo importante es que tenga aire.

–Buenas tardes.

–Buenas tardes, doña. A dónde.

–Al Auditorio del Banco Central.

–Eso está en la Independencia, ¿no?

–En Gazcue. ¿Sabe dónde está el Banco Central?

–Ah, sí.

– ¿Cuánto es?

–Son trescientos.

–OK

Entré en el destartalado vehículo y verifiqué que sí tenía aire, aunque flojo, pero por lo menos se sentía un fresquito. Tuve que abrocharme el cinturón (es absolutamente recomendable hacerlo en estos vehículos) en el tercer asiento, con lo que, prácticamente, me iba a estrangular si no lo hubiera estirado hacia abajo con mi mano izquierda.

Tan pronto como arrancó, me di cuenta que no había tomado la decisión correcta (algunas veces me pasa). Todas las piezas del vehículo se movían haciendo un ruido semejante al que haría un xilófono desafinado y sin melodía, o una banda de percusión tocada por monos.

– ¿Usted está seguro de que llegaremos al sitio? Me parece que tiene alguna pieza suelta por debajo del carro.

–Hasta Constanza que usted quiera.

Parece increíble, pero estas palabras me tranquilizaron un poco. Ya solo me quedaba hacer abstracción del ruido con una técnica de visualización de mi hermoso Mediterráneo y su playa al atardecer (no me falla nunca).

Hasta estaba sintiendo esa brisita con olor a mar y el sonido suave y tranquilizador de las olas, cuando de pronto, el aire dejó de funcionar. Salí de golpe de mi ensoñación y parece que el conductor vio mi cara de contratiempo (mi sicóloga dice que solo hay que mirarme a la cara para saber que está pasando dentro de mí), porque me dijo  –Es la temperatura, que está muy alta–. No sabía si se refería a la de afuera, a la de adentro o a la del carro. No contesté. Volví a tragar en seco, a poner mi respiración en “low mode” para no impregnar mis mucosas de un tufillo entre grasa de mecánico, sudor y óxido y a implorar a la Vida que el trayecto se acortara y me fuera leve.

El conductor abrió la ventana, las ventanas, y mi cabello comenzó a flotar por los aires. Me alegré en ese momento de no llevar corbata para no verme convertida en el cliché de los clientes de la moto concho.

Después de adelantar de mala manera a los otros vehículos, de dar un giro a la izquierda pasando del carril de la derecha por delante de todos los conductores que iban a mil, de frenar casi incrustándonos en otra chatarra parecida a la nuestra y de andar a golpes de motor, visualicé mi lugar de destino. Empecé a respirar mejor. Volví a implorar a los hados que nadie me viera bajar de esa carroza que de pronto se había convertido en calabaza.

Cuando llegué al sitio, con disimulo me olí las manos y brazos a ver si me acompañaba el olor al viaje. No. Todo estaba bien. Me miré en la puerta de la entrada, me alisé el pelo y sacando pecho me fui a encontrar con el ser que ese día había logrado una de sus primeras metas el su corta vida: graduarse de bachiller.

Se acabaron mis penas en el momento que la vi radiante de alegría y me olvidé de este incidente que hoy he querido revivir, ya con mucha más tranquilidad y hasta con alguna carcajada entre párrafos, imaginándome mi cara y mis circunstancias.

Mea culpa

¡Por tu culpa! Solíamos decir cuando éramos pequeños cuando algo salía mal y, todavía lo decimos o lo pensamos, cuando fallamos en algún proyecto de trabajo o personal. El sentimiento de culpabilidad nos acompaña siempre, a unas personas más que a otras, debido a nuestro aprendizaje y socialización desde la infancia. Esta emoción –más negativa que positiva– puede inmovilizarnos y destruirnos si no nos hacemos conscientes de que no siempre somos culpables, aunque si seamos responsables.

Nuestros padres y nuestros profesores nos repitieron en diferentes ocasiones lo mal que hacíamos las cosas, lo malos que éramos, los problemas que les causábamos o la necesidad de que cambiáramos si queríamos un futuro gregario. En la iglesia lo repetíamos cada domingo en la oración Yo Confieso: por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa…

Es cierto que hemos cometido muchos errores y los seguimos cometiendo y por tanto, solemos sentirnos culpables, lo cual, puede ser un sentimiento sano, porque nos ayuda a regularnos, a reparar y a evitar daños futuros. Pero, esta emoción se convierte en problema, cuando vivimos en ella constantemente y condiciona nuestras vidas y decisiones, o cuando la sentimos sin haber cometido acto alguno que la justifique.

Mirar al pasado –y me refiero incluso al próximo pasado– recriminándonos de forma obsesiva, nos gasta la energía y nos mete en un círculo obsesivo que nos acerca al masoquismo. A veces, este sufrimiento se somatiza provocándonos dolor en el pecho, en el estómago, en la cabeza y en los hombros –como si estuviéramos cargando un fardo muy pesado.

Las personas con baja autoestima suelen experimentar a menudo esta emoción negativa porque creen que no merecen amor por parte de los demás y no aceptan las gratificaciones infringiéndose así un castigo. También las personas perfeccionistas tienen sentimientos de culpabilidad porque cualquier error los hace autocriticarse y reprochar sus fallos.Cuando hacemos algo que no está en consonancia con unos valores que hemos asumido como justos y positivos, cuando nos comportamos en disonancia con nuestros cánones, nos recriminamos y sentimos culpables.

