Si, quiero.

Ya superado el aplastante dolor inicial del divorcio, Elena decidió poner fin al luto y empezar a ejecutar los planes para su nueva vida.

Se centraría principalmente en su familia y en su trabajo y también aprovecharía el tiempo que ahora no le tenía que dedicar a su marido para dedicárselo a ella misma. Se inscribió en el mejor gimnasio de la ciudad y comenzó una dieta que le recomendó la nutricionista. Contactó a sus amigas solteras y planeó con ellas reuniones y salidas. Habría preferido no hacerlo porque, en el fondo, tenía miedo de volver a empezar y de no estar acorde con los tiempos. Pero Elena no es de las que se dejan vencer por el miedo y se impuso a esa emoción.

Yendo a su trabajo todas las mañanas, podía ver el anuncio de una clínica de belleza que a través de una fotografía con una hermosa joven, motivaba a las mujeres a verse como ella. Elena nunca había sido asidua de ese tipo de establecimientos. Sus inquietudes de belleza se limitaban a la peluquería y a la compra de cosméticos, más por seguir la corriente que por necesidad esencial. Pero algo tenía la publicidad de esa clínica de belleza que la enganchó y en uno de los viajes anotó el número de teléfono de la misma para hacer algunas averiguaciones, antes de ir directamente al sitio.

–Saludos. He visto el anuncio de ustedes y me gustaría saber qué tratamientos de belleza ofrecen y los precios– preguntó a la voz que le contestó el teléfono.

–Bueno, tenemos todos los tratamientos tradicionales que le puedan ofrecer en este tipo de clínicas y algunos especiales que no encontrará en ningún otro sitio, y los precios los damos cuando las clientas vienen directamente a nuestro local. Puede pasar por aquí y le haremos una evaluación sin costo y sin compromiso alguno. Así podrá ver nuestras instalaciones y conocer a nuestro personal.

–Está bien. ¿Cuál es su horario? Porque yo trabajo de lunes a viernes.

–Para ese tipo de casos y por cita, abrimos los sábados.

–Por favor, ¿me puede poner una cita para el próximo sábado? Mi nombre es Elena Martínez.

– ¿Le conviene a las diez?

–Muy bien, allá estaré a esa hora.

Elena tenía curiosidad. Le daba un poco de miedo el precio que pudieran tener esos tratamientos de belleza, pero pensó que no tenía ningún compromiso de contratarlos si el costo le parecía excesivo o el servicio no era el que ella esperaba.

Puso en su agenda la cita del sábado y anunció en su casa que esa mañana se la iba a dedicar a ella misma, por lo que cada quien estaría por su cuenta.

Llegó a las diez menos cuarto a la clínica de belleza.

El establecimiento se veía muy moderno y confortable. Las empleadas estaban vestidas de color malva claro, haciendo juego con las paredes y armonizando con los muebles pintados en color crema. La atendieron con mucha solicitud y le mostraron las instalaciones. Una música muy suave, que Elena calificó de esotérica, la envolvió y le produjo una paz que hacía tiempo no sentía. Todas las cabinas estaban en armonía con la misma línea: camillas con sábanas y toallas malva y cientos de tarritos llenos de productos que despedían un olor cautivador; excepto una habitación que era mucho más pequeña, estaba pintada de un blanco impoluto y tenía un aparato en forma de huevo gigante de color metálico.

– ¿Y esta cabina tan diferente, para que la usan?

–Esta es la cabina para eliminar el paso del tiempo.

– ¡Qué curioso! ¿Y funciona?

–Ya lo creo. El problema es que no todo el mundo es aceptado para recibir el servicio.

– ¿Cómo? Si yo quiero y lo pago, ¿no necesariamente me lo van a dar?

–Así es. Primero tenemos que hacer una historia clínica de su vida para ver si se lo podemos ofrecer. Y luego estaría el hecho de que usted quiera pagar lo que cuesta el servicio.

–Ahora sí que estoy curiosa. Por favor, háganme las pruebas.

Elena se sometió a cuanta pregunta le hicieron y hasta tuvo que llenar varios test que le mostraron; se sorprendió al ver que no hicieron observaciones sobre su piel –normalmente suelen agudizar el problema de la cliente para ofrecer una solución más cara, pensó con cierta predisposición–. Quedaron de avisarla.

A la semana le dijeron que había sido aprobada su solicitud y que podía pasar el sábado próximo a la misma hora.

Volvió a dar las instrucciones en su casa para que se las arreglaran sin ella y revisó su cuenta corriente. Llegaría hasta cierto punto, pero de ninguna manera pagaría en exceso por algo en lo que, en el fondo, no creía que pudiera ser muy efectivo: eliminar el paso del tiempo. Ese tipo de profesionales siempre ofrecían el combate a las arrugas, la juventud eterna, pero la realidad es que una salía del sitio más o menos como entró, pero tratando de convencerse de que el tratamiento había sido un éxito, para no sentir que había sido timada.

Llegó a la clínica y en el mostrador de la entrada la esperaba una empleada que no había visto nunca.

–Vine por el tratamiento de eliminación del paso del tiempo– Y se sintió un poco simple al decirlo.

–La estábamos esperando. ¿Cuál tratamiento va a escoger, el uno o el dos?

–No sé en qué consisten cada uno. ¿Me puede explicar? ¿Cuánto cuesta cada uno?

–El uno elimina diez años y cuesta diez mil pesos. El dos elimina veinte años y cuesta veinte mil. Dado su historial recomendamos el número dos, tendrá muchas posibilidades de rehacer su vida con el mismo. El tratamiento está garantizado, si no queda satisfecha le devolvemos su dinero.

Elena estaba indecisa; veinte mil pesos eran muchos para ser invertidos en cosmética. Tendría que eliminar otros gastos en cosas que le hacían más ilusión. Pero una vocecita interior la animaba a aceptar la oferta de rehacer su vida. Se armó de valor y sacó la tarjeta de crédito. Pagó. La empleada la condujo a la cabina de eliminación.

– ¿Desea un té mientras llega el encargado? Está esperando que la máquina se cargue.

–No gracias. Lo tomaré después del tratamiento.

–No se lo podremos ofrecer entonces.

–Está bien. De todas formas no me apetece.

Entró el encargado del tratamiento vestido de blanco y la invitó cortésmente a entrar en el huevo metálico. A Elena le extrañó mucho que no se le hiciera una limpieza de cutis y del resto de la piel del cuerpo, pero creyó que se trataba del procedimiento previo al tratamiento. Luego vendría todo lo demás. El empleado cerró la puertecilla del huevo. A Elena le dio miedo. Vio como apretaba varios botones y sintió un pitido que iba penetrando por sus oídos y por todo su cuerpo. Una luz muy blanca la llenaba de energía y parecía que iba a explotar. De pronto el ruido paró, la luz perdió su intensidad y ella ya no sintió nada.

Elena no sabía qué hacía en la tienda de efectos para el hogar. Amelia se le acercó sonriente.

– ¡Llegaste temprano manita!

–Amelia ¿Qué te has hecho?, no te pareces a ti. Parece que estés de nuevo en los veinte.

–No relajes Elena. Estoy en los veintiséis, no en los veinte. Parece que esta boda te está acabando. Ya ni sabes lo que dices. Mira, allá está la sección de listas de boda.

– ¿Quién se casa?

– ¡Manita, ya está bueno! Vamos a escoger los regalos de tu lista.

– ¿Qué día es la boda? –preguntó la empleada de la tienda.

Elena estaba petrificada y Amelia contestó –Se casa el diecinueve del mes que viene. Exactamente dentro de treinta y dos días.

Elena sintió un malestar que le invadía todo el cuerpo.

– ¿Me da el nombre del novio?

De nuevo Amelia tuvo que intervenir al ver que Elena parecía ida. –Joaquín Romero y el de ella es Elena Martínez.

Elena creía que estaba soñando. No podía ser. Estaba viviendo por segunda vez la incertidumbre de la primera. Recordaba con toda precisión los sentimientos encontrados pocos días antes de la boda con Joaquín. El noviazgo no había sido fácil. En varias ocasiones le habían advertido que habían visto a su novio con una muchacha en plan de manoseo y en otras tantas habían roto la relación para volver al cabo de corto tiempo después de excusas, arrepentimientos y manifestaciones de amor a través de regalos, viajes y ofrendas de eternidad. ¿Cómo era posible que ahora volviera a estar en lo mismo? En la clínica de belleza le habían ofrecido la posibilidad de rehacer su vida. ¿No era este el momento de borrar los veinte años de infelicidad? ¿Por qué no llamar a Joaquín en este preciso instante y decirle que se fuera al carajo él y  sus infidelidades? Porque al final, había tenido que divorciarse por no poder soportar más las comparaciones con las mujeres con las que la engañaba.

Pero, si no se casaba con Joaquín ¿Qué pasaría con sus tres hijos? No los tendría; y no soportaba la idea de perderlos. Si algo  le daba fuerzas y alegría para vivir eran sus hijos. Y con su carrera, con sus amigos logrados después de casada y como consecuencia de su estado ¿Qué pasaría? Había invertido demasiada energía y tiempo en estas relaciones como para perderlas de una vez por todas. ¿Y si probaba de nuevo el matrimonio con Joaquín y usaba otra estrategia diferente para cambiarlo? Podría escoger las cosas buenas y desechar los errores…

–Elena Martínez, ¿toma usted por esposo a Joaquín Romero para amarlo y respetarlo, en la salud y la enfermedad, en la riqueza y la pobreza, hasta que la muerte los separe?

–Sí, acepto.

A partir de ese momento,  vuelta a poner la carne en el asador, a la depresión, a la alegría de recibir a cada uno de sus hijos en sus brazos después de nacer, a la baja autoestima, a los días brillantes, a las peleas, a la empatía de sus familiares y amigos,  a los días tristes, a la esperanza, al desasosiego, a agotar todos los recursos para que las cosas cambiaran, a sentirse impotente, en fin, a permitir que el tiempo volviera a hacer de las suyas.

La clínica de belleza cumplió su oferta. No podía reclamarle nada. Solo ella era responsable de repetir los mismos errores. Había desaprovechado una oportunidad que se presentó tarde y se marchó pronto.

 

 

 

 

 

 

Si naciste pa martillo…

A los nueve años de haber nacido, Martina ya sabía lo que quería en la vida: ser rica.

Vivía en un pueblecito al lado de un rio que, en algún punto de su cauce, caía en un salto y cuando hacía sol las gotas de agua se descomponían en mil colores y formas. Esto hizo al lugar apetecible para los organizadores de viajes turísticos que llevaban a sus clientes a disfrutar del paisaje y para los moradores que aprovechaban para venderles comidas típicas y chucherías artesanales.

Martina veía cómo los turistas extranjeros que llegaban a su pueblo se extasiaban mirando el rio y las montañas pobladas de palmas Reales, palmas Catey y Guano, y que exhibían un verde intenso en cualquier época del año. Muchas veces la invitaban a posar al lado de uno de estos árboles endémicos o de las orquídeas que tenía su abuela en envases que otrora contenían aceite de coco. Ella lo hacía con gracia y exhibiendo la mejor de sus sonrisas. Sus dientes blanquísimos y las dos llamitas chisporroteantes que tenía por ojos llamaban mucho la atención entre los foráneos. Como premio, recibía unos cuantos pesos o algún chocolate. En alguna ocasión algún varón viejo la besaba de una forma que no le gustaba mucho, baba incluida, pero se había dado cuenta de que tras este tipo de besos, la propina era mayor. Cuando llegaba a la casa se lavaba la cara y ya.

