Fuenteovejuna, señor

ESCENA 1

El lunes, cuatro denuncias de la desaparición de Hernán llegaron a la policía, en diferentes destacamentos. Una de su mujer, otra de su socio, otra de su amante y otra de los hijos de su anterior matrimonio. Obviamente, no había buena relación o, no había ninguna , entre ellos.

Todos coincidían en que hacía tres días que no sabían de Hernán. Tardaron en presentar la denuncia porque había «ciertas» situaciones entre ellos y el desaparecido que podrían ser las causas de su alejamiento silencioso.

Carla, su mujer, pensaba que podía estar en un retiro con su gurú; otras veces lo había hecho cuando pasaba por situaciones estresantes relacionadas con su salud y su espiritualismo. Lo raro era que no le hubiera avisado, pero, el día antes de desaparecer habían tenido una fuerte discusión relacionada con la idea de que la hija de ambos fuera a estudiar a otro país y el gran desembolso en dólares que suponía esto . Pensó que podía ser el motivo para no haberle dicho nada de su salida.

Domingo, su socio, no había recibido respuesta a sus mensajes de texto y se había cansado de llamarlo a su teléfono móvil que parecía apagado. Tenían entre manos un negocio importante para la compañía, para el que era imprescindible que Hernán llevara a cabo ciertos contactos en el fin de semana, los cuales no había hecho, según le habían expresado las personas que iban a ser visitadas. Su mujer y sus hijos tampoco sabían nada de él.

Paulina, su amante, lo esperaba con ansiedad el día de su cumpleaños, porque él le había prometido regalarle un pequeño coche utilitario que estrenarían yendo a un buen hotel de playa durante todo el fin de semana. El miércoles anterior, Hernán le había dicho que el importador no tenía el color del vehículo que ella quería, lo que la había molestado y hecho responderle de forma muy desagradable. Sin embargo, habían quedado en verse el viernes por la noche.

César, Luisita y Papito, los hijos de su anterior matrimonio, le habían estado llamando cada uno por separado porque era fin de mes y no habían recibido la transferencia que usualmente recibían cada quincena, pero les salía la voz del contestador diciendo que el teléfono estaba apagado. Se llevaban muy bien con su padre porque siempre resolvía sus problemas, del tipo que fueran. Nunca antes les había fallado el suministro de dinero.

ESCENA 2

Después de una semana de las denuncias y ante una búsqueda improductiva, la policía citó a los denunciantes para hacerles, a cada uno de ellos, diversas preguntas que ayudarían a investigar, con mejores resultados, el caso de Hernán.

–¿Qué quién puede tener algo que ver en la desaparición de Hernán? –preguntó Carla– No lo puedo asegurar, pero, sería bueno que ustedes investigaran a Domingo, su socio. El último año no ha hecho sino proponerle a Hernán proyectos que, si uno los analiza bien, o son imposibles de llevar a cabo, o están dirigidos a su propio beneficio y no de la compañía. Por su culpa, tenemos que responder a requerimientos bancarios relacionados con préstamos que, por el momento, no podemos cumplir. Hernán le habló muy fuerte y le exigió su contribución personal, ya que él era el padre del disparate financiero y el principal beneficiario de la mayoría de los proyectos. Domingo es un truhan.

–Agente, no se puede acusar a nadie sin estar seguro –comenzó diciendo Domingo–, pero si yo tuviera que señalar a alguien, sería a Paulina, su amante. Desde hace dos años lo tiene cogido por las pelotas. Todo son peticiones y caprichos caros. Al principio todo iba muy bien entre ellos porque Hernán necesitaba que una muchachita veinticinco años menor que le subiera la autoestima.  Le aseguraba que estaba enamorada de él, al tiempo que le pedía dinero para poner al hijo de ella en un colegio caro, para arreglar su casita, o para pagarse la universidad. El último revolcón le costó un coche a Hernán. El pobre, siempre había creído que el amor era gratis hasta que cayó en la cuenta. Él me había dicho que quería dejarla. Además, tenía miedo de que Carla se enterara de su infidelidad y lo dejara partido en un cincuenta por ciento.

–Mira, mi amor –dijo Paulina contestando a la pregunta del agente–, averigua qué hizo el fleje de su mujer el día que Buquito desapareció.

–¿Buquito? Señorita, estamos hablando de Hernán Martínez –interrumpió el interrogador.

–Ese mismo, mi amor. Buquito es un apodo de cariño. Te decía que investigues a su mujer que es una bruja. Gasta como si él fuera millonario. Cada mes se compra una joya diferente y le exige viajes y vacaciones en el extranjero, mientras que a mí él me mata con un fin de semana en la playa en un todo incluido. La excusa de él es que no me lleva a Nueva York porque no tengo visa; pero tampoco me ayuda a sacarla.

Iba a conseguirme un carrito y quiso echar pa tras con la excusa de que no había el color mamey que yo quería. A lo mejor ella se enteró y le dio un mal golpe, porque es reseca, pero rabiosa.

–Puede que Carla –contestó César Gómez– Esa mujer nada más vive para comprar cosas con la tarjeta de la compañía. Mi padre le había cancelado la tarjeta y a la nueva le había puesto un límite bajo. El verano pasado alquiló un apartamento de lujo en la playa para pasar las vacaciones y este año no se le dio. Todo lo quiere para ella y no colabora con nada. A mí nunca me ha caído bien.

–Pues yo desconfío totalmente de Domingo –explicó Luisita Gómez–. Hombre más lioso, mentiroso y embaucador no hay. Ha metido a mi papá en negocios “capaperros” que le han costado la salud. Parece que mi papá sabía algo sobre Domingo que había amenazado con hacerlo público si no resolvía un problema de fondos en el que se había metido, a nombre de la compañía.

–Papá me había contado un secreto que ya puedo decir porque vi a la furcia en la oficina de al lado –intervino Papito Gómez, el mayor de los hijos de Hernán–. Esa mujer, la tal Paulina, además de pegarle los cuernos con un carajo de su barrio, no hacía más que exigirle dinero. Le amenazaba con decírselo a Carla si no cumplía con sus caprichos. Se le iba a acabar el chollo. Papá la iba a dejar y ella lo intuía.

TRAS BAMBALINAS

No veo la forma de salir de la espiral de angustia en la que me he metido y que no me deja razonar –pensaba Hernán tendido en su cama, en una. interminable duermevela.

El doctor Vargas me ha recomendado bajar la ansiedad que está acabando con lo poco que queda de mi corazón; la diabetes hará el resto. Los tratamientos que me permitían tener cierta calidad de vida, cada vez son menos eficaces. Los cambios de medicamentos no producen los resultados deseados. Hace tiempo que me aconseja retirarme de los negocios y vivir con los recursos obtenidos después de tantos años de trabajo. Lo que no sabe el doctor es que solo tengo deudas y en este momento, ni siquiera visualizo de qué forma pagarlas.

Augusto, quien durante cinco años había sido mi soporte y consejero emocional, no logra motivarme a seguir adelante. Ya no tiene el toque, como solía tener, para hacerme reaccionar ante los tropezones de la vida. Todo lo resuelve poniéndome a meditar, pero no me sirve, porque las meditaciones siempre son invadidas por todos mis problemas y sus ejecutores.

No soy capaz de cuidarme a mí mismo. Menos puedo ser el soporte y cuidador de todos los que conforman mi vida.

Carla, no es capaz de darse cuenta que en lugar de ser parte de la solución, es parte del problema.

Domingo, no conoce otra forma de hacer crecer el negocio si no es enredando, presionando y cogiendo préstamos. Y lo peor es que yo lo he sabido siempre y lo he permitido.

Paulina, encontró la gallina de los huevos de oro, cuando yo creía que lo que buscaba era un gallo.

César, Luisita y Papito, son un barril sin fondo. Yo soy el responsable, porque, en su vida, lo único que hice fue proveer. Así los acostumbré.

Faltaba un rato para el amanecer, pero ya no resistía el maltrato de su consciente. Hernán se levantó, se bañó y se puso su mejor camisa. Se afeitó concienzudamente y se puso la colonia que tanto les gustaba a Carla y a Paulina. Bajó a la cocina y preparó un jugo de vegetales, tomó un par de sorbos y lavó el vaso en el fregadero.

