La bombonera

Las residencias de ancianos contienen diferentes ejemplares de la raza humana que por una razón u otra el cauce de la vida los depositó en ese receptáculo: ancianitas muy dulces, o con muy mal genio, rebeldes, resignadas, quedadas en mejores tiempos, y ancianos taciturnos, otros que viven diariamente sus batallitas del pasado, o enredados en momentos felices, afanosos por servir para algo y otros deseando, en vano, recuperar sus mejores tiempos.

En la residencia que conozco, las edades de sus huéspedes oscilan entre los ciento cuatro y los cincuenta y nueve años y su estado sicológico y fisiológico, en muchos casos, no tiene que ver con su edad cronológica. Hay un anciano de noventa y cinco años que se jacta de haber practicado artes marciales en su juventud y que cada vez que lo visito guarda en su bolsillo una tapa de refresco para doblarla entre el dedo meñique y el anular. Su fuerza está bien, en comparación con su memoria. Cuando llego y tengo que enchufar el aparato de dar masajes, siempre recurro a él haciéndome la torpe. El hecho de desenredar el cordón y conectar el artefacto lo hace feliz; quiero imaginar que está pensando que le da un servicio a un ser querido de su familia.

A los ancianos, no les gusta compartir el motivo por el que están en la residencia; en la mayoría de los casos porque hacerlo sería acusar a la carne de su carne de abandono, de desidia, o de haber perdido la batalla de los recursos económicos. Son muy raras las excepciones en las que el anciano va a la residencia por su propia decisión, ya que, aunque afirmen que así ha sido, escondida hay una historia triste de la que se hace abstracción.

Cuando llegué a dar servicio, más de compañía que técnico, lo hice para dar soporte a unas ancianas que no hablaban castellano y estaban aisladas del resto por esa razón. Sin embargo, no era el idioma lo que las mantenía más apartadas, era un incipiente Alzhéimer que a pasos agigantados iba haciendo su nefasta labor y que se las llevó casi el mismo día no sé dónde. Se llamaban Carmen, las dos, y cuando regresé a la semana siguiente, sus compañeros me dijeron que las “Cármenes” se habían ido juntas, como juntas habían estado en su paso por la residencia. Mientras compartíamos, cuando oían su idioma materno, sonreían con placidez y me devolvían el regalo con un maratónico apretón de manos. Los ancianos, como los niños y los perros, sienten un desborde de endorfinas cuando se les acaricia, se les abraza o se les besa. El hecho de que alguien se interese por ellos, por su vida, por su salud y sus actividades, da un calorcito a su corazón que se refleja en su cara.

Don Ángel y doña Rosita, llegaron juntos a la residencia y me dio mucha alegría ver que, al menos, uno tenía al otro; pero duró muy poco mi fiesta interior porque la ancianita no se pudo adaptar al entorno y costumbres y murió dos meses más tarde de haber ingresado. La depresión pudo más. Días antes del fallecimiento, don Ángel pasaba el día entero en la capilla pidiéndole a Dios y todos los santos (me imagino) que su amada saliera de su pena y volviera a ser ella. No sé cómo se habrá sentido con la indiferencia de lo alto ante sus súplicas diarias, pero ahora dice tener ciento cuatro años, cuando a su llegada afirmaba ser de noventa y cuatro.

Irene fue una gran cantante lírica que todavía conserva la voz en alguna proporción, porque ejercita diariamente las cuerdas vocales. Tiene una habitación privada a la que solamente invita a personas muy estimadas o a las que reconoce el gusto por su arte. Tiene ochenta y cinco años pero afirma tener setenta y cinco. No se mezcla con el resto de sus compañeros. Cuando la exhortamos a participar en los ejercicios y los masajes, con mucha educación pone una excusa y declina la invitación. Le gusta salir a pasear por la calle y llegar hasta el frutero para comprar fruta fresca, pero tuvo que ser auxiliada por un policía al sufrir una caída doble y ya no se atreve a darse el gusto de creerse una mujer autosuficiente.

Don Alejandro, de setenta y cinco años tiene una pierna amputada y sueña con tener una compañera. Su plan es ponerse una prótesis y volver a vivir en su finquita con la que sea su mujer, porque, según él, todavía puede hacer la labor (no me atreví a preguntarle cuál).

Doña Grace, además de unos ojos verde esmeralda, tiene las manos más hermosas del mundo, suaves, tersas y con unas uñas extremadamente cuidadas que hacen que las mías se avergüencen con la comparación. Su trato es delicado con los demás. Es una pena que su caminar sea cada vez más pesado y su sueño más asiduo.

Y así podría ir describiendo a mis bombones, mis viejos amigos, orgullosos del ayer y resignados con el hoy, la mayoría. Condescendientes algunos, cascarrabias otros, “chismosillos” en general, pero seres humanos desvalidos y amparados por otros seres humanos que tienen el corazón lleno de amor.

Me alegra mucho que mi amiga Margarita me llevara a “animar a los catalanes”, porque me he quedado con ellos y con todos los chicuelos, como les digo cuando me despido de ellos ese día especial de la semana.

El Profesor Pellejero

A principios de la década del sesenta, había muchas familias españolas con ciertas posibilidades económicas y visión de futuro, que vivían en pueblos y querían para sus vástagos una educación mejor que la que podían conseguir en el lugar y que, generalmente, se limitaba a la educación primaria.