Cuando los turistas se retiraban a sus autocares, Martina se alejaba hacia una esquina del pequeño y maltratado porche de su casa. Allí empezaba a fantasear con lo que acababa de pasar. Hoy era la hija de la señora rubia y buena moza que tenía un vestido blanco con unas flores rojas y verdes. Cerraba los ojos y se veía cogida de su mano, paseando por un jardín parecido al que había en la mansión de la entrada del pueblo y que, según decían los mayores, era de un tutumpote de la capital que tenía todos los cuartos del mundo. Ayer era la novia del muchachito rubio que apenas le dedicó una mirada porque solamente tenía once años y  porque andaba escuchando música en un aparatico que llevaba en su cinturón, el cual conectaba a sus oidos con dos cordones de plástico blanco. Ella le pidió que le dejara escuchar, pero él, o no la entendió, o no estaba interesado en hacerlo.

–Martina, ven a pelar los plátanos de la cena– la llamaba su madre.

Cuando oía este mandado, Martina salía disparada hacia la casa de su amiguita Fifa, odiando inmensamente tener que cenar todos los días plátano hervido. Ella decía que eso no era comida de gente, porque un día que fue a llevar al hotel del pueblo unas berenjenas que su padre le vendía, vio cómo los huéspedes comían ensaladas, carnes de diferentes tipos y postres. Quedó extasiada con el surtido bufet que presentaba tres o cuatro bandejas diferentes de cada renglón de comida. Un día que el chef la descubrió mirando fijamente, la invitó a que fuera con él a la cocina para servirle en un plato todo lo que ella quisiera. Aprovechó, el casto hombre, para sobarle sus incipientes senos.

–Te estás poniendo grande Martinita, cuando vengas a traer las berenjenas pásate por aquí que te voy a invitar a comer siempre–. Una manera como cualquier otra de comenzar el trato de la carne.

A partir de ese día, a Martina la comida de su casa le parecía poca y mala y muchas veces prefería irse a la cama sin cenar, a comer lo que le servían. –No es tan difícil conseguir lo que uno quiere– pensó, aunque no le gustara el manoseo.

Cuando cumplió catorce años ya había desarrollado un cuerpo que la hacía parecer mayor de lo que era. A pesar de las peleas de sus padres porque había dejado la escuela sin terminar sus estudios de primaria, estaba muy segura de que podía conseguir muchas más cosas si en vez de utilizar la cabeza utilizaba los senos o el trasero para su propósito. Su carrera comercial comenzó en el colmadón Vida Mía. Se acercaba contoneándose desdeñosamente al mostrador, como si no le interesaran los parroquianos y le hacía cualquier pregunta al dependiente quien ya sabía de la estrategia y le seguía el juego.

–Julián, ¿usted sabe si pasó por aquí mi tío Ramón?

–No princesa, no ha pasado, pero si quieres lo puedes esperar porque no tardará mucho.

–Martina, ¿te puedo invitar a una fría? – le preguntaba el cliente de turno al que Martina se había pegado y que parecía muy afectado por la presencia y el olor a perfume barato de la jovencita. Y así comenzaba el baile de la seducción que solía ser corto porque no hay mantequilla que no se derrita inmediatamente cuando se la acerca al fuego. De cada cerveza aceptada sacaba Martina dinero o  regalos y el que convidaba ganaba besos o manoseos en sus partes varoniles, según fuera su historial de capacidad económica o de dádivas anteriores, pero, en cualquier caso, lo suficiente como para tener que pedir servilletas de papel antes de retirarse al rincón del patio.

Pronto se le hizo pequeño el pueblo a Martina y decidió que para ampliar su negocio se tendría que mudar cerca de los resorts. A los quince años dejó a su familia y cargada con todas sus coloridas pertenencias se dirigió a la casa de la tía de uno de sus clientes que alquilaba piezas a bailarines, artesanos y jóvenes mujeres que se buscaban la vida entre los empleados de los hoteles y los clientes de estos a los que, como guía turístico, cualquier camarero les hacía el favor de enseñarles la vida del pueblo, aunque ninguno de los seres humanos con los que tendrían contacto se parecieran al común denominador criollo.

Martina siguió en el negocio de ganarse la vida por las noches durante unos años más. Pero los medios de información masiva la convencieron de que había lugares maravillosos fuera de su país, con esa gente bella, rica, blanca que veía en los hoteles y empezó a pensar cómo pasar a formar parte de ese mundo. La sobrina de la patrona de la casa, amiga de correrías, había logrado casarse con un italiano y  su tía no hacía más que comentar lo bien que vivía y el dinero que le mandaba a sus padres y a ella misma; eso sin trabajar, porque el marido la mantenía a cuerpo de reina.

Martina ya sabía bien cómo eran los hombres que había conocido y sus necesidades perentorias: sexo, reconocimiento, poder y en última instancia, amor. Por ahí comenzó a trazar su estrategia para llegar a la meta –que de haber terminado la escuela, Martina habría podido conseguir los mejores negocios, tal era su capacidad de decisión y su empuje ante los retos.

Enganchó un pececito español –que resultó ser un esfireno– y lo convenció de su admiración por él, su deseo por él y su amor por él.

Al poco tiempo de regresar a su patria, el español le mandó un contrato de trabajo para atender a un paciente postrado y con ello le dieron la visa de trabajo en el consulado. Martina volvió a hacer el petate, esta vez con maletas de verdad y se fue a conquistar el viejo mundo.

El  esfireno la estaba esperando en el aeropuerto y tomaron un taxi hasta su casa. El palacio, como si ya hubieran sonado las doce campanadas,  se había convertido en un piso de cuarenta metros donde vivía él, su tío enfermo y dos perros mestizos que había recogido en la calle cuando llevaba a cabo sus tareas diarias de barrendero municipal. Inmediatamente empezó a dar órdenes a Martina para que limpiara, cocinara, cambiara los pañales del enfermo, paseara y diera de comer a los perros. Además le exigía que le pusiera las pantuflas en los pies cuando llegaba del trabajo y le preguntaba qué había comido ella para asegurarse de que en la casa se siguieran los parámetros de frugalidad extrema (para los demás, se entiende). Para completar la jornada, Martina debía someterse a los deseos sexuales del hombrecillo que estaban en relación inversa a lo pequeño que era él.

A los dos meses de estar con el esfireno y su circo y después de haber recibido una golpiza –porque en la casa se habían incrementado los gastos por su culpa–, Martina no podía aguantar más y se fue de la casa con lo puesto.

Ahora Martina vive en un piso patera y tiene que caminar varios kilómetros para llegar al soñado jardín de su niñez acompañada del energúmeno de turno. El trabajo se pone pesado, sobre todo en invierno, cuando los hombres le exigen un sitio cubierto para tener sexo y los vecinos del portal donde resuelven la carencia le tiran hasta excrementos. El trabajo se pone pesado en verano cuando la Policía Nacional hace redadas para proteger los parques y a los ciudadanos de las rameras inmigrantes. Pero Martina trabaja y ahorra cuanto puede, porque está segura de que en algún momento de su vida, logrará ser rica.

 

La cabellera

Marina estaba merendando con prisa, tragaba más que masticaba porque sabía que sus amiguitos se iban a reunir delante del cuartel y de ahí se iban a la era a jugar a indios y soldados.

Ni siquiera tenía hambre, pero su madre la obligaba a merendar después de salir de la escuela y esta era una condición indispensable para poder ir a jugar fuera de la casa.

Se puso a mirar por la ventana mientras engullía el pan con la odiada mermelada de tomate que hacía la abuela.

En la medida que veía llegar a los otros niños, empezaba a tragar en más volumen y con más prisa.

–Mamá me voy a jugar.

– ¿Terminaste?

–Sí.

– ¡No vuelvas tarde que tienes que hacer la tarea!

–No.

Los niños empezaron a repartirse los papeles en el juego del día.

Marina iba a ser la jefa de la tribu de los indios, como siempre. En esos juegos tan particulares pasaba al revés que en las películas, ganaban los indios y por eso ella siempre solía caer en el bando correcto.

Los indios de nuestra historia no cortaban cabelleras y, aunque siempre ganaban, dejaban a los soldados vivos; de no ser así, los del bando de los blancos no habrían querido jugar. Algo había que conceder.

Para elegir los equipos estaban los dos capitanes echando un ojo a los recursos con los que contaban aquel día; siempre había algunos niños que no podían ir por estar castigados o por estar enfermos. Aunque respecto al último punto, siempre se veían algunos mocos colgando dentro de los equipos participantes y más de una vez se le había pegado el sarampión al grupo porque era difícil dejar de ir a la reunión diaria por una tosecita de nada o por sentirse raro.

–Goyita y Miguel conmigo, imponía Marina.

–Pues Angelín y Pilar conmigo, decía Joselo.

–Pero es que yo no quiero ser soldado, protestaba Pilar.

– ¡Pues te aguantas! O no juegas.

Se imponía la ley del más fuerte y los que cortaban el bacalao eran Marina y Joselo, en ese orden.

Más de una vez Joselo se había rebelado porque le parecía demasiado que una chica mandara, pero a la hora de poner zancadillas, tirar piedras y usar las uñas y los dientes para pelear, Marina siempre llevaba ventaja y se había ganado el rango de capitana. Ella sabía persuadir por las buenas y, si era necesario, por las malas. Tenía una habilidad especial en dar a cada quien lo que necesitaba para sentirse importante, aunque siempre por debajo de ella. La mayoría se sometía a sus designios y los que no estaban de acuerdo formaban otras pandillas que, por cierto, eran muy aburridas porque siempre se les veía jugando al escondite o persiguiendo al galgo del tío Joaquín. Al final, terminaban volviendo al redil.

El pelo de Marina era castaño y rizado;  la peinaban con tirabuzones que nunca pasaban del marco de la cara; esto la hacía infeliz porque quería tener un pelo que cuando moviera la cabeza se desplazara de izquierda a derecha con la suavidad con la que lo hacía el de Goyita.

Esta debilidad de su persona hacía que se sintiera en inferioridad de condiciones con las otras niñas. por eso, en los juegos ella lucía un penacho de plumas de gallina y pavo, –recogidas constantemente en el corral del tío José, ya que en cada contienda se perdían unas cuantas– del que colgaban muchas cintas largas que ella solía mover como si fuera su cabellera. Mientras duraba el juego se olvidaba del asunto.

Terminaba la contienda casi siempre como ganador el equipo de los indios y algunas pocas veces empatados los dos equipos a través de acuerdos y tratados de paz; entonces todas las caritas rojas, mocosas y sucias volvían a sus casas felices. Los soldados, nunca fueron rencorosos por perder la mayoría de las batallas y persistentes volvían día tras día a la acción.

Pero cuando terminaba el juego empezaba el calvario de Goyita. Un calvario aceptado de mala gana pero necesario para seguir disfrutando de los privilegios de ser la mano derecha de la capitana de los indios.

– ¿Vienes?

–!Si! Pero me tengo que ir pronto porque mi madre…

–A tu madre no le importa que estés en mi casa, le gusta.

–Pero es que…

–¡Vamos!

Llegadas a la casa, Marina sacaba las muñecas y los trastos para jugar a cocinitas y Goyita siempre tenía la esperanza de que aquel día fueran a jugar solo a lo que le gustaba, pero en su interior sabía que eso solo era un prólogo.

Disfrutaba mucho de las muñecas de Marina que eran las únicas del pueblo que tenían pelo largo que se podía peinar; las de las otras niñas tenían el pelo pintado y necesariamente corto, ya que no podía pasar de la cabeza.

También las cacerolas, ollas, platos y cubiertos de juguete eran una gloria y la hacían sentir como una reina cuando tomaban un refresco al que llamaban te en las tacitas de loza, –privilegio nada común entre las niñas del pueblo.