Cogió las llaves de su coche. Tenía que darse prisa si quería ver salir el sol cerca del mar.

No tardó en llegar a su lugar favorito. Aparcó el coche y caminó unos minutos por la acera que bordea del acantilado, hasta que llegó al banco donde tantas veces se había sentado a descansar, después de una carrera de cuatro kilómetros. Eran otros tiempos, pensó con añoranza.

La claridad empezaba a percibirse en el horizonte. El mar llegaba hasta su olfato mezclado con la brisa, como el mejor de los perfumes. Solo tenía que cerrar los ojos para trasladarse a un lugar donde vivir era algo natural, sin dolor, sin presiones. Podría fluir.

Apagó su teléfono móvil. Abrió los ojos para grabar en su retina del maravilloso azul y verde de la naturaleza, respiró profundamente, se levanto, caminó con tranquilidad veinte pasos hasta el borde y se dejó caer.

(Mutis y sale por el foro).

El farolillo rojo

En el cielo, todos los años, hay un concurso de productividad y eficiencia, en el que participan los ángeles responsables de todas las funciones que se llevan a cabo, para que ese conglomerado llamado Creación funcione adecuadamente.  

En diciembre, hay una premiación extraordinaria en la que se dan trofeos a las tres primeras categorías y medallas a las siete siguientes.

El departamento de Contabilidad y Auditoría se pasa todo el año recibiendo los reportes de resultados.

La efectividad se mide con mucha precisión: tantas intervenciones, tantos éxitos o tantos fracasos en las mismas. No hay posibilidad de fraude, ni los ángeles lo intentarían.

Dios, no participa en la selección de los ganadores, solamente hace la entrega de premios en la ceremonia más esperada por todos los habitantes del cielo.

En el escenario, siempre está la mesa de Dios, su hijo y los santos que le acompañaron en su vida terrenal.

Al frente y formando un semicírculo, en primera fila, las santas y santos. Su crecimiento es lento, porque últimamente no están llegando al cielo en grandes cantidades.

Después, de adelante hacia atrás, se sientan los que en vida amaron mucho, los que fueron humildes aún poseyendo bienes, los que obraron con generosidad, los que practicaron la caridad, los que lucharon contra la homofobia y la xenofobia, los que protegieron el medio ambiente, los que fueron pacientes ante tanta locura y, en la última fila, tres sillas ocupadas con políticos que habían trabajado para servir a su país y no se habían enriquecido en sus cargos.

Alrededor, estaban los ángeles excitados y parlanchines, especulando sobre quiénes estarían recibiendo reconocimientos.

San Juan agitó una campanita de cristal para solicitar el silencio de los asistentes. Inmediatamente comenzó a leer la lista de premiación entregada por los auditores.

Primer lugar: Ángeles de la Guarda Nocturnos, veintiséis millones de niños protegidos, efectividad de un 100%.  –La concurrencia se volvía loca aplaudiendo y pateando las nubes.

Segundo lugar: Ángeles de la Vida, con cincuenta y tres millones de nacimientos y tasa de efectividad de un 90% –Los asistentes aplaudían frenéticamente.

Tercer lugar: Ángeles de la Muerte, con veinte millones de fallecimientos y tasa de efectividad de 75% –se oyeron murmullos.

Después, San Juan nombró las siete categorías siguientes, las cuales recibieron aplausos tibios y, en el caso de los Ángeles del Transito, pitos y broncas.

Subieron al escenario a recibir su trofeo y tomarse la foto, Ariel, Uriel y Azrael, los ángeles responsables de las tres categorías ganadoras.

Dios hizo un aparte con el Ángel de la Muerte.

–Azrael, hijo, ¿qué está pasando con tu “average”? Cada año veo que tus cifras van descendiendo.

–Padre, los Protectores del Tránsito tienen menos efectividad que nosotros.

–No te estoy hablando de ellos –contestó Dios molesto–. Estoy diciéndote que ninguno de tus colegas tiene un trabajo más fácil que el tuyo. Sus tareas se pueden ver afectadas por el libre albedrío que les he dado a los humanos, quienes pueden decidir aceptar o no su ayuda, pero tú, solo tienes que buscar a los individuos del listado que te entrega el departamento de Mejor Vida y traerlos.

–Perdón, padre, mañana reuniré a mi equipo para que analicemos las causas de nuestros decepcionantes resultados y te presentaré el informe.

Azrael reunió a su equipo de Parcas y Calacas para analizar las razones de su descenso en la efectividad de su trabajo. Les solicitó que le presentaran las cifras por regiones mundiales y por países, para ver en cuáles se estaban produciendo los fallos y las razones de los mismos.

Al cabo de una semana, los directores de cada zona llevaron los números.

En la mayoría de los países europeos, excepto en España e Italia, la efectividad era superior al 98%. Igual pasaba en el resto del mundo excepto en los Estados Unidos y en República Dominicana.

La Calaca A-2020, responsable del servicio en el Caribe, se sintió avergonzada al ver que su equipo había sido el menos eficiente, incluso por debajo del de Tránsito, pasando a ser el farolillo rojo del cielo.

–Debemos formular hipótesis –dijo Azrael– y luego ir al campo a confirmarlas o desecharlas. Hagamos una tormenta de ideas.

–Una hipótesis podría ser que Lucifer los auxilia.

–No, Lucifer se nutre en un altísimo porcentaje de nuestros clientes.

–O, puede que tenga relación con el idioma que hablan.

–¿Acaso no son todas ustedes multilingües?

–O, que la comida que ingieren los hace invisibles.

–Tu lees muchas novelas de ciencia ficción –le contestó Azrael molesto.

–Otra podría ser que tenemos una filtración de las listas que previene a los prospectos –todos se miraron alarmados.

–Yo confío en ustedes. –añadió Azrael –Sigamos pensando. A partir de mañana, anotaremos los inconvenientes que tenemos con los mortales que se resisten a descansar en paz.

–Sugiero que hagamos un censo de nuestros territorios, anotando nombres y ubicaciones de los mortales –agregó la Parca N-1 que estaba en el oficio desde la muerte de Abel y tenía su área muy bien organizada.

–¡Excelente idea!

Pasaron varias semanas durante las cuales Calacas y Parcas fueron extremadamente cuidadosas tomando nota de todo lo ocurrido en su tarea de cambiar el estatus de los humanos.

No hubo nada irregular o fuera del procedimiento en las regiones y ciudades del mundo donde ya se había comprobado anteriormente que todo funcionaba bien.

La primera que dio la voz de alarma fue Calaca A-2020.

–Azrael, creo tener un error en las listas de República Dominicana que me suministra el departamento de Mejor Vida. En todo este tiempo de estrecha supervisión, he visto que un cincuenta por ciento de las personas listadas, no aparecen, no existen.

–No puede ser –contestó Azrael–. Los escogidos se extraen de los listados del departamento de Nacimientos y se cotejan con Bautismo y Matrimonio. ¿No será que no están buscando bien?

–¡Noooo! Vamos al domicilio del prospecto, o lo buscamos en el lugar alternativo que indica el listado y si no lo encontramos, preguntamos a vecinos y conocidos. Agotamos todos los recursos y nada.

Parca Ñ-98, supervisora de España, Parca I-419, supervisora de Italia y Calaca USA–33, supervisora de los Estados Unidos, también protestaron por la insinuación de Azrael y confirmaron que, en un área de sus territorios donde había una gran proporción de inmigrantes dominicanos, estaba pasando lo mismo.

Azrael quería resolver el problema como le había prometido a su padre. Decidió acompañar a Calaca A-2020 en uno de sus viajes a Santo Domingo. Llevaban una lista pequeña, para poder dedicar más tiempo a la búsqueda.

De las diez personas que deberían acompañarlos en su retorno, solo encontraron a cinco y las otras cinco no pudieron ser localizadas ni en sus casas, ni en los hospitales, ni en la calle.

Muertos de calor y de cansancio regresaron a la pensión donde se hospedaban.