La solución era enviar a los hijos a internados en la capital de la provincia los cuales, en su mayoría, eran administrados por sacerdotes o frailes para los chicos y por monjas para las chicas.

En esos internados, de diferentes categorías sociales que se reconocían exteriormente por los perifollos que llevaban los uniformes escolares (sombrero, chalina, nada), se daba la mayor importancia a la formación religiosa, y aunque de ninguna forma se descuidaba la educación formal, esta estaba permeada de mística y con grandes lagunas en cuanto a detalles “peligrosos” relacionados con el sexo, la libertad de pensamiento y de expresión y el conocimiento de personajes cuya rebeldía podría influir en el carácter de los estudiantes y llevarlos a ser adultos con ideas que no serían bien vistas en el estatus quo, entre otras menudencias que producían anemia intelectual y emocional en niños y adolescentes.

Yo me formé en uno de esos colegios y tengo que reconocer que aunque pusieron mucho empeño en que fuera una oveja más, lo lograron a medias. Tuvo que ser genético, porque no fui educada para ser contestataria ni crecí en ese ambiente, y sin embargo, heme aquí defendiendo mis ideas, protestando ante los engaños e injusticias y llamando al pan, pan y al vino, vino. Claro, el tiempo ha suavizado mis formas en la medida que me han mermado las fuerzas al luchar contra la corriente, pero todavía me puedo mirar en el espejo.

Varias veces me quedé sin medalla de honor porque, para tenerla, había que tener buenas notas en las materias de la educación formal y en conducta. En esta última parte fallé muchas veces ante mi insistencia en no pasar por el aro. Por las mañanas dábamos clase y por las tardes hacíamos tareas y estudiábamos. Estas dos últimas actividades que debían durar cuatro horas, yo las terminaba en dos. ¿Y entonces? Me dedicaba a dibujar, o a hacer poesías o salir cincuenta veces del aula para ensayar las últimas piruetas gimnásticas que yo misma había inventado, o a distraer con bolitas de papel escritas a mis compañeras. Cuando me pillaban, me mandaban para atrás, en la última fila y sor Angustias, que olía feísimo, se sentaba a mi lado para asegurarse de mi inmovilidad.

Pero sobreviví bastante entera y con criterio propio y terminé el bachillerato. Los exámenes del último curso, había que tomarlos en un Instituto. El sistema de educación español, aún fuera de los colegios religiosos, estaba salpicado de profesores y catedráticos poco progresistas, machistas y homófobos, algunos de ellos más temidos que el hombre del saco.

Algunos de mis puntos de vista sobre la historia de España, me hicieron perder el “sobresaliente” para quedarme en “notable”. Lo que no hice nunca, y eso confirma mi inteligencia, fue expresar mis dudas en cuanto a los dogmas de fe; faltaría más. En matemáticas tampoco me fue tan bien porque el profesor Pellejero me llevó al límite cuando al ver que más de la mitad de los alumnos que estaban en el salón de exámenes éramos mujeres, dijo en voz alta y con menosprecio:

– ¡Virgen Santa, cuánta mujer! Más os valdría estar en casa zurciendo calcetines.

Se me revolvió el estómago –Profesor, las mujeres que estamos aquí, contesté en voz alta, queremos acabar el bachillerato para seguir estudiando; lo de zurcir calcetines, ya veremos. Estamos esperando las preguntas.

Se puso rojo de la rabia y comenzó a repartir el examen. Mandó al monitor a que se instalara a mi lado con la intención de agarrarme si pretendía copiar de alguien o sacar una chuleta. Las matemáticas no eran mi punto más fuerte, pero ese día, la adrenalina me aclaró el cerebro y contesté todas las preguntas lo mejor que pude. Cuando fui a entregar el examen, Pellejero me dijo en voz baja: voy a corregir con mucho cuidado su examen, señorita. A lo que contesté,  –muchas gracias profesor Pellejero, yo también revisaré los resultados–. Si hubiera tenido que seguir en el internado, después de este incidente, habría pasado a la categoría de “peligrosa”. Por suerte, ese año fue el último.

Salí del aula con las piernas temblorosas y con una idea fija en la cabeza: estudiar y estudiar para que cuando recogiera los títulos de graduación, pudiera dedicárselos al profesor que un día me motivara a demostrar que las mujeres sí queríamos, sí podíamos y era nuestro privilegio.

Pepito Grillo o´clock

Después de haber repasado todas mis bendiciones del día, visibles en forma de salud, familia, amigos, casa y otros bienes materiales e inmateriales  – estos últimos los más valiosos–, me dispuse a dormir las siete horas recomendadas para un buen funcionamiento y retraso de la decadencia en esta dimensión. Pero Morfeo no atendía a mis llamadas y decidí entretener a la joven de la azotea revisando pendientes.

La cena de esta noche había sido exótica, con sabores y formas orientales que permanecen por tiempo en los sentidos. El rollo de anguila me vino a la mente. ¿Por qué siempre que voy a ese restaurante lo pido y dejo de saborear otros platillos que mis acompañantes de experiencia dicen que son deliciosos?

Tengo la costumbre –a veces buena y a veces mala–,  de analizar comportamientos,  situaciones y cosas, y en eso estaba enredada cuando me acordé de mi mamá, peleando con una anguila recién pescada en el rio Ebro –ahora ya no aparecen debido a embalses e infraestructura fluvial que impiden o dificultan su proceso de reproducción .

