Just another day

Hace mucho que no pongo el despertador. No hace falta, no tengo trabajo, no tengo a quién cuidar, nada ni nadie me espera afuera de la habitación. Solo es otro largo día de desesperación, aburrimiento y deseos de morir.

Hoy no se supone que venga nadie de visita, no hace falta que me bañe ni me afeite. No me miraré al espejo para no tener que decirle al caraepeo que sale reflejado, y que no soy yo, cuánto lo detesto.

Me preparo café y dos tostadas. Saco la mantequilla y el azúcar y las cubro. Mientras estoy comiendo pienso que lo que he preparado no será suficiente y pongo cuatro rodajas más de pan en la tostadora. Cuando están listas preparo cuatro más y pienso en seguir preparando y preparando, pero ya no hay más pan. Levanto mi pesado cuerpo de la silla de la cocina y me muevo sin ganas hacia el despacho.

Enciendo el ordenador y espero con ansiedad que termine el proceso de subida. Es lenta la maldita caja. Abro el correo, cincuenta mensajes. Todos spam excepto dos, el de mi padre que me dice que pasará el viernes a recoger la cámara fotográfica que me prestó. No la va a encontrar porque la vendí para salir de un lio que había hecho para comprarle un anillo a Diana. Le diré que me la robaron. Hay otro correo de mi abuelo que contesta negativamente a mi petición de que invierta conmigo en un restaurante. ¡Viejo de mierda!  Siempre tan tacaño, y cuando se lo reprocho me dice que tiene para vivir con dignidad, porque toda la vida ha ahorrado y ha hecho buenas inversiones. Allá él, no sabe lo que se pierde.

Entro en Feibú. Los mismos chismes de todos los días. Parece de telenovela. Los amigos con sus familias, novias y casas en Punta Cana o con carros último modelo. ¡Cooooño! A todo el mundo le va bien menos a mí. Ellos no son mejores que yo, solo han tenido mejor suerte. Mira a Iván jugando golf. Un marrullero es lo que es, que se casó con Adelina porque tenía cuartos y ahora los está disfrutando. Si yo encontrara una mujer con liquidez…

Cada día está más floja la sección de empleos del periódico. No, no son para mí. Buscan mensajeros, choferes, dependientes de tiendas. No son para mí. Yo puedo gerenciar cualquier negocio.  Lo demostré en el restaurante en el que trabajé hace tres años. Me habría quedado por siempre si no fuera porque los dueños cerraron el negocio.

Tengo que salir a comprar la Loto. Tengo el presentimiento de que este año me va a tocar. Podré cagarme encima de todos y limpiarme el culo con los billetes.

¡Carajo! Se acabó el gas. Tendré que ir a comprar la comida al súper hasta que consiga los tres mil pesos que cuesta el tanque. A comer cualquier caballá medio fría…

Diana no me llama desde hace una semana. No entiendo a las mujeres. Todas quieren casarse y no entienden que uno no puede tomar una decisión de ese tipo sin pensarlo por un tiempo. Como yo lo veo, debemos pasar unos años juntos y luego decidir qué es lo que nos conviene más.

La discusión que tuvimos no era para tanto. Ella pretende que me alquile en cualquier lado haciendo lo que sea. No me entiende. No me voy a poner a trabajar hasta que no me ofrezcan algo que vaya acorde con mis conocimientos y experiencia. Por cuatro cheles no me muevo de mi casa.

La siesta no me ha sentado bien. Me siento más cansado que cuando me acosté. Me pasé de tiempo. Ya es casi de noche. Estas pastillas para la ansiedad me ponen tonto.

Qué calor. Este maldito abanico no echa aire. Esta telenovela está anclada. Laura sigue acostándose con el dueño de la casa y la señora los está espiando. Desde que los encuentre en la cama la va a botar de la casa. ¿Y ella? Bien que sale con Adrián, el hijo del capataz, que tiene quince años menos que ella. Son tal para cual.

¡Paisito este! El noticiero solo habla de violencia intrafamiliar, políticos corruptos que no quieren trabajar y viven del cuento y del sudor de nosotros, los ciudadanos. Suben los precios, suben los impuestos. Un día de estos me voy a degaritar pa Nueva York.

¡Esta fría si está buena, carajo! Si no fuera por este momento del día la vida no valdría nada. ¡Diablos! La última pastilla. Mañana tendré que pasar por la farmacia a comprar el Clonacepam para la ansiedad y la Fentermina para bajar de peso. Y tendré que llamar al primo para que me mande otro bloque de recetas de la clínica. Venderé la mitad y guardaré la otra para mí que las farmacias se están poniendo jodonas con eso de los medicamentos controlados.

Anodina Medrano

Nací en La Puya y vivo todavía allí. Pero no vivo con mis padres porque ahora estoy casada con un hombre y nos mudamos dos calles más allá de la casa de mis padres. Tengo una hija que se llama Cristal, pero que no es del hombre que vivo ahora.

Cuando yo era pequeña mi mamá siempre estaba enferma. Entonces no se sabía que tenía pero siempre estaba cansada, sentada o acostada. Ahora los médicos han dicho que tiene depresión y la están medicando. Ella tendrá que tomar la medicina de por vida, porque esa es una enfermedad que no se puede curar. Ella va también donde una doctora que le da terapia, pero no se ve mucha mejoría. Siempre ha llorado mucho y a nosotras nos daba mucha pena, pero ahora ya nos hemos acostumbrado.

Mi papá siempre ha trabajado como jardinero. Como vivimos cerca de los barrios de gente que tienen muchos cuartos y con jardines grandes, él siempre les ha hecho su jardín y ya lo conocen mucho. Unas doñas se lo dicen a otras y siempre lo llaman para que haga trabajitos. Una doña le prestó los cuartos para que se comprara una máquina para podar la grama y luego se los regaló. Mi papá siempre ha sido una persona de palabra y la gente lo quiere mucho. Le regalan muchas ropas para el trabajo y le dan de comer cuando echa el día en la casa arreglando el jardín.

Cuando éramos pequeñas nunca pasamos hambre porque mi papá siempre traía cuartos a la casa. Al principio, mi mamá se encargaba de todas las cosas de la casa y de nosotras. Luego, cuando nació mi tercera hermana, Josefina, como que se puso mala y de ahí en adelante nunca se ha sentido bien del todo. Desde bien pequeñas nosotras tuvimos que ayudar en la casa cuando mi papá se iba a su trabajo. La vecina del al lao nos cocinaba y mi papá le daba un dinero mensual. La comida la poníamos nosotros, pero ella la hacía y arreglaba la cocina. A veces mi mamá también cocinaba, pero cada vez menos.

Yo iba a la escuela porque mi papá me hacía ir todos los días. La escuela me gustaba, pero no tanto. Fui hasta los doce años. Después dejé de ir porque entré a trabajar en una casa de familia junto con una vecina que era la empleada principal de la casa.

Las vecinas nos querían mucho a las tres y hay una que se llama Mariana, que es con la que estoy trabajando en la misma casa de familia, que siempre me llevaba a su casa y hablaba mucho conmigo. Ella siempre decía que mamá debería cuidarnos y enseñarnos más, que qué era eso de estar todo el día acostada; claro, entonces no se sabía lo de su enfermedad. Así que ella fue como mi mamá y hasta me regañaba cuando pensaba que estaba haciendo algo mal hecho. A ella le debo mucho.

En el barrio había muchos niños y por las noches nos juntábamos a hacer cuentos, sobre todo las hembras. Los varones también se acercaban y siempre estaban tratando de darnos miedo. Había un morenito que se llamaba Carlitos que vivía solo con su padre porque su madre se murió al poco de dar a luz. Carlitos era muy buena gente y empezó temprano a ayudar a mi papá con lo de los jardines. El recogía la grama cortada y las ramas y barría al final; mi papá le daba la comida y algo para él. Luego se dañó. Se encontraba que con mi papá ganaba poco dinero y dicen que se metió en cosas de droga o algo así. El asunto es que cuando tenía dieciséis ya salía con mujeres y otros tígueres y un día por la noche su papá oyó que tocaban en la puerta y salió. Era Carlitos. Se cayó redondo frente al papá. Me dijeron que tenía el mondogo afuera. Yo no lo quise ver, ni aun cuando lo velaron en la casa. No se supo qué le había pasado ni quién fue. Eso se quedó así, pero el papá, desde entonces no es gente. Mariana siempre decía que si los padres no se ocupan de los hijos ni les dan su fuete para enderezarlos, luego, cuando quieren que la cosa se remedie, ya no están a tiempo.

Mi papá se cortó en un pié con un hierro de hacer jardines y la pierna se le puso muy mala. Creían que la iba a perder. Tuvo que guardar reposo por tres meses. Ese tiempo no lo pasamos tan bien porque no había cuartos en la casa. Los vecinos nos ayudaron y también la hermana de mi mamá, pero claro, la cosa se estaba poniendo cada día más fea y no sabíamos cuándo mi papá podría volver a trabajar. Entonces, Mariana, que trabajaba en una casa de familia, me dijo que le iba a hablar con la doña para ver si podía llevarme para ayudarla a ella. Allí me darían comida y de seguro la doña me regalaría ropita de una hija que tenía más o menos los mismos años que yo.

La doña le dijo que sí que podía ir, pero con la condición de que por la tarde siguiera yendo a la escuela. Así que pa allá nos fuimos. En la casa siempre me han tratado muy bien. Ahora ya llevo veinte años con ellos. Son como de la familia. Desayunaba y comía muy bien, lo mismo que los señores y por la tarde Mariana me preparaba una lonchera para que me la llevara a la escuela con un sanguich y un jugo. Me acuerdo que los compañeros siempre me pedían comida, porque yo era la única que llevaba. Además me pagaban algo que la doña dijo que no era un sueldo, que solo era para que me pudiera comprar ropa y los útiles de la escuela y si sobraba algo, ayudar a mi mamá.

Pero la escuela quedaba un poco lejos y no me gustaba llegar tarde a mi casa y perderme la chercha y las telenovelas. Así que la dejé, pero no dije nada en la casa de la doña, por un tiempo,  para que no me botaran. Mariana me dijo que no, que eso no se podía dejar así y que mi mamá debía haberme obligado a seguir yendo a la escuela, pero mi mamá no estaba en nada y no me dijo  ni ji. Mariana dijo que había que decírselo a la doña, pasara lo que pasara, así que se lo dijimos. La doña me habló mucho para que volviera a la escuela, incluso ofreció pagarme una escuelita privada que había más cerca, pero yo no quise. No tenía interés. Ya sabía leer y escribir y sumar, restar y multiplicar –que ya casi se me ha olvidao multiplicar–. Ahora pienso que debería haber seguido, pero ya es tarde, por eso estoy encima de Cristal para que aproveche la escuela, no quiero que le pase como a mí. A ella tampoco le gusta mucho, pero yo la obligo, como debió haber hecho mi mamá.

En casa me aburría mucho y empecé a salir con amigas, nos íbamos a un colmadito que había en la esquina todos los días. Yo no tomo alcohol porque no me gusta, pero a mis amigas sí que les gustaba tomarse unas frías. Al colmado iban también muchachos y allá nos quedábamos cherchando hasta las tantas. Al principio yo tenía miedo de que me dijeran algo en casa, pero mi mamá ni se enteraba y mi papá tampoco decía nada. Mariana era la única que me echaba boches; decía que mis amigas no eran más que unas alebresquiás y que no hacía nada bueno saliendo casi todas las noches.