–Doña Crusa, por favor, prepárenos la cuenta que salimos mañana temprano –le dijeron a la dueña de la pensión–. Y si es tan amable, déjenos sus datos para hacer una transferencia.

–Ay si. El depósito debe ser realizado en mi cuenta. Muchas gracias –respondió Crusa.

Mientras se duchaban, alguien pasó un papelito con los datos bancarios de la dueña de la pensión: Dolores Fernández, Banco Nacional, cuenta número 18490.

–Calaquita, haz la transferencia –ordenó Azrael.

Salieron a la calle y se sentaron en una terraza a tomar un refrigerio.

–Buenas tardes. Soy Josecito y hoy seré su camarero –les dijo un sonriente joven–. ¿Qué desean ordenar?

Azrael que era muy observador, se dio cuenta de que en el gafete de identificación el nombre que ponía era Salvador Gómez. No dijo nada, pero guardó la pesquisa. Acabaron su comida y decidieron pasar por una tienda de suvenires.

Les atendió una joven dependienta que se llamaba Paulina Vinicio, según decía su broche, y que no dejaba de mirar con una sonrisa cautivadora a Azrael.

–Buenas tardes, mis amores, ¿en qué puedo servirles?

–Queremos comprar varios llaveros de tamboras, güiras y cervezas Presidente que son muy apreciados por sus conciudadanos que están con nosotros.

Mientras Paulina buscaba lo solicitado, un compañero salió de la trastienda y la llamó.

–!Élsida! tienes llamada allá adentro. Corre, huye, que parece urgente. No te apures que yo atiendo a los señores.

–Oiga joven, nos ha llamado mucho la atención que usted ha llamado Élsida a la chica que nos atendía, mientras que su broche dice que se llama Paulina –comentó Azrael.

–Ah, si. Muchas veces nuestros padres nos bautizan con un nombre y apellido y luego nos llaman de otra forma. Yo, por ejemplo, me llamo Ramón y la gente me dice Cleto.

–¿Y por qué lo hacen?

–Antes, en los pueblos lo hacían para que cuando la muerte viniera buscándolos por su nombre, nadie supiera de ellos y no los encontrara. Y así hemos seguido y nos ha ido muy bien. Si se fijan, el número de defunciones es pequeño comparado con el de otros países.

–¡Aaah, caramba! –Exclamaron los dos ángeles a un tiempo–. ¡Gracias Cleto!

Se miraron con complicidad, pagaron los suvenires y salieron.

Azrael pensó: mi padre puso de más en el cerebro de estos isleños.

Ahora, más tarea para los Ángeles de la Guarda que serán los responsables de contrastar nombres contra apodos.

Las caras de la moneda

Algunos vivos reciben el día con alegría, otros con desidia, otros con motivación, otros con rabia y, los más, con miedo. Cada quien lo abraza de forma diferente y a partir de ahí, se hace. Hay empeño en vivir.

Cara

Esther apagó la alarma del reloj. Se levantó y fue a la ducha. Desde el incidente, había desarrollado una necesidad de enjabonarse hasta cinco veces y aún así no se sentía limpia. Era allí donde dejaba que sus lágrimas se disolvieran entre el agua y jabón. El resto del día, las aguantaba.

No desayunaría en casa, no podía perder tiempo. Tenía que salir bien temprano, a una hora en la que la maldad pudiese estar descansando. En sus quince minutos de pausa del trabajo, engulliría un croissant con chocolate o lo que apareciera, lo importante era seguir adelante y empujar el día.

Antes de abrir la puerta de su apartamento, sacó de su bolso las llaves del garaje y del coche y las mantuvo en la mano para no perder tiempo al llegar al sitio. Se aseguró de llevar el espray de pimienta y repasó mentalmente su forma de uso.

Quizás debería ir pensando en mudarse a otro apartamento en un barrio más seguro, o a otra ciudad.  Pero sabía que no eran el barrio ni la ciudad los responsables de todas las violaciones y asesinatos a mujeres que salían diariamente en los periódicos y noticieros de televisión.

En el portal del condominio miró hacia todos los lados para asegurarse que ningún depredador estuviera cerca. Salió y comenzó a caminar con rapidez, eran cuatro calles que tenía que recorrer para llegar al garaje.

Cuando había superado a primera calle, notó que del portal de un edificio del otro lado de la calle salieron dos hombres. Su corazón se aceleró. Se irguió, no daría a entender que les tenía miedo. Metió la mano en el bolso y asió con fuerza el espray.

Los hombres atravesaron la calle con prisa para tomar la misma acera por la que ella estaba pasando.

Esther sintió que comenzaba a faltarle el aire. Aceleró el paso al tiempo que giraba su cabeza para ver qué tan cerca estaban de ella. No, no podía volver a pasar.

El recuerdo de los otros dos hombres que aquella nefasta mañana salieron de un portal y acercándose a ella, uno por cada lado, la cogieron del brazo y la obligaron a entrar en un edificio en construcción, la trastornaba. No podía pensar en otra cosa, ni siquiera podía gritar.

–¿Qué pasa princesa? ¿Nos tienes miedo?

–Ven, prenda preciosa, danos un besito.

–Por favor, dejadme en paz, por favor, por favor.

No sirvió de nada golpearlos, ni gritar, ni arañar.

Nadie apareció para ayudarla. Nadie evitó que la violaran.

Y ahora podía volver a pasar. Correría, correría para dejar a estos dos atrás y refugiarse en su coche y, si hacía falta, les echaría el vehículo encima.

Con las piernas temblorosas y casi sin aliento, Esther siguió corriendo y mirando hacia atrás. Notó que los dos hombres estaban disminuyendo el paso e iban quedando a mayor distancia.

Quizás no tenían malas intenciones. Quizás debería empezar a tratar su paranoia. Quizás, con el tiempo, podría recuperar su confianza en los hombres.

Cruz

–¿Cómo te sientes, cariño?

–Estoy bien.

–Llevas un buen rato dando vueltas en la cama.

–Tengo miedo de tener otra vez la pesadilla.

–Tienes que pasar página. No podemos vivir toda la vida pensando en lo que nos pasó.

–Deberíamos irnos a vivir en otra ciudad.

–En todas pasa lo mismo.

–Vámonos a otro país.

–Todos son lo mismo.

Antonio dio media vuelta para ocultar sus lágrimas. El recuerdo volvió, todo era muy reciente. De nuevo fue como si lo estuviera viviendo.

Aquel día, se habían levantado de buen humor y después de desayunar se dirigieron al garaje donde tenían alquilado un espacio para guardar el coche. Era un sitio muy conveniente porque quedaba a tres calles de su apartamento.

Solían ir muy temprano porque su lugar de trabajo estaba fuera de la ciudad y les tomaba un buen rato llegar a la empresa. Ese día estaba nublado y oscuro.

Tomados de la mano llegaron ante la puerta del garaje y Antonio apretó el botón del control automático para abrir la puerta.

Tenían que coger el ascensor para descender tres niveles y encontrar su coche. El garaje estaba en un edificio antiguo y la distribución de los parqueos no era regular. Debían caminar unos cincuenta pasos hasta llegar al vehículo.

Antonio miró hacia todos los lados y vio salir detrás de una columna a dos hombres que se dirigían hacia donde ellos estaban. De pronto, comenzó a sentir ansiedad y miedo.

Tenían pinta de maleantes. Rapados, vestidos con ropas oscuras y tatuajes de esvásticas en los brazos. Uno de ellos llevaba una porra en la mano.

Antonio entró en el coche rápidamente, hoy le tocaba conducir. Luís se había retrasado sujetándose los zapatos.

Uno de los individuos le cerró la puerta del coche y la sujetó con fuerza, mientras el otro se dirigió a Luís y comenzó a golpearlo con saña. Él se arrastraba tratando de proteger su cabeza.

–¡Muérete, maricón de mierda! ¡Basura, asquerosa! –gritaba el hombre que empuñaba la porra mientras golpeaba la cara y el estómago de Luís.

–¡Por Dios! –Gritaba Antonio forcejeando con la puerta, sin poder hacer nada, viendo a Luís inmóvil tendido boca abajo.

–¡Hijos de mala madre! ¡No merecen infectar nuestro aire! –gritaba el otro atacante mirando fijamente a Antonio.

