La vieja del espejo

En la fiesta de despedida de soltera de Alexandra se juntaron las muchachas de la promoción Pioneras. En el colegio de monjas al que habían asistido para hacer el bachillerato, se conocía al grupo como jovencitas innovadoras y dispuestas a llevarse el mundo por delante.

Hacía treinta y siete años que habían terminado la secundaria y, aunque al principio algunas coincidieron en la misma universidad y continuaron frecuentándose, la mayoría solo había mantenido contacto a través del teléfono o del Internet y últimamente a través de un chat.

Cada una tenía una idea de las demás, desarrollada por las informaciones que intercambiaban en las redes sociales, donde las fotografías que se publican son retocadas o las más favorecedoras y las actividades familiares o sociales son de cuento de hadas.

Al encontrarse en persona, advirtieron que había una gran diferencia entre lo imaginado y la realidad. Ahí se vieron libras de más y arrugas, junto con ojos asustados y pómulos inflados como globos, gracias a los remiendos de Botox y hialurónico. Se compartieron los fracasos y los éxitos matrimoniales, familiares, o del trabajo.

Se volvió a sentir el calor del vinculo de los años de vida que habían compartido y asomaron los resentimientos juveniles, aunque, debilitados hasta el punto de casi desvanecerse. Fue como una catarsis general.

A Alexandra se le atribuía un carácter veleidoso en las relaciones masculinas. Se casaba por tercera vez y había comentado en la reunión que ella no dejaría de buscar el hombre de su vida hasta que lo encontrara. Se casaba con quien creía que podía serlo, pero, si resultaba no llenar los requisitos, rompía la relación, porque ella nunca iba a renunciar a la felicidad.

–Cómo me gustaría ser como tú –intervino Luisita–. Después de mi fracaso con Antonio, pienso que todos los hombres tienen una cosa u otra. No me atrevo a pasar otra vez por el mismo camino.

–Mi amiga, eso del matrimonio es un proyecto y, como en cualquier otro, una va dizque segura, pero es cuestión de prueba y error. Yo he tratado cada vez con la mejor intención, pero si me sale mal, vuelvo y empiezo de nuevo. Es asunto de persistencia. Eso sí, después de un fallo, vuelvo y me recaucho toda, porque esas pruebas desgastan –pontificó Alexandra.

–¡Mujeres, la que solo se casa una vez, se va virgen! –exclamó Mariela, a quien los efectos del ponche le habían soltado la lengua.

–¡Y la que se casa con viejo, también! –reforzó Paulina que estaba moviendo sus caderas al ritmo de un reguetón.

Chistes, expresiones picantes, fórmulas de éxito, confidencias sobre formas de atracción y técnicas sexuales vanguardistas siguieron caldeando el ambiente hasta la madrugada.

Muchas participantes salieron reforzadas, otras edificadas y algunas sintiéndose perdedoras ante tanto coraje y atrevimiento que ellas no tenían.

Jessi llegó a su casa agotada y un tanto excitada. Había quedado viuda hacía quince años y nunca se había planteado rehacer su vida con otro hombre.

Todas las conversaciones de los diferentes grupos, todas las confidencias escuchadas y las diferentes formas de ver la vida de sus excompañeras, le habían despertado el gusanito de la curiosidad. ¿Podría volver a casarse? ¿Habría un segundo hombre destinado para ella? ¿Resultaría atractiva para alguien? Se durmió envuelta en la maraña de pensamientos, recuerdos y sensaciones.

Se despertó cansada. Empezó a recordar la noche anterior y se sintió inquieta.

Ya tenía cincuenta y seis años. Los hombres de su edad las estaban buscando jovencitas y los más jóvenes estaban buscando el dinero de las mayorcitas; ella, ni tenía mucho, ni quería tener un sanki panqui en casa.

Primero haría un estudio pormenorizado de lo que podía ofrecer a un hombre, aparte de su inteligencia, buen carácter y habilidad para salir adelante, porque se había dado cuenta que estos dones no se apreciaban a simple vista, mientras que la belleza física era la que contaba en los primeros contactos.

Se miró en el espejo de cuerpo entero.

El torso y las piernas, pasables. Apenas había engordado. Con unos meses de baile y pesas en el gimnasio se resolverían las lorzas y la celulitis que amenazaba por salir.

Los senos no habían sido demasiado afectados por la gravedad, ya que no había tenido hijos en su matrimonio. Sin embargo, había notado que muchas de sus amigas se los habían agrandado. Afirmaban que a sus novios o maridos les gustaban “tetonas”. Una cirugía de senos no era nada del otro mundo. Tendría que pensarlo.

La cara…la cara con la que no había tenido ningún problema hasta hoy, no le gustó.

De un día para otro, la mujer que veía en el espejo no era ella, era una vieja. ¿Cómo no se había dado cuenta? ¿Podrían unas cuantas visitas a la dermatóloga rejuvenecerla?

Sintió nostalgia de tiempos pasados.

Se dio cuenta que, en lo que a su auto imagen se refería, había un antes y un después de la despedida de soltera de Alexandra.

Antes, sus padres, negocios, viajes y sobrinos eran todo lo que la movían. La parte física, aún sin descuidarla, era secundaria. Siempre se saludaba en el espejo con alegría y aprobación. Ahora, descubría su edad a través del cristal de una sociedad frívola y materialista. Su autoestima comenzó a tambalearse.

Empezó a observar el comportamiento de los hombres solteros con los que tenía alguna relación y notó que no despertaba el tipo de interés que ella quería despertar. A menudo giraban la cabeza para mirar otras caras y anatomías, descuidando el momento con ella, ya fuera de esparcimiento o de trabajo.

Pensó en Jacobo, su novio de juventud que hacía muchos años vivía afuera. A menudo, él piropeaba sus fotografías en FB y le preguntaba cuándo iría de visita a Nueva York para salir, juntos, a tomar un café.

En ningún momento antes había pensado en él como un posible compañero de vida y, ahora… lo estaba considerando.

Jacobo no publicaba fotografías en FB ¿Cómo estaría él? Había sido mujeriego mientras vivió aquí, por eso rompió con él. ¿Tendría novia ahora?

Por semanas tuvo pensamientos obsesivos sobre el tema, añadiendo aspectos tales como, la necesidad de una pareja para envejecer con alguien al lado, el respeto de la sociedad para con las mujeres casadas, poder compartir la responsabilidad de los negocios y cuanta otra razón o excusa pudiera pasar por su cabeza.

Decidió llamar a Alexandra con el pretexto de felicitarla por su nuevo estado y hablarle un poco del tema de Jacobo, para conocer su opinión y escuchar sus consejos. Tal como esperaba, Alexandra la alentó para entrar en un contacto más directo y frecuente con el ex novio.

–Entonces ¿entiendes que debo ir a verlo a Nueva York? –preguntó Jessi.

–Amiga, primero tienes que averiguar su situación actual: novias, dinero, estado físico de ciertas partes –dijo muerta de la risa–. Porque no te vas a casar con un mujeriego, pobre y que no le funcione. Y luego, tú misma tienes que prepararte para que cuando se encuentren te vea “muñeca-muñeca”.

Jessi se puso en contacto con su comadre en Nueva York para que la ayudara a conocer las andanzas de su ex novio y la respuesta fue positiva hasta donde la mujer pudo averiguar.  Jacobo se había divorciado dos veces y ahora hacia unos años que estaba soltero. Tenía dinero y una buena pensión. En cuanto al estado anatómico, lo único que aportó era que se veía bien, aunque tenía barriga. Más debajo de ahí, la comadre no se atrevió a preguntar a los conocidos.

Jessi inició el acercamiento con Jacobo y en sus frecuentes conversaciones por el chat, acordaron verse en persona a final de año. Él viajaría a verla y pasar unos días en su compañía.

Jessi comenzó a asistir al gimnasio y hacer citas con dermatólogos y especialistas en cirugía estética.

Quedó confundida con tantas y tantas recomendaciones que, al final, tuvo que recurrir de nuevo a su guía en la materia.

–Lo básico, son tetas y culo –lanzó Alexandra sin ningún tipo de encogimiento–. La cara, con unos puyoncitos y unos rayos láser te la ponen de quince.

No le daría tiempo a hacerse una operación detrás de otra, por lo le que insistió al cirujano que le hiciera nalgas y senos en una sola intervención y así podría pasar un tiempo reponiéndose, antes de la visita de Jacobo.

El primer médico no accedió a festinar la intervención, pues exigía visita a sicólogo y trabajar en dos etapas. Jessi abandonó al profesional y consultó con varios especialistas menos exigentes, hasta que consiguió quien estuviera de acuerdo con lo que ella solicitaba.

Al explicar a sus parientes y allegados del trabajo sus intenciones, quitó importancia a las operaciones diciendo que se iba a hacer algunos retoques estéticos.

El día de la intervención, estaba nerviosa, pero feliz.

Al cabo de seis semanas Jessi se miraba desnuda, de perfil, delante del espejo y no reconocía su propio cuerpo. Lo que vio no le gustó mucho, pero quienes sabían decían que así debe verse una mujer buena.

Todavía insatisfecha e insegura consigo mismo, pensó en la posibilidad de hacerse cirugía en la cara.

No estaba completamente bien de la anterior intervención, cuando hizo cita de nuevo con el cirujano facial. No tuvo que insistir mucho para que el médico accediera. La intervención salió bien y al cabo de dos semanas, su cara comenzó a normalizarse.