Todavía sentí desagrado al recordar vívidamente un animal parecido a una serpiente, de color gris oscuro y con panza clara, dando coletazos en el fregadero y que trataba de escaparse de las manos de mi madre, optimizadas con un cuchillo afilado que no era muy certero debido al fuerte movimiento del pescado, luchando por su vida. Al final, la anguila perdía la batalla y entre estertores, sus movimientos iban disminuyendo hasta quedar inerte, rodeada de su propia sangre. Entonces, mi madre procedía a su preparación para la comida. Siempre descartaba la cabeza; frotaba la piel de la anguila con sal gorda y vinagre, hasta que notaba que ya no estaba resbaladiza; la lavaba bien y empezaba a cortarla en rodajas para sazonarla y dejarla un rato sumergida en la salsa antes de guisarla. Siempre me resistí a comer ese plato. Olía muy bien y todo el mundo lo alababa mucho, pero yo no podía olvidar el asesinato que acababa de ocurrir en la cocina de mi casa.

Otras muertes violentas vividas por mí en mi primera niñez, fueron las de pollos y gallinas a manos de mi tía Carmen –en su casa pasaba mis largas vacaciones de verano.

La  tía Carmen, catalana, mujer emprendedora, práctica y fuerte, había desarrollado una especie de cadena alimentaria vertical: había sembrado maíz, y frutales con los que alimentaba a las gallinas y pollos, que a su vez, daban huevos y servían para ser preparados en la comida del domingo, por lo que tenía que averiguárselas,  ella sola, para alimentar al pollo, atraparlo, matarlo, guisarlo y servirlo a la mesa “rostit o farcit”. Todavía recreo en mi cerebro el olor a los canelones que precedían al rostizado.

Se ponía un delantal que le llegaba hasta el cuello, se cercioraba de que el cuchillo estuviera bien afilado pasándolo varias veces de lado y lado por una piedra de afilar, y procedía a agarrar el pollo atrapándolo entre el costado izquierdo y el brazo de ese mismo lado. Con la mano de ese brazo que tenía libre –que solía ser el izquierdo porque ella era derecha, aunque no de derechas –, le agarraba la cabeza y se la echaba hacia atrás, dejando a la vista un pescuezo curvado y expuesto a la muerte. Sin pensarlo dos veces, con el afilado cuchillo, manejado con eficacia por la mano derecha, le rebanaba el cuello. El pobre animal seguía moviéndose convulsamente hasta que exangüe, se rendía. Para terminar lo que ahora llamaríamos tortura, un cazo con agua hirviendo estaba esperando su turno para facilitar el desplumado del ave. Este acto sanguinario me horrorizaba y al mismo tiempo, con los párpados a media asta, lo miraba cada vez que ocurría.

También fui testigo en muchos inviernos, de la matanza del cerdo, cuya truculencia supera a las dos anteriormente explicadas y que no voy a describir para no herir sentimientos de personas sensibles.  Nunca pude comer “pellas” o morcillas de sangre cuando era pequeña,  después de haber visto cómo manaba del cuello del pobre animal.

Pero, aunque entiendo y comparto la ideología del vegano, la vida pasa y una se va desensibilizando. La razón se impone al corazón y se llega a la conclusión de que los animales están ahí para alimentarnos y una disfruta los platillos que la gastronomía hace cada vez más atractivos, sin acordarse de las historias de terror de cuando era chiquita. Al menos no cuando una se los está comiendo.

La verdad es que el insomnio no trae nada bueno. ¡Mira que revolverme la conciencia!

Rara avis

A Papito Mueses no se le conocen extravagancias sexuales, es decir, que las  haya confesado o exhibido delante de alguien. Pero es público el hecho de que ha cedido derechos a terceros, acontecimiento que le proporcionó en su tiempo el apodo de “El Venao” y que sigue soportando sin que le quite el sueño ya que la situación le proporciona un sustento privilegiado en francos franceses.

Vecino de un adorable pueblecito turístico, conoció y sigue conociendo visitantes extranjeros a los que presta servicios de guía, jandimán o de vendedor de artesanías, según sople el viento y el mar de sus finanzas presente marejada o marejadilla.

Hace algunos años, cuando la economía familiar de los Mueses estaba de capa caída, se acercó a uno de los porteros de un proyecto turístico, ofreciendo sus servicios como jardinero para alguna de las casas cuyos dueños ocupaban una parte del año y el resto del tiempo las alquilaban. Este trabajo de un día a la semana, se complementaba con las otras actividades dedicadas al turismo y garantizaba una entrada que, aunque no era muy grande, no dependía de los barcos que atracaban en el puerto, de la cantidad de pasajeros o del poder adquisitivo de los mismos.

En ese empleo fue que conoció al viudo míster Fabrice Leclerc – don Fabrí Leclé para Papito–sesentón jubilado, calvo, de clase media y con ganas de aprovechar los posos del fondo en tierras donde no era conocido y no tenía que guardar las apariencias. Contrató a Papito para arreglar el jardín.

Fabrice, oriundo de Calais, hablaba el español con un acento francés marcado que se iba transformando en la medida que transcurría los cuatro meses de vacaciones y como consecuencia de adoptar  el argot de la gente del pueblo, para un mejor entendimiento con sus subalternos.

La relación entre Fabrice y Papito fue evolucionando en la forma y en el fondo. De no entender lo que se decían el uno al otro, pasó a poder entablar conversaciones de panita a pana; de tener jardinero, pasó a mandadero, guardaespaldas y maipiolo. De pronto, habían encontrado una relación internacional incondicional y provechosa para ambos. El francés se empapó de la filosofía criolla y el criollo visualizó y aprovechó las ventajas que representaba esa conexión con Europa.

