Lo mejor de cada familia

Ella fue a nacer en una fría sala de hospital. Cuando vio la luz, su frente se quebró como el cristal porque entre los dedos a su padre como un pez se le escurrió. Hace un mes cumplió los veintiséis.

El nació de pie, le fueron a parir entre algodón. Su padre pensó que aquello era un castigo del señor. Le buscó un lugar para olvidarlo y siendo niño lo internó. Pronto cumplirá los treinta y tres.

En el comedor les sientan separados a comer. Si se miran bien, les corren mil hormigas por los pies. Ella le regala alguna flor y él le dibuja en un papel algo parecido a un corazón.

Hey, solo pienso en ti, juntos de la mano se les ve por el jardín, no puede haber nadie en este mundo tan feliz. Solo pienso en ti.  Víctor Manuel

La historia de Anita y Pedro –así los llamaré–no sé cuál es. Pero puedo imaginarme algo parecido a la historia que con una música que saca del corazón del que la escucha un arcoíris de emociones, canta Víctor Manuel. Ella con Síndrome de Down, él con cierto tipo de retraso mental, pero funcionales hasta el punto de estar en el metro de Barcelona, saber en qué estación tienen que bajar, por qué puerta y hacia dónde encontrar la salida. Se sentaron juntos y se cogieron de las manos. No se hablaron. De vez en cuando, con una ternura que se expandía a los que los estábamos observando, él le retiraba un mechón de cabello que le caía a Anita en la frente,  por encima de los lentes, y deslizaba el torso de su mano por la cara de la amada. Ella le regalaba una sonrisa inocente y amplia que lo decía todo.

Pedro y Anita no eran los únicos. Un total de diez personas con diferentes tipos de discapacidad, alternando entre ellos –a su manera– en un vagón del metro. Algunos de pie, porque no había asientos suficientes para todo el mundo. Uno de ellos le había cedido el asiento a una anciana que lo aceptó con una gran sonrisa y un “gracias guapo”.

Había una líder, con las extremidades superiores e inferiores afectadas por lo que pudo haber sido poliomielitis –aunque se podía trasladar por sí misma en silla de ruedas–, que hablaba en voz alta y que daba instrucciones al grupo cuando había que prepararse para bajar.

Otros, con sus movimientos continuos de oscilación hacia los lados y su mirada ausente, atendían con atención las instrucciones y las interacciones de los compañeros, como si tuvieran miedo de perderse parte  de las mismas.

El grupo no andaba solo, pero estaba empoderado para hacer la travesía por su cuenta. Momentos antes de llegar a la estación y después de haber oído las instrucciones de la líder del grupo que los preparaba para el fin del trayecto, aparecieron dos monitores que estaban en el vagón de al lado; posiblemente siguiendo los movimientos de todos, pero sin intervenir.  Se juntaron con el grupo y conversaban con los componentes sin que se pudiera notar ningún tratamiento especial, ni sobre protector.

Para protegerse los unos a los otros a la hora de bajar estaban ellos mismos, las personas con discapacidad. Los que tenían mejores posibilidades ejercían de soporte de los más desvalidos. Y así, con armonía y ciertos nervios por la aventura que estaban experimentando, se bajaron todos y como un rebaño de ovejitas se dirigieron unos al ascensor, acompañando a la líder, y otros a las escaleras automáticas para salir a la calle.

Ese día, y otros muchos me imagino, salieron a pasear las joyas de la sociedad. Gente diferente pero mejor; gente con sentimientos, con alegrías, tristezas, amor y desamor que percibe el respeto, el cariño y el soporte que podamos darles. Gente limpia. Gente inocente.

Ellos se sentían libres y funcionales al igual que el resto de los mortales. Alguien les había dado la oportunidad de prepararlos para valerse por sí mismos.

 

Un obsequio dulce, un dulce obsequio

No sé qué vería el guachimán en mí para hacerme su confidente en aquella tarde de invierno caribeño. Pudo ser mi edad, mi aspecto, mi cercanía, o simplemente su necesidad de compartir algo personal que era importante para él, aunque fuera algo insignificante o poco importante para el resto de los mortales, con una mujer que podría entender su caso, por ser mujer.

Llegó a mi acera por el paso de peatones y se colocó a mi lado.

–Doña, ¿a las mujeres les gusta que les hagan regalos sorpresa, no es así?

–Claro que sí. Eso es algo sumamente agradable para nosotras. Nos demuestra afecto, interés.

–Como que uno puede conquistar a una mujer si tiene atenciones con ella, ¿verdad?

–Seguro. Los regalos no son lo único, pero nos hacen sentir muy bien.

–Mire, he comprado estos guineos y se los voy a llevar a una mujer. ¿Usted cree que le gusten?

En principio me pareció raro o poco romántico ese tipo de regalo. Cuando iba a pronunciarme al respecto un poco despectivamente, aunque con delicadeza, recordé que una de las muchachas del servicio de casa, siempre traía guineos para obsequiar a mi mamá, a la que quería mucho. Era un regalo humilde envuelto en cariño y atención y mi mamá los agradecía mucho.

–Pues lo mejor es averiguar cuáles son sus gustos antes de comprarle cualquier detalle –vi que puso cara de no haber caído en la cuenta antes. No quería desmotivarlo–. Aunque, seguramente le gustarán. ¿Son para su esposa?

–Ay no, doña que yo no soy casao. Es una muchacha del barrio que le tengo echao el ojo. No la conozco mucho pero creo que ella también tiene algún interés en mí.

– ¿Y cómo sabe que está interesada en usted?

–Adió! Porque me mira y ayer me dijo: tú no trabajas durante todo el día, ¿no? Eso demuestra interés, o sea, que se ha fijado si entro o salgo. Y como me gusta, me he pasado todo el día pensando en que tengo que ir buscando la forma de que nos acerquemos.

–Pero, ¿usted sabe si ella es soltera, o tiene algún tipo de compromiso con otro hombre?

–No. Pero creo que no lo tiene por la forma como me mira y me sonríe y porque ayer me habló. Hoy le voy a dar los guineos y a ver con qué me sale.

–Bueno, pues que tenga suerte y se puedan conocer mejor.

–Adiós doña. Muchas gracias por su tiempo y sus consejos.