Sin embargo, la persona que solía saludar en el espejo todos los días, había desaparecido y una extraña le lanzaba miradas de desprecio y rabia.

Jessi maldijo el momento en que se dejó influir para cambiarse toda, por un hombre del que lo único que estaba segura, era que le había sido infiel a los veinte años.

Una semana antes de la llegada de Jacobo, Jessi comenzó con fiebre y terminó con una tremenda septicemia que en tres días le quitó la vida.

En el chat de Las Pioneras, se pudieron leer comentarios diversos.

–¡Ay Dios mío, pobre Jessi!

–Tanto afán para no poder disfrutar la cosecha.

–Una muchacha tan buena y responsable.

–Total, por un tipo que ni caso le había hecho en cuarenta años.

–¿Vieron el cuerpazo antes de morir?

–En la caja se veía muñeca, muñeca.

–Si, “etericaíta, etericaíta”.

El síndrome de la caverna

–Los periódicos y noticieros de la televisión son exagerados –le decía Mercedes a Rosita–. Recuerdo el miedo que nos metieron con lo del Ébola que hasta nos dio diarrea a muchos y al final, ni un solo caso aquí.

–Imagínate, ¡eso es en China que está en el fin del mundo! –reforzó Rosita.

–Es que hay gente miedosa. Ayer me encontré a Libia en la calle, iba a darle un abrazo y me dijo: de lejitos, mi amiga que me estoy cuidando del Covid.

–Si, Libia es muy ñoña.

–Nos vemos mañana en la “Welcome Party” de Monín?

–Yo no puedo ir, me falta preparar muchas cosas para el viaje.

–¿Se van a ver a los muchachos en Italia?

–Si, claro. Salimos el martes y pasaremos un mes con ellos y luego seguiremos viaje por el centro de Europa.

–Nosotros también iremos a Nueva York, pero en mayo.

–Bien, amiga. Disfruten mucho y saludas a Monín de mi parte.

–Y tú, dales un beso a tus muchachos de la mía.

Dos meses más tarde Mercedes recibe una llamada por wasap de Rosita.

–¡Mi amiga, saluditos desde Portofino! ¿Cómo estás? Cuéntame de tu vida.

–¡Oh, Rosita! Pensaba que habías regresado hace tiempo –contestó Mercedes.

–¡Muchacha! Aquí estamos todos encerrados en la cueva. En Italia el virus está dando con fuerza. Está muriendo mucha gente y nos hemos metido en miedo. Los aeropuertos están cerrados. No se cuándo será posible regresar. ¿Me hablas desde Nueva York?

–Nada de eso. Desde la isla y también trancada. Los aeropuertos norteamericanos están cerrados. Además, Nueva York se está quedando vacía con tanto muerto. No dan abasto ni con los féretros.

–¿Y cómo está la pandemia por la isla?

–Aunque aseguran las autoridades que estamos mejor que en otros países, estamos mal. ¿Recuerdas que hablamos de la fiesta de bienvenida para Monín? Resulta que ella no lo sabía, pero vino con Covid de su viaje y se lo pegó a algunas de las personas que asistieron. Ella estuvo en cuidados intensivos por quince días y, al final murió, la pobre. Esos contagios se multiplicaron. Yo me salvé, por suerte. Pero estuve un mes muerta de miedo, pensando que cualquier día me iban a salir los síntomas del virus. No he vuelto a salir de casa desde entonces, aunque me he hecho cuatro pruebas y todas han salido negativas. Conozco mucha gente que se ha librado porque Tatica nos protege.

Las diligencias que se pueden hacer por teléfono o internet, las hago. Si no, mando al chófer a hacer las compras. He despedido al servicio y les he prohibido que me visiten mis hijos y sobrinos; nos hablamos por Zoom. Me hago el PCR cada quince días, porque, cualquier precaución es poca.

–Estoy deseando que abran los aeropuertos para volver. El apartamento en el que estamos es de casita de muñecas. No hay intimidad. Vivimos juntos todo el día. No estamos acostumbrados a eso –contestó Rosita.

–Bueno, mija, te entiendo. Aunque no hay mucha diferencia de un país a otro, tu casa es tu casa.

–A ver si nos juntamos cuando regrese. ¡Ciao!

–Avísame cuando llegues, bay.

Un año más tarde las dos amigas no se habían visto.

Rosita recibe una llamada de Mercedes.

–¡Amiga! ¿Ya se puso la vacuna?

–Si. Las dos dosis. Pero todavía no hace un mes de la segunda y sigo con los mismos cuidados de siempre –afirmó Rosita.

–Yo también. Todavía no he vuelto a contratar al servicio. Me las arreglo con el robot para sacar el polvo de los pisos y Franc me ayuda con la loza. El chófer me busca la comida que encargamos a los restaurantes y hace la compra en el súper.

–Yo he salido a dar alguna vuelta con el carro para retomar la vida de siempre, pero, salir a la calle es como salir a la jungla. No sé si soy yo, o es que el tránsito está mucho peor que hace un año. Los motoristas se han multiplicado y también su velocidad. Todo el mundo va a la suya, sin tener el cuenta a los demás. En las plazas comerciales, la gente actúa como si no pasara nada. Se le pegan a una con la mascarilla debajo de la nariz. Es un sufrimiento. El día que fui, me faltaba la respiración y pensé que me iba a desmayar. En los bancos, las filas son kilométricas. He decidido que no saldré hasta que todo esté normalizado.

–Algo parecido nos pasa a Franc y a mí. El otro día fuimos a la terraza de un restaurant y nos pasamos el tiempo observando a las otras personas y a los camareros. Su descuido en el festinado “alejamiento social” nos asustó. Al final, dejamos toda la comida encima de la mesa y nos fuimos a casa. ¡Dios mío qué estrés, las piernas me temblaban! Yo pensaba que la pandemia influiría en las personas para hacernos más cuidadosas, más solidarias y más educadas, pero veo que ha sido todo lo contrario. Hemos decidido que esperaremos a salir y hacer vida normal, hasta que se vea la luz al final del túnel.

Rosita, Mercedes y muchas personas más, pueden verse perjudicadas por el Síndrome de la Caverna, otra de las muchas afecciones sicológicas que nos ha “regalado” la pandemia del Covid19. Los siquiatras Alan Teo de la Scientific American y Mathew Patkinson, lo definen como “miedo de volver a la vida de antes, aún habiendo sido vacunado”.

El encierro por largo tiempo, también puede ser la causa de Agorafobia, trastorno de ansiedad que involucra miedo a las multitudes y espacios exteriores.

El aislamiento social al que que nos hemos visto obligados durante tanto tiempo, debido al riesgo de contagio, ha hecho que muchas personas sientan miedo de retomar su vida anterior, a pesar de estar doblemente vacunadas y, posiblemente, en un ambiente de menos riesgo.

Los especialistas afirman que salir a la calle después de un año encerrados, no será una transición fácil, porque la pandemia ha creado miedo y ansiedad, debido al riesgo de contagio y muerte. Los mensajes recibidos frecuentemente sobre calamidades, estadísticas negativas y casos magnificados o inventados, incrementan la desinformación y la alarma.

El doctor Alan Teo, atribuye el síndrome de la caverna a tres factores: hábito, percepción de riesgo y conexiones sociales.

Algunas personas se aíslan porque siguen teniendo pánico a la enfermedad y otras, se resisten a abandonar lo que, para ellas, son los beneficios que encontraron al estar aisladas y en soledad: seguridad, control, comodidad, nadie que juzgue su actuación o su físico y estar en un medio que acoge, entre otros.

Las redes sociales suplen contactos digitales con los que muchas personas se sienten satisfechas. Esto hace más difícil la vuelta al contacto físico y visual que tan importantes son para la salud emocional. No nos daremos cuenta de sus efectos negativos hasta que ya no sintamos la necesidad de contacto físico y defendamos que vivir solos es la fórmula mágica.

Investigadores especialistas en la materia nos advierten que tendremos que convivir por muchos meses más, o quizás años, con el virus y sus mutaciones, lo que hará que cada vez más personas sean propensas a sufrir el SDC.

Es importante establecer que una cosa es tener “pereza” de salir a la calle, o salir con temor a enfrentar todas sus complicaciones y otra, sufrir manifestaciones de pánico o convertir el trastorno síquico en síntomas orgánicos y funcionales, es decir, somatizar por más de seis meses.

En el segundo caso, buscar ayuda profesional cuando nos sintamos atrapados e inmovilizados por el miedo a abandonar nuestro refugio, es una decisión sabia.

Fuenteovejuna, señor

ESCENA 1

El lunes, cuatro denuncias de la desaparición de Hernán llegaron a la policía, en diferentes destacamentos. Una de su mujer, otra de su socio, otra de su amante y otra de los hijos de su anterior matrimonio. Obviamente, no había buena relación o, no había ninguna , entre ellos.

Todos coincidían en que hacía tres días que no sabían de Hernán. Tardaron en presentar la denuncia porque había «ciertas» situaciones entre ellos y el desaparecido que podrían ser las causas de su alejamiento silencioso.

Carla, su mujer, pensaba que podía estar en un retiro con su gurú; otras veces lo había hecho cuando pasaba por situaciones estresantes relacionadas con su salud y su espiritualismo. Lo raro era que no le hubiera avisado, pero, el día antes de desaparecer habían tenido una fuerte discusión relacionada con la idea de que la hija de ambos fuera a estudiar a otro país y el gran desembolso en dólares que suponía esto . Pensó que podía ser el motivo para no haberle dicho nada de su salida.