Míster Leclerc disfrutaba sus vacaciones en todos los sentidos. Por un tiempo se olvidaba de las comidas que se preparaba el mismo, cambiando la sopa de cebolla por el sancocho, el coq au vin por el chivo liniero, la quenelle por el quipe y la croque monsieur por el sándwich de aguacate. Permutaba el burdeos por la fría –bien ceniza– el coñac por el ron de mallita y el champán por el mabí seibano al que le añadía algún líquido espirituoso.

Papito tenía muchos contactos femeninos a los que llamaba amigas, que cada sábado, religiosamente, presentaba a Fabrice. Las llevaba hasta la casa con su moto cobrándoles un módico pasaje, ayudaba en la preparación del barbiquiu de mariscos –los cuales proveía a un precio que a Fabrice le parecía irrisorio y en el que Papito se ganaba el cincuenta por ciento–, servía los tragos y desaparecía discretamente para volver a recoger a la princesa de turno, cuando era requerido por el celular.

A Fabrice le gustaban las mujeres de color. Sobre todo las de grandes posaderas que en principio llamaba bonnes fesses y que a Papito le tomó un tiempo conocer su significado, porque siempre trataba de simular que entendía al míster perfectamente y no quería preguntar. Pero el proceso de la selección se fue mejorando porque Papito reconocía, por la propina que recibía, cuando Fabrice estaba contento con la amiga de turno.

Cuando faltaban dos semanas para regresar a Calais, Fabrice abordó a Papito con una solicitud bastante común: conseguir una mujer que él pudiera llevar a su ciudad para que se encargara de la casa, la comida y –tuvo que ser honesto con Papito para estar seguro de que entendiera sus necesidades– de resolver algunos de sus ya escasos calentones.

Papito le dijo que no había problema, que él conocía mujeres que seguramente querrían aceptar el empleo en Europa. Preguntó cuál sería el sueldo y multiplicó la cifra por cincuenta. Fabrice añadió información sobre las condiciones del trabajo, los días de fiesta, vacaciones, etc., aunque nadie le había preguntado. Papito se interesó por la posibilidad de que la empleada pudiera venir al país de asueto para visitar a su familia y Fabrice le dijo que no habría problema con eso, ya que aunque no la traería con él  en sus viajes, podría venir a pasar un mes en otro momento del año.

A los dos días Papito ya tenía una respuesta. Sí, había una mujer que estaba interesada. Fabrice quiso conocerla antes de irse y al ser del agrado del francés por sus atributos físicos y conocimientos del hogar,  concretaron la transacción. Papito nunca le dijo que ella era su mujer y madre de sus hijos.

No sabemos de qué forma Papito convenció a Yarelis para que se fuera con don Fabrí, pero lo hizo. Previendo que en algún momento sus dos hijos de cuatro y seis años podrían estar disfrutando de una situación privilegiada en Francia, fueron con ellos a visitar futuro patrón y, en principio, no le gustó al francés la idea de que los niños se quedaran solos, pero Papito y Yarelis lo convencieron de que estarían muy bien atendidos con la abuela y verían a la madre cuando ella viniera de vacaciones. Dicho y hecho, a los seis meses Yarelis tenía su pasaporte con visa, la carta de trabajo y su pasaje en Air France.

A partir de ahí, la economía de Papito mejoró sustancialmente, ya que Yarelis mandaba una buena parte de su sueldo para el mantenimiento de sus hijos. Años más tarde, cuando los niños se fueron a vivir a Francia con su mamá y Fabrice, Yarelis siguió mandando parte del sueldo a su marido –podría ser que le estuviera agradecida por el cambio de vida–, ya con el conocimiento del patrón. En la actualidad, cuando viene de vacaciones vuelve al hogar en el que tiene su sitio reservado. Y no es que Papito practique la abstinencia sexual en su ausencia, sino que, para él, Yarelis sigue siendo una buena mujer, su mujer y cuando está en casa, las otras se retiran.

El amor del negrito

“La noche busca pareja, la fiesta ya va a empezar, si tú no bailas conmigo, prefiero no bailar. La luna con el romero, la aurora con el pinar, el viento con la marea y el trigo con la enramá. La lluvia con el naranjo, la niebla con el cristal, la albahaca tiene un tomillo que la espera en el rosal. Yo he visto un cielo estrellado bailando sobre la mar, y he visto un sol desgreñado con una nube bailar. Bailaba la mariposa con un granito de sal; la acacia con el ingenio, la yerba y el matorral, la yuca con el jengibre en un pilón de majar se almidonaban de besos apretados en un vals y hasta la flor de azucena ya tiene con quien bailar. Si tú no bailas conmigo, la noche se queda en vilo. Si tú no bailas conmigo, prefiero no bailar”.

La letra de esta canción de Juan Luis Guerra –como otras muchas de este gran compositor y poeta de los sentimientos populares– despierta en mí una emoción que se expande a través de mi pecho y se sale por los poros, aun sin pedir permiso. Y cuando la oigo, tengo que reprimirme para no coger el teléfono, o decir  a viva voz a mi compañero de vida: si tú no bailas conmigo, prefiero no bailar.