Me quedé pensando en el guachimán. Quizás el regalo no fuera el más adecuado, o quizás sí. Quizás su estrategia pudo haber sido mejor, o realmente fue la adecuada. No lo sé porque no conozco a su deseada. Pero puedo decir que mientras unos regalan rosas, o galletas en forma de corazón, o chocolates, o apartamentos, o todoterrenos, otros piensan que pueden ser exitosos regalando fruta y a lo mejor lo son. Me gustaría saber cómo recibió la “susodicha” el regalo y si este sirvió para los propósitos de mi confidente desconocido.

Soledad etílica

A Espiritoso López Pérez la vida le jugó una mala pasada: le dio una voluntad débil –dice él.

A los sesenta y tres años, quisiera tener compañía femenina, pero busca un amor que entienda su situación y lo quiera como es y como está, –cosa que ve difícil. Cree que su tren ya pasó.

P. ¿A qué edad comenzó usted a tomar alcohol?

R. A los 30 años.

P. ¿Nunca antes había tomado?

R. Si, había tomado alguna vez  desde los 18 años –mi papa de crianza era alcohólico–, siempre había ron en casa.

P. ¿Cómo llega al alcoholismo?

R. En mi trabajo conocí a un joven que bebía todos los miércoles.

P. ¿Por qué los miércoles?

R. Nos pagaban semanal.

P. ¿Cuántos tragos tomaban?

R. Tragos no, botellas.

P. ¿Cuántas? 

R. Dos potes.

P. ¿Ese mismo día?

R. Si y los sábados nos tomábamos tres potes.

P. ¿Le ocasionó problemas sexuales con su pareja?

R.  Al principio no.

P. ¿Cuándo empezaron a surgir los problemas?

R. Al tiempo, más o menos al año; ella quería más, pero yo no conseguía otra erección como antes, rápida.

P. ¿Se agravó la situación? ¿Por qué?

R. Ella comenzó a quejarse de que ya no era como antes, cuando nos juntamos.

P. ¿De qué se quejaba ella?

R. De que yo no tenía fuerza.

P. ¿A qué se refiere?

R. Que no lo sentía adentro.

P. ¿Fue eso lo único?

R. La poca duración.

P. ¿Algo más?

R. Bueno, durábamos mas juntos porque me iba al pozo –sexo oral.

P. ¿Qué mas pasó entre ustedes, buscaron ayuda?

R. Nunca. Hubo mucho pleito, adulterio, golpes.

P. ¿Ella era adúltera o era usted?

R. Los dos, pero era porque ella ya no me quería. Nos dejamos.

P. ¿Y su vida sexual como siguió?

R. No volví a tener una mujer fija, es decir en la casa. Las buscaba algunas veces y lo hacíamos en un motel.

P. ¿Llegaba usted a la eyaculación con esas parejas igual que con su pareja pasada?

R. A veces. Pero si bebía mucho me dormía y en la mañana hacíamos algo.

P. ¿Era satisfactorio?

R. Ya casi no sentía placer.

P. ¿Actualmente como esta su vida sexual?

R. Hace tiempo que no busco mujeres, me masturbo, vivo solo. Tengo miedo a una enfermedad.

P. ¿Si se le presentara una mujer desnuda, se estimularía usted, visualmente?

R. Tal vez, no estoy seguro.

P. ¿Y si usted la tocara, se estimularía?

R. Me gustaría hacerlo, pero solo si hay cariño.

P. ¿Sigue usted tomando alcohol en grandes cantidades?

R. Sí. No puedo dejarlo. Me ayuda a vivir esta soledad.

 

 

 

 

 

 

 

Carta del abuelo a los Reyes Magos

Quiero compartir con ustedes una carta que me habría gustado escribir a mí.

Si me fuera permitido añadir algo, le pediría a Melchor, quien siempre ha sido mi rey favorito, que el día seis del  2014 me dejara en el balcón una burbuja de amor en la que pudiera meterme en los días en los que tirita el corazón, los días grises, para arroparlo y llenarlo de alegría.

Melchor, Gaspar y Baltasar. ¿Por qué no he de creerlo, hijo? Un amigo mío les pidió la Luna reflejada en un charco y se la han traído.

Cuando yo tenía seis años y era pobre, les pedí un juguete. Me trajeron el mar. Papá, tan asombrado como yo, dijo: nunca había visto nada tan grande ni tan divertido.

Otro año, les pedí otro amigo y así seríamos siete, cinco en la cancha y dos en el banquillo, por lo que pudiera pasar. Les pedí un amigo de un metro y mucho de alto, todo un pívot.

Cuando vuelva a ser niño, a la hora de pedir, en la noche de los prodigios, pediré que me dejen tener un perro; que a mamá, el día 24 de todos los meses, aún le queden dos panes en la despensa y que papá vuelva a casa y sonría.

Cuando sea niño, a la hora de pedir, pediré que los mapas políticos cambien por las buenas, que cada uno pueda colorearlos como quiera, con los colores que más le gusten y que todos quepan en el mismo libro.

Mi padre, hijo, pedía los vientos de marzo, las lluvias de abril, las amapolas de junio, ver madurar el trigo y que el alcalde fuese un hombre honrado.

Cuando sea niño, a la hora de pedir, pediré motivos para cantar contento; que la niña del pomar vuelva a sonreírme; que nazcas tú; pediré una canción, una sonrisa y un beso, un amigo y, en todo caso, hijo, un vaso de buen vino.

Cuando sea niño, a la hora de pedir, pediré cosas que no se rompen, ni se oxidan, ni aburren, cosas que se quedan en la memoria, en tanto vuelva a ir de niño a viejo y para siempre, seguro que por los siglos de los siglos. Amén.

Esta es la carta que mi abuelo escribirá a los Reyes Magos cuando vuelva a ser niño.

Juan Farias

Claroscuros de Barcelona. El Tió de Nadal

Soy una de las muchas personas a las que la Navidad pone triste. Analizando concienzudamente mi equipaje y, aun con conocimientos de psicología, no puedo explicar por qué. No encuentro motivos en el consciente. Pero la verdad es que cada año, desde que dejé de creer en los Reyes Magos y en el Tió, las navidades han sido para mí más fastidio que otra cosa. Especifico, me uno a la parafernalia y voy a tantas fiestas como soy invitada, y durante las mismas hago abstracción del motivo y simplemente las disfruto; pero, pensar que se acerca la susodicha temporada, me pone mal.