Domingo, su socio, no había recibido respuesta a sus mensajes de texto y se había cansado de llamarlo a su teléfono móvil que parecía apagado. Tenían entre manos un negocio importante para la compañía, para el que era imprescindible que Hernán llevara a cabo ciertos contactos en el fin de semana, los cuales no había hecho, según le habían expresado las personas que iban a ser visitadas. Su mujer y sus hijos tampoco sabían nada de él.

Paulina, su amante, lo esperaba con ansiedad el día de su cumpleaños, porque él le había prometido regalarle un pequeño coche utilitario que estrenarían yendo a un buen hotel de playa durante todo el fin de semana. El miércoles anterior, Hernán le había dicho que el importador no tenía el color del vehículo que ella quería, lo que la había molestado y hecho responderle de forma muy desagradable. Sin embargo, habían quedado en verse el viernes por la noche.

César, Luisita y Papito, los hijos de su anterior matrimonio, le habían estado llamando cada uno por separado porque era fin de mes y no habían recibido la transferencia que usualmente recibían cada quincena, pero les salía la voz del contestador diciendo que el teléfono estaba apagado. Se llevaban muy bien con su padre porque siempre resolvía sus problemas, del tipo que fueran. Nunca antes les había fallado el suministro de dinero.

ESCENA 2

Después de una semana de las denuncias y ante una búsqueda improductiva, la policía citó a los denunciantes para hacerles, a cada uno de ellos, diversas preguntas que ayudarían a investigar, con mejores resultados, el caso de Hernán.

–¿Qué quién puede tener algo que ver en la desaparición de Hernán? –preguntó Carla– No lo puedo asegurar, pero, sería bueno que ustedes investigaran a Domingo, su socio. El último año no ha hecho sino proponerle a Hernán proyectos que, si uno los analiza bien, o son imposibles de llevar a cabo, o están dirigidos a su propio beneficio y no de la compañía. Por su culpa, tenemos que responder a requerimientos bancarios relacionados con préstamos que, por el momento, no podemos cumplir. Hernán le habló muy fuerte y le exigió su contribución personal, ya que él era el padre del disparate financiero y el principal beneficiario de la mayoría de los proyectos. Domingo es un truhan.

–Agente, no se puede acusar a nadie sin estar seguro –comenzó diciendo Domingo–, pero si yo tuviera que señalar a alguien, sería a Paulina, su amante. Desde hace dos años lo tiene cogido por las pelotas. Todo son peticiones y caprichos caros. Al principio todo iba muy bien entre ellos porque Hernán necesitaba que una muchachita veinticinco años menor que le subiera la autoestima.  Le aseguraba que estaba enamorada de él, al tiempo que le pedía dinero para poner al hijo de ella en un colegio caro, para arreglar su casita, o para pagarse la universidad. El último revolcón le costó un coche a Hernán. El pobre, siempre había creído que el amor era gratis hasta que cayó en la cuenta. Él me había dicho que quería dejarla. Además, tenía miedo de que Carla se enterara de su infidelidad y lo dejara partido en un cincuenta por ciento.

–Mira, mi amor –dijo Paulina contestando a la pregunta del agente–, averigua qué hizo el fleje de su mujer el día que Buquito desapareció.

–¿Buquito? Señorita, estamos hablando de Hernán Martínez –interrumpió el interrogador.

–Ese mismo, mi amor. Buquito es un apodo de cariño. Te decía que investigues a su mujer que es una bruja. Gasta como si él fuera millonario. Cada mes se compra una joya diferente y le exige viajes y vacaciones en el extranjero, mientras que a mí él me mata con un fin de semana en la playa en un todo incluido. La excusa de él es que no me lleva a Nueva York porque no tengo visa; pero tampoco me ayuda a sacarla.

Iba a conseguirme un carrito y quiso echar pa tras con la excusa de que no había el color mamey que yo quería. A lo mejor ella se enteró y le dio un mal golpe, porque es reseca, pero rabiosa.

–Puede que Carla –contestó César Gómez– Esa mujer nada más vive para comprar cosas con la tarjeta de la compañía. Mi padre le había cancelado la tarjeta y a la nueva le había puesto un límite bajo. El verano pasado alquiló un apartamento de lujo en la playa para pasar las vacaciones y este año no se le dio. Todo lo quiere para ella y no colabora con nada. A mí nunca me ha caído bien.

–Pues yo desconfío totalmente de Domingo –explicó Luisita Gómez–. Hombre más lioso, mentiroso y embaucador no hay. Ha metido a mi papá en negocios “capaperros” que le han costado la salud. Parece que mi papá sabía algo sobre Domingo que había amenazado con hacerlo público si no resolvía un problema de fondos en el que se había metido, a nombre de la compañía.

–Papá me había contado un secreto que ya puedo decir porque vi a la furcia en la oficina de al lado –intervino Papito Gómez, el mayor de los hijos de Hernán–. Esa mujer, la tal Paulina, además de pegarle los cuernos con un carajo de su barrio, no hacía más que exigirle dinero. Le amenazaba con decírselo a Carla si no cumplía con sus caprichos. Se le iba a acabar el chollo. Papá la iba a dejar y ella lo intuía.

TRAS BAMBALINAS

No veo la forma de salir de la espiral de angustia en la que me he metido y que no me deja razonar –pensaba Hernán tendido en su cama, en una. interminable duermevela.

El doctor Vargas me ha recomendado bajar la ansiedad que está acabando con lo poco que queda de mi corazón; la diabetes hará el resto. Los tratamientos que me permitían tener cierta calidad de vida, cada vez son menos eficaces. Los cambios de medicamentos no producen los resultados deseados. Hace tiempo que me aconseja retirarme de los negocios y vivir con los recursos obtenidos después de tantos años de trabajo. Lo que no sabe el doctor es que solo tengo deudas y en este momento, ni siquiera visualizo de qué forma pagarlas.

Augusto, quien durante cinco años había sido mi soporte y consejero emocional, no logra motivarme a seguir adelante. Ya no tiene el toque, como solía tener, para hacerme reaccionar ante los tropezones de la vida. Todo lo resuelve poniéndome a meditar, pero no me sirve, porque las meditaciones siempre son invadidas por todos mis problemas y sus ejecutores.

No soy capaz de cuidarme a mí mismo. Menos puedo ser el soporte y cuidador de todos los que conforman mi vida.

Carla, no es capaz de darse cuenta que en lugar de ser parte de la solución, es parte del problema.

Domingo, no conoce otra forma de hacer crecer el negocio si no es enredando, presionando y cogiendo préstamos. Y lo peor es que yo lo he sabido siempre y lo he permitido.

Paulina, encontró la gallina de los huevos de oro, cuando yo creía que lo que buscaba era un gallo.

César, Luisita y Papito, son un barril sin fondo. Yo soy el responsable, porque, en su vida, lo único que hice fue proveer. Así los acostumbré.

Faltaba un rato para el amanecer, pero ya no resistía el maltrato de su consciente. Hernán se levantó, se bañó y se puso su mejor camisa. Se afeitó concienzudamente y se puso la colonia que tanto les gustaba a Carla y a Paulina. Bajó a la cocina y preparó un jugo de vegetales, tomó un par de sorbos y lavó el vaso en el fregadero.

Cogió las llaves de su coche. Tenía que darse prisa si quería ver salir el sol cerca del mar.

No tardó en llegar a su lugar favorito. Aparcó el coche y caminó unos minutos por la acera que bordea del acantilado, hasta que llegó al banco donde tantas veces se había sentado a descansar, después de una carrera de cuatro kilómetros. Eran otros tiempos, pensó con añoranza.

La claridad empezaba a percibirse en el horizonte. El mar llegaba hasta su olfato mezclado con la brisa, como el mejor de los perfumes. Solo tenía que cerrar los ojos para trasladarse a un lugar donde vivir era algo natural, sin dolor, sin presiones. Podría fluir.

Apagó su teléfono móvil. Abrió los ojos para grabar en su retina del maravilloso azul y verde de la naturaleza, respiró profundamente, se levanto, caminó con tranquilidad veinte pasos hasta el borde y se dejó caer.

(Mutis y sale por el foro).

El farolillo rojo

En el cielo, todos los años, hay un concurso de productividad y eficiencia, en el que participan los ángeles responsables de todas las funciones que se llevan a cabo, para que ese conglomerado llamado Creación funcione adecuadamente.  

En diciembre, hay una premiación extraordinaria en la que se dan trofeos a las tres primeras categorías y medallas a las siete siguientes.

El departamento de Contabilidad y Auditoría se pasa todo el año recibiendo los reportes de resultados.

La efectividad se mide con mucha precisión: tantas intervenciones, tantos éxitos o tantos fracasos en las mismas. No hay posibilidad de fraude, ni los ángeles lo intentarían.

Dios, no participa en la selección de los ganadores, solamente hace la entrega de premios en la ceremonia más esperada por todos los habitantes del cielo.

En el escenario, siempre está la mesa de Dios, su hijo y los santos que le acompañaron en su vida terrenal.

Al frente y formando un semicírculo, en primera fila, las santas y santos. Su crecimiento es lento, porque últimamente no están llegando al cielo en grandes cantidades.