Al colmadito iba también un, disque, funcionario del gobierno y siempre se ponía a mi lado y me preguntaba cosas. Que dónde vivía, que cuantos años tenía, que si tenía novio. A mí me gustaba porque era como más fisno que los otros hombres. Siempre me ponía mucha conversación. Luego las muchachas me dijeron que era casado y que tuviera cuidao con él porque era un tíguere. Tenía un Toyota rojo y un sábado me invitó a ir con él a otro colmado que vendía un picapollo muy bueno. Yo, como al otro día no tenía que ir a trabajar  me fui con él, pero le dije que ya sabía que era casado y que no creyera que conmigo podía jugar. Me dijo que se estaba divorciando de su mujer porque era una mardita loca. Comimos picapollo y hasta me tomé una fría. También bailamos con una música que había puesta. Fue bien conmigo y cuando acabamos me llevó a la casa. Quería darme un beso, pero yo no lo dejé. Luego seguimos viéndonos los fines de semana para ir a un motel –porque me dijo que se quería casar conmigo–. Al final acabé embarazada de Cristal y cuándo se lo dije como que se asustó; yo quería mudarme con él para que entre los dos atendiéramos al muchacho. Me empezó a meter un cuento de que tenía que buscar casa primero porque no iba a botar de la suya a su mujer y sus hijos, y al final resultó que ni se iba a divorciar, ni me iba a mudar. Tuve que decir en mi casa lo de la barriga y mi madre se lo cogió bien porque le dije que el papá era funcionario, que total, no era funcionario na, sino que había hecho un trabajito para el partido y se la buscaba con los funcionarios que conocía. Mi papá se puso bravo conmigo, pero al final me dijo que tuviera la barriga, que ya veríamos cómo lo arreglábamos todo.

Mariana duró casi un mes sin dirigirme la palabra y cuando me habló fue para decirme que no era más que una cuero y que si hubiera sido hija suya me habría dao golpes por pipá. Pero, al final se le fue pasando todo y empezó a darme consejos y a cuidarme para que tuviera una buena barriga. Ella se encargó de decírselo a la doña. Yo creía que me botarían pero no. Como estaba haciendo buena barriga seguí trabajando hasta el final y todo el mundo se preocupaba por mí y me daban de las mejores comidas que había en la casa.

La doña me hizo ir al médico todos los meses y me pagaba la visita –entonces todavía no nos habían puesto seguro–. Una semana antes de parir me fui para la casa y luego nació Cristal. El parto fue muy bueno. Mariana fue quien me llevó al hospital y luego llegó mi papá con mis dos hermanas. Ella llamó un taxi y se puso tan nerviosa que hasta me puso nerviosa a mí. Se quedó conmigo por la noche. La doña me fue a ver al día siguiente y le llevó una canastilla a Cristal.

El sinvergüenza de Primo ni siquiera fue a la maternidad a vernos a la niña y a mí. Luego al cabo de dos meses se presentó en la casa y quería como que volviéramos, yo le dije que se fuera para el carajo y que tenía que buscar los cuartos para la niña o le iba aponer una querella. Desde entonces me pasa una chiripa mensual y cuando es el mes de empezar en la escuela me manda mil pesos para, dizque, los cuadernos y el uniforme. Es un desgraciao.

Volví a trabajar al mes de dar a luz. La doña quería que me quedara en casa más tiempo y me mandaba el mes con Mariana. Pero yo me sentía mal porque pensaba que esa gente había sido muy buena conmigo y que Mariana necesitaba que la ayudaran en la casa. Mi hermana se encargó desde el principio de Cristal, así que no hacía falta que me quedara yo en la casa. A Mariana no le gustó y me dijo: cuidao si tú vas a salir a tu madre y no le vas a hacer caso a tu hija. Acuérdate que los muchachos necesitan una macana cerca.

 A los pocos meses, creo que siete u ocho, conocí a un muchacho que venía mucho a la casa de la doña con el hombre que hace el mantenimiento de la planta. Me gustó desde un principio y me pareció serio y formal. Porque mire, ya yo estaba jarta de hombres sinvergüenzas que lo único que buscan es…ya usted sabe.

Comenzamos a salir y luego nos hicimos novios. Al poco tiempo quedé embarazada pero yo no quería tener el niño. No sabía si lo mío y lo de Félix terminaría bien y además, Cristal estaba muy pequeña y yo no quería cargar con más muchachos, así que no le dije nada a nadie, ni a Félix, y me hice un aborto un sábado. Parecía que todo había ido bien.

A la semana siguiente, yo había pasado una semana muy mala pero yendo al trabajo. No sé cómo fue pero sentí unos dolores muy fuertes en el vientre y de pronto empecé a sangrar mucho. No me podía contener la sangre con nada y me empecé a poner mala. Me fui a la habitación del servicio y me acosté en una cama y allá me encontró Mariana y se puso a dar gritos porque dizque estaba en un charco de sangre. Llamaron un taxi y Mariana me llevó al hospital. Parece que la cosa era de gravedad. Recuerdo que ella lloraba y lloraba. Mi padre y mis hermanas llegaron luego y tuve que decirles lo del aborto. Se pusieron como el diablo y empezaron a decirme muchísimas cosas. Yo estaba bien triste.

Me hicieron un rapado y a los dos días me pude ir para la casa, pero tuve que durar en reposo dos semanas. Mariana venía a verme cada día cuando llegaba del trabajo y me contaba todo lo que había pasado en la casa. Félix se puso muy bravo conmigo cuando supo lo del aborto y dijo que a él le habría gustado tener el carajito. Siguió yendo a la casa y a mi papá y mi mamá como que les gustó. Seguimos saliendo y yo me cuidaba mucho para no quedar embarazada otra vez. El también.

Volví al trabajo y Félix se puso por su cuenta a dar mantenimiento y a hacer trabajitos eléctricos. La doña lo llamaba a cada momento hasta para cambiar un enchufe. La doña hizo como si no supiera nada del aborto, lo cual le agradezco, porque a mí me daba mucha vergüenza primero haber quedado embarazada otra vez y después haberme sacado al muchacho.

Decidimos buscar una pieza cerca de la casa de mis padres y aunque Félix quería que Cristal viniera a vivir con nosotros, mi madre y mi hermana no quisieron. Mi mamá siempre dice que no es bueno para una niña un padrastro, porque ahora era chiquita, pero luego cuando fuera señorita podríamos tener problemas.

No nos hemos casado pero vivimos juntos como si fuéramos un matrimonio. Él me quiere y me respeta y no gana mal. Los domingos vamos a buscar a Cristal para ir al parque o llevarla a comer un chimi y Félix se interesa en todo lo que ha hecho en la escuela como si fuera su padre, que el sinvergüenza de Primo no lo ha hecho nunca.

Ahora en la casa de la doña gano más que Mariana, la doña dice que es que la parte más fuerte del trabajo la llevo yo. No sé si Mariana lo sabe o no. Yo no se lo he dicho porque no quiero que se ponga brava conmigo. Félix y yo no hemos tenido hijos, aunque no los evitamos ya. Me dicen que a lo mejor cuando me hicieron el aborto me dañaron algo allá adentro. No sé. Pero de momento estamos bien.

Lo mejor que me ha pasado en la vida es Félix y lo peor el sinvergüenza de Primo. De mi trabajo lo que más me gusta es cuando la doña me da las gracias por todo lo que hago y me dice que lo hago muy bien. Muchas veces tomo el teléfono y le cojo los recados en una libretita que tiene en su oficina y se los pego en la computadora. Ella me dice que soy su secretaria.

 

 

Flérida Caléndula

Yo nací en Santo Domingo el día 3 de febrero de 1955. Mi mamá se casó cuatro veces y yo nací del primer hombre que ella tuvo, junto con mi hermano Rafelo. Usted sabe que en aquellos tiempos eso de cogerse y dejarse de los hombres se hacía mucho. Mi mamá era una persona muy gente y todo el mundo la quería mucho. Los hombres se enamoraban de ella pero ella tuvo que botar a tres porque no le salieron muy buenos; y si el hombre no sale bueno, mejor botarlo.

Somos nueve hermanos y vivimos todos: cinco hembras y cuatro varones. Todos están desperdigaos menos dos hermanas mías y yo que vivimos cerca y nos hablamos mucho. Ellas van a mi casa y yo a la de ellas. Casi cada día nos llamamos por teléfono. Cuando se muere alguien de la familia, casi siempre nos juntamos todos y nos gusta vernos. Aunque somos de diferentes padres nos queremos igual. Hay un hermano mío que vive en un campo y siempre me manda a decir algo con alguien que viene a la capital. Algunas veces manda guanábanas y me vino a ver cuando estuve interna, la vez que tuve el problema respiratorio.

Yo soy la segunda de mis hermanos, tengo un hermano más grande que yo. Los cuatro primeros no sabemos leer ni escribir, pero los otros cinco sí saben. La última estudió contabilidad y está trabajando de contable en una tienda de electrodomésticos. Con ella es que saco los trastes de mi casa, que no me falta nada.

No recuerdo que hayamos pasado hambre cuando éramos pequeños. Mi mamá se la buscaba siempre y en los tiempos peores, aunque fuera dos veces al día, comíamos. A veces mi mamá ayudaba a algún vecino que no tenía para comer, o les fiaba la comida. Mi mamá hacía lo que tuviera que hacer para criarnos. Yo recuerdo que tenía varios lavados y planchados a la semana y también tenía una tierrita que sembraba con plátanos y víveres, yuca, batata; siempre había para comer. También teníamos gallinas y chivos. Además mi mamá era medio comercianta, compraba comida en cantidades y luego la vendía en el barrio. No teníamos una tienda, ella hacía eso en la casa y no era a todo el mundo que le vendía. Los maridos de mi mamá, también ayudaban en lo que podían, pero ya usted sabe, si la mujer no se la busca, no hay seguridad de nada.

Mis hermanos y yo siempre nos llevamos bien de niños. Jugábamos juntos y los varones nos defendían a las hembras cuando otros muchachos se metían con nosotras. Los varones se peleaban mucho pero mi mamá sacaba la madrina y empezaba a dar correazos hasta que la cosa se calmaba. Al final todo el mundo terminaba contento, como si nada hubiera pasado. Mis hermanas y yo nos prestábamos la ropa; porque ahora usted me ve gorda, pero yo era bien flaquita cuando era pequeña. Así cuando una estrenaba una ropita, todas la estrenábamos.

No fui a la escuela, mi mamá no me mandó. A mí tampoco me gustaba ir, pero algunas veces veía a los otros niños que iban a la escuela y como que me animaba y le preguntaba a mi madre que por qué yo no iba. Ella siempre me decía: Flérida, tu no das para eso. Aprende bien los oficios y a cocinar que luego te puedes colocar en una casa de familia de cocinera que eso lo pagan bien y no tienes que gastar ni en comida ni en ropa porque ellos te la dan. Después, más tarde, veía a mis otros hermanos ir a la escuela y sentía un poco de envidia; miraba sus libros y cuadernos, pero siempre me pareció muy difícil eso de las letras y los números. Como no sé leer ni escribir lo que hago es que me aprendo las cosas de memoria y eso sí, tengo que vivir preguntando cuando hay que leer algo. Muchas veces pienso: ¡si supiera leer! pero imagínese. La doña donde trabajo ahora quiso alfabetizarme y empezamos cada día un rato, pero yo no podía meterme las letras en la cabeza; ya lo decía mi mamá.

Mi papá ya murió y casi no lo conocí porque cuando mi mamá estaba embarazada de mí lo botó porque era mujeriego y mal bebedor. Era muy pendenciero y mi mamá vivía sobresaltada cuando el no llegaba por las noches y dijo: no voy a coger lucha con este hombre, no quiero verlo un día con el bofe afuera; yo no cojo lucha por hombres, y lo botó. Recuerdo que de pequeña él venía a vernos a mi hermano y a mí y nos traía ropa o algún juguete. Era bueno con nosotros. Después mudó a una mujer a su casa y cada vez fue viniendo menos. Parece que la mujer estaba celosa de nosotros y le peleaba cada vez que se enteraba que nos veía. Y él, salió d´eso.