Al poco rato Marina empezaba a recoger los trastos.

–Vamos a jugar a la peluquería.

–Es que me tengo que ir.

–Te irás después.

–Pero…

Marina preparaba una palangana con agua y sacaba unos peines no se sabe de donde. Empezaba a peinar a Goyita desde la raíz hasta la punta, cabello por cabello, una y mil veces. Cuando se sentía creativa le mojaba el pelo, se lo recogía en formas extrañas, le ponía pinzas, rolos y cintas. No se cansaba nunca, habría pasado así toda su existencia: estirando, tocando, retorciendo y acariciando. Cuando Goyita no aguantaba más se ponía a llorar y se negaba a seguir dejándose peinar.

–Pues vete a tu casa! Llorona!

Goyita se marchaba liberada pero al mismo tiempo triste y con una gran angustia porque temía ser segregada del equipo de los indios en los próximos juegos. A ella no le gustaba hacer de soldado, ni jugar al escondite con el grupo de vecinos en rebeldía.

Llegaba a su casa y no tenía hambre. No sabía lo que le pasaba pero no estaba bien, su corazoncito no estaba feliz. Y así todos los días. Eso no podía seguir así; y mucho menos ahora que venía el invierno y a la mayoría de los chicos no se les permitía ir a jugar a la calle. La única distracción de las dos vecinitas sería jugar dentro de la casa a muñecas, señoras y peluquería. Goyita tenía que encontrar una solución.

De pronto apareció una idea clara. Para ponerla en práctica esperaría a mañana que su madre iba a ir de compras a la ciudad, para lo cual tenía que ir y volver en autobús y tardaría por lo menos cuatro horas.

Sabía que su mamá se iba a enfadar mucho, pero duraría poco el enfado y nunca sería igual al sufrimiento diario.

Al día siguiente en casa de Marina sonó el timbre y salió disparada porque sabía que era Goyita que venía a jugar. Cuando miró a su amiga no podía creer lo que veían sus ojos.

–¿Qué te ha pasado en el pelo? Exclamó Marina horrorizada.

–Nada, susurró Goyita con cierto aire de triunfo y los ojos llenos de alegría. Me lo he cortado.

Para Marina era como si Goyita hubiera sacrificado su propia melena. Ya no volvería a ver moverse el pelo negro y brillante en el aire. Ya no podría tocarlo o peinarlo. Ya no tendría dentro del bando una verdadera Sioux.

Después del sentimiento de dolor le invadió la rabia. Esa rabia que, a veces, la hacía dar patadas a las paredes, sacar la cabeza de las muñecas de su sitio, lanzar por la ventana los platitos de aluminio del juego de cocinita, pero no hizo nada. Solamente exclamó con voz vencida, como si en aquella ocasión hubieran ganado los soldados sin que se hubiera podido firmar un pacto.

– ¡Pues vete para tu casa!

7 historias de amor. Jueves: amor al cuadrado

Se veía muy varonil en su féretro. Llevaba el traje azul con camisa blanca y la corbata roja. Así, a primera vista, podría parecer un poco fuera de tono, pero Marcelino siempre le había dicho a su mujer que no quería ser velado ni enterrado de luto. Tal como llevó su vida, quería verse después de muerto. Ella habría preferido cremarlo, para no tener que ir al cementerio, cosa que odiaba, pero a él le daba miedo el fuego y siempre le advirtió que quería reposar al lado de sus padres. Así pues, lo puso en manos de la funeraria y les pasó todos los requerimientos acordados con el vivo, ahora difunto.

El maquillaje de su cara y manos era muy natural, se veía saludable y joven ya que, por arte de magia, se habían borrado todas sus arrugas. Además de la paz que suele verse reflejada en la cara de los muertos, en la funeraria habían logrado para él una semi-sonrisa que, por cierto, era lo único en lo que no se parecía. En su vida no había habido nada “semi”; o era completo o no era. Los grises nunca formaron parte de la paleta de Marcelino, por eso había hombres y mujeres que lo admiraban incondicionalmente o lo odiaban a muerte.

Y así fue también en el amor. Aunque siempre estuvo casado con la misma mujer, entregó su corazón y su cuerpo por completo a otras muchas. Cuando esto ocurría, sencillamente se daba de baja en los deberes matrimoniales como si se fuera de viaje por el tiempo que durara el idilio nuevo, que nunca fue muy largo. Pero por alguna razón él y su mujer sabían que los viajes en un momento u otro terminan y que el viajero, si tiene un puerto seguro, siempre regresa a él. Por eso, Marcelino murió en los conocidos y cálidos  brazos de Luisa que siempre lo aceptaron como era. Muy diferente la historia de las otras mujeres de su vida que habían tratado de cambiarlo y que quizás por eso, lo habían perdido.

Días antes de la pronosticada muerte de Marcelino, Luisa, quien a veces conectaba su imaginación y desconectaba su corazón, se había planteado qué haría si las ex amantes de su marido, –en una ciudad tan pequeña todo se sabe y todo el mundo se conoce– aparecieran en la funeraria para darle el último adiós. La primera vez que lo pensó, disfrutó escenificando en su cabeza una expulsión de las intrusas acompañada de un discurso de moralidad en especie de escena de tragedia lorquiana, con gritos y lágrimas –La escopeta! Tráiganme la escopeta! – . Esto le causó mucha excitación, como si de verdad estuviera pasando en ese momento y ella fuera la protagonista. Después se impuso la razón –Si no había sido una mujer de comportamiento dramático, ¿por qué iba a serlo ahora? En ese mismo instante tomó la decisión de dejar entrar en la capilla funeraria a cuanta mujer hubiera tenido relación con su esposo y aceptar sus condolencias, si se atrevían a dárselas. Solamente se permitiría recibirlas con la mejor de las sonrisas y el mejor de los aspectos,  hasta donde su edad y su sufrimiento se lo permitieran. Y hasta podría darles, con tranquilidad, cualquier explicación que le requirieran sobre su enfermedad y muerte. Posiblemente lo que más odiaría sería tener que estrechar esas manos, recibir esos abrazos o hasta tener contacto con esas mejillas que en su momento le habían dado color a las de su esposo. Pero eso sería solo en esa ocasión y a partir de ahí la pesadilla habría terminado y se volvería a reencontrar consigo misma.

Media hora antes de la misa, las amantes fueron llegando por orden cronológico. Olga fue la primera “otra mujer” conocida en la vida de Marcelino y la primera en desfilar por la capilla. Alta, delgada, iba de riguroso luto y fue directamente hasta el féretro. Su relación con Marcelino había comenzado con un mecenazgo desinteresado por parte del hombre y había terminado en la cama por culpa de unas instrucciones de búsqueda y archivo en la estantería más alta de la oficina de él.

Paulina llegó después. Bajita, gordita, pelo teñido de rojo burgundy . Se acercó a Luisa y la embistió con un abrazo y un beso mojado en sudor. Personaje adecuado para manejar un negocio de “picalonga”, en realidad se dedicó toda su vida a la cosmética: en su salón se hacían los mejores desrizados de pelo y se daban tratamientos contra la celulitis –que  ella nunca se aplicó–. Era un personaje difícil de encajar en la vida de Marcelino, pero el roce insistente de su pierna entre las piernas de él durante una manicura hizo el milagro.

La última en llegar fue Damaris. Entró tímidamente, sonriendo a todas las personas que encontraba a su paso. Dirigió una mirada a Luisa acompañada de la misma sonrisa, pero al ver que no era correspondida la desvió rápidamente hacia el féretro. Allí estaba él, su único y verdadero amor. No había logrado olvidarlo a pesar de que habían pasado diez años de su relación amorosa con el difunto. Dudó un momento si pasar adelante o quedarse sentada en un banco acompañada de sus pensamientos. Se decidió por acercarse al ataúd y se colocó al lado de las otras dos mujeres. Su historia con Marcelino comenzó cuando coincidieron en un viaje en avión en el que a Damaris le tocó un upgrade de clase turista a clase negocios. Se le desabrochó un botón de la blusa y parte de su seno quedó a la vista de Marcelino que, de una vez, sintió que la sonrisa que se había sentado al lado no podía ser otra que la de su alma gemela.

De pronto, Luisa se sintió traviesa y le dieron ganas de formar parte del elenco del drama-sainete que podían representar, si ella se acercaba al terceto que estaba formado frente a Marcelino. Como si se conocieran de siempre y con una complicidad difícil de entender Luisa comenzó a susurrar en voz baja.

–Querido, aquí estamos todas– y miró con picardía a las otras tres mujeres.

Animada por la apertura de Luisa, Olga comentó:

–Todavía se ve bien, se nota que la vida y nosotras lo hemos tratado bien hasta el último momento. Gracias a ti, querido, he conseguido lo que tengo hasta ahora. Me hiciste sentir hermosa, inteligente y atractiva. Me enseñaste a amar y le he sacado provecho al máximo. Mi esposo y yo te lo agradecemos Marcelino; descansa en paz.

Las cuatro asintieron con un movimiento de cabeza. Damaris hasta se santiguó.

Paulina sintió que podía sincerarse.

–Mírate aquí, buen sinvergüenza. Y pensar que me hiciste creer que te casarías conmigo si yo quedaba embarazada. Y mucho que trabajamos para eso. Buen sucio! ¿Y cómo iba a quedar embarazada si te habías hecho la vasectomía? Pero no te apures, te van a dar lo tuyo allá abajo.

De nuevo asintieron las cuatro y dirigieron sus miradas a Damaris esperando que ella también dirigiera unas palabras. Damaris pidió permiso con la mirada a Luisa y esta se lo concedió.

–Amor, adonde quiera que estés te mando muchos besitos y espero que hayas sido bien acogido. Nunca he podido olvidar las dos tardes semanales, sin faltar una, durante los treinta y seis meses que duró la relación. En algún momento llegué a creer que eso, necesariamente, nos haría terminar juntos para siempre, pero a pesar de que te lo di todo, nunca conseguí que te casaras conmigo. No he conocido ningún otro hombre como tú. Cuando alguno se me acerca hago comparaciones y ahí termina todo. Perdóneme Luisa pero cuando el amor llega así de esa manera uno no tiene la culpa.

–Yegua vieja de la sabana– murmuró Paulina y Olga hizo una mueca desdeñosa.

De nuevo las tres volvieron la mirada, esta vez, a Luisa.

–Bueno Marcelino, delante de ti debo dar las gracias a estas tres mujeres, en representación de todas las que no conocemos que han compartido la obligación. Ellas hicieron posible mis vacaciones, y cuando se llega del viaje todo parece diferente. Los bríos se renuevan, la ilusión florece de con más colores y además, siempre venías con nuevas técnicas que debo agradecer a mis compañeras aquí presentes. Me dejas con ganas de seguir viviendo y empezar otra historia, quién sabe si con nuevos personajes. Gracias amor. Me hacía ilusión dispersar tus cenizas desde el Pico Duarte, pero en sustitución haré una ceremonia simbólica en el mismo lugar, sustituyéndolas por granos de café, a la cual todas ustedes están invitadas– sentenció mirándolas sonriente a las tres.

Terminada la catarsis, liberadas un noventa y nueve por ciento de su angustia, cada una se abrazó con la otra y al momento comenzó la misa.

 

7 historias de amor para los siete días de la semana. Martes: amor de perros

Don Federiquín no había podido dormir en toda la noche pensando en la cita de hoy.  A su edad no era fácil ponerse de “mojiganga” y exponerse al mayor de los ridículos. Eso de los encuentros no era lo suyo, pero trataría de hacerlo lo mejor posible para que, por lo menos, su reputación no sufriera un descalabro. Él había visto pasar por delante de su casa a doña Margarita y ella lo había visto pasar a él cuando paseaba a Hamlet todas las mañanas. Pero nunca se habían hablado, lo más que habían hecho era saludarse que para eso eran vecinos.