Antonio accionó la alarma del coche y el ruido hizo reaccionar a la pareja de agresivos. Se miraron y el que sujetaba la puerta del coche le hizo una seña al otro. Salieron corriendo mientras gritaban.

–¡Maricones, esto no se queda así!

–Otro día terminaremos el trabajo!

Antonio salió sin aliento a auxiliar a Luís. Tenía la cara destrozada y llena de sangre, pero respiraba. Lo arrastró hasta el vehículo y lo subió como pudo para llevarlo al hospital más cercano.

Tres meses pasaron desde el incidente y ninguno de los dos lo había digerido. No había calma en sus días. Antonio seguía sintiéndose culpable como el primer día por no haber podido defender a Luís. Aunque los dos agresores fueron apresados, ellos sabían que había muchos más buscando una oportunidad de descargar su rabia, frustración e intolerancia, en personas como ellos.

Una vez más, hicieron el recorrido hasta el garaje. Atravesaron la calle para caminar por la acera que los llevaría directamente a su objetivo.

Por la acera a la que se dirigían, vieron a una mujer joven que otras veces habían visto pasar. Podría ser una vecina. Parecía muy nerviosa. Caminaba deprisa y a cada momento giraba la cabeza para mirarlos. De pronto, ella empezó a correr alterada, asustada.

–Caminemos más despacio. –Dijo Luís recordando una vez más el miedo y el dolor que ellos mismos habían pasado no hacía tanto– Vamos a dejar que entre tranquila. También las mujeres son una especie amenazada.

–¿En qué se está convirtiendo el mundo? –dijo Antonio.

–Y lo peor es que no hay refugio donde pasar la tormenta –añadió Luis.

La magia del jardinero

A veces, la vida nos pone en el camino ciertos especímenes que, si los buscáramos, no los encontraríamos.

–Buenos días doña. Vengo a arreglarle el jardín porque Andrés no puede venir. Está haciendo un trabajo en el interior y no volverá hasta la semana que viene –me abordó en la puerta de mi casa un hombre armado con una tijera de podar y una cortadora de grama.

Qué raro pensé. Pero no tanto. Mi experiencia, basada en la informalidad de los chiriperos, me señalaba que podía ser verdad que el uno no pudiera venir y que el otro hubiera sido recomendado por el uno.

Le eché, disimuladamente, una ojeada para hacerme una composición de lugar. Normal. Sin edad. Camiseta Vernache, tenis justit, gorra de los Yankees de Nueva York y los pantalones en la cintura; cero calzoncillos a la vista. Esto último y los yerbajos desbordando mi jardín determinaron su entrada.

Comenzamos bien. Al menos, era mejor que Andrés recortando setos. El nuevo, hizo varios señalamientos sobre el mal estado del patio y la necesidad de hacer arreglos que suponían cierta inversión. ¿Dónde habría aprendido que el “gasto” es malo y la “inversión” es buena?

–Usted va a ver, doña, le voy a hacer valer su jardín.

–¿Me está diciendo que Andrés no va a volver?

–Bueno, usted es la que sabe. Yo na más le digo que le puedo poner todo nítido, no como esto –dijo señalando un área con reconvención .

–Lo pensaré.

 Me convencí de que este jardinero era más profesional que el anterior.

–Deme su número de teléfono para llamarle si vuelvo a requerir su ayuda.

Le pagué el servicio después de anotar sus datos y me sentí obligada a darle mi número telefónico cuando me lo solicitó.

No pasaron cinco días cuando recibí un wasap de audio.

–Buenos días doña Eladia –equivocó mi nombre–. Que Dios la bendiga a usted y familia y le de mucha salud. ¿Paso por allá a lo del patio?

–Le dije que le avisaría –le contesté.

–Está bien, doña Eladia, esta bien.

A los dos días, volvió a mandarme un mensaje.

– Buenos días doña Eladia –volvió a equivocar mi nombre–. Que Dios la bendiga a usted y familia y le de mucha salud. Doña Eladia, mire, si cortamos el árbol del patio que está muerto, quitamos toda la maleza y echamos sacos de tierra negra, usted va a tener un rincón para poner un conuco. Ahí puede sembrar plátanos y yuca. O, si quiere, lechugas, tomates y zanahorias.

–Me parece bien, pero ya le diré cuando esté lista para hacerlo –le contesté por no parecer descortés.

–Doña y también hay que fumigar el aguacate y el coquillo –dijo de forma que más que una sugerencia parecía una orden.

Lo de la fumigación me convenció, porque mi preciosa mata de aguacate estaba cada vez más decaída y producía menos.

–Venga a fumigar y después veremos si hago el resto –no le dije cuándo, ni él me preguntó al respecto.

Al día siguiente, temprano en la mañana, estaba llamando a la puerta con una bomba para fumigar colgada en la espalda. Lo dejé pasar. Me sentí un poco molesta por ser yo tan blanda y él tan insistente.

Terminado el trabajo me pasó la factura. La encontré un poco elevada para lo que se suponía que había hecho. Se lo dije.

–Doña, es que tuve que salir a zancajear las chatas y perdí la mañana.

No entendí bien. Pensé que era un barbarismo. Yo tenía prisa, así que pagué y olvidé el asunto. 

Al cabo de unos días, mientras mi marido paseaba por el patio se acercó al árbol de aguacate.

–¡Alma, ven! –me llamó en voz alta–. Parece que nos están haciendo brujería.

Pensé que estaba bromeando. Cuando llegué donde él estaba, me señaló las ramas del aguacate cuajadas de botellitas “chatas” de ron, casi vacías, colgadas en ellas. Parecía uno de los árboles que yo dibujaba cuando era párvula, solo que de los míos pendían manzanas.

A pesar de haber escuchado a personas cercanas diciendo que existe la magia negra y que hay que cuidarse de ella, yo nunca he creído en la brujería. Me costaba admitir que podía tratarse de algo parecido. Pero, era raro lo de las botellas.

Decidimos consultar con la persona que nos ayuda en los quehaceres de la casa, mujer de campo y creencias prodigiosas: Ludivina.

Ella, al ver el árbol adornado no se mostró asombrada. Nos aclaró que en los campos le ponen esa especie de regalo a algunos árboles para que se animen a tirar frutos. No quise hacerla sentir mal expresando mi incredulidad. De todas formas, el enigma de las chatas se había resuelto.

Como suponía invertir un tiempo en liberar al árbol de tan singulares frutos, dejamos para otro momento la tarea. Sin pensar, habíamos instalado un sonajero.

El aguacate se llenó de flores y mostró su verde nuevo. Ese año comimos más aguacates que nunca.

–Las chatas funcionaron –comentó Ludivina con mucha seriedad.

–Las chatas funcionaron –comentamos mi marido y yo, muertos de la risa. – La fumigación funcionó –dijimos por lo bajo.

No cabe duda de que Toño Vardés hace magia para lograr lo que quiere. Durante el tiempo que ha trabajado para mí, ha conseguido que yo acepte la mayoría de las propuestas de mejora que ha sugerido e, incluso, que le haya prestado dinero para una operación de su hermana, de quien no he podido averiguar su existencia.

Solemos recoger simientes de frutas que nos gustan para hacerlas germinar. Una vez, sembramos las semillas de una granada grande y roja. Después de un buen tiempo dedicándoles todo tipo de atenciones, apareció en la superficie del semillero una plantita. Fue un regocijo verla crecer. El jardinero la sembró en el patio.

–Ta bonita la guayaba– decía Toño cada vez que venía a arreglar el patio.

–La granada –decía yo incómoda y él me miraba, pero no añadía nada.

La granada fue creciendo y echando flores. Un buen día, el árbol nos sorprendió con una bolita y nos hizo feliz. La bolita fue creciendo hasta convertirse en una olorosa guayaba. Sin duda se coló una semilla de guayaba en los predios de la granada.

–¡Carajo! Qué poderosa es la magia de Toño, consiguió convertir un granada en guayaba –comentamos muy serios delante de Ludivina y ella se santiguó.

El último logro de Toño, fue convencerme de sembrar más árboles frutales.