Después, de adelante hacia atrás, se sientan los que en vida amaron mucho, los que fueron humildes aún poseyendo bienes, los que obraron con generosidad, los que practicaron la caridad, los que lucharon contra la homofobia y la xenofobia, los que protegieron el medio ambiente, los que fueron pacientes ante tanta locura y, en la última fila, tres sillas ocupadas con políticos que habían trabajado para servir a su país y no se habían enriquecido en sus cargos.

Alrededor, estaban los ángeles excitados y parlanchines, especulando sobre quiénes estarían recibiendo reconocimientos.

San Juan agitó una campanita de cristal para solicitar el silencio de los asistentes. Inmediatamente comenzó a leer la lista de premiación entregada por los auditores.

Primer lugar: Ángeles de la Guarda Nocturnos, veintiséis millones de niños protegidos, efectividad de un 100%.  –La concurrencia se volvía loca aplaudiendo y pateando las nubes.

Segundo lugar: Ángeles de la Vida, con cincuenta y tres millones de nacimientos y tasa de efectividad de un 90% –Los asistentes aplaudían frenéticamente.

Tercer lugar: Ángeles de la Muerte, con veinte millones de fallecimientos y tasa de efectividad de 75% –se oyeron murmullos.

Después, San Juan nombró las siete categorías siguientes, las cuales recibieron aplausos tibios y, en el caso de los Ángeles del Transito, pitos y broncas.

Subieron al escenario a recibir su trofeo y tomarse la foto, Ariel, Uriel y Azrael, los ángeles responsables de las tres categorías ganadoras.

Dios hizo un aparte con el Ángel de la Muerte.

–Azrael, hijo, ¿qué está pasando con tu “average”? Cada año veo que tus cifras van descendiendo.

–Padre, los Protectores del Tránsito tienen menos efectividad que nosotros.

–No te estoy hablando de ellos –contestó Dios molesto–. Estoy diciéndote que ninguno de tus colegas tiene un trabajo más fácil que el tuyo. Sus tareas se pueden ver afectadas por el libre albedrío que les he dado a los humanos, quienes pueden decidir aceptar o no su ayuda, pero tú, solo tienes que buscar a los individuos del listado que te entrega el departamento de Mejor Vida y traerlos.

–Perdón, padre, mañana reuniré a mi equipo para que analicemos las causas de nuestros decepcionantes resultados y te presentaré el informe.

Azrael reunió a su equipo de Parcas y Calacas para analizar las razones de su descenso en la efectividad de su trabajo. Les solicitó que le presentaran las cifras por regiones mundiales y por países, para ver en cuáles se estaban produciendo los fallos y las razones de los mismos.

Al cabo de una semana, los directores de cada zona llevaron los números.

En la mayoría de los países europeos, excepto en España e Italia, la efectividad era superior al 98%. Igual pasaba en el resto del mundo excepto en los Estados Unidos y en República Dominicana.

La Calaca A-2020, responsable del servicio en el Caribe, se sintió avergonzada al ver que su equipo había sido el menos eficiente, incluso por debajo del de Tránsito, pasando a ser el farolillo rojo del cielo.

–Debemos formular hipótesis –dijo Azrael– y luego ir al campo a confirmarlas o desecharlas. Hagamos una tormenta de ideas.

–Una hipótesis podría ser que Lucifer los auxilia.

–No, Lucifer se nutre en un altísimo porcentaje de nuestros clientes.

–O, puede que tenga relación con el idioma que hablan.

–¿Acaso no son todas ustedes multilingües?

–O, que la comida que ingieren los hace invisibles.

–Tu lees muchas novelas de ciencia ficción –le contestó Azrael molesto.

–Otra podría ser que tenemos una filtración de las listas que previene a los prospectos –todos se miraron alarmados.

–Yo confío en ustedes. –añadió Azrael –Sigamos pensando. A partir de mañana, anotaremos los inconvenientes que tenemos con los mortales que se resisten a descansar en paz.

–Sugiero que hagamos un censo de nuestros territorios, anotando nombres y ubicaciones de los mortales –agregó la Parca N-1 que estaba en el oficio desde la muerte de Abel y tenía su área muy bien organizada.

–¡Excelente idea!

Pasaron varias semanas durante las cuales Calacas y Parcas fueron extremadamente cuidadosas tomando nota de todo lo ocurrido en su tarea de cambiar el estatus de los humanos.

No hubo nada irregular o fuera del procedimiento en las regiones y ciudades del mundo donde ya se había comprobado anteriormente que todo funcionaba bien.

La primera que dio la voz de alarma fue Calaca A-2020.

–Azrael, creo tener un error en las listas de República Dominicana que me suministra el departamento de Mejor Vida. En todo este tiempo de estrecha supervisión, he visto que un cincuenta por ciento de las personas listadas, no aparecen, no existen.

–No puede ser –contestó Azrael–. Los escogidos se extraen de los listados del departamento de Nacimientos y se cotejan con Bautismo y Matrimonio. ¿No será que no están buscando bien?

–¡Noooo! Vamos al domicilio del prospecto, o lo buscamos en el lugar alternativo que indica el listado y si no lo encontramos, preguntamos a vecinos y conocidos. Agotamos todos los recursos y nada.

Parca Ñ-98, supervisora de España, Parca I-419, supervisora de Italia y Calaca USA–33, supervisora de los Estados Unidos, también protestaron por la insinuación de Azrael y confirmaron que, en un área de sus territorios donde había una gran proporción de inmigrantes dominicanos, estaba pasando lo mismo.

Azrael quería resolver el problema como le había prometido a su padre. Decidió acompañar a Calaca A-2020 en uno de sus viajes a Santo Domingo. Llevaban una lista pequeña, para poder dedicar más tiempo a la búsqueda.

De las diez personas que deberían acompañarlos en su retorno, solo encontraron a cinco y las otras cinco no pudieron ser localizadas ni en sus casas, ni en los hospitales, ni en la calle.

Muertos de calor y de cansancio regresaron a la pensión donde se hospedaban.

–Doña Crusa, por favor, prepárenos la cuenta que salimos mañana temprano –le dijeron a la dueña de la pensión–. Y si es tan amable, déjenos sus datos para hacer una transferencia.

–Ay si. El depósito debe ser realizado en mi cuenta. Muchas gracias –respondió Crusa.

Mientras se duchaban, alguien pasó un papelito con los datos bancarios de la dueña de la pensión: Dolores Fernández, Banco Nacional, cuenta número 18490.

–Calaquita, haz la transferencia –ordenó Azrael.

Salieron a la calle y se sentaron en una terraza a tomar un refrigerio.

–Buenas tardes. Soy Josecito y hoy seré su camarero –les dijo un sonriente joven–. ¿Qué desean ordenar?

Azrael que era muy observador, se dio cuenta de que en el gafete de identificación el nombre que ponía era Salvador Gómez. No dijo nada, pero guardó la pesquisa. Acabaron su comida y decidieron pasar por una tienda de suvenires.

Les atendió una joven dependienta que se llamaba Paulina Vinicio, según decía su broche, y que no dejaba de mirar con una sonrisa cautivadora a Azrael.

–Buenas tardes, mis amores, ¿en qué puedo servirles?

–Queremos comprar varios llaveros de tamboras, güiras y cervezas Presidente que son muy apreciados por sus conciudadanos que están con nosotros.

Mientras Paulina buscaba lo solicitado, un compañero salió de la trastienda y la llamó.

–!Élsida! tienes llamada allá adentro. Corre, huye, que parece urgente. No te apures que yo atiendo a los señores.

–Oiga joven, nos ha llamado mucho la atención que usted ha llamado Élsida a la chica que nos atendía, mientras que su broche dice que se llama Paulina –comentó Azrael.

–Ah, si. Muchas veces nuestros padres nos bautizan con un nombre y apellido y luego nos llaman de otra forma. Yo, por ejemplo, me llamo Ramón y la gente me dice Cleto.

–¿Y por qué lo hacen?

–Antes, en los pueblos lo hacían para que cuando la muerte viniera buscándolos por su nombre, nadie supiera de ellos y no los encontrara. Y así hemos seguido y nos ha ido muy bien. Si se fijan, el número de defunciones es pequeño comparado con el de otros países.

–¡Aaah, caramba! –Exclamaron los dos ángeles a un tiempo–. ¡Gracias Cleto!

Se miraron con complicidad, pagaron los suvenires y salieron.

Azrael pensó: mi padre puso de más en el cerebro de estos isleños.

Ahora, más tarea para los Ángeles de la Guarda que serán los responsables de contrastar nombres contra apodos.

Las caras de la moneda

Algunos vivos reciben el día con alegría, otros con desidia, otros con motivación, otros con rabia y, los más, con miedo. Cada quien lo abraza de forma diferente y a partir de ahí, se hace. Hay empeño en vivir.

Cara

Esther apagó la alarma del reloj. Se levantó y fue a la ducha. Desde el incidente, había desarrollado una necesidad de enjabonarse hasta cinco veces y aún así no se sentía limpia. Era allí donde dejaba que sus lágrimas se disolvieran entre el agua y jabón. El resto del día, las aguantaba.

No desayunaría en casa, no podía perder tiempo. Tenía que salir bien temprano, a una hora en la que la maldad pudiese estar descansando. En sus quince minutos de pausa del trabajo, engulliría un croissant con chocolate o lo que apareciera, lo importante era seguir adelante y empujar el día.