Recuerdo los otros dos hombres que tuvo mi mamá que no eran tan mala gente, pero uno era un haragán que vivía sentao, fumando y tragueando: Emérito. Ese vivió con mi mamá cinco años y nacieron tres hermanos más. Nos quería mucho a todos y jugaba con nosotros. Un día nos trajo un perro amarrao con una soga que parece que alguien le regaló y eso fue para nosotros un regalo bueno. Lo llamábamos Colín. Todos le dábamos parte de nuestra comida y el perro era de todos. Pero a quién más quería era a mi hermana Luisa. Dormía con ella en la cama, y eso que mamá peleaba mucho cuando lo veía.

A veces, mi padrastro conseguía trabajitos que no le duraban nada porque seguido se enfermaba. Decía que no tenía buena salud, pero para mí que todo era haraganería. El era bueno, pero haragán. Al final mi mamá se cansó y dijo que no iba a seguir alimentando vagos y lo echó pa fuera.

Vivió dos años más sola, sin hombre, y luego apareció un moreno buenmozón que la enamoró como una chiva. Ese hombre no era buena persona porque la engañaba desde el principio; vivíamos diciéndoselo a mi mamá pero ella no nos hacía caso. Cuando ella salía para los planchaos él se dedicaba a enamorar a las muchachonas del barrio. Trabajaba de sereno en una fábrica y de día se la pasaba en la casa. Vivía pidiendo que le trajéramos esto y lo otro y a nosotros no nos gustaba ese hombre, aunque no era malo del todo con nosotros, ni nos pegaba. Un día nos enteramos de que había preñao a una muchacha que la llamaban la Javá y corrimos a decírselo a mi mamá. Ella fue donde la muchacha y armó tremendo lío, hasta la agarró por los moños. Mi mamá no era fácil. Cogió todos los trastes de Pedro y los sacó a la puerta y me acuerdo como hoy que le dijo: sucio sinvergüenza, váyase pa otro lao a hacer sus vagamunderías, que esta casa se respeta. No lo dejó entrar nunca más. Para ver a mi hermano, el hijo de Pedro, llevaban a mi hermano a casa de una tía y allí él lo podía ver, porque mi madre nunca lo dejó que volviera a pisar la casa. Después al cabo de unos años murió de una mala enfermedad y por ahí andaba el hijo suyo y de la Javá diciendo que él se había muerto por culpa de mi madre.

El cuarto hombre, el que todavía vive con ella, era un viejo muy buena gente. Trabajaba en una empresa de alimentos, en el almacén. Hasta que se retiró y se fueron para el campo vivimos juntos todos, nosotros seis y mis otros tres hermanos que él tuvo con mi madre. Los últimos hermanos tuvieron suerte porque Jovino se empeñó en que tenían que ir a la escuela y aprender para no ser unos brutos. Y ya usted ve que hasta una hermana fue a la UASD.

Jovino era muy serio y formal y les apretaba las tuercas a mis hermanos, aunque no fueran sus hijos, cuando se querían perder. Con él las cosas había que ganárselas, no había nada gratis. Pero nadie protestaba porque el hombre era bueno y trataba muy bien a mi mamá. En aquellos tiempos no era fácil que un hombre así se casara con una mujer con seis hijos, pero él se casó con ella y hasta el día de hoy. Ya está muy viejito, pero aun trabaja en su campito. Yo siempre me dije que cuando me casara me buscaría un hombre como Jovino que se respetara y me respetara a mí.

La casa donde vivíamos con mi mamá que se la había dejado mi abuela. Tenía primero dos aposentos, pero cuando se casó con Emérito y nacieron mis otros tres hermanos hicieron un aposento más. Recuerdo que una doña donde mi mamá planchaba le prestó los cuartos para comprar los blocks. Todos ayudamos, hasta Emérito que siempre decía que él no podía hacer mucha fuerza porque estaba operao. Así separó mi mamá los varones de las hembras, que algunos ya empezábamos a ponernos grandes.

Por esa época mi madre no nos dejaba comer huevos ni a mi hermano mayor ni a mí porque decía que los muchachos desarrollaban demasiado pronto si comían huevos. Eso lo decía porque Rafelo, mi hermano, solo tenía diez años y ya le hedían mucho los sobacos.

Mi mamá me llevaba muchas veces a las casas de las doñas que les hacía el planchao. Como soy prieta siempre me llamaban Morena en vez de Flérida. Hasta yo, cuando me preguntaban cómo me llamaba decía que Morena, porque mi nombre no me gustaba. Mi mamá, mientras planchaba, me decía que fuera donde la cocinera para que aprendiera a cocinar lo que se come en esas casas ricas, porque hacer arroz y habichuelas ya yo sabía de ver a mi mamá. Allí aprendí a cocinar pescado y a hacer ensaladas con vegetales y pitipuás y arroces de muchas maneras diferentes. A las doñas les hacía gracia que yo ayudara a las cocineras y hasta me mandaban a casa con un plato lleno de la comida.

Mi mamá siempre era muy celosa de los muchachos y muchachas con los que me juntaba. Siempre decía que si me veía en lo que no debía, me iba a entrar a golpes; y yo sabía que lo podía hacer porque más de una vez les dio con un palo a mis hermanos varones porque les olió un tufo a ron.

Un día, la vecina que era amiga mía y que andaba con novio me llamó a su casa y me presentó a un hombre que llamaban Juanón. Yo tenía diecisiete años y el veintiocho. Yo nunca había tenido novio, solo noviecitos a escondidas de mi mamá. Pero ese hombre comenzó desde el primer día a querer salir solo conmigo. Yo, al principio, no quería porque tenía miedo de mi mamá, pero mis amigas me decían que si era que me quería quedar jamona y empezamos a salir.

Juanón era pintor y me hablaba de mudarme con él. Cuando vi que las cosas se estaban complicando hablé con mi mamá. Ella me dijo que lo llevara a la casa para conocerlo, pero él no quiso. Desde entonces debí darme cuenta que era un desgraciao. Pero yo estaba muy joven y al final quedé embarazada de mi primer hijo y entonces me mudé con él. Mi mamá lloró mucho porque dijo que no me convenía y era la primera hija hembra que se iba de la casa. Pero al final se conformó. Ella me ayudó mucho cuando nació el primer muchacho.

Mi vida con Juanón no fue buena. Siempre iba a la suya. No traía mucho dinero a la casa porque cuando cobraba se iba a beber y a jugar los cuartos. Entonces me di cuenta que yo podía hacer como mi mamá, algunos trabajitos en casas de familia y vender palé y hacer rifas. Con eso pude poner mi casa bien, que en el barrio la que tenía mejor nevera era yo.

Cuando cumplí los veintidós volví a quedar embarazada y tenía que echar mano de mi familia para que me ayudaran porque Juanón ni pa lla vua mirar. Después que nació mi segundo hijo comencé a pelearle mucho porque no se ocupaba de los muchachos, ese era un trabajo que tenía que hacer yo y yo pensaba que, como eran varones, tenían que estar más tiempo con su padre que conmigo. Como yo le peleaba tanto, el se iba de casa y a veces no volvía hasta dos o tres días más tarde. Me habían dicho los vecinos que andaba con cueros y a mí me daba miedo que pudiera traer a casa cualquier enfermedad de esas. Así que no volví a la cama con él y ahí las cosas se pusieron mal. Amenazó con darme golpes y yo le dije pues no señor, usted se me va que yo soy mucha mujer para tan poco hombre.

Yo me quedé en la casa, aunque mi mamá me decía que cogiera los muchachos y me fuera a vivir con ella. Volví a hacer lavaos y planchaos y con mis rifas y palés me defendía bien. Cuando tenía que estar mucho rato fuera de la casa le llevaba a mis muchachos a mi mamá y luego por la noche los recogía. Desde que pudieron ir a la escuela los mandé, aunque ninguno de los dos me ha salido muy listo con los números, pero aprendieron a leer y a escribir y se defienden, sobre todo el segundo que llegó a hacer un curso técnico en el instituto y ahora está trabajando en un taller de carros. Los muchachos me han salido buenos, pero les he tenido que ofrecer y dar muchas pelas porque se han atrevido a faltarme el respeto. Con el grande tuve algunos problemas porque es muy enamorao y lo he tenido que sentar muchas veces para decirle qué le conviene y qué no. A los hijos uno tiene que plantarles cara si hace falta, porque árbol que crece torcío…Yo hice lo que vi hacer a mi madre. Mi madre tuvo muchos maríos pero fue una mujer de respeto y nunca la vi hacer nada mal ni permitir que en su casa se hiciera.

Cuando los muchachos estaban de doce años ya yo no les hacía tanta falta, me llamaron para un trabajo fijo en una casa de familia. Estaba teniendo problemas con el asunto de las rifas porque había muchos tígueres que armaban unos líos feos, y con los cuartos no se puede jugar, porque hasta te cortan con un colín si conviene. Así que pallá me fui. La casa estaba en un barrio cerca de donde nosotros vivíamos y cogí el trabajo sin dormida. Así por las noches podía atender a mis muchachos y dejarles todo preparado para el día siguiente ellos irse para la escuela y al volver que encontraran la comida. Dejé a una vecina encargada de vigilarlos, así que cuando llegaba por la noche le preguntaba qué habían hecho durante el día, si habían salido o no, para yo poder decirles algo si hiciera falta.

En esa casa duré cinco años. La doña era buena gente, pero el don era un grosero. A veces me soltaba un coño porque le parecía que la comida estaba fría o no le gustaba, y yo no le pasaba eso. La doña siempre me decía que no se lo tuviera en cuenta, que era porque tenía muchos problemas en los negocios, pero la verdad que con el tiempo se puso peor y yo empecé a jartarme.

En esa misma casa conocí a mi marío que estaba de guachimán. El no trabajaba para ninguna compañía. Era más como un sereno, pero portaba una escopeta. Ramón y yo empezamos a hablar y yo veía que ese hombre era muy respetuoso. Era un poco viejo para mí porque ya tenía cuarenta y dos años y yo solo tenía treinta. Pero a mí como que se me parecía a Jovino y le empecé a coger cariño.

Ramón vivía solo y después de un tiempo empezamos a vernos fuera de la casa de la doña. A veces los domingos se aparecía por casa y empezó a tratar a los muchachos. A ellos les gustó Ramón y me preguntaron que si no me iba a casar con él. Aún ahora lo quieren más a él que a su padre. A veces su padre va por la casa y se quiere meter en los asuntos de sus hijos y yo le digo: usted no se tiene que meter en na, porque cuando pudo hacerlo no lo hizo y ahora no le corresponde. Como me di cuenta que a ellos les gustaba el hombre, seguí adelante para estar más segura de sus intenciones. Un día desapareció una pulidora de la casa de la doña y se armó un reburú. Empezaron a decir que si yo me la había llevado, que si se la había llevado Ramón, todo eso con unas groserías que yo no iba a aguantar. El don hasta amenazó con llamar a la policía para que nos ablandaran. Nunca se supo quién fue. Para mí que cuando el carpintero se fue la semana anterior la dejó en la calle porque estaban arreglando la puerta de la entrada del garaje y alguien se la llevó, o no sé, el caso es que yo me sentí muy mal y Ramón también. Yo me fui de la casa. La doña me pidió perdón pero yo ya no podía quedarme allá porque yo nunca he cogío ni un alfiler de nadie. Si necesito algo lo pido y si me lo dan bien y si no también.