Su propuesta fue para comprar diez matas de coco enano que, probablemente, tenía ubicadas e iba a sacar una buena tajada por hacer de intermediario. No la acepté tal cual, porque no iba a saber qué hacer con tanto coco que, según él, iban a parir las matas y a cambio le solicité aguacate, mandarina, limón, cerezo, guayaba, guanábana y mango. Le compliqué la vida. Se pasó un día entero tratando de conseguir los frutales que, además, yo exigí que fueran injertos.

Llegó con los árboles, a cuyo costo tuve que añadir un plus porque, según me dijo,  estaban más caros de lo que él había previsto porque yo había tardado mucho en tomar la decisión y, entretanto, habían subido de precio.

Procedió a la siembra de una forma tan poco convencional que en media hora había terminado el trabajo.

El árbol de mango y el de limón, comenzaron a languidecer al día siguiente de haber sido sembrados.

Hice venir a Toño para que viera el estado de los frutales pagados a sobreprecio.

–Mire, Vardés, el mango y el limonero se están muriendo.

Miro los árboles con gran detención. Les dio varias vueltas. Arrancó, olió algunas hojas y se las colocó en la frente para terminar dando su diagnóstico.

–No, señora, no se están muriendo. Es que tienen fiebre. No se apure que ellas se reponen.

Han pasado dos semanas y los árboles siguen con fiebre.

No se si darles oportunidad a que ellas mismas resuelvan su problema, colocar chaticas de ron al pie de cada una, o despedir al mago, no vaya a ser que, al final, mi patio se convierta en un bosque encantado.

La Coja

Margarita vive en un barrio prototipo del abandono estatal y ciudadano, donde sus habitantes funcionan como si fueran una gran familia ensalada, en la que todo tipo de componentes dan como resultado un plato muy particular que sacia el apetito de la mayoría, aunque alimente poco.

Los primeros vecinos del lugar habían aprovechado unos terrenos de particulares, sin verjas ni protección de ningún tipo, para, tímidamente al principio y de forma atrevida más adelante, asentarse. Como apenas tenían pertenencias, construyeron un pequeño refugio con maderas y zinc, porque, si alguien venía a reclamar la tierra y a echarlos de allí, el traslado a otro solar baldío no tendría mayores inconvenientes.

Nadie los expulsó y, poco a poco, otros desposeídos fueron imitándolos construyendo muy cerca, como si las casuchas quisieran hacerse fuertes abrazándose unas a otras. Cuando, al haber residido un tiempo considerable en el terreno sin ningún tipo de reclamo,  hubo cierta seguridad de no ser desalojados, las casuchas fueron cogiendo forma de casas.

En la actualidad, La Hermandad es un arrabal sin condiciones sanitarias adecuadas. Calles llenas de barro cuando llueve y casas llenas de polvo cuando hay sequía. Niños con mocos, semidesnudos corriendo y jugando en las calles. Bachatas y telenovelas transmitidas a 100 decibelios.

El lugar está cubierto por una enramada de cables eléctricos conectados subrepticiamente a postes del alumbrado público, lo que permite que cada casa tenga los electrodomésticos necesarios para que sus moradores sientan que han sido incorporados al siglo veintiuno.

Como no hay que pagar la luz,  hornillas eléctricas, radios, televisores, ventiladores y hasta algún que otro acondicionador de aire, permanecen encendidos durante todo el día.

No faltan colmaditos ni bancas de apuestas y, hasta una discoteca que en la “parte atrás” tiene varios nidos de amor para las correrías extramaritales.

De La Hermandad, en principio, solo se podía salir o llegar en motor. Al ir creciendo se convirtió en una ruta apetecible para los carritos públicos.

De la primera etapa del transporte le viene a Margarita haber perdido su pierna izquierda y su nombre.

Tenía que desplazarse a su trabajo como empleada doméstica diariamente. No cogía trabajo con dormida, porque acostumbraba a ir cada noche a la discoteca para añadir un extra a sus escasas entradas. Quería hacer mejoras en la casita que compartía con sus dos hijos, cuyos padres, habiendo hecho el muchachito, habían desaparecido de su vida.

El Ñeco era uno de los motoristas que vivían en el barrio y el preferido de Margarita. Solían intercambiar servicios.

El Ñeco nunca sacó el carnet de conducir motores, por lo que no cabía dentro de su cabeza que hubiera que respetar señales de tránsito o cosas parecidas. Calculaba, con mucho éxito, los tiempos para pasar semáforos en rojo sin que otros vehículos que tenían vía libre lo arrollaran. Hasta un día.

Ese día estaba trasladando a Margarita mientras conversaba animadamente con ella. De pronto, una voladora de las que salen disparadas antes de que cambie la luz roja a verde para ganarle el cliente a la voladora de al lado, impactó con fuerza la motocicleta del Ñeco y él y Margarita salieron volando. El Ñeco murió inmediatamente y Margarita fue trasladada a un hospital donde hubo que cortarle la pierna.

A partir de ese momento le cambió la vida y el seudónimo a Margarita. Ahora era “La Coja”, quien no pudo seguir trabajando como sirvienta, ni podía recurrir a su plan B en la discoteca.

Para seguir manteniendo a sus hijos, trató en diferentes trabajos, pero el sueldo mínimo era tan pequeño que tomó la decisión de pedir limosna.

Salía de su casa arreglada y pintada. Como buena investigadora había confirmado la hipótesis de que, contrario a lo que la mayoría de los mendigos pensaba, un mendigo bien presentado y con buenas maneras conseguía mejores resultados monetarios que otro sucio y de comportamiento grosero. Eso sí, ella no quería andar en silla de ruedas porque entendía que ablandaba más al cliente su caminar descentrado y la visión de una falda no demasiado larga de la cual solo salía una pierna.

Fue ensayando en diferentes semáforos y horarios de tránsito, hasta encontrar los que le daban mejores resultados. En ocasiones, tuvo que cambiar su itinerario porque a algunos saltimbanquis modernos les había dado por ponerse en su «punto» a hacer piruetas con música mientras cambiaban las luces. Los conductores se distraían con los bailes y no le ponían atención a ella.

En otras, un buen día, aparecía un cojo que no era cojo, sino que llevaba la pierna doblada y enfundada en un pantalón ancho. Según ella, esa era una competencia desleal que, además, podía darle mala imagen y poner chivos a los habituales.

Aprovechaba la luz del semáforo, en rojo para los conductores, para acercarse al vehículo. Si el chófer conducía con el vidrio de la ventanilla bajado, Margarita aprovechaba para saludar muy sonriente.

–¡Buenos días comandante! ¡Buenos días doctora! ¡Dios lo bendiga! ¡Dios la acompañe!

Si le daban limosna, la festejaba con énfasis. Si no le daban, igualmente sonreia y deseaba un buen viaje.

Hacía un esfuerzo para agradecer las latas de refresco, los chocolates o bizcochitos que algunas personas le pasaban a través de las ventanillas, porque su objetivo no era engordar, sino llegar a la cuota diaria de dinero en efectivo que, normalmente, conseguía. La cosa era peor cuando pretendían obsequiarle restos de comida o botellas de agua por la mitad, en cuyo caso, su mirada cortaba mientras por dentro recitaba un rosario de palabrotas y maldiciones.

El regreso a su casa lo hacía siempre a la misma hora y en el mismo lugar, por lo que había hecho amistad con muchos choferes que daban servicio en la ruta.

Algunos de ellos, conmovidos por su desgracia, aunque el oficio les dejaba muy pocos beneficios a ellos mismos, le rebajaban el pasaje o se lo dejaban gratis.

–¡Pobre mujer! –pensaba la mayoría que conocía su vida y milagros–. Tan joven, con dos criaturas y sin pierna; seguro que con lo poco que gana ni puede mantener a los hijos. Ella no es como los demás mendigos que son una pandilla de vagos. Margarita había sabido desarrollar un halo muy positivo.

Pero, todo el mundo tiene un mal día. Sobre todo, si llueve.

Ese mal día, a Margarita todo le había salido mal. Llegó a su “punto” y enseguida empezó a llover. Traía su paraguas, pero, entre la muleta y el paraguas, se le hacía difícil recibir las propinas sin que algunas monedas cayeran al piso. Las recogía, con su segunda personalidad, insultando por lo bajo al contribuyente.