Hacía dos años había muerto Don Joaquín, el esposo de doña Margarita. Don Federiquín se enteró del suceso porque en la urbanización pasan una circular para anunciar nacimientos, defunciones y ventas de garaje. Así que, mandó una tarjeta de condolencia con Gracita, la muchacha del servicio, quien le devolvió las gracias de la viuda.

Don Federiquín  nunca se había casado. Sí que había tenido sus deslices de joven, pero con prostitutas.  En aquel tiempo sentía que las mujeres tenían prisa por atraparlo y a él le daba miedo comprometerse para toda la vida. –¿Y si luego fracasa el matrimonio? ¿Y si me sale gastadora? ¿Y si me pone cuernos? ¿Y si se vuelve gorda? ¿Y si no se lleva bien con mi mamá?– Las excusas aparecían por doquier y todas eran buenas y válidas. Pero, en realidad, él le tenía miedo al sexo. En las casas de citas le había ido bien, pero lo había dejado todo en manos de las meretrices, quienes, trabajadoras exquisitas y experimentadas de extremidades y labios hábiles, habían resuelto la situación siempre con éxito. Pero, hacerlo con una mujer de su medio por su propio esfuerzo era otra cosa, en ese aspecto, estaba por demostrar sus competencias.

Don Federiquín tenía sesenta y siete años, toda su cabellera completa, muy negra para ser natural y, en general, era de buen ver. Por dentro era otra cosa. Sufría de presión alta y tenía el aparato digestivo seriamente alterado, de forma que no había un día que no tuviera que tomarse un purgante, un antiácido o pastillas para parar la destemplanza. Estos problemas hacían que no pudiera salir muy a menudo y que, en ocasiones, cuando paseaba a Hamlet, tuviera que correr para llegar a casa sin ningún accidente engorroso. Así que, cuando hizo la cita con Doña Margarita, tuvo en cuenta la hora en que menos problemas tenía: las diez de la mañana. En la noche se ponía fatal y no podía responder de sí mismo.

Ahora, ante el momento de la verdad las piernas le temblaban. Era demasiado importante que le cayera bien a la vecina. Después de varios achuchones de salud y fallecida su querida madre, entendía que necesitaba alguien con quien compartir y terminar sus días con paz y tranquilidad y ni se diga de alguien que se ocupara de organizarle la vida, el lavado de la ropa y de propina, ¿por qué no? pasarle la mano, en el buen sentido de la palabra. Y Doña Margarita le caía bien. Nadie sabe si el destino se la tenía guardada para él.

Doña Margarita no encontraba a faltar a don Joaquín. Ese endemoniado la hizo sufrir durante toda la vida. Suerte que se fue dejándole cierto tiempo para disfrutar su viudez y ciertos recursos para darle sabor a la misma. Aunque trataba de olvidarlo, de vez en cuando, como una cicatriz profunda que se resiente con la humedad, le dolían las infidelidades, las borracheras, los pleitos y los lanzamientos de platos a los que ella también correspondía con el objeto que tuviera más cerca en el  momento. En ese deporte pasaron a mejor vida unas porcelanas de Sèvres que había heredado de su abuela y una lámpara de vidrio de Murano que tenía en el comedor como un trofeo de familia. Le dolieron más que la cortada encima de la ceja a la que tuvieron que darle diez puntos y que luego había tenido que disimular con maquillaje para evitar preguntas maliciosas –aunque todos los vecinos oían sus trifulcas.

Después de que murió su marido, empezó a pensar en que todavía podía rehacer su vida. Sabía que a su edad y en la sociedad en la que se desarrollaba, era difícil encontrar un hombre que se interesara por ella. Los solterones añejos calentones andaban detrás de las jovencitas con pocos escrúpulos y mucha anatomía y a ella le sobraba lo primero y carecía de lo segundo. Pero siempre había confiado en que lo que es para uno nadie se lo quita; si había algo para ella ya vendría y ella lo estaría esperando.

Por eso, se sintió y no se sintió muy sorprendida cuando recibió la tarjetita de don Federico Robles de León. Abrió el sobre crema y leyó. “Estimada vecina, le remito mi número telefónico: 809-655-2933 porque tengo mucho interés en hablar con usted, pero no quiero invadir su espacio iniciando la llamada. Quedo a la espera de que usted me llame, si lo tiene a bien, para conversar de algo en lo que tengo mucho interés. Su vecino. FRDL”

No sabía que pensar. ¿Tendría que ver con el vecindario? Lo llamaría, tenía curiosidad por lo que le pudiera decir, pero no lo haría ahora mismo, porque se vería como que ella tenía mucho interés. Lo haría al día siguiente.

–!Alo! ¿Me puede comunicar con don Federico?

–Él mismo le habla. ¿Con quién tengo el gusto?

–Es Margarita, su vecina de la calle de atrás.

–¡Ah! Estaba esperando su llamada. ¿Cómo está usted?

–Bien, gracias.

–Puede que encuentre raro el motivo de esta conversación. Me han hablado muy bien de usted. Las veces que nos hemos visto en la calle me ha gustado su persona y me gustaría conocerla un poco mejor.  Así pues, quisiera pasar a saludarla por su casa, si no tiene inconveniente, cualquier día en la mañana.

–Pues, esta semana no puede ser porque tengo varias cosas que hacer y debo terminar un esquema– mintió para dárselas de valiosa–. Pero podríamos vernos la otra semana, el miércoles.

–Por mí está bien, es el día 23, ¿verdad? Pues allá estaremos a las diez de la mañana, si le parece bien.

–Muy bien, lo espero con un cafecito.

Había llegado el momento. Don Federiquín sentía cierto temor de lo que pudiera estar encontrando. Doña Margarita sentía curiosidad y desconfianza al mismo tiempo. Por fin, sonó el timbre y Ofelia empezó a ladrar dando brincos, como lo hacía siempre que sentía que algo se salía de la cotidianidad, pero con más ímpetu y alegría.

Doña Margarita miró por la mirilla y vio a don Federico. Estaba un poco nerviosa.

–Buenos días don Federico, pase adelante.

Hamlet, más rápido que una exhalación, corrió tras Ofelia. En un instante –Ofelia no opuso ninguna resistencia– y sin siquiera olerla, se montó encima de ella y comenzó la danza del amor. Don Federiquín estaba muy abochornado.–!Hamlet! Hamlet! Deja eso!– pero el perro no le hizo ningún caso.

–Ofelia, por Dios!– gritaba doña Margarita, quien había comenzado a sudar copiosamente. Ya no había nada que hacer.

–Me podría indicar dónde está el baño?– preguntó don Federiquín con muestras de urgencia y por no ver el comprometedor espectáculo.

–Aquí– le señaló doña Margarita pálida como una hoja de papel.

Don Federiquín no se atrevía a salir del cuarto de baño, por los vestigios y porque después de la acción rápida de Hamlet no había posibilidad alguna de que el asunto con doña Margarita funcionara. Por su lado, doña Margarita daba vueltas en su cabeza buscando un posible tema para cuando saliera el huésped. Se sentó en la terraza esperando que terminaran don Federico y Hamlet y este último lo hizo primero. Cuando vio aparecer a don Federico lo invitó a sentarse para tomarse un café. Se lo sirvió pero el huésped no hizo ademán de llevárselo a los labios en todo el rato.

–Le ruego me disculpe. No debí haber traído a Hamlet. Lo hice porque había visto a través de la verja a su perro y pensé que ellos también podrían hacer amistad.

–Qué le puedo decir. Que le avisaré si Ofelia queda…ya sabe.

–Estoy dispuesto a pagar los gastos de veterinario, si queda…ya sabe. Creo que es mejor que nos vayamos.

Ofelia y Hamlet se olisquearon, quisieron reanudar el juego, empezaron a corretear, saltar y morderse suavemente, pero don Federiquín atrapó a Hamlet y lo conservó en sus brazos mientras se despedía con vergüenza de doña Margarita.

–Avíseme, por favor, si voy a ser abuelo– dijo para darle un tono jocoso al desafortunado encuentro.

–Lo haré. Ya sabe, si queda…tiene derecho a un perrito– añadió doña Margarita y se sintió completamente simple.

–Buenas tardes querida vecina.

–Buenas tardes consuegro.

 

 

Una historia funesta

Doña Paquita mandó a retirar todos los espejos grandes de la casa. Solo se quedó con uno circular que por un lado se veía normal y por otro se veía la imagen aumentada. Con este último hacía concesiones. No podía prescindir de él porque últimamente le estaban saliendo unos pelos muy molestos en el cuello y la nariz y tenía que arrancárselos con una pinza. Probó a hacerlo sin espejo, pero no acertaba y, como si jugaran al escondite, los pelos volvían a aparecer sacándole la lengua.

A la actual situación había llegado después de de un proceso que había comenzado veinte años atrás. Cuando con sólo cuarenta y seis juveniles años una vendedora nueva de una tienda de ropa, de la que era cliente toda la vida, le mostró unos vestidos de señora que a Paquita le parecieron horribles, anticuados,  o sea de vieja y la jovencita tuvo la cachaza de añadir –Pruébese estos doña que se parecen a usted–. La fulminó con la mirada y añadió– A lo mejor le sirven a tu mamacita, pero ese estilo no es el mío, cariño–. Al final, no compró nada. Borró a la tienda con mierda de gato y empezó a buscar otra suplidora que estuviera al día. El proceso fue traumático, como quien cambia de ginecólogo o de dentista, pero al final, encontró una boutique donde las dependientas le cogieron la seña y nada más verla en el parqueo sacaban la alfombra roja. Las chicas del mostrador habían tomado un curso de cómo convencer a las clientas de todos sus atributos existentes e imaginarios, por lo que nuestra protagonista salía transportada y con dos fundas tamaño extra grande llenas de ropa costosa. No importaba que cuando llegara a la casa y se probara de nuevo los vestidos, no se pareciera en nada a la imagen que había visto en la tienda. En casa nadie añadía salsa a la prueba. Al cabo de mucho tiempo se enteró que usaban espejos que estilizaban la figura, pero siguió comprando ahí porque solo de mirarse en ellos se sentía una Venus.

El día que de forma indirecta le noticiaron que se estaba haciendo mayor, cuando llegó a su casa, antes de saludar a Pepe, su marido, corrió al espejo de su habitación y empezó a quitarse la ropa. Se miró detenidamente. Desde lejos se vio como siempre, pero de cerca y recorriendo centímetro a centímetro de su cuerpo se dio cuenta que el tiempo había empezado a hacer estragos en ella. Tomó nota mentalmente de todos los ítems  –sí, me está saliendo el entrecejo y cuando me río se me marcan unas líneas en los ojos y en las comisuras de los labios. Y esto, ¿qué es? ¿Flacidez? – Empezó a sudar frío y a pensar qué hacer para arreglar el desaguisado de la naturaleza. Tendría que ir pensando en el botox o en el laser.

Siguió su escrutinio: no tenía papada, pero la piel del cuello y del escote no se veía tan tersa como antes. ¿Cómo era posible que ella no lo hubiera visto y sí la dependienta? Quizás debería darse unas cuantas sesiones de mesoterapia. Los senos estaban cañón, había valido la pena el dinero que había invertido en ellos.  No había engordado ni una onza desde la última liposucción, así que su abdomen lucía perfecto y sus piernas, con más de mil horas de vuelo en bailes latinos, lucían como las de una bailarina del Lido. Los pies, impecables, como los de un bebé. Con la uña del dedo gordo decorada a la última.