Las navidades que yo recuerdo en mi querida Catalunya no eran bulliciosas, ni fiesteras, ni etílicas; eran íntimas, tiernas, provocaban una alegría serena, reposada. Mi corazón estaba feliz, excitado, pero no se salía del cauce. De esa época en la que no recuerdo haber sentido tristeza, sino el disfrute de las diferentes tradiciones, comparto mi vivencia con tres de ellas: El Tió, los Reyes Magos y el Roscón de Reyes.

El Tió de Nadal –un tronco al que se le dibuja en un extremo una cara y se le encasqueta una barretina–, al que los catalanes hacemos “cagar” la noche del 24, después de la Misa del Gallo o el día de Navidad, es una tradición navideña originada en un personaje mitológico occitano cuyo aporte, al ser quemado, era dar alegría al hogar a través del calor y la luz. Alegría que se simboliza, para la comprensión de los niños, haciendo que este tronco evacue dulces y turrones para toda la familia.

Desde el día 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción, se pone el tronco en la casa y se tapa con una manta para que no tenga frío –en realidad, servirá para ocultar los regalitos y golosinas–. Algunos pilluelos ponen el Tió antes para que engorde mucho más y “cague” más regalos. Hay que darle de comer cada día pan seco, algarrobas y frutas. También hay que darle agua para beber. Gracias a los cuidados, el Tió podrá “cagar” regalos. Las chucherías que “caga” el Tió, saben mejor que cualquier otra cosa buena que sea ofrecida durante las navidades. Son cosas pequeñas, porque las grandes se les piden a los Reyes Magos. Pero los niños las festejan como si fueran regalos extraordinarios.

Para que el Tió haga su trabajo, se canta una canción al tiempo que se golpea el tronco. Caga Tió –Caga Tió– ametlles i torró –almendras y turrón–. No caguis arengades –no cagues arenques– que son massa salades –que son muy salados– caga torróns –caga turrones– que són més bons –que son más buenos–. Caga Tió –caga Tió– ametlles i torró –almendras y turrón–, si no vols cagar –si no quieres cagar– et donaré un cop de bastó –te daré un golpe de bastón–. ¡Caga Tió!

Terminada la canción, se quita la manta y los pequeñuelos se dedican a recoger todo lo que aparece debajo. Si hay muchos niños reunidos y para evitar riñas y disgustos entre ellos, cada niño golpea el Tió por turno y recibe sus regalitos particulares.

El Tió siempre fue magnánimo conmigo. Turrones, caramelos y regaliz por montones. El recuerdo de esta vivencia siempre me traslada a la cocina de mis abuelos, con chimenea, cálida, con olores mezclados de sopa y dulces, llena de alegría, de magia, plena. No había terminado de recoger los regalitos del suelo y ya estaba pensando en escribir la carta a los Reyes Magos.

Después venía la comida tradicional catalana para esta fecha memorable: escudella i carn d´olla amb galets, pollo relleno de pasas y piñones y de postre, turrones. Más adelante, ya de adolescente, en la noche de Navidad que celebrábamos por segunda vez con los amigos –ya que la primera vez era con la familia por aquello de que Al nadal tota ovella al seu corral– añadíamos panses, figues, mel i mató, un poco para vivir lo que según la canción se le ofrece al Noi de la Mare, el Niño Jesús.

La fiesta de reyes comenzaba con la cabalgata del día cinco por la noche. Allí, además de ver a los reyes en persona y con suerte ser acariciada por alguno de ellos durante el maravilloso desfile, se podía entregar la carta.

Yo escribí carta a los reyes hasta los once años. Ya me habían dicho mis amiguitos que los reyes eran los padres y yo no lo quise creer, hasta que un día vi a mi papá entrar unas cajas a mi casa que luego reconocí en el balcón al lado de mis zapatos. Mis peticiones a tan ricos señores eran muchas y en un noventa por ciento complacidas. Pero todos los años de los que tengo memoria pedía que me trajeran una muñeca con pelo que nunca me trajeron. Siempre me ponían una muñeca con el pelo pintado. No sé si para los reyes ese era el pelo. Ahora pienso que debí haber añadido “pelo natural, del que se puede peinar”.

Esa misma noche, ponía en el balcón los zapatos de mi papá –pensaba que al ser más grandes me dejarían más cosas–, un vasito de vino dulce y unos turrones para los reyes y yerba para los camellos. Me acostaba muy temprano porque si los reyes, al llegar, me veían despierta, iban a pasar de largo –decían mis padres para tener tiempo de buscar los regalos en el trastero y colocarlos en el balcón.

La alegría del día siguiente, una vez pasada la primera desilusión por la muñeca sin pelo, era inmensa, e inmediatamente salía a compartir con mis amiguitos todos mis regalos. Entonces se jugaba en la calle.

El día seis de enero, a la hora de comer, de postre se abría la caja del Roscón de Reyes. Esta, por sí sola, ya era un regalo para la vista pues era colorida y tenía trazos dorados. El roscón solía tener diferentes presentaciones cada año. Los que más me gustaban eran los que tenían fruta confitada y unas plumas de colores para adornar. No me gustaban los que venían con un huevo duro incrustado o cabello de ángel. El roscón siempre traía sorpresas dentro de la masa, figuritas, anillitos y un haba seca que a quien le caía, se suponía que pagaba el roscón.

Ah! Esos eran otros tiempos. Ahora, se me hace difícil vivir con intensidad tradiciones o costumbres adoptadas; o dicho de otra forma, las vivo, pero no las siento a plenitud. Una Navidad sin frio no es Navidad. Santa Claus nunca podrá reemplazar al Tió y, por suerte, los Reyes Magos recorren el mundo entero en veinticuatro horas.

Claroscuros de Barcelona. El cant dels ocells

Normalmente el transporte público de Catalunya funciona muy bien. Esto hace que la mayoría de las personas lo utilicen en lugar del vehículo propio para trasladarse, dejando este último para trayectos largos, acceso a lugares poco frecuentados –ya quedan pocos– o como instrumento personalizado para el disfrute de los alicientes del camino hacia el lugar de vacaciones, tales como paradores, restaurantes, monumentos, o para facilitar la guarda de los tesoros de la naturaleza, ya sea en la retina, en el olfato, en la cámara digital o en el bolsillo.