La lluvia persistió, a intervalos y durante todo el día. A las cuatro de la tarde, Margarita estaba mojada, extenuada, malhumorada y decidió tomar un transporte para ir a su casa.

–¿Cómo tamo, Rolo? –Le dijo a uno de sus chóferes conocidos cuando subió a su maltratado vehículo.

–Tamo bien, princesa ¿y uté?

–¡Má mal qu´el diablo! ¿Me pué perdonar el pasaje? Que la cosa no ha ido bien.

–Ta bien, Coja. La veo con mala sangre, ¿qué pasó?

–¡Toy fea pa la foto!

–¿Cómo va a ser?

–¡Ññññooo, hoy na más he recogío setecientos pesitos!

–¡La coja de los cojones! –Pensó Rolo en voz alta, mientras hacia uso de su escaso nivel de aritmética para multiplicar setecientos por treinta – Pues mire, hágame el favol, el pasaje son diez pesos.

Mi abuelita tenía un reloj de pared

Para Reyes siempre íbamos a ver a la abuela Elisa, quien era viuda desde hacía mil años, para recoger los juguetes y comernos el roscón que ella misma preparaba.

Nos recibía en la puerta de su casa con una gran sonrisa ubicada en la parte sur de su cara, acompañada por dos mofletes rojos. Yo siempre los tocaba con admiración porque no entendía cómo era posible que tuvieran ese color sin haber sido pintados.

Tenía el pelo mitad blanco y mitad marrón, recogido en un moño que aprisionaba en una peineta. Los pelillos rebeldes se salían del recogido formando una aureola que le daba el aspecto de flor. A mi me gustaba soplárselos para ver cómo se movían, pero, no bufaba fuerte no fuera ser que salieran volando, como pasaba con las flores del campo.

Los Reyes Magos siempre me dejaban lo mismo, pero diferente: una muñeca de trapo que ella misma confeccionaba –lo supe de grande.

Dependían de las telas que le hubieran sobrado cuando le cosía algo a las vecinas o confeccionaba sus propias colchas. Podría ser una de piel clara, a la que le ponía un pelo de lana bien amarillo, o una negrita vestida de colorines a la que ponía lana de corderito teñido de negro. Mi mamá decía que tenía el pelo de astracán. Pero yo no sabía qué era eso.

Las muñecas de trapo me encantaban y podía presumir de algo que ninguna de mis amiguitas de la ciudad tenía, porque eran exclusivas.

La comida era otro de los acontecimientos de la visita.

Como mi yaya Elisa sabía que mi comida favorita eran las patatas fritas y las costillas de cordero, siempre me las preparaba. Pero, como el cordero era caro, solo compraba dos costillas para mi y para los grandes, macarrones y pollo guisado. El cava nunca faltaba y, a pesar de los regaños de mi madre, siempre me servía un poquito en una copa. Me lo tomaba cuando lo hacía ella, quien tampoco llenaba su copa, al tiempo que chillábamos, entre risas y chocando nuestras copas, nuestro grito de guerra que yo no entendía, pero me encantaba –¡A las penas, puñaladas!

Inmediatamente venía el corte del roscón que lo hacíamos juntas. Ella manejaba el cuchillo y mi mano encima de la suya dirigía el lugar donde cortar. Era una operación delicada, porque el roscón tenía visibles en la superficie tres huevos duros con cáscara pintada de colores y varias plumas que, a mi modo de ver, no servían para otra cosa que entorpecer la visión de la ubicación de la sorpresa de juguete que salía en un trozo premiado del roscón.

La yaya Elisa sabía identificar en qué parte del bollo estaba el premio y recuerdo como si fuera hace un momento, cómo cortaba un poquito más adelante o detrás de donde yo indicaba, cuando el pedazo era para mí. Yo siempre me sacaba el Rey, que no era un rey, sino que, a veces era un anillito de plástico, otras veces un dedal, otras una goma de borrar y otras un angelito de la guarda.

La visita de dos días, tenía momentos agridulces.

En la pared del comedor había un reloj que incansable movía el péndulo de izquierda a derecha, de derecha a izquierda y cada cuarto de hora dejaba ir unos retintines que se iban acumulando en la medida que avanzaban los cuartos para llegar a la hora. No me gustaba en lo absoluto, no por los campanillazos, sino porque siempre temía que se parara. Alguien me había enseñado una infortunada canción que decía:

Mi abuelita tenía un reloj de pared

que tocaba las dos y las tres.

Pero, un día, el ding dong del reloj se paró

Y mi pobre abuelita murió.

Después de la larga sobremesa, mi abuela y yo hacíamos un aparte para fregar los platos y conversar como si fuéramos dos cotorras. Al terminar, yo le pedía que saliéramos al pequeño patio para que me contara cuentos.

Nos sentábamos debajo de un árbol de membrillo que en enero no daba ni flores ni frutos, pero después siempre recibíamos una caja con membrillos para hacer dulce y para perfumar la ropa de cama.

La yaya Elisa tenía en su cabeza un arsenal de cuentos conocidos, pero cada vez inventaba alguno nuevo. Pienso que preparaba el momento con antelación, para sorprenderme. Me encantaba.

Pero, yo no daba por terminada la sesión, hasta que no me contaba el cuento de “Los Higadicos”. Ella, sabiendo que después de eso tendría que dormir conmigo, con las consiguientes patadas nocturnas y posturas atravesadas en la cama, se negaba por mucho rato, pero mi insistencia era fastidiosa y, al final, acababa cediendo y contándome el cuento.

Érase una vez, un niño que su abuela lo mandó a buscar hígado en la carnicería. Por el camino se entretuvo a jugar con sus amigos y cuando llegó a la tienda, se dio cuenta que había perdido el dinero. Sabía que su abuela le iba a castigar fuertemente y pensó en arreglarlo yendo al cementerio a coger los hígados de un muerto –aquí empezaba yo a acercarme más a la abuela–. Llegó a la casa con el hígado y su abuela lo cocinó, pero él no comió.

Por la noche, el niño oyó que tocaban a la puerta. Era el muerto que venía a buscar sus higadicos.

–¡Ay , abuelita! ¿Quién será?

–Calla hijo mío que ya se irá –decía la abuela.

–No me voy que en el primer escalón estoy –decía la voz tenebrosa.

Ahí me sentaba en el regazo de la yaya Elisa, mientras en mi imaginación el muerto seguía subiendo escalones.

–¡Ay , abuelita! ¿Quién será?

–No tengas miedo que ya se irá –seguía diciendo la abuela, escalón por escalón. Hasta que al final: la tragedia.

–No me voy,  tocando a la puerta de tu cuarto estoy –decía el difunto gritando.

Empezaban mis saltos y chillidos de terror abrazada a mi abuela, quien se moría de una risa histérica que, al final, me contagiaba.

Nos íbamos a la cama juntas y yo me dormía tranquila en un abrazo de cucharita que me ofrecía mi abuela.

Y así, cada año, hasta que un día mi abuelita murió.

Fuimos al entierro y lo primero que miré al llegar a su casa fue el reloj de pared: seguía funcionando.

El rey del mambo

Toño Santiago la lió el día de su entierro.

Porque a su velatorio fueron las dos familias –la legal y la de reciente aparición en el panorama familiar.

Desde hacía tiempo la gente se imaginaba que Toño tenía una sucursal, porque con la excusa de irse para el campo, desaparecía dos o tres días por semana y regresaba cargado de verduras que crecían en el supermercado. Pero, como abrir sucursales, por parte de los hombres,  era una especie de deporte nacional, no se le había dado importancia a la menudencia. La número uno poseía el cetro y la corona y la sucursal había adoptado un bajo perfil que la protegía de propios, extraños y analistas de la vida de los demás.

Pero Toño,  ya fuera por su herencia genética de enfermedades cardíacas, o por una vida con todo tipo de licencias alimentarias, etílicas y carnales, se fue a destiempo y no tuvo la delicadeza de arreglar la situación para evitar contratiempos a las dos familias.