El diagnostico no fue tan malo. Nada que no se pudiera arreglar con varias sesiones donde su cosmiatra y un Mercedes nuevo, que ya el modelo que tenía la hacía parecer mayor.

Cuando cumplió cincuenta y seis las cosas habían empeorado visiblemente. Paquita tampoco se había dado cuenta hasta que en la sala de espera del consultorio de la clínica a donde había ido a hacerse un chequeo preventivo, se quedó de pie porque todos los asientos estaban ocupados y un jovencito de treintaipico, con una sonrisa amorosa como si se la dedicara a su abuela, le cedió el asiento diciéndole –Siéntese doñita–

Paquita, quien se sentía muy entera declinó el honor diciendo que había estado sentada todo el día y que iba a estar un ratito de pié, que gracias. ¡Cuánto se arrepintió de haberlo hecho! Los zapatos nuevos de plataforma y con tacones de medio metro la estaban matando y, para colmo, la doctora no había llegado al cabo de cuarenta y cinco minutos. Ya nadie le cedería el asiento porque habían oído su declinación, así que decidió ir a esperar afuera y sentarse en un banco común, con el pueblo.

La reacción de Paqui, siempre que la bajaban de las alturas era ir a consultar con su espejo. Sí, era verdad, se veía un poco más vieja, pero no tanto. Usaba el mismo número de vestido, aunque le habían crecido los pies. Ya no podía usar aretes que le pesaban porque se le veía la oreja flácida y colgante. Sus senos seguían ahí, al pie del cañón, esos si habían salido buenos. Había tenido que duplicar el número de horas en el gimnasio y contratar un entrenador particular, pero tenía un buen resultado delante de sí. Quizás era el momento de cambiar de marca de carro. Uno que le diera más carácter de aventura, ¿Un Mini?  No, debía ser cuidadosa con eso, su hija ya le había dicho que ese estaba pasando en su afán de parecer joven y Ramoncito, su novio y futuro yerno tenía un Mini. ¿Un Land Rover? Podría ser; carro caro, exclusivo, de estatus, para aventureros. –Pepe, ve pensando en cambiarme el carro, o van a pensar que vamos de capa caída.

Pero ahora, a los sesenta y seis (decía que tenía cincuenta y nueve a los que no la conocían de toda la vida) no le gustaba nada lo que estaba viendo en el espejo. Paquita estaba estupenda para su edad, pero ella no se sentía así. Y menos le gustaba lo que estaba pasando con su cuerpo. En la clase de Zumba hubo tres atrevidas veinteañeras que le cogieron su puesto en la primera fila, al lado del profe y cuando ella les reclamó, le dijeron con toda su cara que ella iba muy lenta, las confundía y hacía tropezar al resto y que esa era una forma de mejorar la clase. La verdad es que había días que se levantaba con un dolor en la rodilla que no la abandonaba y tenía que ponerse zapatos bajos para poder caminar medianamente. Otros días le dolía la punta del fémur y ahí sí que se le hacía difícil seguir el ritmo que se había impuesto. Entendió el aviso y decidió coger un lugar al fondo a la derecha.

Además de abandonar los zapatos de plataforma, tuvo que hacerlo con los escotes de vértigo porque sus nietos empezaron a preguntarle que por qué  enseñaba las tetas. Hacía tiempo que desde fuera le iba llegando el mensaje de que era tiempo de dejar pasar la juventud con gracia. Pero Paquita no lo recibió a tiempo y ahora el golpe fue más fuerte.

Sus hijos vivían su vida y le daban poca cabida en ella y su marido también. Pepe andaba en un descapotable, con sus cuatro pelos teñidos al viento, rompiendo corotos y llevándose de encuentro con su abultada barriga a cuanta jovencita quisiera seguirle el juego del dinero. Hacía siete años que ella misma había caído en la tentación de enredarse con un hombre diez años menor que ella, pero se dio cuenta de que él no la buscaba a ella sino a sus regalos y en varias ocasiones le había echado en cara su edad. Además, las brujas de sus amigas le estaban dando bola negra en las reuniones semestrales del colegio y llegó a sus oídos que una había comentado de los gastos extras que tenía Paquita con la adopción del bebé. Se dio cuenta que estaba perdiendo más de lo que ganaba y se dio por vencida. Lo peor del caso es que unos meses más tarde se dio cuenta que él o Pepe le habían pegado el virus del Papiloma y, menos mal que no le pegaron el sida, porque a esa edad, se habría visto muy feo.

Pepe le dijo un día que se había enamorado como un adolescente y que quería el divorcio. El mundo se vino abajo para Paquita,  pero por dignidad lo dejó ir. Los términos del divorcio fueron muy favorables para ella pero estaban basados en el ciento volando, es decir, de lo que produjeran los negocios, la mitad. Y resultó ser que la nueva compañera de Pepe era tan voraz que en pocos años, los justos para no ponerse vieja al lado del carcamal, se gastó lo que había y lo que no había. Así que, Paquita pagó los platos rotos y se vio, no en la miseria, pero constreñida a un presupuesto que en nada se parecía al de sus años de oro. Ya no podía acudir a la fuente de la juventud porque se había puesto cara. Los precios actuales de las boutiques ya no estaban a su alcance, hiciera lo que hiciera, el espejo le devolvía su edad. Ahí fue que entendió a la madrastra de Blanca Nieves.

Paquita estaba vacía y ya no disponía de las herramientas para llenarse que usaba anteriormente: juventud, dinero y belleza. Se deprimió profundamente y empezó a pensar en la forma de pasar a mejor vida; así que una noche, al acostarse y después de ver el programa de Nancy decidió que al día siguiente se iría de este horrible lugar.

– ¡Doña Paqui, doña Paqui! –la zarandeaba Yuberkis. –Ay Dios mío, y ¿qué le habrá dao a la vieja? Don Pablito, que aquí tengo a su mamá y la veo muy extraña. No sé. Me mira y tiene los ojos como vacíos y le hablo y ella solo sonríe mirando al aire acondicionado, parece como si se hubiera ido. ¡Dio mío! ¿Se le habrá metido un demonio?

El diario de Juan del Pan

Viernes, 16 de abril de 2004

Hoy me desperté pensando que había tenido una pesadilla y que los recuerdos de ayer eran solo un sueño, pero luego me di cuenta que no. Encima de la mesita estaba el envoltorio de la pastilla para dormir que me tomé anoche después de que recibí la llamada anónima.

Ahí estaba también anotada en la libreta, la dirección del hombre con el que, según la voz, me estaba pegando cuernos mi mujer.

Yo estoy seguro de que es mentira. Entre nosotros no ha habido ni “un dime ni direte”. Nuestro matrimonio es completamente estable.  Ella ha cambiado alguno de sus hábitos, pero eso es normal. ¿Acaso no estoy yo haciendo un master para ponerme al día? ¿Acaso no me he dejado la perilla para estar más a la moda?

Estoy seguro de que la están difamando por envidia, porque es bonita, alegre y abierta con los demás.

Sin embargo, no he podido quitarme de la cabeza en todo el día la conversación con la mujer desconocida que llamó anoche. Eso sí, las mujeres son malas, se tienen envidia unas a otras. Seguro que la tipa no tiene con quien dormir…Tiene que haber confundido a mi mujer con otra persona; no  puede ser ella, porque además, el día que me dice que la vio con el hombre, ella estaba haciendo un retiro espiritual.

—Juan, Juan, ¡vuelve en ti! — No me puedo permitir tener desconfianza en mi mujer. Ella es una santa y además la tengo bien satisfecha.

Tengo que confesar que esta mañana preparé una excusa para llamarla por teléfono a su oficina; me pareció que tenía prisa en colgar.

Llegué puntual a la hora de comer. La estuve observando mientras comíamos y yo diría que desviaba la mirada.

La tarde se tomó un millón de años en pasar. Las clases del master estuvieron insoportables. —Qué prepotente es el profesor Martínez, un teórico es lo que es; se nota que no ha puesto en práctica lo que predica—

Cuando salí del trabajo pasé por la panadería a comprar el pan tierno. No se qué pasó hoy, los panes de masa sobada se habían terminado cuando yo llegué.

¡Coño! Tuve que comprar pan de agua que se pone blando antes de llegar a casa…

 

Sábado, 17 de abril de 2004

!No te jode! Anoche me sale Clara con que debería ir a un sexólogo para resolver el problema de la  rapidez que me entra cuando hacemos el amor.

Pues, nunca me había dicho nada parecido y bien que la he oído susurrar y gritar cada vez que lo hacemos. ¿Me va a venir ahora con que no lo hago bien? Y los dos muchachos que duermen en la habitación de al lado ¿son del Espíritu Santo? Son de dos de los gustos que nos dimos.

¡Ninguna eyaculación precoz! ¡Ni ahora ni en mis cuarenta y tres años de vida! Lo que pasa es que me excito tanto que tengo ganas de llegar al máximo lo antes posible. Claro, como las mujeres son tan lentas, les molesta que uno sea un verdadero macho y se encienda de una vez. Ella es la que debería ir al ginecólogo a ver si le da pastillas para acelerar la chispa!

El resto del día normal, trabajo por la mañana y arreglos en la casa por la tarde. Por cierto, creí que no iba a poder comprar el pan hoy. En la entrada de la calle había pasado un accidente y la policía había cerrado el paso de vehículos. Un camión le pasó por encima a una señora y dicen que verla daba ganas de vomitar. Tuve que ir a pie. Eso sí, el pan estaba tan bueno que me comí dos en el trayecto. No hay nada mejor que el pan.

 

Domingo, 18 de abril de 2004

Hoy fuimos a casa de Pedro y Elvira a pasar la tarde. Allá estaban Luis y María también con toda la familia.

Jugamos unas buenas partidas de dominó mientras las mujeres hablaban de sus cosas.

Se comentó que al jefe de Pedro que se había enredado con la secretaria, lo encontraron en el cuarto de la fotocopiadora con las manos en las masas y demás. Muy maja esa chica. Me recibió el paquete que le llevé a Pedro la semana pasada. Seguro que la ascenderán pronto…si no se entera antes doña Luisa.

Yo no podría jugármela así. Nada más de pensar que Clara podría enterarse, se me ponen los pelos de punta.

Clara me acaba de decir que una amiga de María se había puesto los senos postizos y a ella le habían entrado unas ganas enormes de ponérselos también. Le dije que a mí me gustaba así y me habló de que ella se sentiría más segura, más mujer, con senos grandes. Que siempre había sido su ilusión y ahora, al saber que una conocida lo había hecho sin ningún problema y había quedado perfecta, le daba empuje para hacerlo. Dice que ha ahorrado y que no impactaría en nada el presupuesto de la casa. ¿Te imaginas— me dijo— cuando me ponga un camisón transparente o me quite la ropa como en las películas porno? Y la verdad que me entró un calorcito solo de pensarlo. No le dije que sí ni que no. Ya veremos.

Me siento vacío. Que falta me ha hecho el pan. En conclusión, hay que pensarlo dos veces antes de ir a una casa donde solo sirvan pan de plástico . Eso de las hamburguesas no me convence mucho. Mejor unas buenas chuletas acompañadas de su mejor amante: el pan de horno. ¡Que viva el pan, pan!

 

Lunes, 19 de abril de 2004

Ayer no dormí bien. Soñé que mi mujer se había operado y que cuando le iba a tocar los senos se desinflaban. Me desperté a media noche sudando y no me pude volver a dormir. Tuve mucho tiempo de pensar en todo.