Pero, ¿Cómo se llega a poder decir esta frase con un convencimiento total? ¿Cómo tener  la certeza de que bailar con otro sería una sesión de pisotones, tropezones y prisa por terminar el baile? Primero, en el momento de enamorarnos, deberíamos ser lo suficientemente maduros como para entender que una cosa es pasión y otra cosa amor. Pero claro, la juventud y la pasión son dos apisonadoras que pasan por encima de la razón y el análisis –que de otra forma las uniones serían sin color y sin vida y el amor nonato antes de comenzar la experiencia. Por tanto, con la pasión por montera se necesita mucha suerte en la elección y muchos años de convivencia con altos y bajos, como consecuencia de haber implantado en la vida el método de prueba y error y haber fallado más veces de las que se sabe contar.

No digo que no haya que  integrar en el cuerpo y el alma las teorías y enseñanzas de los sabios en la materia, pero no sería esto en lo que más confiaría para aseverar que quiero compartir la vida con mi pareja. Se trata de irse, los dos,  desprendiendo capa por capa, hasta llegar a la esencia de cada uno como ser humano y, completamente desnudos, entenderse, darse soporte, darse aliento, reír y llorar juntos ante los triunfos y los tropezones de la vida.

En el camino se sufre. Las ideas románticas que se han venido fabricando en toda la historia de la humanidad se van diluyendo en el transcurrir de la convivencia porque no son reales y porque no hay una receta universal del amor que sirva para todas las personas;  y mientras lo hacen, la desilusión, la frustración y la confusión toman asiento y convocan a la rabia, la apatía, la indiferencia y la búsqueda de algo inexistente. Si en un momento determinado no encontramos el camino para llegar al grial, si hemos tomado uno o varios caminos equivocados, probablemente abandonaremos la búsqueda o seguiremos buscando eternamente.

Aun siendo transparente para el compañero, con el riesgo que esto supone, no hay nada predecible, ya que ambas personas evolucionan o involucionan y van cambiando. Por eso, la comunicación debe convertirse en habitual. Es adecuado que conozcamos el camino que vamos pisando y si hay una mina en el mismo, se nos advierta.

Ojalá fuéramos expertos en comunicación, ya que de eso depende en gran medida nuestra felicidad. Saber escoger el tema, momento, las palabras, la entonación y la postura corporal no es fácil, pero cuando con el tiempo se va conociendo al interlocutor, se va afinando el instrumento.

En el día de San Valentín, en el que se ha dado al amor un tinte de banalidad y comercio, si tiene pareja y usted entiende que vale la pena, vuelva a escogerla con diferente visión y baile solamente con ella para optar por uno de los primeros puestos en el concurso del baile de la vida.

Evergrín López Pérez

En realidad, se llama oficialmente Epifanio pero en algún momento asumió que su vida debía ser exactamente eso, un conservarse siempre fresco, verde, actual, joven, y empezó a hacerse llamar Evergrín. Su mamá, quien lo llamaba Epi, fue la que más protestó con el cambio, ya que asumía que la culpaba de no haber escogido bien en el santoral. Cuantas veces trató de llamar su atención nombrándolo por el viejo nombre, Evergrín la ignoró. Al fin, el chico se salió con la suya y por siempre más lo llamó Ever.

Hasta los veintisiete, Evergrín siempre siguió la última moda: en el pensamiento, en los estudios, en la ropa, en la diversión, en los aspectos religiosos y en la comida. Así que se autoproclamó admirador de Jean Paul Sartre –muy de moda en aquella época–. Vestía de negro, andaba siempre por la calle con El Ser y la Nada debajo del brazo, sufría crisis existenciales y trató de encontrar a su Simone, cosa que no logró, ni entonces ni nunca. Pero parece que esta postura fue un desliz de adolescencia por indefinición de su personalidad, que al fin enmendó incorporándose a la movida.

En la treintena su tema de vida era la diversión. Asumió un enfoque menos intelectual y más marchoso. Por alguna razón, las chicas no se le acercaban motu proprio, así que probó con algo que había visto que daba mucho resultado: se compró un coche americano, ostentoso y grande como no los había en la comarca, se puso una gorra entre capitán de barco y francés decadente para tapar su incipiente calvicie y salió a recorrer los pueblos cercanos en busca de ligues fáciles y calientes.

Evergrín siempre llevaba el coche lleno de chicas y chicos. La pareja de turno siempre exigía que le acompañaran algunos amigos porque, por alguna razón, no estaba muy segura de ese personaje de película americana que se rumoraba tomaba anfetaminas para que no se terminara la fiesta, no trabajaba, andaba con mucho dinero y no se sabía exactamente qué es lo que buscaba en la vida. Esta fórmula le funcionaba a veces –cuando no había nada mejor en el horizonte–, y a veces no.

Se le conocieron dos novias formales que, incluso, llegó a presentar a su mamá, pero estos períodos amorosos duraban solo algunos meses y luego, vuelta a la búsqueda del amor. El testimonio de una de las novias, amiga de quien cuenta la historia, dice que dejó a Evergrín porque era un ser de pensamientos infantiles, sin responsabilidades de ningún tipo, aguado, que vivía mirándose en el espejo, los cristales y las vitrinas y que dedicaba toda su energía a mantenerse joven. Nunca  hablaba de compromiso y siempre consultaba con su mamá cualquier decisión a tomar. A sus cuarenta tacos vivía en la casa materna y se hacía acompañar por ella para ir al médico, al sastre, a la iglesia y al cine. Esto último fue la gota que desbordó el vaso de Rossi –la entonces novia–. Andaban por la calle y se sentaban juntos Doris –la madre–, Ever y ella. Parecían un juego de vinajeras, decía.