Cuando se llega a Barcelona desde un país en desarrollo, una de las cosas que más se admira y luego de vuelta se añora, es el buen funcionamiento del metro, autobuses y trenes. Los horarios están publicados para días festivos y entre semana y es admirable la puntualidad de cada uno de estos medios, siempre que no haya huelga –que las hay abundantes en estos últimos tiempos de crisis.

En el metro, se puede ver en las pantallas los minutos y segundos que faltan para el próximo tren y se puede apostar que así será. En caso de que haya un minuto de retraso, actualizan la pantalla para que la clientela sepa. Cuando aparece la palabra “entra” o “entrando”, no es necesario ni mirar hacia dónde se espera el tren, sino que una se levanta y se dirige a la puerta más cercana o a la que parezca que corresponde al vagón más vacío.

Tanto en el tren como en el metro, hay unidades que brindan música ambiental, que suele ser clásica o de “lobby de hotel” –como diría mi hija– y que ayuda a disipar el cansancio, el calor o, sin tú quererlo y si tus pensamientos se enredan en ella, te traslada a mejores o peores lugares, a recuerdos gratos o dolorosos, dependiendo de tu momento.

Pero, últimamente y por motivo de las crisis internacional, más o menos dolorosa en los diferentes países europeos, ha aparecido una modalidad de entretenimiento en los trenes de Rodalias  –Cercanías– que consiste en ofrecer música en vivo, por parte de inmigrantes, con mayor o menor acierto. En el “acierto” incluyo, el tipo de canción, la voz, la entonación y el instrumento del que se vale el artista para deleitar a la clientela.

Normalmente los artistas son mejor recibidos que los pedigüeños a secas, o los vendedores de chucherías. Pero hay artistas y aristas. Estos últimos cortan el oído, la imaginación y el buen talante del día. Eso sí, reciben su castigo en forma de baja o nula recolección.

Las melodías pueden ser de todo tipo: de moda, antiguas, movidas, lentas, etc. y dependiendo del gusto del cliente, a mitad de la canción o pieza ya se va buscando en el bolsillo o en el monedero la moneda con la que se va a premiar la distracción impuesta. Algunas personas que hacen un trayecto diariamente en ese medio de transporte, llevan en su bolsillo varias monedas destinadas a esos fines. El importe no solo depende de la pieza, sino de quién la interpreta. Si nos llevamos de la novela El Amante Bilingüe, de Juan Marsé, algunos de estos artistas pueden vivir de sus recolectas en los trenes y pasillos del metro y hasta ahorrar para el futuro.

No voy a hablar de los artistas rodantes malos y mediocres a los que uno les sale huyendo. Pero voy a contarles dos de mis experiencias en el tema.

En mi último traslado desde Barcelona a un pueblecito del Maresme, una joven del este de Europa, embarazada, con una voz fuerte y entonada e interpretando una melodía folclórica de su país hizo el milagro de que la gente se levantara y se acercara a ella para aportar su moneda, cuando lo que se usa es que el artista pase por cada asiento con una bolsita donde se deposita “la voluntad”. En realidad no se aporta mucho, pero si son muchas personas que lo hacen a lo largo del trayecto, siempre que el artista no tenga que bajar a toda prisa porque aparece algún agente de seguridad, se puede recoger una cantidad razonable.

Y hay algunos que además de músicos son mercadólogos y saben qué pueden vender mejor, dependiendo del “target”. Fue el caso de un violinista de cierta edad que comenzó a tocar El Cant dels Ocells, canción popular catalana dedicada al nacimiento del Niño Jesús, de autor desconocido y que se asocia a Pau Casals quien la interpretó con su violonchelo magistralmente y que hace que brote de dentro de una un arcoíris de emociones que van desde la tristeza, hasta la exaltación de la patria catalana, pasando por el amor, la ternura y la melancolía. La interpretación no fue tan buena, quizás por el destartalado violín que transportaba en un bolso de lona descolorido, pero la canción suplió la deficiencia y al final de la pieza, muchas personas aplaudimos y cooperamos monetariamente, más por lo que simboliza para nosotros que por la presentación en sí. Lo mismo habría pasado si hubiéramos escuchado La Santa Espina que nos refuerza con su párrafo “som i serem gent catalana, tant si es vol como si no es vol que no hi ha terra més ufana, sota la capa del sol”. (Somos y seremos gente catalana tanto si se quiere como si no se quiere, que no hay tierra más orgullosa debajo de la capa del sol.) o un párrafo de la poesía L´Emigrant, de Jacinto Verdaguer “Dolça Catalunya, pàtria del meu cor, quan de tu s’allunya d’enyorança es mor” (Dulce Catalunya patria de mi corazón que cuando se aleja de ti, muere de añoranza).

Ganamos, mami!

JOSELITO BLANCO

Joselito Blanco exhibió una sonrisa de oreja a oreja cuando ganó las elecciones. Bueno, en realidad ganó el candidato por el que votó y por el que, en los últimos meses de campaña política se unió a un movimiento electoral que asumía tenía muchas posibilidades de mangonear en la cosa pública. Digamos que apostó por su futuro.

Joselito Blanco estaba –y está– sin trabajo. No ha hecho una carrera en la vida. No se ha especializado en nada. Tampoco le gusta demasiado trabajar. Lo suyo es pensar, soñar, proyectar y ansiar riquezas y bienestar a cero esfuerzo. Su vocación es vivir del cuento –nada que ver con ser cuentista o escribir cuentos–.

Cuando un amigo –que parece que no lo conocía bien o que lo conocía demasiado–- le comentó que El Movimiento Para un Futuro de Película necesitaba hombres como él, con empuje, dispuesto a conseguir más seguidores, marrullero por genética y por libreto de vida –esto no se lo dijo, pero lo pensó casi a viva voz–, a los cuales recompensaría con creces, Joselito Blanco no lo pensó dos veces. Dejó su cómodo sillón frente al ordenador donde elucubraba negocios y chateaba en las redes sociales, recibió las módicas dietas que  se supone invertiría en ayudar en las actividades proselitistas –pero que solo daban para empinar el codo– y se lanzó a la calle a romper corozos.

Joselito Blanco no faltó a una de las reuniones del Movimiento que, por cierto, tenían lugar bastante lejos de su casa y para llegar tenía que trasladarse en su maltratada camioneta. Tuvo que recurrir al abuelo Chiro y pedirle contribución para la gasolina; subsidio que le retribuiría multiplicado por diez cuando ganara las elecciones. Y se acabaría eso de vivir en un patio. Con el triunfo lo mudaría a una casa parte alante y le pondría una muchachona para que lo ayudara en los quehaceres de la casa o cualquier ocurrencia libidinosa del viejito.