La semana siguiente se apareció Ramón por la casa y me dijo que él había renunciado. Ahora lo habían contratado en una compañía de guachimanes y que incluso iba a tener seguro médico. Hablamos de lo nuestro y le dije que cogiera sus trastes y viniera a la casa, pero que solo sería para probar si nos iba bien. Si no, ¡rompan filas y viva el jefe! Y ahí estamos desde entonces.

Con el tiempo se ha ido poniendo gruñón y pelión, tanto así que pensé en dejarlo, porque ya yo estoy muy vieja para aguantar vainas, pero luego le dio un derrame y ahora no se puede valer él mismo. Hasta lo tengo que bañar y dar de comer. Así que ahí estamos. Así no lo puedo dejar y además, una vez se fue un mes a casa de un sobrino suyo y me di cuenta que me hacía mucha falta.

A mí me mandaron a llamar de una casa de un barrio de ricos y estoy trabajando con ellos desde hace veinte años. La señora es extranjera y me trata muy bien. Llego a las ocho y media y me voy a las cuatro y media de la tarde. Allá cocino, plancho una vez por semana y ayudo a una compañera que también trabaja allí. Con la ayuda de la doña hice otra casita en mi solar que tengo alquilada y con eso y mi sueldo vivo bien y tengo asegurada la vejez. Gano ocho mil pesos y tengo seguro médico y cuando estuve enferma del corazón y los pulmones me pagaron todos los gastos. Los hijos y los nietos de la doña me quieren mucho, siempre que vienen me saludan y me dan un beso. Es como si fuera de la familia. A veces me dan mucha ropa usada, que a mí no me sirve porque estoy gorda y la doña es flaca, pero yo la vendo en el barrio y saco mis chelitos.

De todo lo que me ha pasado en la vida, lo que recuerdo con más gusto es a mi mamá. Lo mucho que ella se empeñó en darnos una vida buena y derechita. Gracias a ella hemos podido bregar con los hijos, que a ninguno de los hermanos nos ha salido ninguno malo, pero es que los hemos enderezao si ha hecho falta. Lo peor que me ha pasado es la enfermedad que me dio hace dos años que si no fuera por la doña me habría muerto.

No sé qué haré cuando sea vieja. Cuando me vaya de la casa de doña Máxima, nadie sabe si me darán algo o no. Pero por si acaso, yo tengo mis ahorritos y las dos casitas que están en muy buenas condiciones y bien amuebladas. No sé si los hijos me ayudarán, nunca he pensado en eso ni se lo voy a pedir, porque ya sabe usted, los varones son de su casa, no de sus madres. Otra cosa fuera si hubiera tenido hembras.

Un roto en el corazón

Ojalá pase algo que te borre de pronto: una luz
cegadora, un disparo de nieve; ojalá por lo menos
que me lleve la muerte, para no verte tanto, para no
verte siempre, en todos los segundos, en todas las visiones.
Ojalá que no pueda, tocarte ni en canciones.  Silvio Rodríguez.

Ya había pasado una semana desde que se fue Rosana y todavía Marcos se despertaba todas las noches con el ruido del portazo con el que se despidió de él. No estaba seguro de si lo había soñado o si la puerta  había sonado porque su mujer volvía a la casa. En su sobresalto, se ponía las pantuflas y bajaba la escalera para encontrarse con la oscuridad, el silencio y la puerta cerrada por dentro con el pestillo. No podía ser que hubiera entrado nadie. Con esa desilusión diaria se había terminado su breve e inquieto descanso y los recuerdos de veinte años se atropellaban en su cabeza hasta hacerle saltar las lágrimas.

– ¡Carajo! ¿Qué me pasa? ¿Es que he perdido mi hombría? ¿Cómo puedo estar llorando como si tuviera quince años? ¡Si al menos hubiéramos tenido hijos! Seguro que me darían la razón, se pondrían de mi lado y quizás no habría terminado todo como terminó. Los hijos unen. ¿Qué es lo que he hecho mal? Si me diera una oportunidad trataría de ser un mejor amante, un mejor amigo. Quizás no le presté la atención que necesitaba. ¿Será que no la hice feliz en la cama? También puede pasar que vuelva cuando se de cuenta de lo que ha perdido, o que él o ella se harten el uno del otro. Eso sí, si viene tendrá que devolverse por ahí mismo. Aunque… creo que la perdonaría, pero le daría una buena reconvención. ¡Vuelve Rosana, te perdono y te espero con ansia! No puedo vivir sin ti– eran sus diálogos internos, a veces verbalizados entre moco y lágrimas, de  cada noche.

Había perdido el apetito y las ganas de trabajar. Iba a la oficina como un sonámbulo y al final del día se daba cuenta de que no había hecho nada de lo que debía haber hecho para que todo siguiera funcionando como siempre. Cualquier objeto familiar, cualquier persona pasando por delante lo sacaba de su escritorio y lo llevaba por el camino trillado de toda la vida. Muchas veces se sobresaltaba cuando le dirigían la palabra o le llamaban por teléfono. Si hubiera podido se habría vuelto invisible. La mayor parte del tiempo lo pasaba buscando en Internet historias parecidas a la suya y consejos para  sobrellevar  la separación o el divorcio. Se dio cuenta que el tema de la infidelidad era muy común, pero esto no lo aliviaba lo más mínimo.  A cada momento repetía en su interior ¿cómo es posible que me haya pasado a mí? Aprovechaba los momentos en que no había gente esperando trabajos en la impresora común para imprimir largos folletos de sicólogos o de aficionados expertos en desamores y en el arte de ayudar sin tener las herramientas adecuadas. Así, Marcos fue formando toda una biblioteca de consejos y recetas que, lejos de darle soluciones lo hacían sentir peor.

Había oído muchas veces que un clavo saca otro clavo y pensó que era una buena idea empezar a buscar pareja. Para nada serio, se decía. Para vengarme de Rosana en otras mujeres. Para que Rosana vea que no me hace falta. Para que la gente vea que no me importa que me haya dejado mi mujer. Para demostrarle a la sociedad, a través de la nueva pareja, que sirvo, que soy bueno en el sexo, que puedo ser buen compañero y mejor amigo, que soy un ser humano al que se puede querer. Para sentirme que valgo, que no merezco ser abandonado.

Marcos salió con varias mujeres pero sus relaciones no fueron duraderas porque buscaba en cada una de ellas algo que no le podían dar. La autoestima y la seguridad que él necesitaba eran dos condiciones que ellas no tenían para regalarle. Y nunca encontró en ellas a Rosana. No hacían el amor igual. No se reían igual. Aunque se parecían a ella, el resultado final no era el mismo. Acabó entendiendo que pretender sustituir a su mujer no iba a dar resultado porque Rosana solo había una y él la había perdido.

En esta espiral de confusión y emociones negativas, empezó a ser ineficiente en su trabajo y la empresa terminó cancelando su contrato. Eran dos golpes demasiado fuertes en tan poco tiempo. Para reponerse, primero creyó haberse refugiado en Dios y no consiguió perdonar u olvidar. Después se refugió en la bebida y no consiguió lo que buscaba. Pasó por las drogas hasta que gastó su último centavo, su salud y la poca autoestima que le quedaba. Un ciudadano compasivo lo encontró tirado en una acera, envuelto en vómitos y lo llevó a la emergencia de una clínica. De allí fue trasladado a una entidad que acoge a los drogadictos. Tuvo la suerte de sobrevivir a la sobredosis y, con el tiempo, desintoxicarse y estar apto para volver a reintegrarse a la sociedad.

Entendió que lo mejor era alejarse de un lugar, de una sociedad que le recordaba a cada momento su pasada situación, su fracaso. Contactó a algunos amigos y entre todos consiguieron dinero para pagarle un pasaje al extranjero y algún dinero extra para sobrevivir por un tiempo. Fue el primer gesto de amor y reconocimiento que Marcos recibió después de su tragedia. Como había sido un buen técnico, al cabo de unos meses consiguió trabajo.

En esa segunda oportunidad que le brindó la vida, nunca consiguió reemplazar a Rosana. Tampoco trató de hacerlo. Empezó a salir con una viuda que, como él, necesitaba compañía y se dieron cuenta de que podían conversar, que podían interesarse el uno por el otro, que podían cuidarse mutuamente y que su presencia les era agradable a ambos. Marcos no le pidió nada al amor, si quería, ya vendría. Empezó a estar agradecido de la existencia y a mirarse a sí mismo con otros ojos.

 

 

La máquina

Un buen día, Luisín comenzó a caminar temprano en la mañana. Nos habíamos pasado la vida entera recomendándole el ejercicio y la alimentación sana, pero por alguna causa, no escuchaba nunca nuestras recomendaciones y lo veíamos crecer a lo ancho y a lo hondo día tras día. Pensábamos que de seguir así y, a sus cuarenta y tantos tacos, se quedaría jamón para siempre. Si se le miraba la cara de forma aislada, como si fuera un punto y aparte, Luisín era muy agradable a la vista; sabíamos que con un pequeño esfuerzo podría verse igual todo entero. Aunque, al pasar del tiempo, y dada la acumulación de carbohidratos y azúcares, el esfuerzo que se requeriría era considerable. También tenía un corazón querendón y filántropo, era dulce como un niño, por lo que todos pensábamos que era una pena que no hubiera podido enganchar con su alma gemela.

Pero, ocurrió el milagro y, de pronto, se puso los tenis y le dijo no al arroz del medio día. Tarareaba o silbaba todo el tiempo una pegajosa canción que se podía oír, también, en la telenovela de las once de la mañana. Marubenis le hacía coro de forma que, de pronto, en la casa se oía un dúo a todo pulmón que bien habría podido debutar en el programa Ídolos Latinos.

Marubenis se había convertido en el ángel guardián de Luisín. Lo conocía desde muy jovencito ya que ella había estado sirviendo en la casa de doña Mati por treinta años. Maru fue quien, de noche, le pasaba por la verja la llave de la puerta de la entrada, cuando era tineyito y delgado –doña Mati cerraba la puerta de la calle a las siete pe eme y a partir de ahí el mundo exterior tenía que esperar hasta las siete a eme. Le lavaba y planchaba las camisas –doña Mati había decretado que, o se casaba, o él se ocupaba de todas sus necesidades domésticas. Le preparaba dulces caseros que contribuían a su desbordamiento corporal y se inventaba excusas para anunciar que tal o cual cosa habían salido dañadas –culpando al súper de la mala calidad– cuando en realidad Luisín, para superar sus crisis emocionales, arrasaba con la nevera.

A Marubenis, Luisín le contaba sus penas y sus alegrías, sus éxitos y sus fracasos. Maru lo conocía como si lo hubiera parido. Por eso, sabía que estaba pasando algo importante en su vida y quería ser partícipe de ello.

– ¿Y qué e lo qué, Luisín? ¿Y esa contentura que tú tiene?

–Nada Maru –contestó sin poder aguantar una sonrisa de medio lado.

– ¡Cómo que nada! ¡Algo e! ¿Iba tú a cantar que bonisto e el amor sin que te pase nada? ¿E que tiene novia?

Luisín estaba loco por compartir con alguien sus buenas nuevas y, o no había encontrado el momento de hacerlo con nosotros, o tenía miedo de que nos mofáramos de él.

–Maru, ven a ver en la computadora una amiga que tengo.

–Carajo Luisín, ¡pero esa jeva e una máquina! ¿Cómo se llama? ¿De dónde e?

–Ella vive en Nueva York, pero va a venir en las vacaciones aquí. Se llama Christy.