Encontré por casualidad a Evergrín, afeitada la cabeza a la moda –imagino que como una forma de ocultar la calvicie total, si tengo en cuenta los años que han pasado desde que ya había perdido gran parte del pelo–, y me reconoció. Andaba vestido a la última: vaqueros Green Coast, chaqueta Esprit, zapatos Hackett, un fular Roberto Verino y una mochila Dustin. Hice una comparación entre él y yo y, definitivamente, salí perdiendo. Él que tendría unos ocho años más que yo, ahora parecía mi sobrino.

– ¡Rosser, tía! –me grito con alegría y me dio un abrazo.

– ¡Ever! tío –le contesté, aunque a estas alturas del juego no suelo utilizar ese leguaje tan juvenil–. No te estaba reconociendo, estás más joven que hace veinte años.

–Ven, te invito a algo.

Accedí más por curiosidad que por interés. Quería saber cuál  había sido la vida de ese personaje de mi juventud que forma parte de mi historia como medio de transporte de los domingos por la tarde. Confirmé que el tiempo no había pasado para él. Había cambiado su forma de hablar adoptando la jerga de los adolescentes.

Lo único nuevo de ese déjà  vu viviente era su actual ritual de belleza para disimular las arrugas de los años –que me recomendó fervientemente cuando nos despedíamos–,  y sus dedicadas sesiones de trabajo corporal –estaba practicando capoeira y asistiendo una vez por semana a una clase de swing. Por lo demás, había continuado su rutina de refugiarse en el seno materno y vivir de la fortuna que le había dejado su padre en forma de empresa  –por supuesto manejada por terceros. Haciendo honor a la leyenda de su personaje tenía una vida mágica con su Campanita siempre al lado.

Se levantó de la silla para irse y no era la misma persona que me abrazó cuando nos encontramos. Su andar era más lento y su espalda lucía ligeramente encorvada. Me preguntaba qué podía haber cambiado su ánimo en tan breve reunión y pensé que tal vez había sido la historia de mi vida que él había solicitado que le contara. Mi historia era la de cualquier hija de vecino, no había polvos mágicos que transformaran los malos momentos y los buenos no se debían a un toque de hada. ¿Le hice pensar en sí mismo? ¿Sintió de pronto la soledad? ¿Aprendió que había otras cosas que nunca se imaginó que pudiera tener la gente? No lo sé. Quizás el espejo del mostrador le reflejó su “rostro cargado de amaneceres sin retorno, sin viento, sin hadas, tan solo con los ojos pegados de legañas”. O sencillamente, por un momento –estoy segura–, olvidó su personaje.

 

 

Esclava te doy

No, este comentario no va a tratar sobre la sumisión de la mujer al varón, porque cualquier mujer con un mínimo de educación está entendiendo que su papel en la vida va mucho más allá de servir al hombre y aceptar cualquier trato que este pueda darle. Si está con él será porque quiere y si lo añoña también, y no por obligación. Precisamente este giro en el pensamiento femenino hace que poco a poco vayamos proponiéndonos metas que iremos alcanzando más pronto que tarde, en cuanto a nuestra identidad de seres libres. También nos causa problemas graves, pero, peor sería la no evolución.

La esclavitud a la que me voy a referir tiene que ver con la que nos someten los cánones de belleza actuales.

He oído de varias mujeres el chascarrillo de que “no hay mujer fea, sino marido pobre”. Aunque podría haber una segunda versión relacionada con las mujeres que no tienen pareja: “no hay mujer fea, sino mujer pobre”, que para el propósito de poder costearse una cara y un cuerpo  según el prototipo ideal de mujer actual, viene siendo lo mismo.

Y digo que nos hacemos esclavas de este prototipo –como si fuéramos robots–, porque los medios de comunicación reforzados por una cultura “light” –no sé qué debería ir primero, o cuál sería el peso que debería otorgársele  a cada uno de estos elementos– han logrado que el envejecimiento  sea cosa del pasado, siempre que se tenga dinero suficiente para estirar, sacar, rellenar, poner, ajustar, etc.

Y vemos mujeres a las que les conocemos la edad –pues íbamos al mismo curso en la escuela primaria–, con una cara fresca y rozagante, llena de pómulos, con ojos asustados y su sonrisa apuntando hacia sus orejas. Eso sí, todas se parecen, que algún inconveniente debe tener el verse muñeca, muñeca.

Nada que reprocharles. Es su dinero y a quién Dios se lo dio, San Pedro se lo bendiga.

El problema es que hoy, en una lavandería, la dependienta me enseñó en la pantalla de su ordenador –podía perfectamente hacerlo porque en ese momento no había clientela y sus tareas estaban al día–, una joven que se había hecho implantes en los glúteos  y la operación no había salido bien, por lo que se veían sus atributos femeninos como si fueran Los Haitises –protuberancias múltiples, por suerte sin árboles, hematomas y heridas abiertas.

La joven dependienta, imagino que de bajo poder adquisitivo, me comentaba seriamente del problema de algunas cirugías de estética con resultados nefastos para la víctima operada. Me habló de varios personajes famosos que habían tenido fracasos en su afán de parecer perfectos y añadió: – ¡Ay Dio! Y yo que me pensaba hacer una lipo.