Como aspiraba a un puesto de cierto nivel, entendió que debía presentarse ante El Movimiento con ropa de marca y en buen estado. El contaba en su armario con par de piezas que servían para el propósito, pero no eran suficientes. Visto y analizado el caso, decidió ir donde su amigo y compadre Jonatán, que tenía un negocio de pacas, y pedir prestadas dos camisas y cuatro polochés que le devolvería impecables o le compraría nuevos –en caso de que así lo considerara el prestatario– en el momento de su devolución.

–Compadre no se preocupe que si ganamos le voy a buscar un puesto en el mismo sitio que me ubiquen a mí. Tiene usted eso más seguro que el polvo que le va a echar a la Marubeni esta noche.

Empezó a mirar apartamentos –Joselito Blanco vivía arrimado en la casa de la tía Beba– por el ensanche La Paz, para quedar cerca de cualquier ministerio en el que le dieran una posición de mando. Apartó uno que le gustó con diez mil pesos, que sacó de un prestamista que le cobraría el módico 20% mensual y al que también le firmó un documento en el que ponía la camioneta como garantía. Se comprometió a pagar el resto de lo acordado en tres meses, cuando el Presidente tomara posesión y El Movimiento colocara sus fichas en el tablero.

Pensó que con esa posición dentro del gobierno, por fin, Jilarylena le haría caso, y para irla ablandando fue a ver a su comadre Juana que vende prendas de plata y le compró una pulsera y un collar a juego. Le pagaría quinientos pesos semanales –Juana vende fiado– hasta que quedará saldada la joya y además, le regalaría mil quinientos pesos para que le comprara unos tenis al ahijado.

Fueron innumerables los líos en los que Joselito Blanco invirtió y se quedó tan tranquilo, tal era la seguridad que tenía en el triunfo de su partido y la retribución de su trabajo.

DON JOSÉ AZUL

A Don José Azul solo le faltó arrancarse los cabellos cuando proclamaron ganador de las elecciones al candidato del partido contrario. Su familia dependía del puesto que estaba ocupando, del puesto que ocupaba su mujer y del puesto que ocupaba su suegra dentro del gobierno. Hasta el carro habían vendido, en su momento, porque usufructuaban uno del ministerio, que se suponía que solo era para usarse en diligencias oficiales, pero que él y todos los de su ministerio y del resto de los ministerios usaban personalmente, disfrutando, por supuesto, de gasolina gratis y en ocasiones de chofer asignado.

Don José tenía dos hijos estudiando, uno en una universidad privada y otro en el extranjero haciendo una maestría en Finanzas Públicas –tal era la esperanza de continuismo en la familia–.

El señor Azul estaba pagando una hipoteca de su apartamento nuevo en la Torre Felicidad que había sacado hace tres años y que no terminaría de pagar hasta dentro de doce años.

Debía gran parte de un préstamo personal que le había otorgado el Banco Maravilla y que usó en amueblar el apartamento acorde a su estatus y en unas vacaciones en un crucero por los Fiordos Noruegos, de las que trajo la manía de comer salmón ahumado acompañado con Geitost –no adoptó la costumbre de comer arenques porque le parecía muy vulgar–; de postre fresas, manzanas y cerezas y tés de cardamomo para aliviar los gases y la diarrea que sufría en momentos de mucho estrés como por ejemplo los dieciséis de agosto de cada año.

Joselito Azul tuvo que comer mucha mierda de los jefotes que pasaron por su departamento que lo sabían todo –cuando ni siquiera tenían una carrera relacionada con la posición que estaban ocupando, o ni siquiera tenían una carrera– y hacer malabarismos para continuar en su puesto que, ahora, estaba casi seguro de que iba a perder.

Desde el día en que se confirmó el nuevo presidente hasta este momento, se fue dando cuenta de quiénes eran sus amigos y quiénes no. De la caterva de devotos y canchanchanes que siempre lo rondaban y a los que hizo incontables favores, solamente tres lo llamaron para decirle cuánto lamentaban que hubiera perdido el partido y agradecerle lo que había hecho por ellos desde su posición.

–Coño me están cantando el  Ite Misa Est– pensó en voz alta.

Uno de ellos, para acabarla de arreglar, se atrevió a comentarle, cómo todos sus acólitos, menos él,  se mofaban de su trasero ancho y redondeado “culo e prieto” lo llamaban, y Don José, que ya tenía bastante con sus diálogos internos y los comentarios que los buitres del partido ganador expresaban en la prensa exclamó casi sin pensarlo:

– ¡No me defienda compadre!

Joselito Blanco y Don José Azul son tan parecidos que tan solo se diferencian en el apellido y, si me fuerzan ni siquiera en eso, ya que el uno es blancoazulado y el otro azulblanquecino.

Ambos fueron ganadores, pero solo en experiencia; y ni siquiera en eso, porque dentro de cuatro años volverán a los afanes electorales, con más fe todavía. Los dos son de una especie superviviente en medio de cualquier calamidad.

Al uno no le dieron ninguna posición en ningún gobierno, porque siempre hay más listos, más guapos, con más muela, más bulteros y que se mueven mejor; y al otro lo sacaron de su cargo para que otro miembro, canchanchán, acreedor político y que se había sabido poner donde el capitán lo viera, ocupara tan apetecible chollo.

Descansen en paz, por un tiempo, Joselito Blanco y Don José Azul. Los traeré a la vida en el dos mil dieciséis si la pluma sigue teniendo punta.

 

Jaime Lamusique, alias Pichuete

En los  países como el nuestro, la personalidad de nuestra gente está llena de rasgos coloridos para adornar las situaciones; de creatividad para asociar cosas con cosas; de ingenio para cambiar nombres; de sabiduría para analizar asuntos complejos y de humor para aceptar las situaciones  más engorrosas y quedar como príncipes. Pero sobre todo, aceptamos a las personas como son, con sus manías, filias, fobias y distorsiones neurales.