Las personas que fueron a la funeraria a despedirse, o a cumplir con los deudos, o a encontrarse con amigos y conocidos, o a satisfacer el morbo curioseando a Toño, se sintieron muy confundidas al avanzar por el pasillo para dar el pésame.

Como en el ring del boxeo, a un lado los Santiago: reina madre, príncipes y princesas. Al otro lado las Carvajal. Estas últimas, se habían presentado vestidas de riguroso luto y sin mediar palabra se aposentaron en la fila de recepción del ala derecha del salón.

Los primeros visitantes iban disminuyendo el paso para dar tiempo al cerebro a pensar hacia qué lado debían dirigirse. Una vez avistados los deudos, giraban hacia la derecha o la izquierda dependiendo del equipo con el que simpatizaran. Los más salomónicos, después de dar las condolencias a un bando, pasaban al otro repitiendo abrazos y frases de dolor.

Al rato de haber comenzado el velatorio, los nuevos visitantes entraban a la capilla funeraria avisados de la situación, ya que se había formado un comité de recepción que ponía al tanto a amigos y conocidos del lío emocional, y sabían en qué dirección debían girar y cuáles bancos ocupar. Como si se tratara de una boda en la que los familiares y conocidos del novio se sientan del lado del novio y los de la novia del lado opuesto, se resolvió el incidente de forma política y pacífica, hasta cierto punto. Las miradas que los seguidores de ambos equipos se lanzaban entre sí, eran violentas como si de diferentes partidos políticos en elecciones se tratara. Pero como estas no cortan, no llegó la sangre al río.

La sucursal, como si estuviera conectada a un cronómetro, cada diez minutos comenzaba a llorar gritando estrepitosamente – ¡Ay mi Toño, qué sola me estás dejando, con lo mucho que nos queríamos! ¡No te olvidaré nunca! ¡Eras mío, mío y solo mío! – Por suerte, la reina y su corte se comportaron como tales e ignoraron la provocación del bando opuesto mirándolo de forma despectiva.

Durante la misa de cuerpo presente, el sacerdote invitó por su nombre a las princesas para que leyeran los diferentes versículos y evangelio, ignorando a la sucursal que iba añadiendo a sus kilos de más un cargamento de rabia. Por eso era que ella no iba a la iglesia, – ¿qué se habían creído esos curas hipócritas? sangre de la sangre del muerto era su pequeña y sabía leer como la que más, que para eso era contable.

Llegó el momento de llevarse a Toño a su última morada. Con gran rapidez y dignidad se levantó la reina consorte para dar el último beso al cadáver, más por cubrir las apariencias y por darle un coscorrón emocional a la sucursal que por ganas de hacerlo, seguida de sus vástagos que, como una muralla, se aseguraron de que nadie se colara en su fila.

Cuando estaban a punto de cerrar el féretro, como una tromba de tormenta tropical, se acercaron las Carvajal abrazando al muerto con tanta pasión y vehemencia que el ramo de flores que reposaba en la caja cayó al suelo y no hubo un final de terror porque un empleado de la funeraria cogió el cajón al vilo, asegurando así que Toño no perdiera la compostura.

Por lo bajo la reina madre le espetó a la sucursal – ¡puta indecente!

¡Vieja frígida! – Le susurró la contendiente.

Mientras tanto, Toño, muy formal, parecía burlarse de los dos bandos exhibiendo una descolorida y pacífica sonrisa.

Evergrín López Pérez

En realidad, se llama oficialmente Epifanio pero en algún momento asumió que su vida debía ser exactamente eso, un conservarse siempre fresco, verde, actual, joven, y empezó a hacerse llamar Evergrín. Su mamá, quien lo llamaba Epi, fue la que más protestó con el cambio, ya que asumía que la culpaba de no haber escogido bien en el santoral. Cuantas veces trató de llamar su atención nombrándolo por el viejo nombre, Evergrín la ignoró. Al fin, el chico se salió con la suya y por siempre más lo llamó Ever.

Hasta los veintisiete, Evergrín siempre siguió la última moda: en el pensamiento, en los estudios, en la ropa, en la diversión, en los aspectos religiosos y en la comida. Así que se autoproclamó admirador de Jean Paul Sartre –muy de moda en aquella época–. Vestía de negro, andaba siempre por la calle con El Ser y la Nada debajo del brazo, sufría crisis existenciales y trató de encontrar a su Simone, cosa que no logró, ni entonces ni nunca. Pero parece que esta postura fue un desliz de adolescencia por indefinición de su personalidad, que al fin enmendó incorporándose a la movida.

En la treintena su tema de vida era la diversión. Asumió un enfoque menos intelectual y más marchoso. Por alguna razón, las chicas no se le acercaban motu proprio, así que probó con algo que había visto que daba mucho resultado: se compró un coche americano, ostentoso y grande como no los había en la comarca, se puso una gorra entre capitán de barco y francés decadente para tapar su incipiente calvicie y salió a recorrer los pueblos cercanos en busca de ligues fáciles y calientes.

Evergrín siempre llevaba el coche lleno de chicas y chicos. La pareja de turno siempre exigía que le acompañaran algunos amigos porque, por alguna razón, no estaba muy segura de ese personaje de película americana que se rumoraba tomaba anfetaminas para que no se terminara la fiesta, no trabajaba, andaba con mucho dinero y no se sabía exactamente qué es lo que buscaba en la vida. Esta fórmula le funcionaba a veces –cuando no había nada mejor en el horizonte–, y a veces no.

Se le conocieron dos novias formales que, incluso, llegó a presentar a su mamá, pero estos períodos amorosos duraban solo algunos meses y luego, vuelta a la búsqueda del amor. El testimonio de una de las novias, amiga de quien cuenta la historia, dice que dejó a Evergrín porque era un ser de pensamientos infantiles, sin responsabilidades de ningún tipo, aguado, que vivía mirándose en el espejo, los cristales y las vitrinas y que dedicaba toda su energía a mantenerse joven. Nunca  hablaba de compromiso y siempre consultaba con su mamá cualquier decisión a tomar. A sus cuarenta tacos vivía en la casa materna y se hacía acompañar por ella para ir al médico, al sastre, a la iglesia y al cine. Esto último fue la gota que desbordó el vaso de Rossi –la entonces novia–. Andaban por la calle y se sentaban juntos Doris –la madre–, Ever y ella. Parecían un juego de vinajeras, decía.

Encontré por casualidad a Evergrín, afeitada la cabeza a la moda –imagino que como una forma de ocultar la calvicie total, si tengo en cuenta los años que han pasado desde que ya había perdido gran parte del pelo–, y me reconoció. Andaba vestido a la última: vaqueros Green Coast, chaqueta Esprit, zapatos Hackett, un fular Roberto Verino y una mochila Dustin. Hice una comparación entre él y yo y, definitivamente, salí perdiendo. Él que tendría unos ocho años más que yo, ahora parecía mi sobrino.

– ¡Rosser, tía! –me grito con alegría y me dio un abrazo.

– ¡Ever! tío –le contesté, aunque a estas alturas del juego no suelo utilizar ese leguaje tan juvenil–. No te estaba reconociendo, estás más joven que hace veinte años.

–Ven, te invito a algo.

Accedí más por curiosidad que por interés. Quería saber cuál  había sido la vida de ese personaje de mi juventud que forma parte de mi historia como medio de transporte de los domingos por la tarde. Confirmé que el tiempo no había pasado para él. Había cambiado su forma de hablar adoptando la jerga de los adolescentes.

Lo único nuevo de ese déjà  vu viviente era su actual ritual de belleza para disimular las arrugas de los años –que me recomendó fervientemente cuando nos despedíamos–,  y sus dedicadas sesiones de trabajo corporal –estaba practicando capoeira y asistiendo una vez por semana a una clase de swing. Por lo demás, había continuado su rutina de refugiarse en el seno materno y vivir de la fortuna que le había dejado su padre en forma de empresa  –por supuesto manejada por terceros. Haciendo honor a la leyenda de su personaje tenía una vida mágica con su Campanita siempre al lado.