No la juzgo, todas queremos estar como las “fotoshopadas” modelos de las revistas y como las implantoarregladas de la farándula que se ven súper. Pero no pude dejar de aconsejarle mejorar su alimentación y hacer algún tipo de ejercicio, lo cual entendió que era lo adecuado. Eso no quita que cualquier día, al ir a dejar o recoger mi ropa en la lavandería, me encuentre a Miriam estilizada en el centro y poblada al norte y al sur como Jeilou. Porque, si eso es lo que amarra al hombre, o es lo que proporciona buena vida, ¿por qué no seguir la corriente?

 

 

Carta a los Reyes Magos

Santo Domingo, 5 de enero de 2015

Estimados Reyes Magos:

Después de 50 años sin escribirles la carta de  deseos para el día seis, de repente he sentido la necesidad de hacerlo, sobre todo ahora que estoy segura de que los Reyes, si una se porta bien, le dejan todo lo que una pide.

Quiero mucha salud, para seguir envejeciendo con autonomía. Sé que el plátano maduro no vuelve a verde, por tanto, tendré que acostumbrarme a una rebaja porcentual a través del tiempo, pero, queridos Reyes, que no sea muy frecuente y que la tasa sea baja.

Quiero una piña. Quiero más inteligencia emocional para estar todavía más unida con mi familia –siempre se puede mejorar este aspecto –. Que al conocernos cada vez mejor y  ser nuestros lazos más estrechos, aun sin mirarnos sepamos que estamos cerca, y sintamos el calor los unos de los otros. Que cada uno sea soporte de amor. Que nos sintamos seguros.

Quiero tener agua,  abono y resguardo para la plantita de la amistad. Quiero tener cada día más amigos, pero sobre todo, reforzar los vínculos que me unen a mis amigos actuales. Que cada vez esos árboles den más frutos.

Quiero tiempo para cultivar mi espíritu. Quiero mucha paz interior. Que sepa agradecer al Origen de la vida todos los favores que recibo día por día. Que sea mi deseo servir más que ser servida. Amar más que ser amada. Dar más que recibir. No quiero prestar atención a asuntos que no me dejen dormir o que me hagan sentir congoja y ansiedad. Que solo se me acelere el corazón con el amor. Que vea de lejos lo que es compatible con la armonía y que sea ciega a la competencia, a las comparaciones y las cosas materiales que endeudan los corazones a favor de los bolsillos.

Quiero kilos de diversión. Muchos ratos de alegría como consecuencia. Quiero dejar salir el niño que llevo dentro, sin sentirme avergonzada de hacerlo. Quiero reír por nada y por todo. Quiero dejar que el viento me despeine. Que la lluvia de la risa refresque mi espíritu.

Quiero saber más. Pero quiero ser selectiva con la información, para que solamente lo que realmente vale la pena entre y se quede a vivir conmigo. Quiero poder compartir mis conocimientos y absorber también lo que sea de interés de la gente menuda y los jóvenes, de forma que cada día los pueda entender mejor y pueda ser empática con ellos.

Por último, quiero dinero. El necesario. Que no me sobre ni me falte. Que la riqueza no sea mi objetivo. A estas alturas del juego, como Daniel Carbonell de las Heras, opino que “No hay mayor tesoro que el que guardas en tu corazón y no en el bolsillo triste de un pantalón”.

Mis tres mosqueteros

Hay tres personajes en mi vida –y asumo que en la vida de todas las mujeres adultas– que no deberían morirse nunca: el ginecólogo, la dentista y la peluquera. Todos ellos son testigos de la evolución de mi cuerpo y de mi alma a través del tiempo.

El ginecólogo me ha acompañado desde los quince años, en que tuve mi primera regla, hablándome de mi sistema reproductivo; un poco más tarde recomendándome mis primeros anticonceptivos –que para haber ocurrido en un país católico, apostólico y romano en los sesenta, era una osadía progresista y fuera de contexto ideológico– y explicándome, no obstante, los pros y los contras de las relaciones sexuales a temprana edad, cosa que mi madre no había hecho por aquello de que, para eso están los profesionales– y cuyos argumentos me convencieron para mantenerme virgen hasta la edad adecuada, que vino a ser la de mi matrimonio. Nunca me prohibió, solo me educó al respecto.

Con él nacieron mis hijos, con el pasé etapas de todo tipo hasta llegar a casi no necesitarlo sino para los chequeos preventivos. Ese hombre, con delicadeza, tranquilidad y buena práctica, ha hecho que el trago amargo de exponer mi naturaleza en la mesa de chequeos, haya sido menos duro. Con él me siento segura y a pesar de los cambios en mi cuerpo, nunca me ha recomendado cirugía estética. Sigue buscando soluciones naturales a mis evoluciones negativas y mi auto seguridad y autoestima se mantienen.

La dentista también es testigo de la transformación de mi boca al pasar de los años. Todo empieza con limpiezas periódicas, pequeñas caries, para seguir con un deterioro más severo al que hay que buscarle, si no solución, al menos paliar los estragos del tiempo –sobre todo desde que la humanidad vive mucho más de treinta años.

Los instrumentos del dentista me aterran, el ruido de los mismos me va enervando hasta acabar con mi energía. Pero ahí está ella, deteniendo el trabajo para que yo no llegue al límite, buscándole solución a mis arcadas y haciendo que esa visita bianual sea menos amenazante. ¿A qué otra persona le confiaría mi decadencia dental? A nadie. A nadie que no me dijera cada vez que mis encías están muy sanas y preciosas y que mi mordida es adecuada. No menciona los fallos, cosa que mi autoimagen le agradece, y cuando me quejo, afirma que mi boca está en mejores condiciones que la de otras muchas personas.