– ¡Ay, Dió mío! ¡Tiene buena narga! ¿Y cómo la conocite?

–Por Internet. Ya llevamos una semana chateando. Es como si nos conociéramos de toda la vida. Tiene veinticinco años y está graduada de mercadeo. Estoy seguro de que es mi media naranja.

– ¿Y qué eso de  Mercadeo?

–Sirve para vender mucho –Luisín no quería entrar en explicaciones que Maru no habría entendido.

–Y ¿ya se lo dijite a doña Mati?

–Se lo diré cuando se acerque el momento de venir a visitarnos.

– ¡Oh mi Dió! ¿Y ande va a dormir?

–No sé.

Luisín era un adulto joven informático y en esos menesteres pasaba la mayor parte del día. Trabajaba para una empresa como free lance desde su casa y aprovechaba los momentos libres socializando por la red, ya que en persona era menos eficiente. Estaba convencido de que la red era el principal medio para entablar conversaciones y relaciones sociales con distintos fines –buenos y mejores. Daba por sentado que ahí encontraría el amor de su vida. Y así fue como conoció a Christy.

La semana siguiente de su confesión a Marubenis, Luisín la pasó en las nubes. Y los demás nos alegrábamos mucho de verlo tan elevado y contento. Maru –que nunca ha podido aguantar nada en la faltriquera– nos había contado la buena nueva y estábamos felices, aunque teníamos nuestra reserva en cuanto a si Christy era la máquina de la foto –Luisín nos la enseñó después de mucho rogarle–, porque podía ser una cincuentona o, simplemente, un bromista; pero no se lo dijimos porque nos encantaba su asfixie.

Mi abuelita decía que hay cosas que duran menos que un bizcocho a la puerta de un colegio. Luisín comenzó de nuevo a atacar la nevera, dejó de cantar al amor, abandonó las caminatas y hasta un curso rápido de inglés que había contratado para poder comunicarse mejor con Christy, ya que en su chateo, tener que usar el traductor de Guguel cada vez que recibía un mensaje y contestarlo, era un viacrucis.

Nosotros no nos atrevimos a preguntarle qué había pasado pero lo suponíamos. Hicimos un baipás a través de Marubenis y supimos la causa de su vuelta al estado anterior.

–Maru ¿y qué pasó con Luisín?

– ¡A Dió! ¿Y la mujer no le pidió dosiento dólar pa seguir conversando?

 

Mujer de palabra

Todos los periódicos del día traían en primera página la foto de un hombre de mediana edad que había aparecido muerto en el portal de un edificio de apartamentos de un barrio de clase media. Lo peculiar del asunto era que el hombre, por única vestimenta, llevaba amarrada en el bajo vientre una cinta ancha que terminaba en una gran moña que cubría sus genitales.

Mariela se levantó sin sueño y, como cada día, se puso la ropa para salir a correr. Cuando abrió la puerta de su casa recogió los periódicos sin siquiera echar un vistazo a los encabezados;  total, tendría tiempo suficiente durante la mañana para leer las noticias que hoy podrían ser un poco más interesantes, si no venían a buscarla antes de lo previsto.

Correr era una forma de desfogarse y de hacer que los problemas parecieran más pequeños. Mientras lo hacía, Mariela empezó a repasar los acontecimientos de la semana que había pasado, que se le había antojado fatídica, pero que ahora podía recordar con mucha calma.

Hasta ayer Mariela había estado pensando en la llamada de Ema. Por fin encontraba explicaciones al comportamiento inusual de su marido en los últimos tiempos: llamadas telefónicas tarde en la noche o temprano en la mañana, argumentos poco creíbles sobre el almuerzo,  desenmascarados por facturas de restaurante muy altas para el consumo de una sola persona, nuevas formas de hacer el amor que ella siempre pensó estaban sacadas de una revista pornográfica o de secretos compartidos entre amigos. Decidió encarar el problema y preguntarle a Alberto.

–Alberto ¿Estás teniendo un amorío en la oficina?

– ¡Yo! ¿Estás loca?

–Me llamó Ema–Alberto palideció y bajó los ojos– me contó de su relación de hace casi dos años y me dio todo tipo de detalle acerca de la misma. Creo que la complació mucho explicarme lo poco atractiva que soy para ti y lo mucho que me temes porque soy rabiosa.

–Mi vida, perdóname, eso ha sido un error fatal. Ella me sedujo y luego le seguí la corriente para que no peligrara nuestro matrimonio y no armara un escándalo en la oficina. Pero ayer mismo le dije que eso tenía que terminar; me imagino que por eso te llamó.

La llamada de Ema había estado resonando por cinco días, minuto tras minuto en los oídos de Mariela. Recordaba hasta el tiempo de las pausas, la entonación, los suspiros.

–Aló! ¿Me habla la señora Mariela Paz?

–Sí, dígame.

–Le habla Ema García. No sé si su esposo le ha hablado de mí.

–Pues, la verdad, no.

–Pues permítame presentarme: soy la novia de su esposo. Llevamos juntos un año y medio y, a pesar de que él me ha jurado cincuenta veces que hablaría con usted para decirle de lo nuestro y pedirle el divorcio, por lo que veo, ni siquiera le ha hablado de mí porque no se atreve a hacerlo.

–Mire joven, no tengo tiempo para perder con este tipo de bromas.

–Doña, le puedo asegurar que esto no es una broma.

–No creo nada de lo que me dice. Si fuera verdad me habría dado cuenta hace tiempo.

–Lo hemos mantenido discretamente para que nadie se enterara.  Alberto siempre decía que debíamos pasar un tiempo juntos para probar nuestro amor antes de decírselo a usted, o que la gente lo supiera. Pero en cada ocasión me ha repetido una y otra vez que ya no la quiere y que ya no le atrae, mientras que yo lleno todas sus necesidades porque soy joven y complaciente y que tan pronto se divorcie de usted se casará conmigo y formaremos una familia. Por eso la estoy llamando, porque estamos sufriendo los tres;  yo, porque no lo tengo para mí sola, él, porque quiere estar conmigo pero no se atreve a decírselo porque teme su reacción y usted, quien  podría estar viviendo con alguien que la quisiera.

– ¿Y cuándo se ven? ¿A dónde van? Porque mi esposo no ha faltado en casa un solo día por la noche.

–Nos vemos cada día en la oficina. Muchos días almorzamos juntos y a menudo nos quedamos hasta tarde dizque para terminar unos trabajos. No tengo que decirle más.

–Mire Ema, vamos a dejar esta conversación aquí. Lo que sí le puedo decir es que si lo que usted me está diciendo es verdad, le voy a mandar a Alberto con todo y moña. Es un  regalo que no podría ir a mejores manos.

 

 

 

 

 

 

El día del fin del mundo

A Marino González Pimentel le aseguraron y lo convencieron de que el día del fin del mundo era el 21 de diciembre de 2012. Antes de la muela perniciosa a la que había sido sometido, aseguraba que no creía en cuentos chinos, ni magia, ni mal de ojo, ni nada que no tuviera que ver con la lógica y el ver para creer. Pero, un día se puede ser un descreído y al día siguiente un fervoroso convencido de tan claros argumentos; luego, era mejor prevenir que tener que curar.

Así pues, a veinte días de la fecha, Marino comenzó a poner en práctica la recomendación esa de vive este día como si fuera el último de tu vida. Para vivir como él entendía que debían ser los últimos, renunció a su trabajo para tener más tiempo para disfrutar –no necesitaría mucho más dinero del que tenía si todo se iba al carajo tan pronto. Compró un pasaje a Nueva York, donde tenía buenos amigos, y a los pocos días salió volando.

Cuando llegó a su destino alquiló un coche que no podía ser cualquiera que hubiera podido tener o montar en su vida pasada; así que salió del parqueo con su flamante Porshe Panamera, que le sonaba a fiesta y calor tropical. Sus ahorros iban a quedar, ciertamente, mermados; pero el gustazo de salir a pasear con esa nave no era poco. Le habría gustado tener el pelo bueno para que, una vez bajada la capota del coche sus cabellos flotaran en el aire. Pero no se puede tener todo en la vida, pensó Marino y archivó el pensamiento.

Se equivocó varias veces en las salidas para llegar al hotel que había reservado, lo que tuvo como consecuencia que perdiera la mayor parte del primer día del resto de su vida y llegara a su destino cansado y con un hambre atroz. El restaurante del hotel no estaba funcionando a esa hora y decidió salir a la calle a comprar algo para comer. Vio un pequeño restaurante italiano –a juzgar por el nombre: Piccolo Caprone– y entró con grandes expectativas. En la barra había un empleado somnoliento y maloliente lo cual desanimó un poco a Marino; pero el hambre pudo con la reticencia y pidió la carta para ver que podría comer.

–What? We don´t have carta here –lo que le demostró a Marino que el tipo hablaba o entendía el español pero que, simplemente, no le daba la gana contestarle en su idioma.

Haciendo grandes esfuerzos le preguntó – ¿What kind of meal do you serve?

–From now on we just serve salad.

–It´s ok. Give me a big plate.

Le sirvió la ensalada en un plato plástico que para nada se compadecía con el lujo con el que Marino quería despedirse del mundo, y desmigajando un paquetito de galletas de soda servidas como colateral, se lanzó sobre la comida. Lo que más le había gustado al ver el sano manjar eran las aceitunas negras y los croutons, que le encantaban. Llenó el tenedor lo más que pudo y se dispuso a engullir parte del platillo.

–Cooooño! Exclamó llevándose la mano a la boca –nadie le había dicho que esas aceitunas tenían hueso.

No pudo seguir comiendo del dolor en el incisivo dental superior derecho –familiarmente llamado “8” por los dentistas. Pagó los siete dólares que le cobraron por la ensalada y se fue directamente a mirarse en el espejo para ver qué había pasado con su pieza. Malas noticias; ocho estaba ahí, pero estaba rajado, fuera de combate.

Pensó que era mejor acostarse inmediatamente después de haber tomado un calmante con un café con leche –que era lo único que en ese momento se atrevía a ingerir– y cansado como estaba, se quedó dormido al momento.

Al día siguiente el dolor había desaparecido. Pensó que quizás ocho aguantaría hasta el día final tal como estaba y se fue a desayunar con mucha hambre. Pidió un bocadillo de jamón y queso con pan de baguette. Cuando hincó el ocho, este se reveló furiosamente y le devolvió un golpe de dolor acompañado de sangre. Marino se asustó porque este incidente podría llevar al traste sus planes de conquistas amorosas y llamó a la recepción para ver con cuál dentista podía consultar para arreglarle el diente. Esa reparación, dado que no se hizo a través de ningún seguro, le costó a Marino un ojo de la cara y cuatro días de retraso en el superbo plan de aprovechamiento del poco tiempo restante. Pero todavía quedaban diez –el último lo iba a pasar en íntimo recogimiento para recibir a la Parca como debe ser.

Al sexto día salió a la calle de buen talante y se fue a visitar a un amigo que vivía a cierta distancia de la ciudad. Esta vez tomó la carretera y la salida correctas y llegó temprano a tocar la puerta de la casa. El amigo no estaba en la onda de Marino y había ido a trabajar como cualquier hijo de vecino que tiene la suerte de tener trabajo. Lo llamó al celular y le dijo que estaría llegando a la casa a las siete de la tarde, pero que no podía salir por la noche porque al día siguiente tenía una presentación a su jefe, la cual debía perfeccionar en su casa. Sin nada que hacer y de vuelta al hotel, se paró en un Mall y comenzó a ver tiendas. Tenía ganas de comprar todo lo que veía, pero por otro lado, pensó que si iba a morir en tan corto tiempo, no valía la pena. Empezó a pensar qué podía comprar que pudiera mejorar sus últimos días y acabó comprando Bleu de Chanel, Tom Ford Azure Lime, Republic of Men Essence, L´Eau d´Issey y Le Male. No le importó pagar un paquetón de dinero por los mejores perfumes que iban a ser parte de la materia prima del éxito con las mujeres.