Se levantó de la silla para irse y no era la misma persona que me abrazó cuando nos encontramos. Su andar era más lento y su espalda lucía ligeramente encorvada. Me preguntaba qué podía haber cambiado su ánimo en tan breve reunión y pensé que tal vez había sido la historia de mi vida que él había solicitado que le contara. Mi historia era la de cualquier hija de vecino, no había polvos mágicos que transformaran los malos momentos y los buenos no se debían a un toque de hada. ¿Le hice pensar en sí mismo? ¿Sintió de pronto la soledad? ¿Aprendió que había otras cosas que nunca se imaginó que pudiera tener la gente? No lo sé. Quizás el espejo del mostrador le reflejó su “rostro cargado de amaneceres sin retorno, sin viento, sin hadas, tan solo con los ojos pegados de legañas”. O sencillamente, por un momento –estoy segura–, olvidó su personaje.

 

 

Esclava te doy

No, este comentario no va a tratar sobre la sumisión de la mujer al varón, porque cualquier mujer con un mínimo de educación está entendiendo que su papel en la vida va mucho más allá de servir al hombre y aceptar cualquier trato que este pueda darle. Si está con él será porque quiere y si lo añoña también, y no por obligación. Precisamente este giro en el pensamiento femenino hace que poco a poco vayamos proponiéndonos metas que iremos alcanzando más pronto que tarde, en cuanto a nuestra identidad de seres libres. También nos causa problemas graves, pero, peor sería la no evolución.

La esclavitud a la que me voy a referir tiene que ver con la que nos someten los cánones de belleza actuales.

He oído de varias mujeres el chascarrillo de que “no hay mujer fea, sino marido pobre”. Aunque podría haber una segunda versión relacionada con las mujeres que no tienen pareja: “no hay mujer fea, sino mujer pobre”, que para el propósito de poder costearse una cara y un cuerpo  según el prototipo ideal de mujer actual, viene siendo lo mismo.

Y digo que nos hacemos esclavas de este prototipo –como si fuéramos robots–, porque los medios de comunicación reforzados por una cultura “light” –no sé qué debería ir primero, o cuál sería el peso que debería otorgársele  a cada uno de estos elementos– han logrado que el envejecimiento  sea cosa del pasado, siempre que se tenga dinero suficiente para estirar, sacar, rellenar, poner, ajustar, etc.

Y vemos mujeres a las que les conocemos la edad –pues íbamos al mismo curso en la escuela primaria–, con una cara fresca y rozagante, llena de pómulos, con ojos asustados y su sonrisa apuntando hacia sus orejas. Eso sí, todas se parecen, que algún inconveniente debe tener el verse muñeca, muñeca.

Nada que reprocharles. Es su dinero y a quién Dios se lo dio, San Pedro se lo bendiga.

El problema es que hoy, en una lavandería, la dependienta me enseñó en la pantalla de su ordenador –podía perfectamente hacerlo porque en ese momento no había clientela y sus tareas estaban al día–, una joven que se había hecho implantes en los glúteos  y la operación no había salido bien, por lo que se veían sus atributos femeninos como si fueran Los Haitises –protuberancias múltiples, por suerte sin árboles, hematomas y heridas abiertas.

La joven dependienta, imagino que de bajo poder adquisitivo, me comentaba seriamente del problema de algunas cirugías de estética con resultados nefastos para la víctima operada. Me habló de varios personajes famosos que habían tenido fracasos en su afán de parecer perfectos y añadió: – ¡Ay Dio! Y yo que me pensaba hacer una lipo.

No la juzgo, todas queremos estar como las “fotoshopadas” modelos de las revistas y como las implantoarregladas de la farándula que se ven súper. Pero no pude dejar de aconsejarle mejorar su alimentación y hacer algún tipo de ejercicio, lo cual entendió que era lo adecuado. Eso no quita que cualquier día, al ir a dejar o recoger mi ropa en la lavandería, me encuentre a Miriam estilizada en el centro y poblada al norte y al sur como Jeilou. Porque, si eso es lo que amarra al hombre, o es lo que proporciona buena vida, ¿por qué no seguir la corriente?

 

 

¡Cómo ha cambiado este cuento!

La generación del babyboomers estamos pasando por una terrible crisis existencial. Somos dignos de pena. Nos han cambiado todos los cuentos que nos sabíamos desde chiquitos porque nuestros padres –que entonces tenían tiempo para dedicarnos–, nos los leían en algún momento del día o antes de acostarnos y después de las oraciones, hasta la saciedad. Tanto así, que si se equivocaban en una línea o palabra, nos sentíamos con autoridad para señalarles su fallo.

Ahora, la Caperucita no es esa niña bondadosa que iba a hacerle los mandados a su mamá –entre otros, ir a llevarle a la abuelita que vivía en el bosque, cantando todo el camino,  una cestita que contenía un  pastel y una jarrita de miel–. Ahora Cap, como la llaman sus amigos, va a llevarle a la vieja un wrap de pollo que compra en el camino, solo cuando su mamá la amenaza con dejarla una semana sin internet y sin teléfono inteligente. Con desgana coge el dinero que le da su madre, se lo mete con dificultad en el bolsillo de su apretado pantalón, e inmediatamente llama a Cuquiboy para que la acompañe en la travesía. En el camino aprovechan para tomar una bebida energizante y hacer altos para mover el esqueleto al ritmo del dembow que tienen almacenado en el móvil. El lobo sale a veces en su camino y se abre el abrigo para enseñar sus virtudes y Cap y Cuquiboy pasan de largo sin mirar, porque ese espectáculo lo tienen demasiado visto.

La Cenicienta ya no permite que su madrastra y hermanastras la tengan relegada a la cocina, sin ropa bonita que ponerse cuando se celebra una fiesta en la vecindad. Las ha amenazado con denunciarlas después de haber leído la DUDH (Declaración Universal de Derechos Humanos). Ha puesto sus condiciones de juego y si quieren algún servicio, o se lo hacen ellas o le pagan los emolumentos según figura en el cuadro elaborado para tales fines. Y si se la requiere después de las diecisiete horas, la tarifa es doble. A las francachelas del palacio irá con la familia y aplicará el lema que dice que el que tenga más saliva comerá más hojaldre, a la hora de competir por el baile con el príncipe.

Pinocho puede seguir mintiendo porque ha encontrado un cirujano de estética que le retoca la nariz cada vez que miente. Como es tan a menudo, han llegado a un acuerdo de descuentos por cantidad que es muy conveniente para ambos. Gepetto ha denunciado a las autoridades el hecho pero, teniendo en cuenta que Pinocho ya es mayor de edad, la transacción entre cirujano y paciente es completamente legal; cada quien hace con su cara y su trasero lo que le da la gana. No consiguen encontrar de dónde saca Pinocho el dinero para pagar al cirujano, o hacen la vista gorda cuando lo ven en ciertas esquinas abordando transeúntes.

La Lechera sigue fantaseando en qué invertirá el producto de la venta de la leche que trae en el cántaro, para hacerse rica. Pero no se comprará cabras ni vaquitas para producir cada vez más y más leche, se comprará un vestido de marca, unos zapatos de plataforma una cartera imitación Louis Vuiton y se lanzará a bares y sitios de mucho movimiento social –si es necesario, asistirá a conciertos de jazz o lanzamiento de libros– en búsqueda del varón que la pueda sacar de su ambiente actual, le ponga un apartamento y le regale una yipeta –en el caso de que tenga grandes aspiraciones–, o la invite a cenar con vino –si su autoestima no es tan saludable.

Por cierto, hablando de vino y puestos a cambiar, nos han cambiado hasta los abarrotes que se venden en los colmados del barrio. Mientras que hace unos años una podía mandar a comprar en  ellos sardinas, plátanos, aceite, arroz, café, champú, rinse, papel higiénico, etc., ahora se han convertido en un drink-to-go en los que  podemos encontrar cualquier tipo de bebida espirituosa que se nos ocurra.

Si algún día nuestros invitados acaban el vino antes de lo previsto, podemos llamar al colmadero para que nos manden algunas botellas de tan preciado néctar. Eso sí, asegurémonos que Jesucristo esté entre los invitados para ver si nos hace el favor de convertir ese vino en un Priorat.