Antes de abrir la puerta de su apartamento, sacó de su bolso las llaves del garaje y del coche y las mantuvo en la mano para no perder tiempo al llegar al sitio. Se aseguró de llevar el espray de pimienta y repasó mentalmente su forma de uso.

Quizás debería ir pensando en mudarse a otro apartamento en un barrio más seguro, o a otra ciudad.  Pero sabía que no eran el barrio ni la ciudad los responsables de todas las violaciones y asesinatos a mujeres que salían diariamente en los periódicos y noticieros de televisión.

En el portal del condominio miró hacia todos los lados para asegurarse que ningún depredador estuviera cerca. Salió y comenzó a caminar con rapidez, eran cuatro calles que tenía que recorrer para llegar al garaje.

Cuando había superado a primera calle, notó que del portal de un edificio del otro lado de la calle salieron dos hombres. Su corazón se aceleró. Se irguió, no daría a entender que les tenía miedo. Metió la mano en el bolso y asió con fuerza el espray.

Los hombres atravesaron la calle con prisa para tomar la misma acera por la que ella estaba pasando.

Esther sintió que comenzaba a faltarle el aire. Aceleró el paso al tiempo que giraba su cabeza para ver qué tan cerca estaban de ella. No, no podía volver a pasar.

El recuerdo de los otros dos hombres que aquella nefasta mañana salieron de un portal y acercándose a ella, uno por cada lado, la cogieron del brazo y la obligaron a entrar en un edificio en construcción, la trastornaba. No podía pensar en otra cosa, ni siquiera podía gritar.

–¿Qué pasa princesa? ¿Nos tienes miedo?

–Ven, prenda preciosa, danos un besito.

–Por favor, dejadme en paz, por favor, por favor.

No sirvió de nada golpearlos, ni gritar, ni arañar.

Nadie apareció para ayudarla. Nadie evitó que la violaran.

Y ahora podía volver a pasar. Correría, correría para dejar a estos dos atrás y refugiarse en su coche y, si hacía falta, les echaría el vehículo encima.

Con las piernas temblorosas y casi sin aliento, Esther siguió corriendo y mirando hacia atrás. Notó que los dos hombres estaban disminuyendo el paso e iban quedando a mayor distancia.

Quizás no tenían malas intenciones. Quizás debería empezar a tratar su paranoia. Quizás, con el tiempo, podría recuperar su confianza en los hombres.

Cruz

–¿Cómo te sientes, cariño?

–Estoy bien.

–Llevas un buen rato dando vueltas en la cama.

–Tengo miedo de tener otra vez la pesadilla.

–Tienes que pasar página. No podemos vivir toda la vida pensando en lo que nos pasó.

–Deberíamos irnos a vivir en otra ciudad.

–En todas pasa lo mismo.

–Vámonos a otro país.

–Todos son lo mismo.

Antonio dio media vuelta para ocultar sus lágrimas. El recuerdo volvió, todo era muy reciente. De nuevo fue como si lo estuviera viviendo.

Aquel día, se habían levantado de buen humor y después de desayunar se dirigieron al garaje donde tenían alquilado un espacio para guardar el coche. Era un sitio muy conveniente porque quedaba a tres calles de su apartamento.

Solían ir muy temprano porque su lugar de trabajo estaba fuera de la ciudad y les tomaba un buen rato llegar a la empresa. Ese día estaba nublado y oscuro.

Tomados de la mano llegaron ante la puerta del garaje y Antonio apretó el botón del control automático para abrir la puerta.

Tenían que coger el ascensor para descender tres niveles y encontrar su coche. El garaje estaba en un edificio antiguo y la distribución de los parqueos no era regular. Debían caminar unos cincuenta pasos hasta llegar al vehículo.

Antonio miró hacia todos los lados y vio salir detrás de una columna a dos hombres que se dirigían hacia donde ellos estaban. De pronto, comenzó a sentir ansiedad y miedo.

Tenían pinta de maleantes. Rapados, vestidos con ropas oscuras y tatuajes de esvásticas en los brazos. Uno de ellos llevaba una porra en la mano.

Antonio entró en el coche rápidamente, hoy le tocaba conducir. Luís se había retrasado sujetándose los zapatos.

Uno de los individuos le cerró la puerta del coche y la sujetó con fuerza, mientras el otro se dirigió a Luís y comenzó a golpearlo con saña. Él se arrastraba tratando de proteger su cabeza.

–¡Muérete, maricón de mierda! ¡Basura, asquerosa! –gritaba el hombre que empuñaba la porra mientras golpeaba la cara y el estómago de Luís.

–¡Por Dios! –Gritaba Antonio forcejeando con la puerta, sin poder hacer nada, viendo a Luís inmóvil tendido boca abajo.

–¡Hijos de mala madre! ¡No merecen infectar nuestro aire! –gritaba el otro atacante mirando fijamente a Antonio.

Antonio accionó la alarma del coche y el ruido hizo reaccionar a la pareja de agresivos. Se miraron y el que sujetaba la puerta del coche le hizo una seña al otro. Salieron corriendo mientras gritaban.

–¡Maricones, esto no se queda así!

–Otro día terminaremos el trabajo!

Antonio salió sin aliento a auxiliar a Luís. Tenía la cara destrozada y llena de sangre, pero respiraba. Lo arrastró hasta el vehículo y lo subió como pudo para llevarlo al hospital más cercano.

Tres meses pasaron desde el incidente y ninguno de los dos lo había digerido. No había calma en sus días. Antonio seguía sintiéndose culpable como el primer día por no haber podido defender a Luís. Aunque los dos agresores fueron apresados, ellos sabían que había muchos más buscando una oportunidad de descargar su rabia, frustración e intolerancia, en personas como ellos.

Una vez más, hicieron el recorrido hasta el garaje. Atravesaron la calle para caminar por la acera que los llevaría directamente a su objetivo.

Por la acera a la que se dirigían, vieron a una mujer joven que otras veces habían visto pasar. Podría ser una vecina. Parecía muy nerviosa. Caminaba deprisa y a cada momento giraba la cabeza para mirarlos. De pronto, ella empezó a correr alterada, asustada.

–Caminemos más despacio. –Dijo Luís recordando una vez más el miedo y el dolor que ellos mismos habían pasado no hacía tanto– Vamos a dejar que entre tranquila. También las mujeres son una especie amenazada.

–¿En qué se está convirtiendo el mundo? –dijo Antonio.

–Y lo peor es que no hay refugio donde pasar la tormenta –añadió Luis.

La magia del jardinero

A veces, la vida nos pone en el camino ciertos especímenes que, si los buscáramos, no los encontraríamos.

–Buenos días doña. Vengo a arreglarle el jardín porque Andrés no puede venir. Está haciendo un trabajo en el interior y no volverá hasta la semana que viene –me abordó en la puerta de mi casa un hombre armado con una tijera de podar y una cortadora de grama.

Qué raro pensé. Pero no tanto. Mi experiencia, basada en la informalidad de los chiriperos, me señalaba que podía ser verdad que el uno no pudiera venir y que el otro hubiera sido recomendado por el uno.

Le eché, disimuladamente, una ojeada para hacerme una composición de lugar. Normal. Sin edad. Camiseta Vernache, tenis justit, gorra de los Yankees de Nueva York y los pantalones en la cintura; cero calzoncillos a la vista. Esto último y los yerbajos desbordando mi jardín determinaron su entrada.

Comenzamos bien. Al menos, era mejor que Andrés recortando setos. El nuevo, hizo varios señalamientos sobre el mal estado del patio y la necesidad de hacer arreglos que suponían cierta inversión. ¿Dónde habría aprendido que el “gasto” es malo y la “inversión” es buena?

–Usted va a ver, doña, le voy a hacer valer su jardín.

–¿Me está diciendo que Andrés no va a volver?

–Bueno, usted es la que sabe. Yo na más le digo que le puedo poner todo nítido, no como esto –dijo señalando un área con reconvención .

–Lo pensaré.

 Me convencí de que este jardinero era más profesional que el anterior.

–Deme su número de teléfono para llamarle si vuelvo a requerir su ayuda.

Le pagué el servicio después de anotar sus datos y me sentí obligada a darle mi número telefónico cuando me lo solicitó.

No pasaron cinco días cuando recibí un wasap de audio.

–Buenos días doña Eladia –equivocó mi nombre–. Que Dios la bendiga a usted y familia y le de mucha salud. ¿Paso por allá a lo del patio?

–Le dije que le avisaría –le contesté.

–Está bien, doña Eladia, esta bien.

A los dos días, volvió a mandarme un mensaje.

– Buenos días doña Eladia –volvió a equivocar mi nombre–. Que Dios la bendiga a usted y familia y le de mucha salud. Doña Eladia, mire, si cortamos el árbol del patio que está muerto, quitamos toda la maleza y echamos sacos de tierra negra, usted va a tener un rincón para poner un conuco. Ahí puede sembrar plátanos y yuca. O, si quiere, lechugas, tomates y zanahorias.

–Me parece bien, pero ya le diré cuando esté lista para hacerlo –le contesté por no parecer descortés.

–Doña y también hay que fumigar el aguacate y el coquillo –dijo de forma que más que una sugerencia parecía una orden.

Lo de la fumigación me convenció, porque mi preciosa mata de aguacate estaba cada vez más decaída y producía menos.

–Venga a fumigar y después veremos si hago el resto –no le dije cuándo, ni él me preguntó al respecto.