Jaime Lamusique es un hombre en la cima de la vida –dice él–. El clásico cincuentón de ahora, más cerca de los sesenta que de los cincuenta; emprendedor semiretirado debido a nuevos intereses; con poder adquisitivo; que frecuenta el gimnasio diariamente y, a poder ser, dos veces al día. Cuidadoso de su musculatura, se mide los bíceps y los aductores y abductores dos veces por semana –no vaya a ser que se vaya poniendo blando–. En cualquier caso, puede diseñar una estrategia para revertir el proceso, que para eso están las máquinas, las proteínas y de ser necesario, las hormonas.

Cada vez que sale un nuevo atuendo deportivo, él es el primero en exhibirlo. Siempre sin mangas y de una talla menor a la suya para poder lucir la mercancía. Prefiere comprarlo por catálogo en el extranjero, porque de esa forma es menos probable que haya otro hombre en el gimnasio que lo lleve. De encontrarse con otro igual, correría a cambiarse el puesto por el de repuesto que lleva siempre en el bolso.

Nunca se le ve en la sección de ejercicios cardio, lo suyo son las pesas pesadas. Tanto, que solo de ver las máquinas en las que “trabaja” llenas hasta el tope de rosquillas de hierro, uno se pone a sudar.

Acompaña el final de sus series de ejercicios con un grito que no se sabe si es que se le monta el espíritu de Tarzán, o grita de dolor, o de alegría por haber terminado, o porque acaba de tener un orgasmo por lo bueno que se ve en el espejo. Los que estamos cerca, al principio, creíamos que acababa de sufrir un infarto, pero no, falsa alarma. Ahora ya estamos acostumbrados y lo más que hacemos es una mueca al compañero, que puede ser de desprecio, de envidia o de empatía ante tanta fuerza bruta y sus necesidades de dispersión en el universo. Por otro lado, si esa es la forma de aligerar su carga interna, allá él.

Pero la mejor exhibición de su personalidad de rara avis es su risa: estentórea, chillona y feminoide. Una risa que cuando uno mira hacia donde la oye, piensa que está sufriendo una alucinación al ver que un ser humano tan grande, musculoso –no puedo decir peludo porque se depila–, puede emitir sonidos tan femeninos, con perdón de las mujeres que me leen.

Po lo que describo, podrían estar pensando –subjetivamente– que Jaime Lamusique es solo carne que se ama, pero no. Aunque no le conozcamos sus actividades intelectuales, otra parte de su lenguaje no verbal nos hace inferir que el tipo es cultivado y hasta tecnológico.

No se sabe para qué, dado el lugar en el que la exhibe y para el uso que está destinada –según Wikipedia  se utiliza como medio de almacenamiento de información para un dispositivo portátil, de forma que puede ser fácilmente extraída la data en un ordenador–, lleva colgada una tarjeta de memoria digital, o memory stick, o palito digital y folclóricamente  llamada “pichuete”, por nosotros los isleños.

Hay muchas teorías al respecto entre los socios del gimnasio. Las señoras que aparcan en la cafetería una vez terminada su clase de bailes latinos o Zumba, después de densas deliberaciones y consultas al respecto, llegaron a la conclusión de que Jaime Lamusique llevaba el pichuete colgado a modo de símbolo fálico y también concluyen que desafortunadamente, ya que es una memoria bastante chiquita. Aunque, ¡Cuidado! –dice Amantina– que algunos pichuetes engañan, porque en realidad tienen poco tamaño y una gran capacidad. Esa es la tendencia, pequeño pero poderoso.

Los hombres, que siempre afirman que el chisme es cosa de mujeres, también se preguntan por qué Jaime Pichuete lleva el pichuete colgado al cuello mientras hace ejercicios. Han llegado a conclusiones mucho menos subliminales que las de las mujeres, y casi juran que el motivo está relacionado con la seguridad que necesita para los datos que lleva colgando. Esto así por varias razones: a) lleva la contabilidad que por ninguna razón quiere que vea su mujer que siempre aprovecha sus salidas para registrar el ordenador y cuanto aparato puede contener información de su desenvolvimiento; b) lleva una portátil en el carro y a menudo usa la memoria para transferir o recibir información; c) tiene los datos y direcciones de todas sus amiguitas y quiere tenerlos cerca por si se presenta alguna emergencia, oportunidad o riesgo.

Estas hipótesis habría que probarlas –afirma Felipe Maître–, ya que pudiera dejar el artefacto en el carro mientras hace ejercicio. Pero por otro lado, existe la posibilidad de que se la roben, que se le caiga por alguna rendija o que alguien a quien transporte se la meta distraídamente en el bolsillo. Quizás no es mala idea, después de todo llevarlo colgado.

La comunidad vigoréxica no podía dejar las cosas así. Había que ir a la fuente. Pero, ¿Quién le pone el cascabel al gato? Nadie se ofreció, así que lo echaron a suerte. Todos los interesados en conocer las razones de Pichuete, debían meter la mano para sacar un papel en blanco o con una TTP que significaba: te toca preguntar. Los que no jugaran, tampoco sabrían la respuesta que se guardaría como un secreto entre los decididos. Veintinueve personas entre hombres y mujeres que asistían en el mismo horario que Jaime Pichuete metieron la mano. Veintiocho sacaron el papel en blanco y Gildita sacó la TTP. Ella quería echarse para atrás, pero el juego no tenía reversa. Era cuestión de honor grupal seguir adelante.

–Hola Jaime ¿Cómo tú ta?

– ¡Mejor, mejor y mejor, mi reina!

–Esto…que chula está tu camiseta.

– ¿No veldá?

Gildita decidió ir al grano porque no se le ocurría una aproximación empática al tema.

– ¿Y ese pichuete? ¿No se te moja con el sudor?

–Si se moja no importa.

–Pero, puedes perder la información.

– ¿Cuál información?

–La que llevas almacenada.

– ¿Y esto almacena? ¿Qué almacena?

–Datos.

– ¡Nooo men! Tengo una docena de diferentes colores y nunca han almacenado nada.

– ¿Y para qué los tienes si no le das uso?

– Es que yo soy loco por la moda y cuando vi a varios jóvenes que lo llevaban colgado al cuello, me dije: ¡eso ta jevi! Y me entraron unas ganas locas de comprar unos cuantos que hicieran juego con las camisetas del gym.

–Ya. Pues te favorece mucho y te ves como un adolescente– comentó sonriendo de lado Gildita–. Quizás para complementar debieras comprarte unos cuantos pares de Crocs que hicieran juego con el color.

–Buena idea, mi reina. Esta tarde pasaré por Blumól. Cuídate mi amor.