Recordé que la secretaria del jefe de Pedro era casada y me di cuenta que últimamente hay muchas mujeres que le pegan cuernos a sus maridos, claro que— ¡seguro que lo merecen, por calzonazos! —. Con las mujeres hay que ser fuerte. Que se sepa quien dirige la orquesta en la casa.

También pensé mucho en los senos de Clara. Ella no necesita ponérselos más grandes; yo no quiero una nodriza y además, si se los pone más llamativos empezarán los hombres a mirarla con malos fines; ¡es que está claro! siempre son las mujeres las que nos provocan.

A mí no tiene que conquistarme más, pues soy de ella y nunca le he sido infiel.

Y así se lo dije al medio día: nada de tetas postizas.

No le sentó nada bien. Me dijo que yo no mandaba en su cuerpo y que si le daba la gana se lo haría. También comenzó a decirme que lo único que yo quería era tenerla esclavizada como ama de casa, como sirvienta y que no la tenía en cuenta como ser humano con ganas de progresar tanto en la mente como en el cuerpo.

No la entiendo, tiene su trabajo, la dejo hacer cursos y talleres; la dejo hacer retiros; la dejo ir a las reuniones con sus amigas de la infancia, hasta le pago un instructor particular en el gimnasio y ahora me sale con que la quiero tener como una sirvienta.

Eso si, su cuerpo es mío que para eso me lo dio el día que nos casamos, aunque… últimamente me lo da con menos frecuencia y yo nunca le he fallado. Hay pocas mujeres que tengan la suerte que ella tiene. Las mujeres cuanto más tienen, más quieren.

Terminamos el proyecto de ampliación de los préstamos y el jefe me felicitó por el trabajo. Esperemos que se traduzca en cuartos.

En la panadería me encontré con Jaime Recader, compañero de trabajo de mi mujer. Hacía años que no le veía ¡Es nada lo que ha progresado! Él que siempre le ha gustado presumir de “todolopuede”… anda con un Audi del año.

Me contó que estaba haciendo trámites para que lo trasladaran de sucursal. Seguramente Clara no lo sabe, o de lo contrario me habría comentado. Se lo diré mañana. Quedamos en tomarnos un café cualquier día de estos.

 

Martes, 20 de abril de 2004

Hoy ha sido uno de esos días que es mejor morirse antes de poner el pie izquierdo en el suelo a la hora de levantarse. ¡Solo me faltó pisar una mierda!

Tengo tal tortícolis que no me puedo girar del lado derecho. No se me ha mejorado nada en todo el día.

Un cabrón me ha chocado el guardalodos trasero de la izquierda cuando iba a la oficina y encima quería tener razón. Me dijo que la culpa era mía porque manejaba como una vieja y yo le dije que yo creía que había visto un letrero que decía que no podían circular burros por ahí. Se me encendió la sangre para todo el día y hasta Conchita me preguntó que si me pasaba algo, cuando pasé por delante de su escritorio.

Clara no me ha dirigido la palabra en todo el día. Al volver a casa le compré esos panes de trenza que le gustan a ella para ver si se animaba la cosa y me encuentro con que se va a quedar hasta tarde en la oficina. Ah! Y subieron el pan. No se hasta donde vamos a llegar. El gobierno va a tener que dar mucho circo porque lo que es el pan lo está poniendo difícil.

Para acabar de completar el asunto, me siento con el cuerpo cortado y creo que tengo fiebre; me voy a acostar y mañana Dios dirá.

 

Miércoles, 21 de abril de 2004

Hoy no he podido ir al trabajo. He amanecido con fiebre de 38 y me duele todo, ¡hasta el pelo! Me he tenido que tomar una tortilla de aspirinas.

Clara llegó tarde ayer. Cuando nos despertamos, estuvo muy cariñosa conmigo; me parecía como que quería jugar por la mañana temprano. Pero yo estaba en un bache, sin ánimo de nada.

Me pasé toda la mañana dormitando. Bajé a comer con los niños. Inmediatamente se fueron a sus clases vespertinas y Clara volvió a la oficina.

Otra vez ha vuelto a llamar la mujer del otro día. Comenzó diciendo que era la persona que me había llamado la semana pasada para decirme sobre mi esposa. Me dieron ganas de decirle ¡Cállese cotilla y váyase a la cocina a fregar! Pero algo en mi interior me lo impidió. ¿Y si había algo de verdad en el asunto? Y me vinieron a la mente las tetas de Clara y me dieron ganas de demostrarle a la mujer que estaba equivocada y que era una arpía sin vida propia. La escuché.

Me repitió que Clara se veía con un hombre casado y que me lo estaba diciendo porque no quería que otro ser humano sufriera lo que ella estaba sufriendo. Le aseguré que no creía en eso ya que, en mi casa, la situación estaba bajo control y le insinué que seguro que estaba viendo visiones, porque no se había dado ninguna circunstancia que me indicara alguna anormalidad.

Me bombardeó que no fuera tan ingenuo.

Le pregunté quién me estaba hablando y cómo sabía nuestro teléfono y me dijo que no importaba, pero que conocía a Clara y a su amante. Debe ser una colega celosa de su profesionalidad y éxito. Y además ¿cómo sabía que hoy estaba yo en casa?

No le quise preguntar más detalles porque eso habría sido admitir que puede haber una posibilidad de que el asunto sea cierto y, no creo.

Después que colgué el teléfono me entró ansiedad. Sentía rabia contra la maldita mujer con la que hablaba hacía algunos minutos. Bajé a la cocina a tomarme un jugo y cuando subí a la habitación me dieron unas ganas locas de buscar en el escritorio de Clara. Miré sus papeles uno por uno. Todo normal. Busqué en los cajones de su cómoda. Nada. O bueno, poco. Unas braguitas tanga que nunca le había visto puestas. Seguramente me iba a dar una sorpresa. El otro día le comentaba que las mujeres de mis amigos las llevaban, según decían ellos y le pregunté que si a ella no le gustaban. Me pareció que se sentía incómoda por la petición disimulada que le estaba haciendo. Y es que Clara siempre ha sido medio de Acción Católica.

A trancas y a barrancas fui a por el pan. Anita me comentó que me veía muy acatarrado y que me fuera pronto a acostar. Me recomendó una infusión de qué se yo que hierba; no le hice ni caso. No pude tragar ni medio bocado del cuerpo de Cristo y eso que huele a santo.

 

Jueves, 22 de abril de 2004

Estoy inquieto, furioso,  loco!

Clara me dijo por la mañana que iba a tener una comida de negocios con unas clientas y que no iba a venir a comer a casa. Y me mosqueé inmediatamente. Así que le pregunté que dónde iban a comer y me dijo que no estaba segura si iba a ser en el Café Alaska o en Casa Polín que le confirmarían durante la mañana.

Me pareció que se arreglaba más que otras veces.

Cuando se fue corrí a la cómoda y revisé sus tangas, pero no me acordaba cuántas ni cómo eran las que vi el otro día, así que no pude confirmar nada. Me dio rabia haberlo hecho. Casi estaba afirmando que tengo sospechas y ¡no! ¡Pero sí! No se que me está pasando que este asunto me está sacando de quicio.

Estuve tentado de asegurarme que Clara estaba realmente en su comida de negocios, pero me pude controlar y no moví un dedo para asegurarme. No puede ser posible que Clara tenga una doble vida. La conozco demasiado bien, como para apostar por ella; no es de ese tipo de mujeres.

Decidí que no iba a la clase hoy para llegar temprano a casa.

Llegué demasiado pronto a la panadería. No había salido el pan de la tarde, no tuve en cuenta ese detalle a la hora de venir. No podía comprar el pan de por la mañana. No resisto un pan viejo. El pan tiene su “momentum” y entonces es que hay que aprovecharlo.

Di unas cuantas vueltas con el coche pero no se qué le pasó al tránsito que estaba tan fácil. El tiempo no pasaba y decidí venir a casa a esperar para volver a comprar el pan.

Me aseguré de tomarme diez minutos más del tiempo que Anita me había dicho que tardaría. No podía ser más porque podía acabarse el de masa sobada, ni menos para no tener que esperar de nuevo.

Me puse el jersey y bajé las escaleras. Cuando iba a salir del portal me di cuenta que un coche estaba parando para dejar un pasajero. El pasajero era Clara que se despedía ya fuera del vehículo agitando la mano y dedicando la mejor de las sonrisas al conductor o conductora, la verdad que no puedo jurar que era, porque quise mirar ya estaba arrancando y no quería que Clara me viera.

Subí corriendo las escaleras, abrí la puerta de la casa y me puse a hacer ver como que leía un libro.

Entró Clara y me saludo sonriente pero fría. Me dio un beso de compromiso y me preguntó cómo me sentía.

Le pregunté que cómo le había ido el almuerzo y me dijo que bien pero que la reunión de trabajo se había prolongado toda la tarde.

Le pregunté que si los clientes la habían traído a casa y me dijo que no que había venido con un taxi.

Luego me preguntó si había comprado el pan y le dije que no. “Me imagino que irás ahora” me dijo y yo le dije “Pues te imaginas muy mal”

En ese mismo momento me entró un sudor frío. Recordé que el coche del que se bajó Clara era un Audi del año.

¡Coño! Tener que pasar por esta situación y sin pan.

 

No te lo había dicho: carta a Amanda

Cuando me dijiste que te habías mudado al apartamento de soltero de Lucas no lo podía creer. Dos meses antes habías roto tu compromiso con Abel y ya te habías vuelto a meter en otro lío.

Èn ese momento no me atreví a decírtelo, pero si hubieras prestado atención te habrías dado cuenta de que mi cuerpo se ponía tenso cuando te veía. Si yo hubiera abierto la boca, seguro que se habrían escapado de mi garganta los sonidos y se las habrían arreglado para formar las palabras necesarias para advertirte; pero en lugar de eso lo que hice fue apretar más fuerte los labios y desear mentalmente estar equivocada; total, habrías pensado “ya viene la jamona con sus monsergas”

Yo te vi nacer Amanda. Aquella mañana cuando te sacaron de la sala de partos tu piel era del color del chocolate claro y tu pelo negro como el carbón. Ya tenías los ojos abiertos y parecías una chinita. Después, en la tarde, cuando te llevaron a la habitación de tu mamá te habían bañado y tu pelo parecía el de un puerco espín. Toda la familia se rió  mucho de ti y le hicimos bromas a tu mamá con el chino que se había cruzado por el medio. Después, te he acompañado de cerca y he disfrutado de muchas etapas buenas y malas en la vida de tu familia y la tuya propia.

Recuerdo cómo celebramos el día que te declararon alfabetizada y también cuando cambiaste de colegio porque tu papá quería que te educaras en uno bilingüe “Tía Lula, convence a tu hermana para que no me quiten del San Carlos que me han dicho mis compañeros que los niños que van al  New Age son muy plásticos”. Y yo, sabiendo que era una decisión irrevocable te hablé del patio grande del colegio americano lleno de árboles y de cómo podíais entreteneros  recogiendo los cajuiles que cayeran durante el recreo. Te describí la jaula de los tres guacamayos, las clases de música y las obras de teatro para el fin de curso. Creo que te convencí porque no te volví a ver preocupada.

Yo te vi crecer Amanda. Seguí paso a paso tus estirones, tus cambios de estilo, tus progresos en inglés; vi desarrollarse tus habilidades histriónicas y aguanté primero obritas de la escuela y luego disfruté de tus presentaciones con la compañía local. Era como si fueras la hija que nunca tuve. Tus ataques de asma casi me mataban de ansiedad y las llamadas  por teléfono de tus noviecitos me trasladaban a las calenturas de mi juventud. Me alegré mucho cuando empezaste a salir con Abel.