Al día siguiente, temprano en la mañana, estaba llamando a la puerta con una bomba para fumigar colgada en la espalda. Lo dejé pasar. Me sentí un poco molesta por ser yo tan blanda y él tan insistente.

Terminado el trabajo me pasó la factura. La encontré un poco elevada para lo que se suponía que había hecho. Se lo dije.

–Doña, es que tuve que salir a zancajear las chatas y perdí la mañana.

No entendí bien. Pensé que era un barbarismo. Yo tenía prisa, así que pagué y olvidé el asunto. 

Al cabo de unos días, mientras mi marido paseaba por el patio se acercó al árbol de aguacate.

–¡Alma, ven! –me llamó en voz alta–. Parece que nos están haciendo brujería.

Pensé que estaba bromeando. Cuando llegué donde él estaba, me señaló las ramas del aguacate cuajadas de botellitas “chatas” de ron, casi vacías, colgadas en ellas. Parecía uno de los árboles que yo dibujaba cuando era párvula, solo que de los míos pendían manzanas.

A pesar de haber escuchado a personas cercanas diciendo que existe la magia negra y que hay que cuidarse de ella, yo nunca he creído en la brujería. Me costaba admitir que podía tratarse de algo parecido. Pero, era raro lo de las botellas.

Decidimos consultar con la persona que nos ayuda en los quehaceres de la casa, mujer de campo y creencias prodigiosas: Ludivina.

Ella, al ver el árbol adornado no se mostró asombrada. Nos aclaró que en los campos le ponen esa especie de regalo a algunos árboles para que se animen a tirar frutos. No quise hacerla sentir mal expresando mi incredulidad. De todas formas, el enigma de las chatas se había resuelto.

Como suponía invertir un tiempo en liberar al árbol de tan singulares frutos, dejamos para otro momento la tarea. Sin pensar, habíamos instalado un sonajero.

El aguacate se llenó de flores y mostró su verde nuevo. Ese año comimos más aguacates que nunca.

–Las chatas funcionaron –comentó Ludivina con mucha seriedad.

–Las chatas funcionaron –comentamos mi marido y yo, muertos de la risa. – La fumigación funcionó –dijimos por lo bajo.

No cabe duda de que Toño Vardés hace magia para lograr lo que quiere. Durante el tiempo que ha trabajado para mí, ha conseguido que yo acepte la mayoría de las propuestas de mejora que ha sugerido e, incluso, que le haya prestado dinero para una operación de su hermana, de quien no he podido averiguar su existencia.

Solemos recoger simientes de frutas que nos gustan para hacerlas germinar. Una vez, sembramos las semillas de una granada grande y roja. Después de un buen tiempo dedicándoles todo tipo de atenciones, apareció en la superficie del semillero una plantita. Fue un regocijo verla crecer. El jardinero la sembró en el patio.

–Ta bonita la guayaba– decía Toño cada vez que venía a arreglar el patio.

–La granada –decía yo incómoda y él me miraba, pero no añadía nada.

La granada fue creciendo y echando flores. Un buen día, el árbol nos sorprendió con una bolita y nos hizo feliz. La bolita fue creciendo hasta convertirse en una olorosa guayaba. Sin duda se coló una semilla de guayaba en los predios de la granada.

–¡Carajo! Qué poderosa es la magia de Toño, consiguió convertir un granada en guayaba –comentamos muy serios delante de Ludivina y ella se santiguó.

El último logro de Toño, fue convencerme de sembrar más árboles frutales.

Su propuesta fue para comprar diez matas de coco enano que, probablemente, tenía ubicadas e iba a sacar una buena tajada por hacer de intermediario. No la acepté tal cual, porque no iba a saber qué hacer con tanto coco que, según él, iban a parir las matas y a cambio le solicité aguacate, mandarina, limón, cerezo, guayaba, guanábana y mango. Le compliqué la vida. Se pasó un día entero tratando de conseguir los frutales que, además, yo exigí que fueran injertos.

Llegó con los árboles, a cuyo costo tuve que añadir un plus porque, según me dijo,  estaban más caros de lo que él había previsto porque yo había tardado mucho en tomar la decisión y, entretanto, habían subido de precio.

Procedió a la siembra de una forma tan poco convencional que en media hora había terminado el trabajo.

El árbol de mango y el de limón, comenzaron a languidecer al día siguiente de haber sido sembrados.

Hice venir a Toño para que viera el estado de los frutales pagados a sobreprecio.

–Mire, Vardés, el mango y el limonero se están muriendo.

Miro los árboles con gran detención. Les dio varias vueltas. Arrancó, olió algunas hojas y se las colocó en la frente para terminar dando su diagnóstico.

–No, señora, no se están muriendo. Es que tienen fiebre. No se apure que ellas se reponen.

Han pasado dos semanas y los árboles siguen con fiebre.

No se si darles oportunidad a que ellas mismas resuelvan su problema, colocar chaticas de ron al pie de cada una, o despedir al mago, no vaya a ser que, al final, mi patio se convierta en un bosque encantado.

La Coja

Margarita vive en un barrio prototipo del abandono estatal y ciudadano, donde sus habitantes funcionan como si fueran una gran familia ensalada, en la que todo tipo de componentes dan como resultado un plato muy particular que sacia el apetito de la mayoría, aunque alimente poco.

Los primeros vecinos del lugar habían aprovechado unos terrenos de particulares, sin verjas ni protección de ningún tipo, para, tímidamente al principio y de forma atrevida más adelante, asentarse. Como apenas tenían pertenencias, construyeron un pequeño refugio con maderas y zinc, porque, si alguien venía a reclamar la tierra y a echarlos de allí, el traslado a otro solar baldío no tendría mayores inconvenientes.

Nadie los expulsó y, poco a poco, otros desposeídos fueron imitándolos construyendo muy cerca, como si las casuchas quisieran hacerse fuertes abrazándose unas a otras. Cuando, al haber residido un tiempo considerable en el terreno sin ningún tipo de reclamo,  hubo cierta seguridad de no ser desalojados, las casuchas fueron cogiendo forma de casas.

En la actualidad, La Hermandad es un arrabal sin condiciones sanitarias adecuadas. Calles llenas de barro cuando llueve y casas llenas de polvo cuando hay sequía. Niños con mocos, semidesnudos corriendo y jugando en las calles. Bachatas y telenovelas transmitidas a 100 decibelios.

El lugar está cubierto por una enramada de cables eléctricos conectados subrepticiamente a postes del alumbrado público, lo que permite que cada casa tenga los electrodomésticos necesarios para que sus moradores sientan que han sido incorporados al siglo veintiuno.

Como no hay que pagar la luz,  hornillas eléctricas, radios, televisores, ventiladores y hasta algún que otro acondicionador de aire, permanecen encendidos durante todo el día.

No faltan colmaditos ni bancas de apuestas y, hasta una discoteca que en la “parte atrás” tiene varios nidos de amor para las correrías extramaritales.

De La Hermandad, en principio, solo se podía salir o llegar en motor. Al ir creciendo se convirtió en una ruta apetecible para los carritos públicos.

De la primera etapa del transporte le viene a Margarita haber perdido su pierna izquierda y su nombre.

Tenía que desplazarse a su trabajo como empleada doméstica diariamente. No cogía trabajo con dormida, porque acostumbraba a ir cada noche a la discoteca para añadir un extra a sus escasas entradas. Quería hacer mejoras en la casita que compartía con sus dos hijos, cuyos padres, habiendo hecho el muchachito, habían desaparecido de su vida.

El Ñeco era uno de los motoristas que vivían en el barrio y el preferido de Margarita. Solían intercambiar servicios.

El Ñeco nunca sacó el carnet de conducir motores, por lo que no cabía dentro de su cabeza que hubiera que respetar señales de tránsito o cosas parecidas. Calculaba, con mucho éxito, los tiempos para pasar semáforos en rojo sin que otros vehículos que tenían vía libre lo arrollaran. Hasta un día.

Ese día estaba trasladando a Margarita mientras conversaba animadamente con ella. De pronto, una voladora de las que salen disparadas antes de que cambie la luz roja a verde para ganarle el cliente a la voladora de al lado, impactó con fuerza la motocicleta del Ñeco y él y Margarita salieron volando. El Ñeco murió inmediatamente y Margarita fue trasladada a un hospital donde hubo que cortarle la pierna.

A partir de ese momento le cambió la vida y el seudónimo a Margarita. Ahora era “La Coja”, quien no pudo seguir trabajando como sirvienta, ni podía recurrir a su plan B en la discoteca.

Para seguir manteniendo a sus hijos, trató en diferentes trabajos, pero el sueldo mínimo era tan pequeño que tomó la decisión de pedir limosna.

Salía de su casa arreglada y pintada. Como buena investigadora había confirmado la hipótesis de que, contrario a lo que la mayoría de los mendigos pensaba, un mendigo bien presentado y con buenas maneras conseguía mejores resultados monetarios que otro sucio y de comportamiento grosero. Eso sí, ella no quería andar en silla de ruedas porque entendía que ablandaba más al cliente su caminar descentrado y la visión de una falda no demasiado larga de la cual solo salía una pierna.

Fue ensayando en diferentes semáforos y horarios de tránsito, hasta encontrar los que le daban mejores resultados. En ocasiones, tuvo que cambiar su itinerario porque a algunos saltimbanquis modernos les había dado por ponerse en su «punto» a hacer piruetas con música mientras cambiaban las luces. Los conductores se distraían con los bailes y no le ponían atención a ella.