La peluquera es el tercer mosquetero de mi vida. Los secretos de mi cabello no los saben ni mis seres más queridos. Difundirlos con detalle sería admitir que, en ese aspecto voy, como mucho, como el cangrejo: de lado.

Pero ella echa mano de tintes, tratamientos y herramientas nacidos de la tecnología, la ciencia cosmética y la moda, para hacerme lucir como yo quiero. Salgo del salón agitando mi cabeza para sentir el movimiento de mi pelo, paso mi mano por el mismo y agradezco a la peluquera ese placer. Me transporto a mi niñez cuando usando telas y otros materiales me fabricaba una melena como las de las princesas o las hadas.

La suerte es que hay poetas que entienden el problema y no le dan importancia, como dice Pablo Milanés en su Canción de Amor que escucho como si a mí fuera dirigida:

Tu pelo ya sin color,

sin ese brillo supremo,

cuida y resguarda con celo,

lo que cubre con amor.

¡Cómo ha cambiado este cuento!

La generación del babyboomers estamos pasando por una terrible crisis existencial. Somos dignos de pena. Nos han cambiado todos los cuentos que nos sabíamos desde chiquitos porque nuestros padres –que entonces tenían tiempo para dedicarnos–, nos los leían en algún momento del día o antes de acostarnos y después de las oraciones, hasta la saciedad. Tanto así, que si se equivocaban en una línea o palabra, nos sentíamos con autoridad para señalarles su fallo.

Ahora, la Caperucita no es esa niña bondadosa que iba a hacerle los mandados a su mamá –entre otros, ir a llevarle a la abuelita que vivía en el bosque, cantando todo el camino,  una cestita que contenía un  pastel y una jarrita de miel–. Ahora Cap, como la llaman sus amigos, va a llevarle a la vieja un wrap de pollo que compra en el camino, solo cuando su mamá la amenaza con dejarla una semana sin internet y sin teléfono inteligente. Con desgana coge el dinero que le da su madre, se lo mete con dificultad en el bolsillo de su apretado pantalón, e inmediatamente llama a Cuquiboy para que la acompañe en la travesía. En el camino aprovechan para tomar una bebida energizante y hacer altos para mover el esqueleto al ritmo del dembow que tienen almacenado en el móvil. El lobo sale a veces en su camino y se abre el abrigo para enseñar sus virtudes y Cap y Cuquiboy pasan de largo sin mirar, porque ese espectáculo lo tienen demasiado visto.

La Cenicienta ya no permite que su madrastra y hermanastras la tengan relegada a la cocina, sin ropa bonita que ponerse cuando se celebra una fiesta en la vecindad. Las ha amenazado con denunciarlas después de haber leído la DUDH (Declaración Universal de Derechos Humanos). Ha puesto sus condiciones de juego y si quieren algún servicio, o se lo hacen ellas o le pagan los emolumentos según figura en el cuadro elaborado para tales fines. Y si se la requiere después de las diecisiete horas, la tarifa es doble. A las francachelas del palacio irá con la familia y aplicará el lema que dice que el que tenga más saliva comerá más hojaldre, a la hora de competir por el baile con el príncipe.

Pinocho puede seguir mintiendo porque ha encontrado un cirujano de estética que le retoca la nariz cada vez que miente. Como es tan a menudo, han llegado a un acuerdo de descuentos por cantidad que es muy conveniente para ambos. Gepetto ha denunciado a las autoridades el hecho pero, teniendo en cuenta que Pinocho ya es mayor de edad, la transacción entre cirujano y paciente es completamente legal; cada quien hace con su cara y su trasero lo que le da la gana. No consiguen encontrar de dónde saca Pinocho el dinero para pagar al cirujano, o hacen la vista gorda cuando lo ven en ciertas esquinas abordando transeúntes.

La Lechera sigue fantaseando en qué invertirá el producto de la venta de la leche que trae en el cántaro, para hacerse rica. Pero no se comprará cabras ni vaquitas para producir cada vez más y más leche, se comprará un vestido de marca, unos zapatos de plataforma una cartera imitación Louis Vuiton y se lanzará a bares y sitios de mucho movimiento social –si es necesario, asistirá a conciertos de jazz o lanzamiento de libros– en búsqueda del varón que la pueda sacar de su ambiente actual, le ponga un apartamento y le regale una yipeta –en el caso de que tenga grandes aspiraciones–, o la invite a cenar con vino –si su autoestima no es tan saludable.

Por cierto, hablando de vino y puestos a cambiar, nos han cambiado hasta los abarrotes que se venden en los colmados del barrio. Mientras que hace unos años una podía mandar a comprar en  ellos sardinas, plátanos, aceite, arroz, café, champú, rinse, papel higiénico, etc., ahora se han convertido en un drink-to-go en los que  podemos encontrar cualquier tipo de bebida espirituosa que se nos ocurra.

Si algún día nuestros invitados acaban el vino antes de lo previsto, podemos llamar al colmadero para que nos manden algunas botellas de tan preciado néctar. Eso sí, asegurémonos que Jesucristo esté entre los invitados para ver si nos hace el favor de convertir ese vino en un Priorat.