Tenías diecisiete años y Abel dieciocho. Me gustó enseguida ese chico con cola de caballo que desde el primer día me llamó tía Lula. A tu papá no le gustaba nada el pelo largo de tu novio y yo lo convencí de que lo que contaba era cómo él se estaba educando y las conversaciones tan interesantes que era capaz de sostener con jóvenes y viejos. El día que fuimos todos a la casa de la playa y por primera vez tu mamá vio con susto el tatuaje de Abel, yo le tuve que recordar que de pequeñas las dos nos pintábamos dibujos en las piernas y dejábamos tontos a nuestros amiguitos asegurándoles que eran tatuajes. Si hubiéramos podido hacérnoslos de verdad, lo habríamos hecho.

Después, muchas veces hice el papel más de Celestina que de chaperona con Abel y contigo, tratando de preservaros de unos padres que se preocupaban demasiado por el qué dirán; yo creía en vuestra relación y en vosotros y la verdad es que nunca me defraudasteis. Tenía la conciencia tranquila y contenta.

Cuando terminaste la universidad y te fuiste a estudiar la  maestría a París contaba los días para tu regreso. Ayudé a Abel económicamente para que pudiera ir a verte en las vacaciones de Navidad; le hice creer que tendría que devolverme el dinero cuando su incipiente negocio tuviera más clientes. Me dijo que eso era casi un pacto con el diablo.

Te mandé todos los e-correos que hicieran falta para mantenerte al tanto y empecé a recoger información de las empresas donde podrías estar solicitando trabajo cuando regresaras.

Y regresaste y encontraste trabajo en la oficina de Lucas. Yo misma hablé con su hermana para que considerara tu currículo y te diera una oportunidad. Y te la dio. Y te la va a quitar también.

Ahora, cuando ya es un hecho que eres la amante de Lucas me siento culpable de haberte encaminado hacia él y presiento que se va a repetir la historia, mi historia. Yo también tenía veintipocos años cuando me enamoré de mi jefe. Era un hombre tan inteligente, tan valiente, tan lanzado. Alababa mis trabajos como si se tratara de obras de arte y con cualquier excusa me traía regalos a la oficina. Me halagaba, me hacía sentir importante, diferente a las demás. Yo sabía que era casado y sin embargo aceptaba sus galanterías, al principio de forma casi inocente, hasta que fuimos en viaje de negocios a Brasil. La segunda noche me invitó a una cena de trabajo en su habitación. Estaba tan deslumbrada por ese hombre que solamente hicieron falta dos copas de vino para darme el empuje que necesitaba para iniciar una relación que habría de durar casi tres años. Pero yo sabía que tarde o temprano habría de terminar, porque aunque hablaba mucho del infierno con su mujer no le veía tomar acción para salir del mismo. Traté de dejarlo varias veces y otras tantas él pudo convencerme de que volviera; y habríamos seguido en ese juego por un buen tiempo si no hubiera sido porque su mujer se enteró y lo amenazó con el divorcio. Yo le dije que no quería tener a mis espaldas una familia deshecha y creo que el se sintió muy aliviado con mi conveniente nobleza. Al mes siguiente me enteré de que había empezado algo con la chica nueva de la oficina.

Amanda, no puedes decir que ante un fracaso tuyo de cualquier tipo yo te haya espetado un “te lo dije”, ni lo voy a hacer ahora. Pero no quiero que pases por los momentos que yo pasé. Me sentí abusada, utilizada, engañada, sucia, mala. Hasta tomé la decisión de castigarme no rehaciendo mi vida y pagar mi culpa viviendo la vida de los demás. Amanda, no quiero que te conviertas en la tía Lula que no se atreve a mirar de frente a las personas que en su momento supieron los detalles del asunto y que a partir de ahora no se va a sentir con la fuerza moral para guiarte en algunas ocasiones. Pero, sobre todo, no quiero que seas tan infeliz como yo. Lucas podrá dejar a su esposa y casarse contigo, pero se enamorará de cuanta jovencita entre en su oficina y tú no serás sino la número tres de su lista de necesidad de afirmación. Y como podría pasar que no puedas hacer caso de lo que te estoy diciendo ahora porque estás enamorada de Lucas, quiero que sepas que tía Lula te entiende y está aquí para cuando la necesites.

Con cariño. TL

Sana, sana culito de rana

Si a Ana le hubieran dejado decidir si nacer o no, se habría quedado en la nada por un tiempo más, porque  en la otra dimensión se puede ver el futuro y este no le gustó. Pero las parejas no les piden permiso a los niños para hacerlos; a veces, ni siquiera quieren que eso pase, pero los momentos de arrebato amoroso no son los mejores para el discernimiento, el control o el enfundado rápido y mucho menos en el  pedazo de culo del mundo que le tocó a Ana nacer.

Por eso, se defendió como pudo. Se dio la vuelta antes de nacer y ante su negativa, la partera que se las sabía todas, empezó  a darle a su madre unos tés que no sabían bien y que provocaban en su vientre unos movimientos muy molestos para Ana. Entre los movimientos naturales de la madre y unos bestiales empujones de la partera la pusieron de cabeza de nuevo y entendió que era imposible quedarse, porque ya era y porque la naturaleza la estaba obligando.

—¿Qué fue?

—Hembra.

—Coño, otra más.

—Julia no está bien—a lo lejos se oye el estribillo “vamo a bebé, vamo a bebé hata el amanecé”.

—¡No joda! esas son cosas de mujeres. Compadre, ¡tráigame el romo! o mejor vámonos pa donde José.

Ante esta perspectiva que confirmaba sus temores, Ana decidió sobrevivir, aunque  su madre tuvo mejor suerte.  Ana emprendió la vida con salud y belleza porque sabía que otra cosa no iba a tener.

Como la mala moneda “que de mano en mano va y ninguno se la queda”, Ana fue creciendo con abuelas, tías, vecinas, madrastras y cuanta diversidad femenina pudo encontrar su padre para no tener que gastar su tiempo en pendejadas.

Filosofías diferentes y enriquecedoras no le faltaron en su formación.

—¿Estudiar? Y ¿pa qué? Consíguete uno con cuartos y ya.

—Las mujeres son de la casa y los hombres de la calle.

—Los hombres son unos perros.

—Aguanta mi hija que las mujeres hemos nacido pa sufrir.

—Si te da tu mony pa tu ropa y tu comida, déjalo tranquilo que los hombres son cuerneros tós.

—Los viejos son los que mejor vida dan. Búscate uno, ten paciencia y luego resuelves con el que más te guste, total, el viejo no se va a enterar.

Estas y otras delicias formativas fueron moldeándola sin que perdiera su necesidad de ser amada, respetada, reconocida, considerada, lo cual no iba a propiciar su felicidad en la vida, sino todo lo contrario. Eso era como tener sed en un desierto y no encontrar ningún oasis.

A los dieciséis años conoció a Rubén en un colmadón.  Rubén era  el machomén del barrio donde vivía  la abuela de Ana.  Tenía treinta y dos años, un carro Toyota Célica del 1996, una Colt y la billetera siempre llena de dinero para comprar mujeres y pobres diablos a los que tenía a su servicio como perros callejeros para el corre ve y dile. Para ser feliz solo le faltaba la “rubia” ya que el carro blanco y la pistola ya los tenía. Ana no era rubia. Pero era joven y bonita.

—Muñeca ¿y tú? Pónmele una cerveza a la princesa.

—No gracias, no tomo cerveza.

—Pues pónmele un refresco de uva a la dama.

—Las llevo a dar una vuelta con el carro, a ti y a tu amiga. Ñeco, ¡dame una brugalita en una funda!

Ana tenía cierto recelo de subirse al carro pero, al fin y al cabo, los poderosos mensajes del casete interno grabado a través de los años la ablandaron.—¿Por qué no? Es buen mozo, tiene cuartos, un carrazo y parece enamorao; me escogió a mí y en el colmadón había muchos mujerones.

Salieron a mil esparciendo la sutil y poética letra de un reggaetón  por las ventanas abiertas del carro. En el camino, el ron, la cerveza y los refrescos mezclados  hicieron su efecto. Los tres estaban felices. Ana iba al lado de Rubén y este, de vez en cuando le lanzaba piropos al tiempo que le ponía la mano en la rodilla. —¡Qué buenas piernas, mami!

Al terminar la vuelta  Rubén dejó primero a la amiga en su casa y luego llevó a Ana a la suya. Le pidió que se vieran la noche siguiente en el mismo sitio. Ana accedió, aún sabiendo que tendría que engañar a la abuela para salir por la noche. El día siguiente lo pasó nerviosa pensando en la salida. Se sentía la reina del mundo. El mejor hombre del barrio la había tratado con paños y manteles.

En cada uno de los encuentros, que no fueron tantos porque la cosa era para ya, Rubén le traía algún regalo: vestidos, dinero, dulces para la abuela. Ana ya le había contado acerca de la relación porque había pasado a mayores y porque alguna explicación tenía que dar acerca de su pelo rubio casi platino. De todas formas, la abuela se sintió encantada con la conquista de su nieta porque ninguna otra mujer o jovencita del barrio tenía un novio como ese.  El hecho de que Rubén fuera dieciséis años mayor que Ana le pareció algo normal, bueno.—Las muchachitas que tienen maridos mayores tienen más beneficio que las que se juntan con muchachos de su edad que no tienen dinero ni agallas para defenderlas en lo que sea.

Al poco tiempo Rubén mudó a Ana a su apartamento con la aprobación de la familia. A partir de ahí, en territorio ajeno, Ana estaba completamente sometida al marido y le complacía en todos los caprichos de alcoba y de vida. Dejó de ver a su amiga porque Rubén decía que esa no era una buena compañía. Dejó de hablar con sus amigos porque Rubén se ponía celoso y no entendía que un hombre y una mujer pudieran hablarse sin que hubiera nada sexual entre ellos. Dejó de visitar a la abuela porque Rubén decía que era una alcahueta. Tenía que pedirle dinero hasta para comprar fósforos. Su vida se limitaba a ver la televisión y atender al marido cuando este llegaba.

Una de las muchas veces que Rubén llegó bebido y de mal humor, le arrebató el celular que Ana tenía en las manos y se puso a revisarlo.

—Y este número ¿de quién es?

—Es una llamada equivocada.

—¡Mierda pa ti! Llamada equivocada tu abuela. Te voy a decir el nombre del equivocado. Aló! ¿Quién me habla? Mire coñazo, ¡si vuelve a llamar a mi mujer le voy a partir la cara! Y usté, comecomía, se acabó el celular en esta casa y ahora váyase pal dormitorio y quítese la ropa.

La luna de miel de Ana había durado lo que dura un “pote” en manos de un borracho. Después de múltiples ocasiones de abuso sicológico y sexual  llegó el momento en que algo de la esencia de mujer con la que nació se rebeló en el interior de ella. No podía seguir así. Tomó la decisión de irse a casa de su abuela de nuevo. Por la noche, al ver Rubén que la casa estaba vacía y que Ana se había llevado su ropa, entendió que la estaba perdiendo y una furia descontrolada se apoderó de él. Salió disparado en su Célica incluidos rebases temerarios y largos tramos en dirección contraria, ¿por qué no? la calle, el mundo eran de él.

—¡Coge tu ropa y vámonos pa casa!—le gritó a Ana.

—Mi hijo, que no peleen. Mi hija vete con Rubén que él te quiere—exclamaba llorosa la abuela.

Ana se negaba y Rubén hizo un aparte con ella en un rincón de la sala.—¡Si no vienes te mato y mato a tu abuela y a toda la familia!