En otras, un buen día, aparecía un cojo que no era cojo, sino que llevaba la pierna doblada y enfundada en un pantalón ancho. Según ella, esa era una competencia desleal que, además, podía darle mala imagen y poner chivos a los habituales.

Aprovechaba la luz del semáforo, en rojo para los conductores, para acercarse al vehículo. Si el chófer conducía con el vidrio de la ventanilla bajado, Margarita aprovechaba para saludar muy sonriente.

–¡Buenos días comandante! ¡Buenos días doctora! ¡Dios lo bendiga! ¡Dios la acompañe!

Si le daban limosna, la festejaba con énfasis. Si no le daban, igualmente sonreia y deseaba un buen viaje.

Hacía un esfuerzo para agradecer las latas de refresco, los chocolates o bizcochitos que algunas personas le pasaban a través de las ventanillas, porque su objetivo no era engordar, sino llegar a la cuota diaria de dinero en efectivo que, normalmente, conseguía. La cosa era peor cuando pretendían obsequiarle restos de comida o botellas de agua por la mitad, en cuyo caso, su mirada cortaba mientras por dentro recitaba un rosario de palabrotas y maldiciones.

El regreso a su casa lo hacía siempre a la misma hora y en el mismo lugar, por lo que había hecho amistad con muchos choferes que daban servicio en la ruta.

Algunos de ellos, conmovidos por su desgracia, aunque el oficio les dejaba muy pocos beneficios a ellos mismos, le rebajaban el pasaje o se lo dejaban gratis.

–¡Pobre mujer! –pensaba la mayoría que conocía su vida y milagros–. Tan joven, con dos criaturas y sin pierna; seguro que con lo poco que gana ni puede mantener a los hijos. Ella no es como los demás mendigos que son una pandilla de vagos. Margarita había sabido desarrollar un halo muy positivo.

Pero, todo el mundo tiene un mal día. Sobre todo, si llueve.

Ese mal día, a Margarita todo le había salido mal. Llegó a su “punto” y enseguida empezó a llover. Traía su paraguas, pero, entre la muleta y el paraguas, se le hacía difícil recibir las propinas sin que algunas monedas cayeran al piso. Las recogía, con su segunda personalidad, insultando por lo bajo al contribuyente.

La lluvia persistió, a intervalos y durante todo el día. A las cuatro de la tarde, Margarita estaba mojada, extenuada, malhumorada y decidió tomar un transporte para ir a su casa.

–¿Cómo tamo, Rolo? –Le dijo a uno de sus chóferes conocidos cuando subió a su maltratado vehículo.

–Tamo bien, princesa ¿y uté?

–¡Má mal qu´el diablo! ¿Me pué perdonar el pasaje? Que la cosa no ha ido bien.

–Ta bien, Coja. La veo con mala sangre, ¿qué pasó?

–¡Toy fea pa la foto!

–¿Cómo va a ser?

–¡Ññññooo, hoy na más he recogío setecientos pesitos!

–¡La coja de los cojones! –Pensó Rolo en voz alta, mientras hacia uso de su escaso nivel de aritmética para multiplicar setecientos por treinta – Pues mire, hágame el favol, el pasaje son diez pesos.

Mi abuelita tenía un reloj de pared

Para Reyes siempre íbamos a ver a la abuela Elisa, quien era viuda desde hacía mil años, para recoger los juguetes y comernos el roscón que ella misma preparaba.

Nos recibía en la puerta de su casa con una gran sonrisa ubicada en la parte sur de su cara, acompañada por dos mofletes rojos. Yo siempre los tocaba con admiración porque no entendía cómo era posible que tuvieran ese color sin haber sido pintados.

Tenía el pelo mitad blanco y mitad marrón, recogido en un moño que aprisionaba en una peineta. Los pelillos rebeldes se salían del recogido formando una aureola que le daba el aspecto de flor. A mi me gustaba soplárselos para ver cómo se movían, pero, no bufaba fuerte no fuera ser que salieran volando, como pasaba con las flores del campo.

Los Reyes Magos siempre me dejaban lo mismo, pero diferente: una muñeca de trapo que ella misma confeccionaba –lo supe de grande.

Dependían de las telas que le hubieran sobrado cuando le cosía algo a las vecinas o confeccionaba sus propias colchas. Podría ser una de piel clara, a la que le ponía un pelo de lana bien amarillo, o una negrita vestida de colorines a la que ponía lana de corderito teñido de negro. Mi mamá decía que tenía el pelo de astracán. Pero yo no sabía qué era eso.

Las muñecas de trapo me encantaban y podía presumir de algo que ninguna de mis amiguitas de la ciudad tenía, porque eran exclusivas.

La comida era otro de los acontecimientos de la visita.

Como mi yaya Elisa sabía que mi comida favorita eran las patatas fritas y las costillas de cordero, siempre me las preparaba. Pero, como el cordero era caro, solo compraba dos costillas para mi y para los grandes, macarrones y pollo guisado. El cava nunca faltaba y, a pesar de los regaños de mi madre, siempre me servía un poquito en una copa. Me lo tomaba cuando lo hacía ella, quien tampoco llenaba su copa, al tiempo que chillábamos, entre risas y chocando nuestras copas, nuestro grito de guerra que yo no entendía, pero me encantaba –¡A las penas, puñaladas!

Inmediatamente venía el corte del roscón que lo hacíamos juntas. Ella manejaba el cuchillo y mi mano encima de la suya dirigía el lugar donde cortar. Era una operación delicada, porque el roscón tenía visibles en la superficie tres huevos duros con cáscara pintada de colores y varias plumas que, a mi modo de ver, no servían para otra cosa que entorpecer la visión de la ubicación de la sorpresa de juguete que salía en un trozo premiado del roscón.

La yaya Elisa sabía identificar en qué parte del bollo estaba el premio y recuerdo como si fuera hace un momento, cómo cortaba un poquito más adelante o detrás de donde yo indicaba, cuando el pedazo era para mí. Yo siempre me sacaba el Rey, que no era un rey, sino que, a veces era un anillito de plástico, otras veces un dedal, otras una goma de borrar y otras un angelito de la guarda.

La visita de dos días, tenía momentos agridulces.

En la pared del comedor había un reloj que incansable movía el péndulo de izquierda a derecha, de derecha a izquierda y cada cuarto de hora dejaba ir unos retintines que se iban acumulando en la medida que avanzaban los cuartos para llegar a la hora. No me gustaba en lo absoluto, no por los campanillazos, sino porque siempre temía que se parara. Alguien me había enseñado una infortunada canción que decía:

Mi abuelita tenía un reloj de pared

que tocaba las dos y las tres.

Pero, un día, el ding dong del reloj se paró

Y mi pobre abuelita murió.

Después de la larga sobremesa, mi abuela y yo hacíamos un aparte para fregar los platos y conversar como si fuéramos dos cotorras. Al terminar, yo le pedía que saliéramos al pequeño patio para que me contara cuentos.

Nos sentábamos debajo de un árbol de membrillo que en enero no daba ni flores ni frutos, pero después siempre recibíamos una caja con membrillos para hacer dulce y para perfumar la ropa de cama.

La yaya Elisa tenía en su cabeza un arsenal de cuentos conocidos, pero cada vez inventaba alguno nuevo. Pienso que preparaba el momento con antelación, para sorprenderme. Me encantaba.

Pero, yo no daba por terminada la sesión, hasta que no me contaba el cuento de “Los Higadicos”. Ella, sabiendo que después de eso tendría que dormir conmigo, con las consiguientes patadas nocturnas y posturas atravesadas en la cama, se negaba por mucho rato, pero mi insistencia era fastidiosa y, al final, acababa cediendo y contándome el cuento.

Érase una vez, un niño que su abuela lo mandó a buscar hígado en la carnicería. Por el camino se entretuvo a jugar con sus amigos y cuando llegó a la tienda, se dio cuenta que había perdido el dinero. Sabía que su abuela le iba a castigar fuertemente y pensó en arreglarlo yendo al cementerio a coger los hígados de un muerto –aquí empezaba yo a acercarme más a la abuela–. Llegó a la casa con el hígado y su abuela lo cocinó, pero él no comió.

Por la noche, el niño oyó que tocaban a la puerta. Era el muerto que venía a buscar sus higadicos.

–¡Ay , abuelita! ¿Quién será?

–Calla hijo mío que ya se irá –decía la abuela.

–No me voy que en el primer escalón estoy –decía la voz tenebrosa.

Ahí me sentaba en el regazo de la yaya Elisa, mientras en mi imaginación el muerto seguía subiendo escalones.

–¡Ay , abuelita! ¿Quién será?

–No tengas miedo que ya se irá –seguía diciendo la abuela, escalón por escalón. Hasta que al final: la tragedia.

–No me voy,  tocando a la puerta de tu cuarto estoy –decía el difunto gritando.

Empezaban mis saltos y chillidos de terror abrazada a mi abuela, quien se moría de una risa histérica que, al final, me contagiaba.

Nos íbamos a la cama juntas y yo me dormía tranquila en un abrazo de cucharita que me ofrecía mi abuela.

Y así, cada año, hasta que un día mi abuelita murió.

Fuimos al entierro y lo primero que miré al llegar a su casa fue el reloj de pared: seguía funcionando.