Post data: mala inferencia en párrafos anteriores por parte de la narradora testigo, pensar que podía haber algo dentro de esa cabecita loca.

 

 

7 historias de amor. Viernes: amor less

Cuando una se despierta a media noche, todas las noches del año, da tiempo a pensar en todo; a vivir una segunda vida más oscura o más clara, –dependiendo de lo copioso de la cena– e incluso a darle seguimiento a los pensamientos de la noche anterior, si es que no se disuelven en los sudores, los miedos o los dolores de cabeza.

Veo una ligera sombra en medio de la puerta. Tiene que ser la luz de la calle que se filtra por las persianas. ¿Y si se apareciera mi madre por ella? No sentiría miedo. Aprovecharía para preguntarle muchas cosas. Nada que ver con el más allá ni con descripciones sobre la fuga del alma hacia otras dimensiones, o simplemente a la nada. Cosas mucho más terrenales que se quedaron en el bolsillo del corazón, sin compartir. Piezas que faltan en el rompecabezas familiar: ¿Cómo te sentiste cuando te separaron de tus hermanos para ir a vivir con la tía Rosa? ¿Acaso tu corazón no se angustió el primer día y, quizás siempre, cuándo estabas triste y tenías ganas de abrazar a tu madre y no la tenías cerca? Es verdad que no te faltaron cuidados, pero no era eso lo que más necesitabas en ese momento. Habrías cambiado la carne y el queso por una sonrisa y un beso.

Y lo peor era las preguntas que de seguro te hacías a ti misma: ¿Por qué me separan? ¿Qué habré hecho mal?, ¿Soy mala?, ¿Por qué mis hermanos se quedan? Te explicaron muchas veces que tu madre viuda no podía con todos los hijos, que estaban pasando hambre, que la tía Rosa no tenía hijos y quería criarte como si fueras una hija, que tendrías una mejor vida. Pero tú no recordabas haber pasado un solo día sin comer. No recordabas algo mejor que la sopa de ajo con pan que se cenaba en tu casa casi todos los días, acompañada de risas y peleas, de juegos al escondite y de cuentos de terror. ¿Por qué alguien podía asegurar que estarías mejor en otra casa? ¿A qué mejor vida se referían los mayores?

Y nadie te pidió tu opinión. Tú fuiste la escogida, y ya. Tu hermana mayor no era elegible porque nació con Tourette. Tu hermano tampoco porque era varón, y tus otras hermanas demasiado pequeñas. Tú eras la mejor opción para lo que se necesitaba. Tan sencillamente, escudados en hacerte un bien, colocaron tu vida en un limbo rosa y perfumado, pero ajeno. Tu amor fue perdiendo el perfume y al cabo del tiempo, cuando lo necesitaste, ya habías olvidado cómo querer a las personas, tan cercanas como tu esposo e hijos y tan lejanas como el resto de tus congéneres. Alguien había decidido cambiar tu rumbo.

Me doy cuenta que nunca profundizamos en las cosas que podían habernos unido más y podían haberme servido de guía: ¿Cómo fue tu adolescencia y tu juventud? ¿Tuviste amigas y amigos? Nunca te oí contar nada de ellos, por lo que asumo que no tuviste, o si tuviste, pasaron de largo por tu memoria. Dejase en el camino la capacidad de compartir sentimientos, emociones, de vivir la vida.

¿Cuántos novios tuviste? Me consta que papá no fue el único, pero nunca se me ocurrió preguntarte si tuviste más y cómo fueron. No sé si tu juventud fue espolvoreada con las especias que le dan olor y sabor a esa edad. Ni siquiera me hablaste de tu boda, ese acontecimiento que la mayoría de las mujeres recordamos con gusto y que parece que tú no lo fijaste en la memoria, o no le dabas relevancia en tu vida o, sencillamente, no lo querías compartir conmigo. Parece como si hubieras querido borrar de tu vida tus años de niñez y adolescencia, lo que me lleva a preguntarte: ¿Te casaste por amor o para ser libre de una tutoría impuesta? Pero hago tarde la pregunta. Y me pregunto a mí misma ¿Por qué tuve tan poca curiosidad sobre tu vida? ¿Éramos tan lejanas como para no tener interés en esas respuestas?

Si hubieras compartido conmigo, si me hubieras dejado entrar en tu vida, habría podido entender mejor tu conducta en la que la responsabilidad, la rectitud, el trabajo y rabia fueron sus principales componentes. Pero tengo que darte el crédito porque, al final de tus días, los nietos hicieron un agujero profundo en tu alma y de ahí brotó un manantial de amor y caricias. No era un manantial común; tenía el color de tu interior, sí; a veces sus aguas eran amargas, sí, pero era algo nuevo que ablandaba tu existencia y enriquecía la nuestra.

Esos pensamientos a las tres de la mañana duelen, o por lo menos desazonan. Por eso, es mejor buscar en el dial otras conexiones que ayuden a dormir: ¡Qué suerte he tenido en la vida! Estoy desvelada pero viva; tengo salud; tengo un compañero que me entiende, me da soporte y vive a mi lado por su elección; tengo unos hijos que andan por la vida y por su cuenta, de la mejor manera que saben o pueden y que se han multiplicado para grandeza del universo y mi delicia; no me faltan recursos para comer o para vivir una vida digna; tengo amigos ante los que puedo ser como soy y no me quieren por lo que hago o tengo, sino por mí; me acoge una tierra pintada de sol y verde repleta de personas variopintas, cálidas y desprendidas que me enseñaron a vivir. Pero, debo administrar mis bendiciones. Mañana habrá otras nuevas, como Pitufa, mi perrita faldera que todas las mañanas me abraza cuando le abro la puerta para dejarla entrar. Sí, literalmente, me abraza. Es mi maestra de calidez.

Mañana tengo que comprar cebollitas y pepinillos para el aderezo.

Llamaré a la oculista para hacer cita.

Tendré que ir a la jardinería para reponer todas las matas de la entrada que están quemadas. ¿No sería mejor sembrar hierbas de olor que dicen que espantan a los insectos y además sirven para sazonar?

! Ah, pudiera aprovechar todo este rollo para escribir mañana!

 

El niño sin sueños

Qué estará soñando el niño
que dormita en la vereda,
que lleva los pies desnudos,
toda sucia la cabeza.