Así comenzó de nuevo la tragedia de Ana. Sin abuela, sin amigos, sin comunicación, sin tierra firme bajo sus pies y con todo el peso de un animal rondándola y amenazándola todo el tiempo.

De nuevo  llegó Rubén borracho;  Ana estaba viendo la televisión y escribiendo las letras de las canciones que escuchaba.

—Mujer, entra en la habitación y quítate la ropa.

—Estoy viendo un programa, ya voy.

—Maldita perra, ¡que vengas inmediatamente!

Todavía se tomó Ana unos segundos para terminar de escribir el último verso de la estrofa de la canción cuando de pronto sintió que él  la cogía de los cabellos, la tiraba al piso, le frotaba el papel en el que estaba escribiendo en la cara, se lo metía en la boca y le clavaba el bolígrafo en la sien. Siguió pateándola y quitándole la ropa. Ana perdió el conocimiento. Al despertar sintió su cara empapada de sangre y se incorporó asustada. Encima de la cama estaba Rubén durmiendo la borrachera. Se vistió como pudo y salió camino del hospital. Allí, al hacer las preguntas de lugar para el reporte de los golpes y las heridas de Ana, una enfermera le recomendó ir a la Fiscalía a poner una denuncia. Su abuela la acompañó al médico legista y donde la juez.

Al día siguiente supieron que Rubén andaba diciendo por el vecindario que no le importaba que le pusieran una denuncia. —Mientras esté mi presidente en el poder, soy intocable.

La historia está inconclusa. Dejo al lector con conocimiento de cualquier medio macondiano redactar el final. Y si no está familiarizado, termínelo con un castigo para Rubén, lo que pudiera equivaler a un «Sueña Pilarín”.

El secreto de los Hoglüter

El abuelo Zenón encontró una botija llena de monedas de oro que guardó a buen recaudo porque no se fiaba ni de su madre. La abuela Conchita le contó a su hija —mi madre— que un día, haciendo un agujero para sembrar un árbol de mango en el patio de la casa de los patrones, el abuelo se topó con un objeto duro que resultó ser un recipiente de barro. Lo acabó de desenterrar con las manos y con el trapo sucio que utilizaba para secarse el sudor la limpió como si fuera de plata; cortó la lía de cuero que amarraba el paño que tapaba la boca de la botijuela y se dispuso a  meter la mano para palpar lo que contenía en su interior. Pero lo pensó mejor.

El abuelo siempre le había tenido miedo a los alacranes y a los ciempiés, como si estos pudieran vivir dentro de una vasija cerrada a cal y canto. Pero tenía razón para temerles. Recordaba a su padre moribundo, con una pierna del tamaño del tronco de una mata de coco y ennegrecida por la gangrena. El bisabuelo pisó un ciempiés que se revolvió con saña y lo picó en el dedo gordo del pie. Le chuparon el veneno, le quemaron la pequeña hendidura, le pusieron cataplasmas de savia y miel, se mearon encima, pero no hubo forma de salvarle la vida. Entonces se dijo que era porque al que lo pica un ciempiés pelón se lo lleva Ledamón. Así que el abuelo puso la botija boca abajo y la agitó hasta que cayó la última pieza de las monedas que contenía.

Al abuelo le iba a explotar la cabeza. Lo primero que hizo fue llevarse la mano al pecho y luego dirigir sus ojos hacia la casa para ver si alguien lo estaba mirando. No había moros en la costa, o al menos que él los viera, porque nunca pudo estar seguro de lo que pasaba detrás de las ventanas. A esa hora, afuera estaba claro y adentro oscuro. Pero el peor peligro habría sido que estuviera alguien del servicio por el patio y se acercara a curiosear. “¿Qué estás haciendo Zenón?”, “¿Qué encontraste?”, “¿Cuántas monedas hay?”, “¿Qué vas a hacer con ellas?”,  “¿Y pa mí no hay ná?”

En un momento todos los pensamientos del mundo se juntaron en su cabeza. “Esto no es mío”, “¿Serán de valor?”, “¿Debo decírselo a la señora?”, “Podré ponerle techo de zinc a la casa y compraré cuatro camas para que los muchachos no tengan que dormir juntos”, “¿Y si me han visto desde adentro?”, “Total para lo que me pagan por cuidar el patio…”

La inequidad social fue su argumento para tomar la decisión y, puesto que ya la había tomado, sacar la vasija requería de una estrategia muy bien pensada para que todo saliera bien. Volvió a meter las monedas una a una, treinta en total; introdujo su pañuelo como tapón y volvió a enterrar la vasija—Mañana será otro día—

Mi madre recuerda que el abuelo llegó a la casa cargado de dulces para los muchachos y hasta un jabón de olor para la abuela Conchita. Su mirada tenía un brillo especial y todos creyeron que había tomado. No era usual que le trajera nada a la abuela y los dulces solo aparecían para navidad que era cuando le daban la doble paga al abuelo. Solo una vez de las miles que había jugado en su vida le tocó la lotería y llegó a la casa en condiciones similares. Pero no, no estaba borracho y se tomó la molestia de explicar que cogió un “fiao” porque a la abuela no le había regalado nada para su cumpleaños el mes pasado y en la tienda, vio esos dulces que le guiñaron un ojo.

Esa noche se acostó temprano. Tenía que comenzar a pensar cómo sacaría la botija del patio de los señores sin que nadie sospechara y también tenía que decidir si era bueno compartir el secreto con Conchita y los muchachos. —Bueno, con Conchita sí, ¡estaba claro, lo iba a notar  de cualquier manera! Con los muchachos…todavía tenía tiempo para decidirlo—.Y pensando en todas las formas posibles para sacar el botín, guardarlo y convertirlo en papeletas, se quedó dormido.

Al día siguiente cogió la cesta de cosechar los mangos, puso en ella un par de herramientas y dos pequeños brotes de mata de limón y los cubrió con un saco. Cuando llegó a la casa de los señores Cristina, la sirvienta, lo recibió con un “¡Qué cargado vienes!” Y el abuelo se tomó la molestia de explicar lo que llevaba y para qué lo quería, cosa rara en él, quien en otra oportunidad le habría contestado—“Ponte a hacer tus oficios”

Esperó a que llegaran las diez porque a esa hora todo el mundo en la casa tomaba el café y cuando su nariz le dio el visto bueno comenzó la tarea donde la había dejado el día anterior. Fue fácil sacar el tesoro, meterlo en la cesta, taparlo y salir a toda prisa antes de que pareciera alguien a pedirle uno u otro favor.

Llegó a su casa excitado. Los muchachos estaban en la escuela y eso lo tranquilizaba un poco. Con suerte ni Conchita estaría.

—¡Muchacho, terminaste pronto hoy!—Le disparó la abuela.

—¡Muchacha que susto me diste! Ven —dijo el abuelo— Cierra la puerta.

—¿Qué pasa?

—¡Que Dios nos ha venido a ver!

—¡Zenón! ¿Ya has tomado tan temprano?

—¡No mujer! Que somos ricos.

—¿Ricos? ¿Has vuelto a jugar?

—No. Mira.

Puso sobre la mesa la botija, la destapó con cuidado y vació el contenido. Antes de que la abuela que tenía los ojos desorbitados se lo preguntara, le explicó con lujo de detalles el dónde, cómo, cuándo y por qué. Le costó mucho convencerla de que ese tesoro no tenía dueño. Le habló de los primeros pobladores de la isla y hasta le describió con lujo de detalles las razones que debió haber tenido el cacique para ocultar el tesoro; le recordó sus necesidades perentorias y le prometió sacar el diezmo para obras de caridad. Abrumada por los argumentos la abuela flaqueó. Comenzó a disfrutar en ese mismo momento su bonanza económica y justificó para sus adentros la debilidad —Total, si no era como el abuelo lo contaba, a los patrones de Zenón tampoco les hacen falta más cuartos—

El abuelo fue a la ciudad la semana siguiente para averiguar de qué forma podía convertir las monedas en dinero y volvió experto. Experto, con tres fajos de billetes que ocultó debajo de su ropa y con el grado de contentura en su punto máximo. No solo se había pegado par de tragos sino que estaba planeando visitar a la Rosa para llevarle unos aretes que le había comprado y hacerle ver la conveniencia de que le dedicara sus favores con más asiduidad y menos melindres. Y es que era un enamorao. Ese viejito nuestro de apellido holandés, piel color chocolate, ojos azules y pelo crespo creía que estaba vivo. Se enamoraba de cualquier muchacha en flor y se jactaba con sus amigotes de los favores—imaginarios—que recibía de ellas.

La abuela se dejó llevar por la abundancia porque sabía que después de esa vez vendrían otras visitas a la capital, ya que el abuelo solo había vendido parte del tesoro y el resto lo había ocultado en un sitio que no quiso decirle a la abuela —para evitarle problemas—según dijo. Empezó a comprar lo que necesitaba y más y pasaba el rato planeando los arreglos que le haría a la casa y al futuro de sus hijos.

A quien pretendía saber cómo se había producido un cambio tan radical en la vida de esa familia, se le informaba que la abuela que no era del pueblo, había recibido una herencia.

Mientras, el abuelo había dejado de trabajar para los señores argumentando que le había salido una hernia y no se podía dedicar a la jardinería por un tiempo. Se la pasaba tomando y visitando a sus amigas que, de un tiempo a esta parte, encontraban que no se les quitaba el brillo por hacerle carantoñas a un viejo verde con cuartos, ni tampoco por hacerle creer que su poder sexual, tan atrofiado por los años, era extraordinario.

Pero el cuerpo del abuelo no estaba para esos trotes. Una mañana húmeda y sofocante, al ir a levantarse de la cama se sintió raro, veía estrellitas y de pronto se dio cuenta que no podía hablar y que sus piernas no lo sostenían. Cayó al suelo. La abuela oyó el ruido y se acercó desde la cocina. Lo zarandeó. Los ojos del abuelo estaban abiertos y su boca tenía una mueca grotesca. La cara parecía habérsele muerto de un lado. Poco a poco sus ojos azules se fueron cerrando y del abuelo solo quedó una masa de carne inútil, dependiente y fofa. El médico dijo que había sufrido un derrame cerebral y era difícil que se recuperara. La abuela pensó inmediatamente en la botija.

El abuelo murió a la semana siguiente sin haber salido del coma y la abuela nunca pudo obtener la respuesta a la pregunta que le hacía al cuerpo del que fue su marido.

Hasta hizo una promesa a la Virgen de La Altagracia de ir hasta su santuario arrodillada si el abuelo lograba comunicarle el secreto. Pero la Virgen no estaba en eso y el abuelo murió sin decir ni jí.

La abuela buscó por toda la casa, mandó a levantar los pisos, hizo tumbar una pared que el abuelo había hecho construir para separar las habitaciones, no dejó tranquila a una sola molécula de la casa…y nada.

Para seguir viviendo comenzó a pedir prestado con la excusa de que estaba vendiendo unos terrenos de la herencia en su pueblo, pero pronto se dio cuenta de que podía retomar la vida que llevaba antes de que su marido encontrara las monedas, la cual no era la más fácil pero sí la más tranquila. La familia siguió adelante. La abuela se empleó en quehaceres domésticos y entre su paga y los créditos que le dieron en todos los establecimientos a los que había beneficiado su corta bonanza económica, pudo criar a sus hijos y hasta los puso a estudiar.

Nunca pudimos encontrar “el tesoro” que, dicho sea de paso, debía estar ya muy mermado cuando el abuelo murió, si tomamos en cuenta las bebentinas, las juergas y los pequeños pecaditos de la abuela Conchita. El secreto del los Hoglüter se lo llevó el abuelo Zenón a donde quiera que esté.