El rey del mambo

Toño Santiago la lió el día de su entierro.

Porque a su velatorio fueron las dos familias –la legal y la de reciente aparición en el panorama familiar.

Desde hacía tiempo la gente se imaginaba que Toño tenía una sucursal, porque con la excusa de irse para el campo, desaparecía dos o tres días por semana y regresaba cargado de verduras que crecían en el supermercado. Pero, como abrir sucursales, por parte de los hombres,  era una especie de deporte nacional, no se le había dado importancia a la menudencia. La número uno poseía el cetro y la corona y la sucursal había adoptado un bajo perfil que la protegía de propios, extraños y analistas de la vida de los demás.

Pero Toño,  ya fuera por su herencia genética de enfermedades cardíacas, o por una vida con todo tipo de licencias alimentarias, etílicas y carnales, se fue a destiempo y no tuvo la delicadeza de arreglar la situación para evitar contratiempos a las dos familias.

Las personas que fueron a la funeraria a despedirse, o a cumplir con los deudos, o a encontrarse con amigos y conocidos, o a satisfacer el morbo curioseando a Toño, se sintieron muy confundidas al avanzar por el pasillo para dar el pésame.

Como en el ring del boxeo, a un lado los Santiago: reina madre, príncipes y princesas. Al otro lado las Carvajal. Estas últimas, se habían presentado vestidas de riguroso luto y sin mediar palabra se aposentaron en la fila de recepción del ala derecha del salón.

Los primeros visitantes iban disminuyendo el paso para dar tiempo al cerebro a pensar hacia qué lado debían dirigirse. Una vez avistados los deudos, giraban hacia la derecha o la izquierda dependiendo del equipo con el que simpatizaran. Los más salomónicos, después de dar las condolencias a un bando, pasaban al otro repitiendo abrazos y frases de dolor.

Al rato de haber comenzado el velatorio, los nuevos visitantes entraban a la capilla funeraria avisados de la situación, ya que se había formado un comité de recepción que ponía al tanto a amigos y conocidos del lío emocional, y sabían en qué dirección debían girar y cuáles bancos ocupar. Como si se tratara de una boda en la que los familiares y conocidos del novio se sientan del lado del novio y los de la novia del lado opuesto, se resolvió el incidente de forma política y pacífica, hasta cierto punto. Las miradas que los seguidores de ambos equipos se lanzaban entre sí, eran violentas como si de diferentes partidos políticos en elecciones se tratara. Pero como estas no cortan, no llegó la sangre al río.

La sucursal, como si estuviera conectada a un cronómetro, cada diez minutos comenzaba a llorar gritando estrepitosamente – ¡Ay mi Toño, qué sola me estás dejando, con lo mucho que nos queríamos! ¡No te olvidaré nunca! ¡Eras mío, mío y solo mío! – Por suerte, la reina y su corte se comportaron como tales e ignoraron la provocación del bando opuesto mirándolo de forma despectiva.

Durante la misa de cuerpo presente, el sacerdote invitó por su nombre a las princesas para que leyeran los diferentes versículos y evangelio, ignorando a la sucursal que iba añadiendo a sus kilos de más un cargamento de rabia. Por eso era que ella no iba a la iglesia, – ¿qué se habían creído esos curas hipócritas? sangre de la sangre del muerto era su pequeña y sabía leer como la que más, que para eso era contable.

Llegó el momento de llevarse a Toño a su última morada. Con gran rapidez y dignidad se levantó la reina consorte para dar el último beso al cadáver, más por cubrir las apariencias y por darle un coscorrón emocional a la sucursal que por ganas de hacerlo, seguida de sus vástagos que, como una muralla, se aseguraron de que nadie se colara en su fila.

Cuando estaban a punto de cerrar el féretro, como una tromba de tormenta tropical, se acercaron las Carvajal abrazando al muerto con tanta pasión y vehemencia que el ramo de flores que reposaba en la caja cayó al suelo y no hubo un final de terror porque un empleado de la funeraria cogió el cajón al vilo, asegurando así que Toño no perdiera la compostura.

Por lo bajo la reina madre le espetó a la sucursal – ¡puta indecente!

¡Vieja frígida! – Le susurró la contendiente.

Mientras tanto, Toño, muy formal, parecía burlarse de los dos bandos exhibiendo una descolorida y pacífica sonrisa.

Esclavitud actual

Dicen los historiadores que la esclavitud se abolió en el siglo dieciocho, pero no es verdad. Los esclavistas siguen empeñados en que no se abandone esta terrible práctica. Y como los tiempos han cambiado, también han cambiado las técnicas utilizadas por estas personas con cerebro orientado al marketing y a la producción de recursos.

En lo que toca a las mujeres, se han desarrollado innumerables instrumentos que envueltos en papel celofán, o cubiertos con chocolate, nos obligan a querer tenerlos y usarlos, aunque en el intento nos dejemos la piel.

Enumeraré y describiré unos cuantos –que no tendría espacio suficiente para explicarlos todos.

Zapatos de tacón alto (estiletes): llámense así, unos artefactos que las mujeres debemos ponernos siempre que queramos vernos fabulosas, sexis y con unos centímetros más de estatura y que al cabo de un rato causan dolor en los pies, al cabo de un tiempo dolor en las rodillas y al cabo de unos años implantes de rótula.  Ahora bien, si se llaman “Manolos”, “Louboutines”, “Jimmy Choos” o “Pradas”, además de los daños expuestos anteriormente, se produce un daño en el bolsillo difícilmente reparable con el salario común de una persona de clase media.

Zapatos de plataforma: es una variable del instrumento de tortura anterior, más nefasto todavía que producen retorcijones de pies, tendinitis y aterrizajes de esos que cayendo de espaldas una se rompe la nariz. Suelen agregar muchos centímetros a la altura con la que venimos de fábrica las mujeres, y también cambian nuestra manera de caminar de manera negativa. Entonces, hay que sopesar qué es más importante, si la moda, la altura o la salud y la gracia y soltura al caminar.

Ropa apretada: sensacional atuendo para las jovencitas que entienden que exhibiendo las maravillas de las que la vida las ha dotado, son más femeninas, más deseables o más conquistadoras. En realidad, este utensilio de tortura no se ha dejado de usar nunca, ya que, en muchos casos, si la moda crea tendencia de ropa cómoda, ancha y fresca, al momento confabulan los vendedores de fajas y corsés, gimnasios y centros de estética para convencernos de que con ropa cómoda valemos la mitad, porque no podemos exhibir la mercancía, y el refrán de “el buen paño en el arca se vende” ya está pasado de moda. Ahora se vende más lo que se publicita.

Pelo “tratado”: más del veinte por ciento de la población mundial es de origen africano y algunos países salen premiados con el setenta por ciento de la población. Eso significa que posiblemente estas personas tienen el pelo muy rizado, lo cual y en general, significa un problema estético para los poseedores en ese país gratificado. En la actualidad, todo tiene arreglo y así se han inventado “tratamientos alisadores” cada vez más sofisticados y caros. Perder  tres y cuatro horas en la peluquería, aguantando pomadas, jalones, secadores, planchas y una disminución notable de la cantidad de pelo y de la cuenta bancaria, no es nada comparado con la satisfacción de llevar el pelo lacio, “chino”, “bueno”.

Tintes: no me refiero a los que se dan las mujeres jóvenes para estar a la moda o cambiar el estilo cuando quieren divertirse o tienen que pasar página. Me refiero al que nos damos las mujeres de cierta edad y que los peluqueros complican cada vez más para que se vean “naturales” (mechas, rayitos, color en la raíz y diferente en las puntas, etc.) ¿Cuándo diremos no a las sustancias que perjudican nuestro cuero cabelludo y que cada vez hay que aplicar con mayor frecuencia? Yo no tengo el valor. La sociedad no quiere ver mujeres de pelo blanco y ¿quién no quiere ser acogido, reconocido y aprobado por la sociedad? Solamente mujeres con una altísima autoestima y seguridad se muestran con sus canas –chapeau para Fabiola Medina, guapa entre las guapas y mejor profesional.

Botox e implantes de ácido hialurónico: las últimas técnicas de rejuvenecimiento utilizadas desde los treinta hasta la muerte por algunas mujeres que no quieren envejecer –yo tampoco quiero, pero quiero menos ser esclava–. En principio solo supone unos pinchacitos, y un desembolso pecuniario, pero, ¡Todo sea por la belleza!  El problema surge cuando se convierte en adicción, cuando hay que repetir el procedimiento cada seis meses, cuando al encontrar a una amiga en la fila de un banco tienes que mirarla dos veces para asegurarte de que es ella, y aún así no la saludas por si acaso no es; ojos asustados, cara de manzanita redonda, con unos pómulos que nunca antes tuvo, sonrisa tímida, si acaso puede, y otras yerbas aromáticas.

Y así cientos de herramientas de tortura que nosotras mismas hemos ayudado a desarrollar y mejorar en detrimento de nuestra salud, comodidad y paz, convirtiéndonos en esclavistas de nosotras mismas; digo yo, que por mi edad y experiencia cada día entiendo más que lo importante es ser y estar.

De todas formas, nada en contra de las mujeres que se someten. Cada quien hace con su vida y su cuerpo lo que le da la gana. Pero, ¿No sería hermoso que la sociedad aceptara a las personas como son, en la medida que se desarrollan en cuerpo y alma?