Del Mall se fue a un bar que lucía estar de moda, si se tenía en cuenta la cantidad de jevos y jevas con buena pinta que había dentro del local. Se sentó en la barra y se dio cuenta de que los métodos de conquista de esta ciudad no eran igual que los de la suya, cuando se acercó a tres jovencitas que estaban conversando y riendo animadamente y con su mal inglés quiso comenzar a socializar con ellas. Le miraron despectivamente; nunca supo si era por su físico que nunca le había dado problemas en su país, o porque no se daba a entender adecuadamente. Salió del bar con un sabor a fracaso y decidió probar en otro que se viera más latino. Pero eso ya sería otro día.

Cuando llegó al hotel encontró que tenía un mensaje de su tía Flora, con un número de teléfono local y la solicitud de que la llamara tan pronto pudiera. Dejó el asunto para el día siguiente. A las seis de la madrugada sonó el teléfono y la voz de la tía Flora se escucho alta y clara.

–Marino, miijo ¿no te dieron el mensaje que te dejé?

–Sí, tía Flora, pero ya era muy tarde cuando lo recibí y decidí esperar a llamarla hoy.

–No te vayas de la ciudad sin pasar por aquí, que tengo algo para que le lleves a Toñito Lizardo. Son unas vitaminas que me pidió hace tiempo y yo estaba esperando que llegara alguien de confianza para mandárselas.

Marino pensó que a Toñito no le servirían de mucho dada la cercanía del fin, pero decidió seguirle la corriente a la tía y no hacerla partícipe  de su secreto agorero.

Pensó en pasar por donde su tía al día siguiente, más para despedirse que para recoger las vitaminas. Por el momento, comenzaría a llamar a Maira, a Clarissa y a Chavela para quedar con cada una de ellas un día diferente. La llamada a Maira no fue eficiente porque la susodicha ya no vivía ahí y el viejo que le cogió la llamada le dijo con cajas destempladas que la tal fulana era una playa –el inglés de Marino no era tan bueno. Cuando habló con Clarissa la música de fondo eran gritos de niños peleando y lloros de bebé probablemente enloquecido por el hambre. La saludó cordialmente y no se atrevió a proponerle una salida por miedo a que le dijera que sí. Con Chavela la cosa fue diferente. En principio lo confundió con otro y luego, tras darle todo tipo de detalles descriptivos sobre su relación anterior, se puso muy contenta y aceptó salir con él. Eso sucedería en dos días, ya que ella tenía meetings para hoy y para mañana. Marino le dijo que podía ser en la noche, pensando que ella no lo había entendido bien, pero ella le aclaró, en medio de risas, que los meetings eran, precisamente, por la noche. Más claro no canta un gallo, pero Marino estaba funcionando con diesel últimamente.

La visita a la Tía Flora fue extenuante porque tuvo que contarle con pelos y señales los últimos cinco años de historia del vecindario y la familia y, además, tuvo que comerse un sancocho americano que en nada se parecía al de su país porque adolecía de falta de longaniza y salchichón criollo. Para rebosar la copa, por la tarde vino Etelvina a hacer la visita y de nuevo tuvo que volver a contestar miles de preguntas y comerse unas donas que estaban duras, frías y latigosas.

Dado que no había conseguido citas amorosas para ese día, Marino decidió pasar la mañana en el hotel y en la tarde ir a un cine que quedaba cerca a ver una de vampiros modernos. En el cine tuvo que sufrir todo tipo de provocaciones. Desde el peligroso acercamiento de un varón dudoso, hasta representaciones pornográficas llevadas a cabo en la fila de delante. Y total, como la película no tenía sub títulos, se enteró solamente de la mitad del argumento. A la salida del cine, decidió ir caminando hacia el hotel y observó un hombre que tenía pinta de vendedor de felicidad. Marino pensó que le apetecía fumarse un porro, y como el tipo no se cortaba al hacer su negocio, decidió acercarse cuando se fue el último cliente y abordarlo llanamente.

–Good afternoon! ¿Do you sell herb?

–Oye modafoca, ¿tú me ve a mí cara de gringo vendedor de vainas pa´delgazar?

–No mano, perdona. Estoy buscando algo para entretenerme en mis últimos días.

–Coño mano ¿Te tá muriendo?

–Nos moriremos todos, que no es lo mismo.

Al ver la cara de extrañeza que tenía el vendedor de felicidad, Marino decidió que no aportaba nada entrar en explicaciones esotéricas; siguió con el trato y compró marihuana y cinco papelinas con las que pensaba poner el broche final al desmadre del penúltimo día.

El día de la cita con Chavela se pasó parte del día en el spa del hotel, comiéndose unos mariscos y bañándose en perfumes caros. A las nueve de la noche, tras haber enrollado dos porros para antes del juego amoroso –que estaba seguro iba a darse–, salió a encontrarse con Chavela en un club llamado Happyend, y que luego comprobó que era un puticlub.

Chavela, después de escuchar sin mucho interés los cuentos de Marino, quien después de darse cuenta de la evolución de la chica tampoco tenía mucho interés en socializar, sino en ir al grano,  fue explícita al explicarle que sus servicios costaban  quinientos dólares. Marino pensó que la mercancía ya estaba algo deteriorada y no valía más de doscientos, pero decidió ser magnánimo y darle lo que ella le pedía. Total, el dinero no iba a valer nada en poco tiempo. Antes de comenzar los juegos amorosos fumaron la marihuana que había comprado el día anterior y se tomaron una botella del mejor whisky. Esa mezcla dejó k.o. al semental que cuando despertó solo recordaba una amazona que durante el sexo estaba chateando con sabe Dios quién y, para colmo, no encontró las tres papelinas que había llevado por si la fiesta se perfilaba maratónica y sí encontró la cartera más limpia que un quirófano.

Ante tal decepción se marchó a su habitación y al día siguiente decidió que era arriesgado buscar compañía en esa ciudad y, por tanto, iba a resolver él mismo poniendo unas películas pornográficas y haciendo uso del resto de las papelinas que había guardado en la gaveta. Pasaría un día probando algo que no había probado nunca y al día siguiente se pondría en paz consigo mismo y esperaría el fin.

El viaje resultó más largo de lo esperado y a Marino no le dio tiempo a hacer conciencia del fin del mundo. Pero sí sintió el abrazo de su madre, su padre y sus abuelos y siguió mansamente a la forma brillante y blanca que le invitaba a pasar por el túnel.

El día 22 de diciembre de 2012, la tía Flora recibió una llamada telefónica del hospital Monte Sinaí solicitándole que pasara por sus dependencias para identificar un cadáver que en un bolsillo de su abrigo tenía su número telefónico.

El Fin del Mundo llegó, tal como Marino sabía que iba a llegar, solo que por esta vez fue magnánimo y solo se lo llevó a él y a otros ciudadanos que murieron rutinariamente, tal cual habían pronosticado las estadísticas.

 

 

 

 

 

Vuelo UX 666

Doña Matilde es una señora tranquila, educada, amistosa –aunque sin pasarse– que de vez en cuando da su escapadita a Europa. Un mes antes ya empieza a ponerse ansiosa por el viaje. No le tiene miedo a los aviones, pero tiene un ligerísimo trastorno obsesivo con los pasajeros de los aviones. En realidad no debiera, porque no hay experiencia más reconfortante que casi nueve horas arropada por tanto calor humano.

Llegó al aeropuerto con tiempo suficiente para que después de hacer su fila para llegar al mostrador, le sobrara como mínimo media hora para tomarse un café y resarcirse de la primera parte de la experiencia.

Cumplir con los requisitos de seguridad del aeropuerto fue pecata minuta. Entrar al avión, otra cosa. Empujones para pasar primero, aunque el intervalo de filas no hubiera sido llamado. Esperas ocasionadas por bultos de mano tan grandes que no cabían en ningún compartimento y que los pasajeros no querían dejar a la entrada. Tapones en el pasillo porque la señora con tres bultos de mano y el niño no acababan de aposentarse. Personas sentadas en el asiento que no les correspondía y que se negaban a abandonar –aunque se les enseñara el ticket correcto–, hasta que la aeromoza, con cajas destempladas, les conducía a su asiento; y otras diversas pruebas de paciencia que nuestra sufrida señora tuvo que ir pasando.

Doña Matilde se pasó la semana anterior rogándole a la Virgen que le tocara un compañero de viaje tranquilo y educado y si podía ser size medium. También le pidió que el pasajero que se sentara  delante no la aplastara con su asiento, pero esto último ya era mucho pedir, la Virgen casi nunca lo concede.

Una vez en el sitio asignado empezó la epopeya. El saludo de doña Matilde a su compañera de viaje fue respondido con una voz de catarro acompañada de una tos abierta, franca, directa y del tipo hisopo. Matilde, que no quería llegar con una gripe en incubación de las que salen justo un día después de llegar y se van al cabo de dos semanas, para evitarlo, pasó el viaje entero sentada en el cachete opuesto a la compañera, con el torso girado en cuarenta y cinco grados y dando así una imagen de realeza poco conveniente para el medio y resultando premiada con un dolor de espalda como consecuencia de la posición. En la fila de delante, dos ejemplares extendidos del sexo masculino, desde antes de despegar, se estaban dando petacazos de una botella Gauileibol  etiqueta negra que llevaba uno de ellos envuelta en un papel de periódico, para que la tripulación no la viera.

Desde que el avión levantó su nariz empezaron los paseos de las pasajeras a los lavabos, baños, inodoros o servicios, según fuera el origen de las mismas. Y también empezó la transformación. Las damas, salían de los excusados con tubis, anchoas, gorritos de malla y hasta rolos, pero con el mismo swing que llevaban a la ida y que acabó con cualquier cosa o miembro que sobresaliera del asiento del avión.

A la hora de cenar se criticó mucho la comida, con razón. Aunque el otro compañero de asiento de Matilde fue directo al grano al preguntar–doña, ¿usted no se va a comer el dulcito?

Hay que señalar que las ventas de cabina de la compañía aérea sobreviven gracias a este target que tiene dinero para comprar caprichos que dicen ser libres de impuestos, pero que son carísimos. Doña Matilde no compró nada; ni los audífonos que ofrece la tripulación porque las películas que daban esa noche ya las había visto. ¡Craso error! Debió haber comprado audífonos y mascarilla por aquello de que oídos que no oyen y nariz que no huele, corazón que no siente. Estaban los gritos de los niños, los ronquidos, las flatulencias y las toses a dos por chele. Tampoco pudo dar el paseíto recomendado por los doctores en los viajes intercontinentales, porque extremidades de todos los largos y gruesos se atravesaban en el pasillo formando una barrera que solo podría ser atravesada al estilo Misión Imposible.

El tiempo quedó congelado en el espacio y el viaje no acababa nunca. Pero, como todo túnel tiene luz al final, sirvieron el desayuno, – señal inequívoca de que solamente faltaba una hora y media para llegar al destino. Tan pronto el croissant duro, frio y latigoso fue ingerido por los clientes, las damas empezaron el camino de vuelta al baño, lavabo, servicio o inodoro. Como tocadas por varita mágica, salían transformadas. Princesas de melenas largas y lacias o rizadas, coloridos pantalones apretados como si fueran una segunda piel, adornos variados y perfume recién comprado en la Zona Franca.