Sobre bolsas de basura
su cuerpito se recuesta;
no es de nubes su colchón
ni sus sábanas de seda.

A su inflado vientre sólo
un hambre inmensa lo llena,
y le da gracias al sueño
que lo aleja de la pena.

Pregunté ¿qué sueña el niño
que dormita en la vereda?
Que estúpida mi pregunta
si ese niño ya no sueña.

De Daniel Adrián Madeiro, 1957

A sus nueve años, Luisito  no encuentra explicación a lo que está pasando en su vida. Desde hace dos años que se separaron sus padres no sabe lo que es una risa, una caricia, una esperanza, un rayo de luz. Sabe que hay muchos niños amados y respetados y se pregunta por qué él no.

Es verdad que cuando sus padres vivían juntos se peleaban mucho, pero él siempre se hacía el dormido o el desentendido. No tomaba partido por ninguno de los dos bandos, al final, los quería por igual. Él no podía entender las razones de los gritos, los empujones, las palabras gordas  y hasta algún que otro golpe. Su corazón era manso y sufría mucho cuándo veía que se alteraban tanto que perdían la razón y se convertían en animales agresivos, atemorizantes. Pero, a veces, la balanza se ponía a su favor y había paseos, alguna que otra golosina y algún que otro abrazo de su madre. Nunca de su padre que, aunque  demostraba quererlo mucho, no tenía acercamiento corporal con su hijo para que no le saliera “blandito”.

Marcia, la mamá de Luisito, sobre todo a fin de mes cuando no aparecía el dinero para ir a comprar la comida o para pagar el colegio, se ponía muy violenta con él y con su padre. A este siempre lo acusaba de ser “poquito” y se resentía de ser ella la que tuviera que llevar los pantalones en la casa. Julián, el padre de Luisito, hacía lo que podía para mantener a la corta familia, pero no era suficiente. Entre marido y mujer sostenían la casa con dificultad y cualquier gasto extra era un tremendo obstáculo para la armonía familiar.

Después que se separaron, cuando Julián fue echado de la casa, el carácter de Marcia se agrió todavía más. Un día armó un escándalo en su oficina con una compañera y fue despedida del trabajo. A partir de ahí, desesperada por la dificultad de encontrar un nuevo empleo y por los pocos recursos con los que contaba para mantenerse junto con Luisito, se volvió una mujer resentida, seca, rabiosa que no vivía y no dejaba vivir.

Julián le ofreció a Luisito irse a vivir con él, pero Luisito, aunque sabía que le iría mejor con su padre, como si se hubiera hecho cargo de su madre, decidió quedarse con ella para que no estuviera sola y triste. Al poco tiempo su padre ya tenía otra pareja y la posibilidad de mudarse con él dejó de existir porque Luisito tenía la esperanza de que, algún día, las cosas cambiaran y volvieran a juntarse y a ser felices los tres.

Marcía dejó de recoger a Luisito en el colegio. Le decía al niño que no tenía dinero para el transporte por lo que su padre lo recogía y lo dejaba en la puerta de la casa; no le era permitido entrar ni en el portal, tal era la aversión que sentía hacia su marido que le había prometido entrarle a bofetadas si lo veía cerca. Luisito siempre le decía –Papi no se acerque a la casa que a mami no le gusta.

En el colegio, Luisito comenzó a sacar malas notas. Se distraía con facilidad y sufría mucho porque sus compañeros lo llamaban Luisita porque lloraba mucho. Su corazón se fue haciendo cada vez más sensible y más triste.

En la casa, se volvió tan abstraído que no oía cuando su madre le llamaba o le daba una orden y la consecuencia era un golpe en la cabeza o un zarandeo violento. –¿Cómo había podido volverse tan malo como para que su madre le pegara? –se culpaba Luisito.

Su cuerpecito se fue doblando por la carga y la vergüenza y en vez de crecer disminuía. Estaba languideciendo como una plantita a la que se deja sin agua y en la oscuridad. Escasos momentos en los que evitaba el entorno le permitían respirar aire fresco, pero duraban poco.

Marcia, al ver que no podía seguir manteniendo la casa con lo que le aportaba su ex pareja, comenzó a recibir “amigos”, según le decía a Luisito, que la ayudaban con regalos, ropa, comida y hasta dinero. Pero Luisito fue quien pagó el precio más alto. Desde su habitación y aunque se tapaba la cabeza con la almohada, oía los gritos, ruidos y palabras soeces de su madre y sus parejas. Su vida se había convertido en un infierno hasta que un día dejó de serlo para siempre.

Era un viernes y su madre le había prometido que el sábado lo llevaría a ver el acuario. Cuando su padre lo dejó en la calle frente a  la casa, subió corriendo las escaleras. Había pensado que después de comer haría rápido la tarea y los trabajos de la casa para tener el sábado completamente libre. Hasta iba a estrenarse como fotógrafo con una camarita que le había traído su tía Julia desde Nueva York.  Abrió la puerta de la casa y fue directamente a la habitación de la madre quien, normalmente, a esa hora estaba viendo una telenovela y se encontró a su madre desnuda y un hombre al que no conocía, también desnudo, montado encima de ella, halándole los cabellos y dándole manotazos. Luisito quedó petrificado. De pronto sintió como si un fuego lo invadiera. La imagen se había pegado de su retina y no la podía retirar. Sentía que iba a explotar.  Vio unas tijeras que estaban encima de la cómoda y con una furia que no se podía suponer que tuviera, arremetió contra el hombre que estaba dentro de su mamá. Lo alcanzó varias veces pero sin fortuna para lo que él pretendía, matarlo. El hombre se volvió dándole un golpe en la cabeza que lo hizo caer al suelo casi sin conocimiento.

– ¡Maldito muchacho! –exclamó Marcia. – ¿Es que no te he dicho mil veces que toques la puerta antes de entrar en mi habitación?! Que no sirves para otra cosa que para mariconear, buena mierda, igual que tu padre!

Luisito se levantó como pudo limpiándose la sangre de la nariz y salió corriendo de la casa. Por el camino, en la medida que corría, se fue haciendo chiquito, chiquito y llegó un momento que tenía el tamaño de una cucaracha. Un viejo con unos gruesos espejuelos que pasaba por la calle en ese momento, lo pisó y ahí se terminaron sus penas. De nuevo el cielo era azul, el aire estaba limpio y le llegaba a su cuerpecito el calorcillo del amor del universo.