Es cierto que hay personas con ciertos problemas psicológicos o de adicción cuyos trastornos les provocan esta emoción negativa de culpabilidad y poco pueden hacer para obviarla. Por ejemplo la depresión, que va acompañada de pensamientos de autorrecriminación; las personas con trastorno obsesivo compulsivo que no pueden reprimir pensamientos que creen que no son adecuados; las personas alcohólicas cuyo sentimiento de culpa llega a ser insoportable y otras con cualquier tipo de trastorno psicológico que las hace depender de los demás, sintiendo que son una carga para familiares y amigos.

El problema no es sentir la culpa, ya que, en principio, no podemos hacer nada para evitar el sentimiento, sino hasta después de haber aprendido a controlar de forma educada esta emoción. Para ello, hay unos pasos que podemos dar y que nos harán desechar el vestido de la culpabilidad para adoptar el de la responsabilidad.

A partir de ahora, cuando nos sintamos culpables:

• Vamos a reconocer nuestra conducta, abandonando un pensamiento polarizado y asumiendo una postura más flexible: no todo es blanco y negro, la vida está llena de matices.

• Aceptaremos las consecuencias que provocó

• Analizaremos el motivo de nuestra actuación: a través de un diálogo interior sincero

• Corregiremos, si es posible, o pediremos disculpas. La culpa no es la solución, la acción sí lo puede ser. La culpa nos hace perder el presente y nos roba parte de nuestra vida

• Aprenderemos a no cometer de nuevo el mismo error

Recordar los errores del pasado solo nos sirve cuando aprendemos de ellos. El problema no es la culpa, sino lo que hacemos con ella.

Cuando cometemos un error no somos malos, nuestra conducta fue inadecuada, no nosotros.

Culpa es una palabra sumamente pesada que puede ser un lastre en nuestras vidas. Cambiémosla por: responsabilidad. No somos culpables por los errores. Los demás tampoco son culpables. Nosotros somos y ellos son responsables.

La Moreneta

 

El día 27 de abril se celebra la fiesta de Nuestra Señora de Montserrat (Mare de Déu de Montserrat), popularmente llamada La Moreneta.

La Moreneta es la patrona de Catalunya y se venera en el monasterio de Montserrat, el cual se fundó a principios del siglo XI. Este lugar es un símbolo de Catalunya, punto de peregrinaje para los creyentes y de visita para los turistas.

Montserrat es un macizo rocoso que está situado a 50 km al noroeste de Barcelona, entre las comarcas de Anoia (famosa por su cava y vinos), del Bajo Llobregat y del Bages. Se le nombró Montserrat porque sus picos parece que hubieran sido serrados con una gran sierra. Su representación heráldica es de un grupo de montañas de oro sobre campo de gules, con una sierra de oro que la corta por encima.

La imagen es una talla románica del siglo XII (excepto la cara del Niño y las manos de la Virgen que se rehicieron en el siglo XIX), creada en madera de álamo. Representa a la Virgen con el Niño Jesús en su regazo. Mide 95 centímetros de altura. La Moreneta sostiene una esfera en su mano derecha que representa el universo. El Niño tiene una mano levantada bendiciendo y en la otra sostiene una piña.

La imagen es dorada, excepto la cara y las manos de la Virgen y el Niño que son de color negro. El ennegrecimiento, con el tiempo,  se debe al plomo usado en la pintura. En el siglo VI se le barnizó la cara de castaño y en el siglo XX, de negro. Se cree que la imagen actual fue creada para sustituir una anterior de características similares.

Comparto con ustedes una de las leyendas del origen de la Virgen de Montserrat.

A esta virgen morena se le llamó originalmente la Jerosolimitana, debido a la creencia de que procedía de Jerusalén. En el siglo VII, los cristianos de Barcelona se vieron obligados a esconderla para evitar perderla si eran derrotados por los invasores sarracenos.

Para ello, llevaron la estatua a una pequeña cueva en abril del año 718 (esta información quedó registrada en los archivos de Barcelona).

Con el tiempo, la gente de Barcelona se olvidó de la imagen. Había pasado casi 200 años cuando en el año 880 unos pastorcitos vieron unas luces y escucharon un cantar melodioso que salía de la montaña. Los pastores se lo informaron al sacerdote del pueblo, quien se lo dijo al obispo y ambos fueron testigos del canto y las luces en la cueva.

El obispo quiso llevarse la imagen a su ciudad, Manresa, y comenzó la procesión para trasladarla, pero no se pudo llegar al lugar porque la imagen se fue poniendo tan pesada que nadie la podía manejar (la Virgen de Montserrat había elegido su casa). El obispo, decidió dejarla en una ermita cercana del lugar donde había aparecido. Más tarde se construiría el monasterio.

Es grande la fe de gran parte del pueblo catalán en La Moreneta y el 27 de abril, tanto en Catalunya como internacionalmente, los catalanes creyentes celebran su día asistiendo a misa y cantando El Virolai, que no es otra cosa que alabanzas y una súplica musical de las bendiciones y los milagros de nuestra querida madre morena.