Se escuchó la orden de apagar aparatos, enderezar los asientos –por fin pudo respirar doña Matilde– y cerrar las mesitas. Al cabo de media hora, al mismo tiempo que la aeronave tocaba el suelo, sonaron los tradicionales aplausos fervorosos que parecen decir: gracias Dios, gracias capitán, gracias avión.

A partir de ese momento comenzaron a volar por el aire y zetas y eses salidas de todos los asientos y doña Matilde supo que había llegado al destino.

 

 

 

Una mesa con tres patas

Quédate silenciosamente en esa soledad que
no es abandono, porque los espíritus de los
muertos que existieron antes que tú en la vida,
te alcanzarán y te rodearán en la muerte y
la sombra proyectada sobre tu cara obedecerá
a su voluntad; por lo tanto, permanece tranquilo.

Ahora, te visitan pensamientos que no ahuyentarás
jamás; ahora surgen ante ti visiones
que no se desvanecerán jamás; no dejarán
tu espíritu, pero se fijarán como gotas
de rocío sobre la hierba. Edgard Allan Poe (Los espíritus de los muertos)

 En un bloque de apartamentos de un pueblito cualquiera, no se sabe por qué, se había instalado una subcultura de envidias, rabia, chismes y malas querencias. Era una muestra social de seres humanos frustrados e infelices. Una sola vivienda aparentaba vida normal, la de don Manuel y doña Paquita, una pareja de amantes de mediana edad que habían dejado cada uno de ellos a su cónyuge para vivir juntos su pasión.

Algo que llamaba la atención era ver cómo las vecinas de la escalera, una vez que había pasado doña Paquita, se aseguraban de que no pudiera oír sus comentarios que, necesariamente, no la favorecían en lo absoluto.

–¿Te fijaste en el peinado que lleva hoy? La Enriqueta hace un momento que salió de su casa con el secador y los bártulos de arreglarle la cabeza.

–Pero, ¿se habrá visto mayor jactancia? Ni la señora Casellas que es multimillonaria hace que vaya la peluquera a peinarla en casa, y esta mantenida le paga para que venga los lunes de cada semana.

–Será que el domingo hay revolcón y claro, el lunes tiene que arreglarse los cuatro pelos para que se vea pasable durante la semana.

–Pues yo creo que hay revolcón todos los días, o ¿por qué crees que tiene al señor Manuel bebiendo de su mano?

–O es la cama, o es la mesa.

–¿Cuál mesa? ¿Te refieres a la comida que le prepara?

–No mujer, si no sabe ni freír un huevo; en esa casa cocina don Manuel. Me refiero a la mesita de tres patas.

–¿Qué pasa con la mesita de tres patas?

–Pasa que dicen que practica el espiritismo.

–¡Jesús santísimo! ¿Cómo lo sabes?

–Ramona Santisteban, que es muy amiga de Paquita me lo dijo. A veces se reúnen y llaman al marido de Ramona, que en paz descanse, aunque parece que no lo dejan descansar en paz.

–¿Y se ha presentado?

–Dice que sí. Incluso una vez le dio el número del segundo premio de la lotería. En otra ocasión le curó una tortículis que tenía y otra vez, dice que el espíritu de su marido le tocó sus partes con tal pericia que hasta tuvo un orgasmo.

–¡Jesús santísimo!

Ante esta descripción tan increíble, los cerebros de las cuatro tertulianas comenzaron a trabajar arduamente  buscando cuál de sus muertos pudiera estar facilitándoles la forma de obtener bienes gastables o bienes sensibles.

Carmen y Pilar que todavía tenían su marido vivo, pensaron en llamar al espíritu de José Valdez –quien hacía poco que había muerto en un accidente y que en su momento había pasado a visitarlas cuando sus consortes no estaban– pero desecharon esta opción al alimón por inmoral; no era lo mismo con un vivo que con un muerto. Y ya pensando solamente en la parte de los bienes materiales gastables, cada una de ellas pensó en un familiar o amigo fallecido que hubiera sido bueno en vida para los juegos de azar o los negocios.

Rosa era viuda pero no quería llamar a su marido porque su paso a mejor vida había sido una liberación par ella, ya que cuando estaba en la tierra no proveía ni en aspectos monetarios ni carnales. Así que pensó en José Valdez –si los muertos tuvieran oídos, ese día a José le habrían  pitado los suyos.

Digna, la cuarta vecina, que era soltera y virgen y que a sus cincuenta y dos años no tenía muchas esperanzas de perder la virginidad, pensó que era una buena ocasión para dejarse ir con cualquier espíritu de varón que se apareciera y que se entendiera con ella. Lo dejó a la buena suerte.

Ninguna de las cuatro se atrevía a dar el primer paso, que era confesar a sus compañeras de chismorreo que le gustaría participar en una de las sesiones de Paquita. Así que se fueron a su casa dándole vueltas a la estrategia a usar para conseguir lo que querían.

A partir de ese momento, cada una por separado, las vecinas saludaban efusivamente a Paquita cada vez que la veían en la escalera y hasta le pusieron conversación alabándole el peinado o la ropa que llevaba. Les tomó un mes de obsequios, carantoñas y halagos llegar a cierta proximidad con la vecina espiritista, quien no podía explicarse el cambio radical que habían dado esas vecinas que antes apenas la saludaban o lo hacían con una mirada burlona o reprobadora.

Un día que Paquita estaba abriendo la puerta para entrar a su casa, aparecieron como por arte de magia Carmen y Pilar y ante cierta insistencia de miradas y actitudes, no le quedó más remedio que invitarlas a pasar. Los ojos de las dos mujeres registraban el lugar y buscaban con insistencia la mesita de tres patas, pues el solo hecho de avistarla les daría pie para hacer preguntas y dar curso a las maniobras con fines de participación en una sesión de comunicación con los espíritus. Tan pronto la vio Pilar exclamó.

–¡Qué belleza de mesita! ¿Es antigua?

–No lo sé, no creo; la compré hace unos meses para reemplazar otra que tenía y que usaba mucho, a la cual se le rompió una de las patas.

–¿Y para qué la usa? ¿Para el té? –exclamó Pilar con aire inocente.

–No, que va. La uso para sesiones espiritistas. A menudo me comunico con mis seres queridos del más allá.

–¡Jesús santísimo! ¿Y eso no es diabólico? –preguntó Carmen deseando de todo corazón que le dijera que no.

–Para nada –exclamó Paquita–, siempre que no se use con fines de hacer daño a alguien o se propicie energía negativa.

–Y ¿Cuándo hace las sesiones?

–Cuando hay alguien interesado en consultar con alguno de sus difuntos. Los mejores días son los martes y los viernes.

–Ay, pues mire usted, nosotras estamos interesadas, y hay otras dos vecinas que también participarían. Podemos traer las ofrendas o cualquier bocadillo para picar.

Quedaron en hacer la sesión el martes de la próxima semana que caía en trece. A Carmen se le erizaron los vellos de los brazos cuando Paquita anunció la fecha. Estuvo a punto de echarse para atrás, pero la curiosidad pudo más que el miedo y las cuatro empezaron mentalmente a hacer la lista de las peticiones para el espíritu que se presentara.

Se les había advertido que fueran sin haber comido cuatro horas antes de la sesión y que llevara cada una dos velas verdes y tierra del cementerio. Sin decírselo la una a la otra, todas coincidieron cogiendo tierra de los alrededores de la tumba de José Valdez.  Las cinco mujeres estaban sentadas alrededor de la mesita de tres patas; las cuatro vecinas muy arregladas, perfumadas y con la ropa interior impecable, no fuera a ser que.

Paquita pidió a las participantes que rezaran cuatro oraciones, ella misma las rezó también.  Después exhortó a que se relajaran respirando profundamente, con los ojos cerrados, y concentrándose en el entrecejo. Luego, que pasaran a descargar la energía negativa diciendo para sí: “que ninguna energía negativa entre dentro de mí; que ninguna energía negativa entre dentro de mí; que ninguna energía negativa entre dentro de mí”. Las vecinas estaban más pendientes de Paquita, quien con los ojos cerrados estaba entregada a la ceremonia, que a las instrucciones de ésta. Ninguna de ellas verbalizó la petición y por el contrario, dejaron aflorar en su interior sus sentimientos de envidia y rabia contra Paquita. Rosa tenía un miedo atroz y abrió los ojos con desconfianza, mirando en toda la habitación para ver si estaba sucediendo algo raro, sin ocuparse de nada más que no fuera su seguridad y pidiéndole a Dios que la librara del maligno.

Paquita comenzó invocando al espíritu que tuviera mejor voluntad y que estuviera más cerca. Comenzó a agitarse y a temblar  y entonces un escalofrío recorrió la espalda de las cuatro vecinas. Inmediatamente comenzó a hablar con una voz de hombre que no pudieron reconocer. Cuando el espíritu comenzó a hablar, una racha de viento helado las envolvió. El miedo las hizo sudar copiosamente y de pronto Digna entró en pánico.

–Dinos quién eres –preguntó Paquita.

Y el espíritu empezó a dar golpes en la mesa aumentando la frecuencia y la fuerza. Digna se levantó y empezó a correr como poseída alrededor de la mesa. Paquita observó que estaba cojeando.

–Es un espíritu burlón –gritó Paquita–. Siéntate Digna, ordenó y volvamos a hacer la cadena de protección con las manos.

Paquita alargó la mano hacia una mesita auxiliar que tenía al lado e incorporó en la mesa dos velas blancas y varias ramitas de romero. Inmediatamente comenzó a recitar “Romero, romero, Santo, Santo Romero, que salga lo malo y entre lo bueno”. Poco a poco las cuatro mujeres se fueron tranquilizando. Paquita se dirigió al espíritu.

–Si eres Pedro El Cojo da un golpe.

La mesa se inclinó hacia un lado y al bajar dio un golpe.

–Vete en paz, Pedro y llévate todo lo que has traído.

La mesita comenzó a agitarse de nuevo con mucha fuerza moviéndose de un lado a otro sin control.

–Todas a una, con toda nuestra energía despidamos a Pedro.

Las mujeres que estaban muy asustadas, se concentraron y ordenaron al espíritu que se fuera. El movimiento de la mesa comenzó a hacerse más débil, aunque por momentos retomaba la fuerza. Era como si el espíritu estuviera renuente a irse. Por fin, la mesa de tres patas dejó de moverse.

Todas sintieron que la habitación estaba liberada de cualquier entidad sobrenatural y respiraron más tranquilas.

–Siento mucho que no hayamos podido contactar a los espíritus que esperábamos cada una de nosotras. Podemos hacer otra sesión cuando yo vuelva de vacaciones.

–No gra, gra, gracias, con eeeesta tetetego bastante–, exclamó Carmen, tartamudeando.

–¡Qué experiencia tan desagradable! exclamó Pilar sin poder parar un tic que se le había montado en un ojo.

–¿Y cocococoómo supo usted quequeque era Pepepedro el Cojo?

–Porque Digna comenzó a cojear en la misma forma que él lo hacía. También era tartamudo y tenía un tic muy molesto en un ojo que, cuando comenzaba, no podía parar.

–¡Ay Dios mío! Suerte que me siento igual que antes –exclamó Rosa.

–No sé qué pasó. Parece que no nos envolvimos suficientemente en la luz y entró alguna energía negativa . Espero que todo esto sea pasajero y si no, volveremos a llamar a Pedro para que les devuelva su estado anterior.

Se despidieron con el rabo entre las piernas. Ninguna de ellas habló entre sí cuando salieron de la casa. Los días siguientes, cuando se encontraban se saludaban con la cabeza. Rosa observó que Pilar todavía tenía el tic nervioso y que Digna cojeaba acentuadamente. De pronto oyó a Carmen cuando le decía a su marido ¡cocococoño!, cuantas veveveces te tengo que decir que tetete limpies los pies aaaaantes de entrar en cacacasa?

 

Lady in red (Precuela y variación de la Caperucita Roja)

Cuando nació Lourditas doña Goyita se sintió la mujer más feliz del mundo. Era su primera nieta y había estado rezando para que fuera hembra, cosa de que, si a su hija Pepi que era medio enfermiza le pasaba algo antes de morir ella, quedara Lourditas para encargarse de su vejez. Con los hijos varones no podía contar, porque eran de la calle. Así que, la vio crecer sana y fuerte y hasta proveyó para que a la niña no le faltara nada.

El abuelo Enrique también quería mucho a su nieta, pero no la veía tan a menudo porque no vivía con Goyita desde hacía un buen tiempo. Se había vuelto a casar con una tal Máxima, que resultó ser mínima  en edad y en cerebro. Él seguía queriendo a Goyita, pero después de que lo operaron de cataratas y empezó a ver todas las arrugas y defectos que tenía su mujer –las comparaciones son terribles–, fue perdiendo el apetito, que no el amor,  por ella. Goyita, mujer de blancos y negros, no iba a permitir medias tintas y un día le dijo que, o demostraba, o se marchaba. Al abuelo se le había hecho imposible demostrar y salió por el foro. Luego Máxima se le puso a tiro y procedió, pero siempre pasaba por delante de la casa de Goyita para asegurarse de que todo estuviera bien.

Doña Goyita vivía en una casita en el bosque. Las rentas le daban para vivir dignamente y para tomar clases de karate en el pueblo de al lado –porque cuando se vive sola, una tiene que poder defenderse–, a donde se trasladaba en bicicleta martes y jueves. También dedicaba el resto de la semana a sembrar y cuidar las hortalizas  y a recoger los huevos de sus diez gallinas que, a menudo, y como no podía comer tanto huevo por culpa del colesterol, le cambiaba por pescado a la señora Luisa, la madre de Juan el pescador.

Lourditas, a quien doña Goyita llamaba Lulú, tenía un carácter parecido al de su abuela. Cuándo se le ponía algo entre ceja y ceja tenía que hacerlo o moría en el intento. Se le metió en la cabeza que ella también tenía que ir al pueblo de al lado para aprender baile moderno. Y no habría sido ningún problema si los días de clase hubieran coincidido con los de su abuela, porque así habrían podido ir juntas en bicicleta. Pero el baile moderno se daba los miércoles y viernes. Pepi, que era un cero a la izquierda de su madre y de su hija,  ya que ambas la habían acostumbrado a hacer de espectadora en su película intergeneracional, se opuso sin mucho convencimiento a que la niña tomara las clases. Doña Goyita habló con la profesora para que cambiara los días de la clase a martes y jueves, pero no resultó, así que se limitó a pagarle la clase y aconsejar a Lulú lo que debía y no debía hacer por el camino. También le puso como condición, y para ello le daba un monto, que le trajera del pueblo de al lado queso fresco y miel que brindaría a las amigas que solían visitarla los sábados por la noche.

Goyita había puesto el ojo en Faustino Wolf, pensionado alemán que se había retirado a vivir en su mismo pueblo y que hablaba el español con cierto acento que a ella le resultaba de lo más qué se yo.

De herr Faustino no se conocía gran cosa. Era parco cuando le preguntaban por su lugar de origen y por su vida pasada. Su físico ni siquiera era agradable. Tenía una cara basta. Nariz grande, ojos grandes, labios grandes entre los que aparecían unos dientes equinos, y frente estrecha. Todo esto adornado con vellos  blanquecinos que no se molestaba en afeitar muy a menudo y que le daban un aspecto de perro de quince años. Pero tenía mucho éxito haciendo amigas, posiblemente en base a frases cultas y melosas y regalarles apfelstrudel y topfenstrudel que aseguraba cocinaba él mismo. También se sabía –los empleados del banco del pueblo eran algo chismosos– que cada mes recibía su pensión de retirado. No se dio a conocer el importe, pero sí que era suficiente y le sobraba para vivir en el pueblito y dar, al menos, un viaje al año a su ciudad natal o hacer tours por otros países.

Doña Goyita había pensado más de una vez en que Faustino Wolf pudiera ser un buen compañero, si no se le tenía muy en cuenta el físico. Pero a esas alturas del juego, la compañía y la sinergia de su pensión y la de él se impusieron a los melindres. Juntos podrían aprovechar todas las excursiones para retirados y hasta hacer algún crucero por los países nórdicos.

Teniendo como objetivo la conquista del hombre y conociendo el sabio y popular dicho de que el que pestañea pierde , doña Goyita empezó con algunos escarceos entre los que estaba pasar por su casa a llevarle unos huevos todavía calientitos para sus próximos pininos culinarios, e invitarle a una fiesta el sábado en la tarde. Él no era bueno interactuando con multitudes y se disculpó. Pero Goyita insistió y al final tuvo que confesarle que a la fiesta solo estaban invitados él y ella. Faustino lo pensó un momento y accedió. Le aseguró que le llevaría un Blauer Spätburgunder que le iría muy bien a los quesos que Goyita había mencionado que le brindaría. Ella se marchó muy contenta de haber ganado el primer encuentro y pensó en hacer dieta los cuatro días que faltaban para la cita, de forma que pudiera meterse en el vestido rojo que le quedaba tan bien cuando tenía cuarenta años y que todavía conservaba por ser un clásico.

Encargó a Lulú que el vienes le trajera tres variedades de queso, pan y croissants y pensó completar la merienda con unos productos ibéricos que de seguro iban a hacer un buen maridaje con el vino y el ánimo de los añosos participantes. Lulú le llevó el encargo el mismo viernes y muy curiosa le preguntó a la abuela a quién iba a recibir al día siguiente. Doña Goyita estaba renuente a compartir con su nieta la información sobre la acción de conquista y se inventó cinco personajes femeninos como invitadas a la fiesta. Normalmente no le decía mentiras a nadie, pero en esta ocasión sintió que debía camuflar el asalto para que este no se frustrara y para no dar mal ejemplo a su joven nieta. Lulú se despidió de la abuela hasta el lunes y se marchó con su bicicleta hacia su casa.

Ya era sábado y doña Goyita había ensayado durante toda la semana los chistes, las anécdotas, el baile y hasta las poses angelicales. El vestido rojo le quedaba perfecto –así de bien funciona la dieta y el karate dos veces por semana– y esto, más los efectos de una mascarilla tensora a base de pepino y clara de huevo, hicieron milagros en su ánimo, aunque no en su cara.

A las siete menos dos minutos –o sea, dos minutos antes de la hora de la convocatoria– tocaron el timbre de la puerta y con una sonrisa de oreja a oreja Goyita abrió la puerta de la casa.

– ¡Pero niña! ¿Qué haces aquí? –exclamó entre frustrada y asustada doña Goyita.

– ¡Hola abuela! Pensé que si ibas a recibir a tanta gente no tendrías suficiente queso y panes para todos. Esta mañana llegué al pueblo para traerte más quesos. También te traje mermelada para acompañar y un mil hojas con crema pastelera, por si vas a servir té a tus amigas.

Doña Goyita tuvo que disimular lo suyo para que Lulú no se diera cuenta de su embuste. Cuando estaban colocando en unas bandejas las nuevas vituallas, sonó el timbre de nuevo. Goyita quería desaparecer en ese momento, ya que la llamada no podía ser sino de herr Wolf. Y efectivamente, Faustino apareció en la puerta cargado con dos botellas de vino y unas dalias amarillas.

– ¡Liebe Freundin!– la miraba con los ojos brillantes antes de abrazarla torpemente.

–Hola don Faustino, pase usted– le dijo mientras pensaba qué le diría a Lulú sobre la visita y trataba de inventar una historia convincente.

Pero Lulú que había oído la voz desde la cocina, salió sonriente y le guiñó el ojo maliciosamente a su abuela. Goyita los presentó.

–Él es herr Wolf y ella mi nieta Lulú.

–Encantada señor Lobo– rió estrepitosamente Lulú mientras recogía su cartera y se dirigía hacia la puerta de salida. –Que lo pasen bien y, para efectos de piruetas y posturas, tengan en cuenta la edad y que el abuelo Enrique pasa todas las noches en su ronda de seguridad. Abuela, te llamo mañana.

Goyita pensó que, al fin y al cabo, su nieta estaba cortada por su mismo patrón y por tanto, entendía la situación y hasta pareció aprobarla.

Dirigió entonces los cañones hacia Faustino Wolf y sacando dos copas de la cristalería que guardaba para casos excepcionales, se sentó a su lado en el sofá y sirvió el vino alemán.

Copa va y copa viene. Queso va y queso viene. Ibérico va, Ibérico viene hasta que el estómago, el corazón y lo que quedaba de las gónadas se pusieron contentos.  El próximo paso era tocar los volkstanz que Faustino había traído para enseñar a bailar a Goyita y que a ella, metida en una alegría espirituosa, le parecían muy divertidos. Dieron vueltas y vueltas hasta que tropezaron y cayeron riendo encima del sillón, Goyita abajo y Faustino arriba. Tenía al lobo dominado.

–Faustino, ¡qué ojos tan grandes tienes! –le dijo con admiración.

–Y que te ven divina, Goyita preciosa.

–Faustino, ¡que nariz tan grande tienes!

–Es para oler tu perfume embriagador.

–Faustino, ¡qué orejas tan grandes y peludas tienes!

–Oh! Estaba seguro de que me había sacado todos los pelitos; bueno, es que con la edad crecen.

–Faustino, ¡la boca me parece excesiva!

–Si tú quieres, meine liebe, pasaré por el ortodontista.

Enrique pasaba en ese momento por el frente de la casa en su acostumbrada vigilia nocturna; creyó ver movimiento, oyó voces extrañas y se asomó a la ventana. Vio lo que le parecía  ser un ataque sexual a su ex mujer, madre de sus hijos y abuela de su nieta y entró disparado a la sala. Acostumbraba a llevar un palo en sus vueltas de vigilancia y empezó a golpear a herr Wolf que apenas se podía tener de pie. Al verlo abatido en el suelo, a Goyita, obi verde, se le montó el espíritu de Shimabuku Tatsuo y redujo al intruso. Una vez anulado, lo rellenó de los peores insultos que recordaba de su juventud, entre los que uno de los más suaves fue – ¡Hijo e puta, que eres como el perro del hortelano, que ni comes ni dejas comer!

Aclarada la situación y acabado el sainete, al final, de forma muy civilizada, se sacó el hielo de la nevera para aplicarlo sobre los chichones de los golpeados; antiácidos para la pareja que, una vez pasado el momentum, había quedado con un fuerte dolor de estómago, y se sirvió un té para calmar los ánimos. Enrique se despidió pidiendo disculpas a ambos una y otra vez y Faustino también se marchó maltratado de cuerpo, pero con el alma contenta, no sin antes susurrarle al oído a Goyita lo hermosa que era y lo bien que lo había pasado en la primera parte del evento. Goyita insistió para que se llevara un trozo del mil hojas con crema pastelera, al tiempo que le estampaba un casto beso en la mejilla –tanto había bajado la temperatura.

A los seis meses Goyita firmó los papeles como la señora Wolf y vivieron felices hasta el resto de sus días, bailando polkas, volsktanz y algún que otro bolero en momentos débiles de la carne. Herr Wolf se puso breakers para gustarle todavía más a su mujer y ahorraban lo que podían para coger sus vacaciones anuales y sus cruceros por los países nórdicos. Lulú seguía llevándoles todos los viernes queso, pastel y una jarrita de miel.